Corintios I

1 Corintios 12

Capítulo 12

El cuerpo de Cristo

El capítulo que encabeza esta división es, por así decirlo, un curso de fisiología espiritual. Así como esta ciencia nos expone el destino, el funcionamiento de los órganos del cuerpo humano y lo que los rige, el Espíritu Santo nos muestra aquí la relación de los miembros del cuerpo de Cristo entre sí, el funcionamiento particular de cada uno, el objeto final que deben proponerse y el único manantial del cual fluye toda la actividad de este Cuerpo. El capítulo 14 nos lo presenta a continuación en la armonía de su ejercicio. Si el espectáculo de la vida del cuerpo natural es una cosa maravillosa, ¡cuánto más aun debe serlo el del cuerpo de Cristo! Pero cuán necesario es, también, que todos los miembros estén de acuerdo, guardando cada cual su lugar, su función, tomando su fuerza cada uno y todos juntos del manantial; son responsables de obrar así “para que no haya desavenencia en el cuerpo” (v. 25). Esto es lo que los corintios (y todos nosotros con ellos) tenían que aprender de una manera particular.

Veamos primero de qué forma este capítulo nos presenta el Cuerpo. No es –ya lo hemos dicho– como en la epístola a los Efesios, el cuerpo de Cristo visto en su unión con la Cabeza glorificada en el cielo, sino el Cuerpo en el lugar que ocupa aquí abajo, a los ojos de Aquel que es su Jefe. Este Cuerpo, en el versículo 12, es llamado “Cristo”. Está identificado con él o, mejor dicho, Cristo lo identifica consigo. Fue la primera verdad que Saulo de Tarso aprendió en el camino a Damasco. “¿Por qué me persigues?” (Hechos 9:4), había dicho el Señor a Saulo, quien Lo perseguía al perseguir a sus miembros en la tierra. El conjunto de estos miembros era Cristo: un todo compuesto de miembros diversos, indisolublemente ligados a Cristo por el Espíritu Santo; un todo que es llamado cuerpo de Cristo:

Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular (v. 27).

Notemos este hecho importante: es la asamblea de Corinto la que aquí es llamada cuerpo de Cristo. No es solamente el conjunto de todos los creyentes, es decir, de todos los que en cualquier lugar invocan su Nombre, sino que se trata también de la manifestación de este Cuerpo en una asamblea local, en Corinto. Algunos quizás objetarán que esta iglesia, compuesta como en otro tiempo de todos los creyentes reunidos en uno, en una localidad, ya no existe. En efecto, lo que el Señor había instituido, en Corinto y en todo lugar, ha sido arruinado por la falta de aquellos a quienes había sido confiada la responsabilidad de manifestarlo. Pero, si bien hemos perdido este carácter de la iglesia local, y él no puede ser recobrado, si bien todo está en ruinas por nuestra falta, no quedamos sin recursos. Aprendemos en Mateo 18:20 que la Iglesia puede ser representada por dos o tres reunidos en su Nombre, sobre el principio de la unidad del cuerpo de Cristo, unidad que no puede ser destruida. Por eso nuestro capítulo y los que siguen son tan obligatorios para nosotros como lo eran en el tiempo próspero de la asamblea de Corinto. Apliquémoslos, pues, a nosotros con confianza y no nos sustraigamos a las obligaciones que nos imponen.

Acabamos de ver la forma en que esta epístola considera al Cuerpo. Examinemos ahora el origen y la fuente de las funciones de los diversos órganos. Este manantial es el Espíritu Santo. Pero ya desde un principio el apóstol pone en guardia a los corintios contra el peligro de las manifestaciones espirituales que tenían lugar en el paganismo, del cual ellos habían salido (v. 1-3). Habrían podido confundir la acción de los malos espíritus con la del Espíritu de Dios. Un espíritu satánico podía hacer milagros como Janes y Jambres, hablar lenguas y expresar cosas extraordinarias para seducir a las almas tras sí. ¿Han desaparecido estos peligros? El paganismo ha sido reemplazado por la cristiandad, pero, cosa terrible de comprobar, esta última se ha convertido en guarida de los espíritus de las tinieblas. ¡Cuántas de estas manifestaciones vemos producirse hoy en día! El espiritismo, bajo sus diversos aspectos, cada día tiene más adeptos. Podemos decir que la casa cristiana ha sido invadida, como lo será más tarde la casa judía, por siete espíritus peores que el primero (Mateo 12:43-45). El apóstol da a los corintios un medio para discernir estos espíritus: les dice que el Espíritu de Dios reconoce la autoridad del Señor Jesús y los espíritus malos la niegan y aun la maldicen. “Nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (v. 3).

El Espíritu Santo no es múltiple, como lo eran los espíritus del paganismo que los corintios habían dejado; el Espíritu es uno. No es una influencia, sino una persona: distribuye a cada uno en particular como le place (v. 11). Y aun más, es Dios. El mismo Espíritu da; al mismo Señor le corresponden los servicios; el mismo Dios opera todo en todos; y, como él, este mismo Espíritu opera todas las cosas (v. 5, 6 y 11). El Espíritu distribuye los dones, así como, en la epístola a los Efesios, el Cristo los da (Efesios 4:8).

Diversidad en la unidad

Pero si somos bautizados por un solo Espíritu para ser un solo Cuerpo, el Espíritu le distribuye diversos dones por gracia. Hay diversidad en la unidad. “Ahora son muchos los miembros, pero el cuerpo es uno solo” (v. 20). “Además, el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos” (v. 14). Cada miembro tiene su lugar ordenado en el conjunto del Cuerpo. Un órgano no puede suplir a otro: “Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?” (v. 19). Un miembro tampoco puede separarse de otro, ni envidiarle. Eso sería orgullo, y el orgullo siempre nos separa prácticamente del conjunto del Cuerpo: “Si dijere el pie: porque no soy mano, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo?” (v. 15). Un miembro no puede usurpar el lugar de otro y tampoco es suficiente por sí solo para constituir el Cuerpo: “Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído?” (v. 17). Un miembro no puede menospreciar a otro o prescindir de él: “Ni el ojo puede decir a la mano: no te necesito, ni tampoco la cabeza (lo más elevado) a los pies (lo más bajo): no tengo necesidad de vosotros” (v. 21).

Esto tiene una doble consecuencia:

1.   No realizamos la unidad del cuerpo de Cristo cuando cada miembro o cada órgano no toma en él el lugar que le es asignado por el Espíritu de Dios.

2.   Nadie puede pretender a un lugar separado; esto sería separarnos del cuerpo de Cristo que Dios ha formado, y donde nos ha colocado como él ha querido (v. 18). La realización de la unidad excluye la voluntad propia.

Además, los miembros del Cuerpo son solidarios uno del otro; y, para evitar toda tendencia de un miembro a hacer alarde de sus ventajas frente a los otros, Dios ha tenido cuidado de revestir los que parecían menos honrosos para subrayar la importancia que les confiere. Así los órganos más ocultos, como el corazón, los riñones, el estómago, etc., son los más revestidos, y sin ellos, en efecto, toda la vida sería interrumpida en el Cuerpo. Por lo tanto, los miembros están formados para ayudarse los unos a los otros, y no para combatirse o suplantarse: “Para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (v. 25).

¿Cuál es el fin de todo este funcionamiento armónico de los órganos? La utilidad:

A cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho (v. 7).

Si lo hemos comprendido, no sufriremos trabas en nuestra actividad en el Cuerpo, y, dándonos cuenta de nuestra función, procuraremos cumplirla fielmente para provecho del conjunto. Mas, ¡cuántos miembros del cuerpo de Cristo responden a esta exhortación con la inacción! Nuestra pereza espiritual halla más cómodo que otros trabajen en nuestro lugar, y estamos prestos a persuadirnos de que, en el cuerpo de Cristo, un miembro puede suplir al otro tomando a cargo su función. Esto es contradecir el pensamiento del Espíritu Santo. Deberíamos leer y releer este capítulo, preguntándonos: «¿Respondo yo a lo que de mí espera Aquel que distribuye a cada cual en particular como le place?». Fácilmente soportamos que sólo uno o dos dones se ejerzan entre los hijos de Dios, mientras muchos otros están como paralizados! ¿Es éste el estado normal del cuerpo de Cristo?

Varios dones de gracia

Después del funcionamiento de los dones pasamos, en el versículo 27, a su enumeración, pues ningún don faltaba en la asamblea de Corinto (1 Corintios 1:7). Es de hacer notar que, al principio del capítulo, el apóstol nos habló de dones que podríamos llamar ocasionales: palabra de sabiduría, palabra de ciencia, fe, haciéndolos seguir por dones a los cuales asigna un lugar secundario: sanidades, milagros, profecía (creo que aquí se trata simplemente del anuncio de cosas futuras), discernimiento de espíritus, lenguas. Al final del capítulo (v. 28) presenta los dones permanentes: apóstoles, profetas, maestros, y los hace seguir, como en el primer caso, de los dones a los cuales asigna este mismo lugar secundario: milagros, sanidades, ayudas, administraciones y géneros de lenguas. Esto reducía a nada las pretensiones de los corintios, quienes ponían estos últimos en primer lugar a causa del prestigio personal que conferían según su apreciación. En los dos casos las lenguas ocupaban el postrer lugar; además, estos dones milagrosos de los primeros tiempos de la Iglesia no tardaron en desaparecer.

La enumeración de los dones de gracia «más grandes», es decir, los apóstoles, profetas y maestros, difiere de aquella de la epístola a los Efesios, la que menciona a los evangelistas como obrando en vista de la formación del Cuerpo. La epístola a los Corintios los omite, porque ella nos habla del funcionamiento del Cuerpo y no de la manera en que está formado. Los apóstoles representaban la autoridad, los profetas la revelación, los maestros la enseñanza. Estos tres permanecen, el primero a través del fundamento de la Palabra escrita, puesto una vez para siempre; en el capítulo 14 veremos el significado y el papel del segundo; el tercero no falta nunca, cuando se trata de crecer por el conocimiento de la Palabra. Estos tres dones son llamados «mayores», pero el apóstol hace alusión a los dos últimos cuando recomienda a los corintios desear “los dones espirituales” (v. 1), pues el fundamento no podía ser puesto de nuevo. Ahora bien, este llamado a desearlos se aplica a nosotros, así como a todos los que invocan el nombre del Señor.

Desear los dones

En el último versículo del capítulo 12 y en el primero del 14, el apóstol exhorta a los santos de Corinto a procurar “los dones mejores” y a procurar “los dones espirituales”. A menudo oigo estas palabras en la boca de creyentes, pero me pregunto si expresan un deseo real que sale del fondo de nuestros corazones y de nuestras conciencias. Desear con ardor (procurar), no es un simple deseo, sino una necesidad ardiente. Podemos no carecer de dones, bajo la forma de diversos servicios, pero aquí se trata de los dones de gracia más importantes. Que haya creyentes –habituados a seguir a un hombre instituido por los hombres– que no tengan ningún deseo ardiente de dones espirituales, no es nada sorprendente, pues tienen lo que desean; pero los que poseen mejores cosas que éstos y a quienes la gracia ha sacado de un medio en donde los dones son menospreciados, ¿los desean realmente?

Dejemos que este pensamiento obre en nuestros corazones. No obtendremos los mejores dones sino en la medida en que, saliendo de nuestra apatía espiritual, los deseemos ardientemente. ¿Qué motivos pueden movernos? ¿Nosotros mismos? ¿La importancia dada a nuestra personalidad, o nuestra propia gloria? Entonces nada habremos comprendido de todo lo que el capítulo 12 nos ha presentado. ¿El bien de nuestros hermanos? ¿La utilidad para el cuerpo de Cristo? ¿La gloria del Señor? En este caso entramos en un camino excelente. ¡Dios nos conceda tener este celo ardiente para él y para la edificación de los santos! Esto es lo que el apóstol nos recomienda.

Hemos visto, en el capítulo 12, que los dones difieren, pero hay unos mayores que otros, sobre todo uno de ellos. El capítulo 14 nos dice, en relación con esto, que el que profetiza es mayor que el que habla lenguas. Ahora bien, precisamente este último don era el que los corintios estimaban más, pues los exaltaba ante los demás. Jamás los dones que destacan al hombre son los más importantes. Aun el mismo conocimiento envanece: un hombre que ha estudiado mucho la Palabra y que tiene inteligencia, corre el peligro de creer ser algo. Sólo el conocimiento de Cristo nos humilla.

Al poner un poco aparte a los apóstoles, como revestidos de una misión que no estaba confiada a otros, dice: “Luego profetas” (1 Corintios 12:28). Esto no es como en Efesios 2:20, donde habla del don de la profecía como perteneciente a los apóstoles; aquí hace distinción entre ellos y los profetas, como en Efesios 4:11, y añade en tercer lugar a los maestros. Son, pues, dos clases de hombres: los profetas llamados a revelar a los demás los pensamientos de Dios y los maestros llamados a enseñarles la verdad. Pero, cuando se trata de la profecía, el apóstol diferencia entre la revelación de las cosas futuras y los pensamientos actuales de Dios. Al hablar de la primera, dice en el capítulo 12:10: “A otro, profecía”; y en el capítulo 13:2: “Si (yo) tuviese profecía”. Al hablar de la segunda, dice en el capítulo 14:1: “Procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis”. Tal vez usted dijo alguna vez, cuando este don se ejerció en la Iglesia: «Este hombre es un profeta, pues nos ha revelado las cosas de Dios y nos ha llevado a Su presencia de una manera nueva e inesperada?».

El amor: condición indispensable para ejercer los dones

En el capítulo 12 hallamos la doctrina de los dones del Espíritu Santo y, en el capítulo 14, esos dones en ejercicio, pero el capítulo 13 introduce entre estos dos temas una condición absolutamente indispensable para el ejercicio de los dones: el amor. Sin el amor, tengámoslo bien en cuenta, son absolutamente inútiles. Uno puede poseer los dones más eminentes, pero éstos no tienen ningún valor si el amor no los pone en actividad. Esto nos juzga. Si nuestra acción en la asamblea proviene del deseo de complacer a los hombres, o de hacernos valer, es perniciosa y no tiene relación alguna con el servicio del Señor. Dice el apóstol: “¿Busco… agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10).

El “camino aun más excelente” (v. 31) es, pues, el amor. Veremos, en el capítulo 14, que todo se desprende de él, aunque la palabra «amor» no se pronuncie. En este capítulo el apóstol vuelve siempre a la edificación, pero es imposible edificar a la iglesia sin amor. “El conocimiento envanece, pero el amor edifica” (1 Corintios 8:1). Yo podría comunicar al auditorio cosas muy interesantes, pero si ellas atrajeran las miradas hacia mí, sólo habrían servido para exaltarme y apartar las almas de Cristo.