“Me negarás tres veces”
A continuación de los versículos que relatan el arresto del Señor Jesucristo, leemos:
Todos los discípulos, dejándole, huyeron
(Mateo 26:56).
Luego, Pedro y el “otro discípulo”1 , sin duda volvieron sobre sus pasos. Pedro ya se había expuesto a un grave peligro por el Señor, cuando sacó la espada. Él había sido sincero al decir: “Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti” (Juan 13:37).
Aun cuando siguió a Jesús “de lejos”, no solo lo acompañó un tramo del camino, sino que lo hizo “hasta dentro del patio del sumo sacerdote” (Marcos 14:54). Allí se mezcló con aquellos de quienes había huido poco antes, y se sentó “entre ellos” (Lucas 22:55). Él quería “ver el fin” (Mateo 26:58), lo que demuestra que su corazón estaba lleno de solicitud por su Señor.
Pedro siempre había manifestado mucho celo por Él. Pero aún le faltaba una cosa: no había llegado a conocerse a sí mismo e ignoraba que la carne es totalmente incapaz de hacer la voluntad de Dios. Una terrible caída le iba a enseñar esta lección. La hora de la tentación manifestaría el verdadero estado en que se encontraba su corazón.
El Señor Jesús dijo: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). El oro iba a ser probado en el fuego y saldría de este tan puro como antes. Su amor y su obediencia al Padre fueron plenamente manifestados ante los ojos de todos. Pero, ¿qué fue de los discípulos? Desgraciadamente, en ellos no todo era oro puro. “Cierto joven” confiaba en su vestido (una sábana de lino fino), pero debió dejarlo (Marcos 14:51-52). Pedro confiaba en sí mismo, y fue avergonzado.
Sin embargo, ¡con qué gracia el Señor había advertido a su discípulo!
Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos
(Lucas 22:31-32).
El hecho de que en esa ocasión el Señor lo llamara Simón, recuerda lo que Pedro era por naturaleza. Por un lado, el débil Simón, por otro, todo el poder de Satanás, el “homicida desde el principio”.
¿No habría tenido que caer sobre su rostro y suplicar que el Señor le manifestase sus misericordias y el poderoso socorro de su gracia? ¿Cómo, pues, no habría de sentirse profundamente humillado al considerar con qué fidelidad el Señor previó por adelantado su restauración y al oír que, incluso, le confiaba un servicio a favor de sus hermanos? En lugar de ello, Pedro respondió: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte” (Lucas 22:33; Marcos 14:29-31). ¡“Dispuesto estoy”! Este era un lenguaje presuntuoso.
Pedro no quiso escuchar las advertencias del Señor y, cuando llegó el momento, no supo velar y orar. Y al descuidar la vigilancia y la oración, sucumbió ante la tentación (Marcos 14:37-38). Cuando llegó la tentación, primero combatió al enemigo, luego se asoció con él y negó tres veces a su Señor, tal como Jesús se lo había anunciado.
Mientras el sanedrín (concilio) sesionaba en una de las salas que daban al patio del palacio2 , Pedro se mezcló con los siervos del sumo sacerdote y se sentó “entre ellos” (Lucas 22:55). Se calentaba al “fuego” que los enemigos de su Señor habían encendido en el patio “porque hacía frío” (Juan 18:18, 25). Al estar en ese lugar, ¿cómo habría podido dar pruebas de su fuerza, de la cual había alardeado?
De hecho, Pedro, repentinamente, se manifestó más débil que una mujer. Tuvo miedo frente a la escudriñadora mirada de la criada3 (Lucas 22:56) que lo había dejado entrar por recomendación del otro discípulo, conocido del sumo sacerdote. Y allí presenciamos la primera de las tres veces en que negó al Señor “delante de todos” (Mateo 26:70). “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre? Dijo él: No lo soy”. “No le conozco, ni sé lo que dices”. “Mujer, no lo conozco” (Juan 18:17; Marcos 14:68; Lucas 22:57).
Preso de una agitación interior, salió “a la puerta”; allí otra criada, y los que estaban con ella, le hicieron la misma pregunta (Mateo 26:71; Marcos 14:68-69; Lucas 22:58). “Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre” (Mateo 26:72). ¡Qué lenguaje! En el peor de los casos, podemos admitir que la criada se refiriera al Señor Jesús utilizando la expresión “este hombre”; pero aquí es su propio discípulo el que llega hasta ese punto, poco después de haberle jurado su fidelidad hasta la muerte.
En Getsemaní, el Señor había sufrido los ataques de Satanás tres veces sucesivas; el combate se tornaba cada vez más violento, pero el Hombre perfecto era sostenido por el poder de Dios. El débil discípulo, abandonado a sí mismo, también sufrió tres asaltos del enemigo, cada vez más violentos. Después de un breve período de calma, “como una hora después” (Lucas 22:59), sorpresivamente, el enemigo le asestó un golpe decisivo: “Aun tu manera de hablar te descubre”. “Porque eres galileo” (Mateo 26:73; Marcos 14:70).
Incluso uno de los siervos del sumo sacerdote, “pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le dijo: ¿No te vi yo en el huerto con él?” (Juan 18:26). Entonces el pobre discípulo perdió el dominio de sí mismo. Mientras que, delante de Caifás y su séquito, el “testigo fiel y verdadero” afrontaba la muerte con admirable serenidad, Pedro, para salvar su vida, “comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco a este hombre de quien habláis” (Marcos 14:71; Mateo 26:74).
Y en seguida, mientras él todavía hablaba, el gallo cantó
(Lucas 22:60).
“Y el gallo cantó la segunda vez”, precisa el evangelio según Marcos (cap. 14:72). Aquel por quien todas las cosas fueron creadas (Colosenses 1:16) se servía de esta criatura desprovista de inteligencia para socorrer a su discípulo, que había caído tan bajo. Esa noche, ¿quién podría prestar atención al canto del gallo? Pero para Pedro fue como un relámpago que se abrió paso en medio de espesas tinieblas, una señal que lo hacía despertar lleno de terror.
Sin embargo, ¡ay!, no reaccionó ante el primer canto del gallo (Marcos 14:68). Solo al segundo canto “se acordó de las palabras que Jesús le había dicho: Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces” (Marcos 14:72). ¿Era posible la restauración de Pedro, después de tal caída? ¿Podría, en algún momento, volver a sentir el gozo de la comunión con su Salvador?
Ahora solo podía sentir profunda angustia. Pero leemos: “Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro” (Lucas 22:61). La temerosa mirada del discípulo se cruzó con la compasiva mirada de Jesús, quien, pese a los sufrimientos que oprimían su alma, manifestaba total solicitud por su querido discípulo. Con esa mirada, Aquel que no había recibido ningún testimonio de compasión (Salmo 69:20), lejos de rehuir de él con horror, expresó toda la gracia que llenaba su corazón por el hombre que acababa de negarlo tres veces (Lucas 22:34).
De este modo, el Señor quería tocar el corazón y la conciencia de Simón Pedro. Solo Lucas refiere este detalle, y es digno de subrayar el hecho de que, en este evangelio, lo que hace que Pedro recuerde la advertencia del Señor, no es tanto el canto del gallo, sino la mirada de Jesús (Lucas 22:61).
Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente
(Lucas 22:62).
Esas lágrimas expresaban su profundo arrepentimiento y estaban acompañadas de verdaderos frutos de “arrepentimiento” (Lucas 3:8). El corazón “engañoso… y perverso” (Jeremías 17:9) intenta contentarse solo con una de estas dos cosas. Se pueden manifestar sentimientos de pesar y, sin embargo, persistir en un camino de desobediencia. Pero ese no es un verdadero arrepentimiento, y no tiene valor.
En los corintios, la “tristeza que es según Dios” había producido “un arrepentimiento para salvación, del que no hay que tener pesar” (2 Corintios 7:10; RVR 1977). Así fue también para Pedro quien, quebrantado por la mirada de su amado Señor, “salió fuera” y dejó de este modo el lugar que había posibilitado su caída, vertiendo amargas lágrimas producidas por el profundo sentimiento de su inmensa culpabilidad. ¿Qué sucedió a continuación? Si el camino que conduce al abismo es rápido, ¡qué arduo y doloroso es el que asciende de allí! Pero el Señor previó todo a favor de su desdichado discípulo. Había orado por él antes de que cayera. Y cuando cayó, inmediatamente Jesús fijó su mirada en él. Luego le prodigó sus misericordiosos cuidados con el fin de restaurarlo completamente.
Cuando el Señor resucitó, hizo que esto fuese anunciado en primer lugar a Pedro. Y también Pedro tuvo el privilegio de ser el primero a quien se le apareció4 el Señor después de resucitar (Marcos 16:7; 1 Corintios 15:5).
Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón
(Lucas 24:34).
Vemos lo mismo cuando el Señor se levantó de la cena y tomó agua para lavar los pies de los discípulos. Su divina palabra fue el agua purificadora, de la cual se sirvió en su primer encuentro con Pedro, para lavar sus pies sucios. Esa noche le había dicho: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (Juan 13:7-8). Lo que Pedro no comprendía entonces, lo comprendería “después”, es decir, cuando tuviera lugar este primer encuentro con Cristo resucitado.
Sin embargo, la Palabra no refiere en ninguna parte la conversación que mantuvo el Señor con su discípulo; el Espíritu Santo extendió para siempre el velo del secreto sobre esa hora en que, ciertamente, obró un profundo trabajo. ¡El corazón de Pedro aún estaba muy cargado cuando corría hacia el sepulcro, antes de este encuentro con Jesús! (Juan 20:4). Pero después de que este tuvo lugar, cuando oyó que era el Señor el que estaba en la orilla del mar de Tiberias, “se ciñó la ropa… y se echó al mar” (Juan 21:7-9). ¡Estaba muy impaciente por gozar de Su presencia! Allí, el Señor había preparado un fuego para su querido discípulo, un fuego cerca del cual este podía calentarse.
La conversación que luego mantuvo con Pedro reveló claramente a este último la raíz del mal que lo había hecho caer, es decir, su confianza en la carne. Habiendo juzgado completamente esa raíz, Pedro vio que se le confiaba un nuevo servicio. Gracias a esta obra de restauración, pudo cumplirse la palabra que Jesús le había dicho: “Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32).
Anticipándonos un poco a los eventos que seguirán, será provechoso dar un vistazo a la escena descrita en Hechos 4. En ella hallamos nuevamente al mismo concilio (v. 15), a los mismos hombres (v. 6), a los mismos discípulos (v. 13) que aquellos que acabamos de encontrar. Solo que, esta vez, los que están sentados en el banquillo de los acusados son los discípulos. Se encuentran en el mismo lugar que poco antes había ocupado su Señor.
Pero, ¡qué cambio se operó en ellos! Pedro ya no manifestaba confianza en sí mismo, sino que estaba lleno “del Espíritu Santo” (v. 8). Ya no tenía temor de los hombres, sino que obraba y hablaba en el poder del Señor. De manera que, lejos de negarlo, confesaba abiertamente frente a todo el pueblo “el nombre de Jesucristo de Nazaret”, el único “nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (v. 9-12).
Los principales sacerdotes “les reconocían que habían estado con Jesús” y “se maravillaban” al ver el denuedo de estos discípulos, “sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo” (v. 13). ¡Cuánto más se habrían maravillado si hubieran sabido hasta qué extremo estos hombres eran débiles y miserables en sí mismos, tal como Pedro lo había probado al negar a su Señor! Pero si hubieran abierto sus ojos, se habrían maravillado –como nosotros– de la obra que la gracia de Dios había hecho para restaurar a este débil discípulo, hasta llegar al punto de decir al pueblo: “Vosotros negasteis al Santo y al Justo” (Hechos 3:14).
- 1Se trata de Juan. Véase Juan 18:15; 20:2; 21:20-24.
- 2Esta sala estaba abierta del lado del patio (véase Lucas 22:61). El palacio, según la disposición habitual en esa época, estaba compuesto de un gran patio interior al cual daban las salas del edificio, precedidas por un peristilo, es decir, por una galería de columnas.
- 3Se trataba de una portera (Juan 18:17). No es posible establecer claramente todos los detalles de esta escena. Pero una cosa es cierta: Pedro negó a Jesús en tres ocasiones diferentes, luego de la intervención de varias personas.
- 4Jesús “apareció primeramente a María Magdalena” (Marcos 16:9); pero en 1 Corintios 15, al hacer referencia a la resurrección, solo se mencionan testigos masculinos.