Capítulos 1 a 2:1-5
¿A quién va dirigida esta carta?
Si esta carta hubiera sido dirigida solamente a la asamblea o iglesia local de Corinto, podría invocarse este hecho para eludir las reglas y los mandamientos que nos presenta o, por lo menos, para no ajustarse estrictamente a ellos. Sin embargo, vemos que esta epístola es enviada no solamente a los creyentes de Corinto, sino a
Todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro (v. 2).
No hay limitación alguna de lugar, tiempo o personas. Todos los cristianos que reconozcan la autoridad del Señor Jesús están comprendidos en ella. Podemos decir, pues, que la epístola está dirigida de una manera muy especial a cada uno de nosotros y también a todos como conjunto. No hallaremos otra cuyo alcance, en cuanto a dirección o destino, sea tan general. Pues bien, ¿no nos sorprende que las prescripciones de esta carta sean las más transgredidas en la cristiandad profesante? Y, notémoslo bien, aquí es donde los mandamientos más claros de todo el Nuevo Testamento son dados a la Iglesia. Y si estos mandamientos no son escuchados por los que menosprecian su valor obligatorio, todos los creyentes que desean servir fielmente al Señor deben imprimirlos en sus corazones y ponerlos en práctica.
Estado moral de los corintios
Señalemos en primer lugar los lazos en que habían caído los santos de Corinto. Bajo una forma u otra, desgraciadamente, los hallamos demasiado a menudo entre nosotros y, por lo tanto, teniendo nosotros más instrucción que ellos, pues poseemos todo el pensamiento de Dios por la Palabra escrita, el que ellos aún no poseían, somos más culpables si nos dejamos atrapar. Al trazar un cuadro de lo que faltaba en la asamblea de Corinto, desde numerosos aspectos, nosotros mismos nos vemos reflejados allí. Sin embargo, una cosa los distinguía favorablemente de nosotros y les daba un carácter que falla en los creyentes de hoy: “Fuisteis enriquecidos en él, en toda palabra y en toda ciencia” (v. 5). Esto apenas podría decirse de nosotros. Si bien se encuentran por aquí y por allá cristianos a quienes Dios confió verdades importantes para el tiempo actual, el número de los que ignoran estas verdades, y aun las elementales de la salvación, supera a los primeros. Pero si consideramos cómo los corintios empleaban sus múltiples dones, descubrimos con pena que se servían de ellos para satisfacer su orgullo espiritual, exaltándose a sí mismos. Cuántas veces el apóstol les dice:
Estáis envanecidos
(véase 1 Corintios 4:18 y 5:2).
¿Les tiraremos nosotros la piedra? No, por cierto. Nosotros, creyentes de hoy, somos más inexcusables que ellos; en cuanto recibimos del Señor algún don de gracia, nos apresuramos a valernos de él, mientras que nuestra extrema miseria, comparada con la «riqueza» de los corintios, debería mantenernos en una profunda humillación.
Los corintios eran culpables de una segunda falta muy grave. Entre ellos había disensiones y divisiones. Pese a estar reunidos en el nombre de Cristo, es decir, representando la unidad de su Cuerpo, estaban separados por opiniones divergentes (v. 10-12). Más adelante enfocaremos esto; pero yo me pregunto: ¿Acaso no las vemos también entre los cristianos de hoy? Cada uno se jacta de una opinión a la cual se adhiere. Ahora bien, las opiniones, aun las justas y ortodoxas, como en el caso de los corintios, no pueden producir otra cosa que la división cuando se anteponen en detrimento de otras verdades. ¿Está dividido Cristo? De hecho, un cristiano esclarecido no debe tener opinión propia. No exagero, pues ¿qué valor pueden tener nuestras opiniones personales si “tenemos la mente de Cristo”? (cap. 2:16). “La mente de Cristo” nunca me unirá a una secta, mientras que la defensa de mis opiniones me conduce invariablemente a ella. Como lo prueba esta epístola, la Palabra de Dios nunca me conducirá a ese destino, mientras que mis opiniones sobre la Palabra me exponen continuamente –si Dios no me guarda– al peligro de hacerlas prevalecer.
Dios no autoriza a sus hijos a tener opiniones diferentes. Que existan entre los cristianos es indiscutible; esto corresponde a la naturaleza humana pecadora, pero no a la nueva naturaleza y al Espíritu de Dios. La epístola a los Filipenses (cap. 3:15-16) admite su existencia, pero no la atribuye a los que por el Espíritu han comprendido la perfección de su posición en Cristo. Sin duda, el apóstol se dirige también a los que sienten “otra cosa”; pero él no aprueba ni excusa estos pensamientos divergentes, ni tampoco los contradice, mas cuenta con Dios para que, a los que difieren, les revele las cosas a las cuales no han llegado todavía. No entra en discusión con ellos sobre sus divergencias de pensamiento; cuenta con el Señor para hacerlas desaparecer, pero, en aquello que han alcanzado, exhorta a los creyentes a que anden unidos en el mismo sendero.
Éste no era el caso de los corintios, los cuales mantenían opiniones enfrentadas. Notemos que ellas estaban fundadas sobre verdades presentadas, sea por los apóstoles, sea por hombres de Dios dignos de toda confianza, como Apolos; pero, en su espíritu sectario, los corintios no se daban cuenta de que adoptaban una manera de ver en detrimento de otra, y que así, aunque insistían sobre verdades, alteraban la verdad. La verdad es una: Cristo, y éste no puede dividirse. Los dones son diversos, mas provienen de un solo Espíritu; las operaciones son diversas, mas provienen de un mismo Dios que opera todo en todos. No puede haber divisiones en el Cuerpo. Si sus opiniones dividían a los corintios, esto provenía, por una parte, de que no se soportaban los unos a los otros, hecho que siempre acompaña a un espíritu carnal; y, por otra parte, del valor que se atribuían por no haber comprendido que la cruz de Cristo era el fin del yo y de la importancia que éste se asigna.
Las divisiones eran, pues, una de las más graves faltas de los corintios; pero aun había otras cosas. Toda clase de males se habían introducido en medio de ellos. Existía un caso de impureza tal, que no tenía parangón ni aun entre los paganos; algunos se embriagaban, otros disputaban entre sí, se citaban ante los tribunales y pleiteaban, lo cual era totalmente censurable. Había falsas doctrinas, personas que enseñaban “que no hay resurrección de muertos” (cap. 15:12), y todo esto se producía en medio de una actividad espiritual extraordinaria.
¿No es notable que, en medio de tantas cosas humillantes, los corintios tuvieran afán de instruirse sobre ciertos detalles? Olvidaban la humildad, la unión entre los hermanos, la pureza, la templanza, y formulaban al apóstol preguntas tales como: si era preferible casarse o quedarse soltero; si se podía repudiar a la mujer incrédula, comer cosas sacrificadas a los ídolos, etc. El apóstol respondió a todas sus preguntas, hablando a sus conciencias y sin la intención de saciar la curiosidad o inteligencia de ellos.
Después de estos breves informes sobre el estado de los corintios, podemos darnos mejor cuenta de la finalidad de esta epístola. El Espíritu se sirve del desorden que los había invadido para instruirnos en relación con el orden que conviene a la casa de Dios, por lo que al escrito que nos ocupa bien podríamos darle por título: el orden de la iglesia. Si entre los creyentes reunidos en el nombre del Señor existe algún desorden, y esto ocurre a menudo, estudiemos estos capítulos con cuidado, bajo la mirada de Dios; asimilemos su enseñanza, a fin de ver restablecerse el orden. Esto es lo que deseaba el apóstol.
Tres caracteres de un verdadero cristiano
En los primeros capítulos, el apóstol nos muestra aquello que es fundamental en todo testimonio y orden cristiano en la casa de Dios. Empieza por hablarnos de lo que es un cristiano. Los corintios sólo lo sabían imperfectamente. Cuando preguntamos a nuestros hermanos en Cristo acerca de este tema, a menudo recibimos la siguiente respuesta: «Un cristiano es un hombre que, habiendo recibido el perdón de sus pecados por la fe en la sangre de Cristo, es un hijo de Dios». Ahora bien, esta restringida definición no la hallamos en estos dos primeros capítulos. El apóstol muestra, sin duda, que un cristiano ha obtenido la salvación por la fe (v. 18 y 21), pero, en contraste con el estado carnal que reinaba en Corinto, establece que un cristiano es un hombre completamente condenado en cuanto a su vida precedente, habiendo hallado el fin de su existencia como hombre en la carne, el juicio de sí mismo, en la persona de Cristo en la cruz, juicio completo, pues Jesús ha sido hecho pecado en lugar de nosotros (2 Corintios 5:21). Un cristiano, en toda la acepción del término, es un hombre que se ha percatado y apropiado de esta verdad. Es por ello que el apóstol les dice (pues aun considerándolos salvos los llama niños en Cristo):
Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado (cap. 2:2),
es decir: «Al presentaros su persona os he declarado que vosotros estáis por su cruz bajo el juicio definitivo de Dios».
¿Cuál será, pues, nuestro andar, si concretamos este carácter esencial del cristiano, considerándonos como absolutamente condenados en nuestra calidad de hombres en la carne; si toda nuestra conducta anterior, todos nuestros pensamientos, han hallado su juicio en la cruz de Cristo? Condenados y juzgados, no buscaremos en manera alguna darnos importancia ante nuestros propios ojos, ni ante los ojos de los demás. Estemos atentos a este primer paso que siempre debería acompañar la conversión y el perdón de los pecados. La cruz de Cristo es el lugar donde he hallado el fin del hombre pecador, el fin del hombre natural y el fin del mundo, como nos lo enseña la epístola a los Gálatas. Por eso el apóstol no quiso saber nada entre ellos sino “a Jesucristo, y a éste crucificado”.
Al terminar el primer capítulo (v. 30-31) hallamos un segundo carácter del cristiano, y no conozco otros pasajes que le definan de una manera tan sorprendente: “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor”. Como pecador, yo estaba en Adán; en el momento que creí al Señor Jesús, hallé mi condenación, es decir, la condenación del primer hombre en la cruz. Pero ahora soy una nueva creación en Cristo Jesús. Esta es mi posición, y la epístola a los Romanos la desarrolla maravillosamente; soy de Dios en Cristo Jesús. Todo lo que poseo como cristiano lo poseo de parte de Dios en Cristo Jesús y por Cristo. Es él quien ha hecho de mí todo lo que soy. Soy de Dios; mi origen viene de él. Si poseo alguna sabiduría, alguna justicia o alguna santidad, es en Cristo; si llego a la redención como término de la marcha, es en él. En esta posición no hay lugar alguno para el viejo hombre, todo es del nuevo hombre; fuera de Cristo nada puedo atribuirme de lo que soy.
En el capítulo 2 hallamos un tercer carácter del creyente. Éste posee el Espíritu de Dios, el poder de la nueva vida, el que le capacita para comprender las cosas divinas. Éstas nos son reveladas en la Palabra de Dios, de manera que el nuevo hombre está caracterizado por un poder espiritual que le somete a esta Palabra.
La influencia del ambiente sobre los corintios
Hemos visto que el estado moral de los corintios no era proporcional, en absoluto, a los dones que poseían. Es importante recordarlo, pues a menudo estamos dispuestos a pensar –al ver cómo Dios obra por su Espíritu entre los suyos– que el estado de las almas necesariamente debe corresponder a los dones que les son dispensados. El ejemplo de los corintios nos ofrece la prueba de lo contrario; aun el mundo mismo podía sorprenderse de sus dones y, sin embargo, nada en su conducta moral correspondía a estas bendiciones. Sus tendencias, heredadas del paganismo griego, les inducían a admirar al hombre en la carne y a la sabiduría humana. En aquel mundo, la sabiduría de los filósofos atraía a numerosos discípulos y hacía escuela; los oradores y los literatos tenían influencia inmensa, pues se los seguía, se los escuchaba. Los corintios habían guardado estos hábitos humanos y carnales y habían transportado este bagaje a su cristianismo. Esas escuelas de doctrina filosófica producían disensiones entre ellos; unos se identificaban con el nombre de un siervo instruido, otros con el de un elocuente, otros con el de uno más poderoso y enérgico; y, en consecuencia, decían: “Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas” (cap. 1:2), y así según sus preferencias naturales. Por sus dotes humanas, Pablo era un hombre versado en la ciencia de su tiempo, educado a los pies de Gamaliel, conocido por su educación literaria, familiarizado con los poetas de entonces; como doctor, era muy hábil. Había, pues, entre ellos, quienes estimaban a Pablo por lo que era naturalmente, y decían: “Yo soy de Pablo”. Apolos era un judío de Alejandría, ciudad de renombre literario; las palabras elocuentes manaban de sus labios y cautivaban a su auditorio; por eso otros entre ellos estimaban que era más interesante la elocuencia de Apolos que la cultura de Pablo. Pedro era un hombre común, pero dotado de una energía notable; había hecho muchos milagros notorios; el Señor le había revelado directamente cosas capitales y estaba en eminencia entre los doce… Entonces, “Yo soy de Cefas”, decían otros. “Yo soy de Cristo”, decían los últimos: «Nosotros militamos según las enseñanzas salidas de su boca cuando estaba aquí en la tierra; nos conformamos a la simplicidad y a la pureza de su moral divina –por ejemplo, a su sermón del monte– y a él lo escogemos por maestro». Pero Pablo pregunta: “¿Está dividido Cristo?” (cap. 1:13). ¿Hay diferentes espíritus o un solo Espíritu que anima a estas diversas personas?
Esta exhortación de Pablo a los corintios se dirige también a nosotros, los que invocamos el nombre del Señor. ¿Reconocemos algunos rasgos de esta tendencia entre nosotros? Sentimientos análogos, ¿no hallan acaso algún lugar en nuestro corazón? Tristemente debemos reconocer que así es. El apóstol quita el velo para mostrar la causa de un mal que, en lugar de unir a los hijos de Dios, los desune. Les dice así: «Hermanos, no habéis captado, en el fondo, lo que es la cruz de Cristo». ¡Qué poca estima tiene de sus pretensiones! He venido, dice, a evangelizar, “no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo” (v. 17).
“¡Con sabiduría de palabras!”. Cuanto más reflexiono sobre el estado actual de la cristiandad, de la que formamos parte, tanto más me apena ver la tendencia a dirigirse a la inteligencia del hombre. Se piensa convencer al mundo presentándole la evidencia de las verdades cristianas (no hablo aquí de las doctrinas falsas) mediante el recurso de la elocuencia y aportando pruebas de estas verdades que se imponen a la inteligencia de grandes auditorios atraídos por las cualidades eminentes de los oradores. Habitualmente, los que oyen son convencidos por ellos y reconocen cuán notable es lo que fue dicho. El orador explicó ante ellos el origen del pecado del mundo, probó la existencia de Dios, desarrolló la doctrina de la vida eterna, etc., pero el efecto producido por estas verdades sobre el corazón y la conciencia del auditorio es nulo. Al dirigirse a los hombres con sabiduría de palabras –no con falsas doctrinas, muy frecuentes, por desgracia, en nuestros días– y al servirse así de la sabiduría del hombre para probar a las almas la verdad de las cosas reveladas, la cruz de Cristo es hecha vana. El apóstol añade:
La palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios (cap. 1:18).
De tal manera, dejando de lado toda sabiduría de palabras, Pablo predica simplemente la palabra de la cruz.
Pablo predica “la palabra de la cruz”
Tal predicación tiene por efecto que los hombres inteligentes se aparten, pues para ellos es locura; pero, para nosotros, es poder de Dios. Solamente es comprendida por aquellos cuya conciencia fue alcanzada. Llegado a este punto, el apóstol exclama:
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? (cap. 1:20).
El mismo Dios, al presentar la cruz de Cristo, ¿no ha convertido acaso la sabiduría de este mundo en locura? Este pasaje es una alusión a Isaías 33:17 y 18: “Tus ojos verán al Rey en su hermosura; verán la tierra que está lejos. Tu corazón imaginará el espanto, y dirá: ¿Qué es del escriba? ¿qué del pesador del tributo? ¿qué del que pone en lista las casas más insignes?”. «Desde el momento», dice el profeta, «que tú veas al Rey en su hermosura, todos los medios que has empleado para alejar al enemigo de Jerusalén no tendrán más valor para ti. Ya que el Rey es manifestado en su gloria, el enemigo está vencido y no hay motivo para tomar las armas a fin de resistirle». Este pasaje que Isaías aplica en sentido inmediato a Israel, Pablo lo dirige a nosotros, los cristianos. No hay duda de que nos habla de la gloria futura del reino. Israel la verá cuando el Señor de gloria sea manifestado; nosotros también, pues veremos su faz y su nombre estará en nuestras frentes (Apocalipsis 22:4). Y aun más; está dicho de nosotros, en Hebreos 2:9, que actualmente vemos a Jesús “coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte”; pero nuestro pasaje supone que lo hemos contemplado ya “levantado de la tierra” (Juan 12:32), lugar donde sufrió el menosprecio del mundo, donde éste no vio en él nada más que la locura de Dios y su debilidad, pero donde nosotros hemos visto la sabiduría y el poder. Sí, el Hijo del Hombre fue glorificado en la cruz y Dios fue glorificado en él, tal como el Señor lo dice en Juan 13:31. Allí, antes del despliegue de su gloria futura, hemos contemplado al rey en su gloria. En este mismo lugar, en la cruz, he conocido un poder salvador, vencedor de Satanás, del pecado, de mi propio yo y del mundo; y cuando le contemplo allí, digo: «¿Hay algún hombre que ose venir a esta cruz para mostrar su conocimiento o su sabiduría? La filosofía más sublime del hombre, ¿acaso puede lucirse por un solo instante en presencia de la hermosura de la cruz de Cristo?». Esta sabiduría ha desaparecido para siempre; “no verás”, como dice nuestro profeta (Isaías 33:19).
La cruz es condenación absoluta del hombre natural
Notemos bien que el apóstol nos presenta aquí, de manera particular, un aspecto de la cruz, aunque ella tiene un primer aspecto que, incluso en este pasaje, no puede ser separado del otro. Por eso dice:
Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (cap. 1:21).
Todo pecador empieza por hallar en la cruz el fundamento de su salvación, el perdón de sus pecados; el capítulo 15, versículo 3, resalta este aspecto de una forma poderosa: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras”. Romanos 5:8 dice: “Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Y Tito 2:13-14 dice además: “Nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad”. Sin el perdón de nuestros pecados no podríamos tener la salvación, y no debemos olvidar que, tanto en las epístolas como en los evangelios, esta sencilla verdad es siempre la primera que nos presenta la Palabra como fundamento del cristianismo; citar los innumerables pasajes que nos hablan de la redención sería citar toda la Palabra. Mas, como hemos dicho y lo vemos aquí, éste no es el único lado de la cruz que nos es mostrado. La cruz es la condenación más absoluta del hombre; y aun diré: no solamente del hombre pecador sino del hombre natural en general. La cruz es el punto final de su historia, la que no es posible que sea comenzada de nuevo. La primera parte de la epístola a los Romanos trata del perdón de los pecados y la segunda muestra la condenación del viejo hombre. Cristo, en la muerte, le puso fin a esa historia, por lo cual tenemos el derecho de considerarlo muerto. La epístola a los Gálatas va, por así decirlo, más lejos, pues condena al hombre sin darle lugar alguno, ni derecho ni autoridad de ninguna clase. Dice: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gálatas 2:20), y añade: “El mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
Los corintios no habían asimilado esta verdad capital. Eran creyentes rescatados, salvos, pero carnales. No habían experimentado este lado de la cruz de Cristo; no habían comprendido que toda la sabiduría del mundo, todos los dones del hombre natural no poseen ningún valor en las cosas de Dios. Quien ha experimentado esto es libre, no se envanece ni tiene ya más confianza en sí. Es el fin del yo; no se fía más de su poder ni de su inteligencia, pues el poder del mundo y la sabiduría del hombre no son otra cosa que debilidad y locura. Ha puesto su confianza en la debilidad y locura de Dios: ésta es la verdadera potencia y sabiduría. Estas dos cosas las he visto en la cruz; he aprendido que lo débil de Dios –Dios crucificado en la persona de un hombre, Cristo– es el poder de Dios para salvación. Aquí he encontrado el principio de mi existencia ante Dios, he aprendido a conocer los pensamientos de Dios, los que no son otra cosa que sabiduría, justicia, santidad y redención en Cristo, y todo esto para mí.
Tres asuntos importantes
Consideremos ahora tres asuntos:
–El apóstol presenta, en primer lugar, la cruz, debilidad y locura de Dios, la que es hecha Su sabiduría y Su poder para salvación.
–En segundo lugar, presenta los objetos que Dios tenía en vista al hacer esta obra. ¿Tomó algo de los sabios, los inteligentes o nobles? ¡Ah, cómo rebaja las pretensiones de los corintios! El apóstol dice: “Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (cap. 1:26-29). Todas las cosas a las cuales aspiraban los corintios no tenían valor para Dios; y no habrían sido sus hijos si hubiesen sido ante sus ojos lo que ellos ambicionaban ser en el mundo. Pretendían ocupar un lugar de honor entre los sabios de este siglo y así glorificarse a sí mismos, mientras que en la obra cumplida a favor de ellos, Dios no les daba ningún papel y reivindicaba toda la gloria para “el Señor” (cap. 1:31). Escalón por escalón, les hace descender en su propia estima hasta el rango de “lo que no es” (cap. 1:28).
–En tercer lugar (cap. 2:1-5), el apóstol Pablo se presenta a ellos como ejemplo. Desde el principio de su carrera había experimentado que él no era nada, pues en la segunda epístola a los Corintios dice: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). Su alma de judío celoso, ortodoxo e inteligente, yacía en las más completas tinieblas. Dios había dicho: “Sea la luz; y fue la luz” (Génesis 1:3); de manera que, de cosas que no son, había hecho cosas que aparecen. Es como si el apóstol quisiera decir: «Yo pertenecía a las cosas que no eran; Dios las ha tomado para sacar de ellas una nueva creación»; y en nuestro pasaje añade:
Cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría (cap. 2:1).
Estas cosas ya no estaban en él cuando les llevó el Evangelio; no había juzgado bueno saber alguna cosa entre ellos, sino sólo a Jesucristo, y a éste crucificado. La cruz era, ante todo, el carácter del Cristo al que él predicaba, y este carácter ponía fin a todas sus pretensiones. Cuando ellos habían puesto los ojos en el apóstol, ¿habían dicho: «¡Cuán inteligente es este Pablo!»? “Estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor” (cap. 2:3), es decir, «ni en mi persona ni en mi palabra hallasteis algo que os hiciera pensar que yo confiaba en la carne y en el poder del hombre».
Nueva posición en Cristo
Después de presentarles la cruz como la condenación de todo lo que está en el hombre, Pablo les muestra (cap. 1:30-31) que para el creyente hay otro lugar que no es el del hombre natural: “Mas por él (Dios) estáis vosotros en Cristo Jesús”. ¡Qué gran verdad! Los pobres corintios (y cuán a menudo nosotros también) daban más importancia a la glorificación del hombre que al hecho de que somos de Dios, que nuestro origen como cristianos y nuestro nacimiento son de Dios y que, al salvarnos, Dios tomó de las cosas que no eran para hacer cosas que permanecerían eternamente. No hay, pues, en el plan de salvación, ningún lugar para el hombre. Esto hacía decir al apóstol: “Conozco a un hombre en Cristo” (2 Corintios 12:2). Para él no había otro lugar más que éste. Quien ha comprendido su posición en Cristo, no tiene ya motivo para gloriarse, y Pablo no deseaba otra cosa que ser hallado en él (Filipenses 3:9).
A lo largo de la epístola ustedes hallarán la condenación del orgullo de la carne, la que tiene muy buena opinión de sí (cap. 3:21; 4:6,7,18; 5:2-6; 8:1-2; 13:4). En medio de tantos rasgos en los corintios que caracterizaban al hombre carnal, había uno especial: la alta estima que tenían de sí y de sus dones, porque no habían comprendido que el hombre, como tal, no tiene lugar alguno ante Dios.