Capítulo 15
El primer capítulo de esta epístola insiste en primer lugar en el hecho de que la cruz de Cristo es el fin del hombre según la carne, porque la conducta de los corintios era el fruto de una carne no juzgada. Por su parte, el capítulo 15 nos presenta un punto de vista de la cruz mucho más simple. Ciertas personas atacaban la doctrina de la resurrección enseñando “que no hay resurrección de muertos” (v. 12-13), y los corintios las dejaban obrar. Esta enseñanza destruía la fe, por lo cual el apóstol repite dos veces que, si la aceptaban, su fe era vana (v. 14 y 17). En esta ocasión les recuerda el sencillo Evangelio que les había predicado y, que yo sepa, no existe un pasaje en todo el Nuevo Testamento que nos lo presente de una manera más elemental.
Antes de considerar esto, deseo hacer notar que, cuando el enemigo ataca la doctrina de Cristo, siempre tiene por fin desviar nuestras almas del cielo y establecerlas en la tierra. En 2 Timoteo 2:18, Himeneo y Fileto dicen que “la resurrección ya se efectuó, y trastornan la fe de algunos”. Entre los corintios ciertas personas decían que no había resurrección (1 Corintios 15:12); entre otros, que ya había tenido lugar. Ahora bien, si no hubiera resurrección de muertos, el cielo estaría cerrado para nosotros y nunca podríamos entrar en él con cuerpos glorificados, pues en este capítulo se trata de la resurrección del cuerpo. Por otra parte, si la resurrección ya hubiera tenido lugar, estaríamos condenados a permanecer en este mundo, con pensamientos terrenales y sin esperanza celestial. Para sostener su falsa doctrina, estos hombres sin duda se apoyaban en la palabra del apóstol, quien dice que hemos resucitado con Cristo (Colosenses 3:1). En un tercer caso, estos falsos maestros enseñaban que “el día del Señor ha llegado” (2 Tesalonicenses 2:2, RVR 19771 ). Los tesalonicenses, víctimas de la persecución, podían verse tentados a pensar que el día del juicio (llamado aquí “día del Señor”) había llegado. Pero sabemos que la venida de Jesús en gracia (es decir, el arrebatamiento), esperanza de los tesalonicenses (1 Tesalonicenses 4:13-15), ocurrirá antes de la venida del “día del Señor” “con poder y gran gloria” (Mateo 24:30).
Vivimos en los tiempos difíciles del fin y debemos estar atentos para no prestar oídos a estas doctrinas contrarias a la enseñanza de la Palabra. La finalidad de Satanás es separarnos de Cristo y acomodarnos al mundo, como si siempre debiéramos permanecer en él. Cuán importante es para nosotros retener en estos días la doctrina del Evangelio. A menudo oigo a cristianos decir: «Para mí las doctrinas no tienen mucha importancia; lo que preciso es la práctica de la vida cristiana». Los que piensan así se exponen a ser arrastrados por el enemigo muy lejos del Señor y de su Palabra. Afectar la doctrina de la resurrección y de la venida del Señor es hacer volver a las almas a un ambiente donde Satanás tiene todo poder sobre ellas. Es muy importante afirmar estas cosas en los días peligrosos que atravesamos. La segunda epístola a los Tesalonicenses, la segunda a Timoteo, la segunda de Pedro y la epístola de Judas nos muestran que Satanás, por lo general, no precipita las almas en la corrupción y el mal moral, sino que intenta apartarlas de la sencillez del Evangelio. Él sabe muy bien que si abandonamos el Evangelio estamos a su merced. Las doctrinas blasfemas de la incredulidad caracterizan con más evidencia los tiempos del fin. Muchos creyentes se dejan descarriar en su apreciación al ver a personas incrédulas tener una conducta moral en apariencia irreprochable. Olvidan que Dios tendrá en cuenta, ante todo, la manera en que los hombres hayan tratado a su Hijo amado y hayan estimado su obra.
- 1N. del Ed.: Aquí la traducción exacta debe ser “ha llegado” o “ya llegó”. Decir que “el día del Señor ha llegado” era pues una falsa doctrina que hacía perder de vista la esperanza del arrebatamiento.
Resumen del Evangelio
Volvamos a los primeros versículos de nuestro capítulo: “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí” (v. 3). Habían recibido el Evangelio por medio del apóstol, quien también lo había recibido. Aquí no dice: «Lo que recibí del Señor», como una revelación especial, sino simplemente «Lo que recibí». Las Escrituras le habían enseñado lo que les comunicaba. De manera que, para conocer el Evangelio, tenemos, como el apóstol, una fuente única: las Escrituras. Los corintios habían recibido este simple Evangelio y habían sido “salvos” por él (v. 2). ¿En qué consistía?
En que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras (v. 3-4).
Hallamos en la cruz de Cristo un tesoro infinito de verdades. Si la consideramos en detalle, vemos que las horas que el Salvador pasó clavado en ella se componen de varios períodos: ciertos hechos preceden a “la hora sexta” (mediodía; Mateo 27:45), otros acompañan a las horas de tinieblas, otros, en fin, siguen a “la hora novena” hasta el momento en que el Señor entregó su Espíritu. La contemplación de cada uno de esos períodos es infinitamente preciosa; pero aquí el apóstol nos presenta la cruz de Cristo como un todo: Cristo “murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras”. El alma que ha recibido este Evangelio es salva. No le hace falta otra cosa. Las Escrituras dan testimonio de este hecho: el Antiguo Testamento está lleno de ello. Toda la ley nos presenta una víctima, muerta por los pecados del pueblo. Abel se acerca a Dios con un sacrificio y recibe el testimonio de ser justo. Los Salmos nos muestran que los sacrificios sólo tienen valor porque son un tipo de la muerte del Cordero de Dios (Salmo 40:6-7). El primero de los profetas, Isaías, la proclama (Isaías 53); uno de los últimos, Zacarías, la afirma: “Levántate, oh espada, contra el pastor” (Zacarías 13:7). Según las Escrituras, el fundamento de toda bendición es que Cristo murió por nuestros pecados. ¡Qué poder hay en el sencillo Evangelio!
A continuación él “fue sepultado”. Toda su obra expiatoria concluyó en el sepulcro, donde los pecados que había llevado fueron sepultados con él.
Por último, “resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras”. Su resurrección en el tercer día, lo mismo que su muerte, se halla en figura desde el principio al fin de las Escrituras: Isaac estuvo durante tres días bajo sentencia de muerte; Abraham le encontró un substituto y recibió a su hijo al tercer día como por resurrección (Génesis 22:1-14; Hebreos 11:17-19). Jonás estuvo tres días en el seno de la muerte, en el vientre del “gran pez” (Jonás 1:17); al cabo de los tres días fue vomitado en tierra y volvió a la luz. En varias ocasiones el Señor aludió a este hecho en los evangelios. Durante su vida en la tierra, él anunciaba constantemente este tercer día al pueblo y a sus discípulos. El profeta Oseas dijo: “Nos dará vida después de dos días; en el tercer día nos resucitará” (Oseas 6:2). Pero no hace falta acumular los pasajes; desde el principio al fin las Escrituras dan testimonio de estas cosas.
Numerosos son los testigos de la resurrección de Cristo
Sin embargo, se precisaban también testigos oculares de la resurrección. Los hallamos en los versículos siguientes (v. 5-8); Dios ha tenido cuidado de multiplicarlos. Aparte de los doce discípulos, el Señor resucitado fue visto por más de 500 hermanos a la vez, probablemente en Galilea. Por lo tanto, a pesar de los esfuerzos del enemigo para ahogar el rumor, era imposible negar este acontecimiento. Si no hubiese tenido lugar, ¿qué habría sucedido? Estaríamos aún en nuestros pecados, perdidos sin remedio. De manera que estos dos hechos –la muerte y la resurrección de Cristo– son inseparables, como también está dicho en la epístola a los Romanos: “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). Si Dios hubiese dejado a Jesús en el sepulcro, habría quedado probado que la obra emprendida por él para nuestra salvación había fracasado miserablemente; y los discípulos habrían sido falsos testigos.
Parece que los que predicaban a los corintios estas doctrinas subversivas no negaban la resurrección de Cristo. No sacaban de ella ninguna conclusión y se limitaban a negar, como los saduceos, la resurrección de los muertos. Es el apóstol quien concluye que, en este caso, el hombre Cristo Jesús no habría resucitado tampoco. Si los hombres no resucitan, Cristo tampoco pudo resucitar.
Entre todos estos testigos de la resurrección, el apóstol Pablo era su testigo especial. Como un abortivo (es decir, una criatura nacida antes de tiempo), sin ningún derecho a la vida, había tenido el privilegio de ver, en la gloria, al Señor Jesús resucitado. Los apóstoles lo habían visto resucitado en medio de ellos; después, había desaparecido ante sus ojos (Hechos 1:9). Pero Pablo había visto otra cosa: el cielo se había abierto para él; se había encontrado ante este hombre Jesús, el Dios que era luz, y esta visión lo había echado por tierra; pero esta misma Persona, llena de gracia, se había dirigido a él. Aquel que era luz, era amor. En este Hombre, Pablo había hallado al Dios salvador. “No soy digno de ser llamado apóstol” –decía él– “pero por la gracia de Dios soy lo que soy” (v. 9-10). No se atribuye ningún mérito, y llega a ser el más grande de los apóstoles.
Su gracia no ha sido en vano para conmigo (v. 10).
¡Siempre actúa la gracia! Pablo fue el medio para presentar este Evangelio con un poder especial, y lo fue únicamente por la gracia de Dios en Cristo.
Si no se acepta la buena nueva de la resurrección, todo se hunde: la obra de la salvación, el perdón de los pecados, la justificación; hasta se pierde el valor de la obra del mismo Salvador. Aun la cristiandad profesante que afirma la resurrección en su credo, se halla lejos de darle el valor que debe tener. La resurrección del cuerpo tiene poco lugar en la predicación. Al oír a estos cristianos –por lo demás muy estimados– sacamos la conclusión de que el estado del alma después de la muerte es lo único que ocupa sus pensamientos.
¡Dios nos guarde de dejarnos apartar del Evangelio enseñado en las Escrituras! En estos tiempos peligrosos, que podamos retener con firmeza este simple Evangelio: la muerte de Cristo por nuestros pecados y su resurrección, la que a la vez es el sello de su obra y las primicias de nuestra propia resurrección. ¡Satanás siempre procurará empequeñecer estas verdades en nuestros corazones, a fin de acomodarnos a las cosas terrenales, las que no pueden darnos ni fuerza, ni gozo, ni seguridad!
La resurrección de los creyentes
Empero es el caso que Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, siendo él primicias de los que durmieron (v. 20, V. M.).
Todo este capítulo trata de la resurrección del cristiano, y no dice ni una palabra de la del no creyente. Una lejana alusión a esta última quizás se vislumbra en estas palabras: “Luego el fin” (v. 24). En cuanto a los creyentes, el apóstol muestra que la suerte de ellos está ligada a la de Cristo de una manera tan íntima que, si Cristo resucitó de entre los muertos, todos nosotros debemos resucitar de la misma manera. Esta verdad es inseparable de toda la doctrina de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, que Pablo había presentado a los corintios. Cristo fue el primero en resucitar de entre los muertos, solo él, pues debe tener la preeminencia en todas las cosas. Como resucitado, él es el primer fruto, las primicias de la siega futura. El que está en «Adán», está destinado a la muerte (v. 22); el único medio de escapar de ella es estar “en Cristo”, ser uno con él, quien, después de haber sido muerto, como el grano de trigo caído en tierra, ha llevado mucho fruto en resurrección (Juan 12:24). Si pertenezco al primer hombre, Adán, es para morir, como está escrito: “En Adán todos mueren”, y aun: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). En cambio, si pertenezco al segundo Adán, es todo lo contrario. Ya no hay para mí ninguna necesidad de morir y aun la muerte del cuerpo no es más considerada como muerte, sino comparada con un sueño del cual puedo despertar de un momento a otro.
A las primicias (Cristo) son añadidos “los que son de Cristo, en su venida” (v. 23). Esta venida es, pues, la señal de la resurrección, el complemento de las dos verdades que el Evangelio nos presenta: la muerte y la resurrección de Cristo. Puede ser que el Señor venga hoy, mañana, el año que viene o dentro de un siglo; lo ignoramos, y él no quiere decirnos cuándo será, a fin de que lo esperemos; y así nos mantiene continuamente en la esperanza de su venida. Si supiéramos qué acontecimientos precederán su venida, esperaríamos los acontecimientos y no a Él.
La venida del Señor consta de dos actos distintos
En ese momento, pues, tendrá lugar la resurrección de entre los muertos. Pero habrá más que esto, ya que la venida del Señor, este acontecimiento único, comprende dos actos (o fases): su venida en gracia (el arrebatamiento) y su venida para el establecimiento del reino1 . En estos dos actos, dos diferentes compañías de santos serán resucitadas.
A. La primera compañía, resucitada en el primer acto, constará de dos categorías de santos:
1) primero los que han precedido a la formación de la Iglesia, es decir, los santos del Antiguo Testamento, los que por la fe fueron conscientes de antemano de la ofrenda del Cordero de Dios;
2) luego la Iglesia, esposa de Cristo. Esta última está compuesta por los santos que durmieron en el Señor, resucitados, y por los santos vivientes transmutados; pero el apóstol reserva la mención de estos últimos para el fin del capítulo, pues era un misterio desconocido por los corintios hasta entonces.
Todos juntos serán arrebatados en el aire, al encuentro del Señor, para estar siempre con Él.
B. Pero la venida del Señor comprende un segundo acto. A éste corresponde la segunda compañía de santos, compuesta de cuatro grupos:
1) Primer grupo (Apocalipsis 6:9-11): personas que han sufrido el martirio, después del arrebatamiento de la Iglesia, durante el período profético que precede a la última media semana de Daniel. Estos creyentes (sus almas) son vistos bajo el altar y claman: “¿Hasta cuándo?”; se les responde que aún deben esperar un poco de tiempo.
2) Segundo grupo (Apocalipsis 11:1-13): mártires sacrificados en Jerusalén durante la última media semana de Daniel (v. 15).
3) Tercer grupo (Apocalipsis 13:15): santos mártires de entre los judíos que se hayan negado a rendir homenaje a la bestia.
4) Cuarto grupo (Apocalipsis 15:2-4): mártires de entre las naciones, quienes habrán logrado la victoria sobre la bestia, sobre su imagen, sobre su marca y sobre el número de su nombre.
Como vemos, los que forman la segunda compañía de resucitados en el segundo acto de la venida del Señor, son todos mártires.
En el capítulo 20:4 del Apocalipsis, las dos compañías son reunidas en resurrección. Están sentadas sobre tronos y se les da la facultad de juzgar.
Todo lo que acabamos de exponer queda resumido en el capítulo que estamos considerando, por medio de esta simple frase: “Luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:23)2 .
El apóstol añade: “Luego el fin” (v. 24). Esta sola palabra abarca el juicio de los muertos resucitados ante el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11-15), después de los mil años del reino de Cristo y el momento en que el Señor haya entregado este reino a Dios el Padre, conservando eternamente su carácter de Jefe y Esposo de la Asamblea. Entonces Dios será todo en todos. Tal es este importante paréntesis de los versículos 20 a 28.
El bautismo por los muertos
En el versículo 29, el apóstol retoma el tema interrumpido en el versículo 19. “De otro modo, ¿qué harán los que se bautizan por los muertos, si en ninguna manera los muertos resucitan? ¿Por qué, pues, se bautizan por los muertos?”. Este versículo no ofrece dificultad si se lo relaciona con el versículo 18: mientras unos creyentes se duermen en el Señor, otros entran por el bautismo en el gozo de los privilegios cristianos aquí en esta tierra. Debido a la muerte, algunas personas dejaron las filas, pero Dios tiene cuidado de llenar el vacío para conservar su ejército completo en este mundo. Otros toman el lugar de los que partieron, a fin de que el testimonio colectivo para el Señor continúe. Por mi parte, creo que “los muertos” se refieren a los mártires, como en Apocalipsis 14:13, pero este punto importa poco. Hay un bautismo por los muertos; este bautismo introduce a nuevos convertidos en lugar de los que dejaron el escenario de este mundo, a fin de que el ejército del Señor continúe la lucha hasta Su venida.
El apóstol añade: Si los muertos no resucitan, ¿por qué yo “batallé en Éfeso contra fieras?” (v. 32 – expresión alegórica como la de “la boca del león”, en 2 Timoteo 4:17). ¿De qué servirían todas mis tribulaciones? ¿Para qué morir cada día? En tal caso, “comamos y bebamos, porque mañana moriremos”; gocemos del mundo y de la vida, puesto que todo termina con ella. Nosotros también podemos decir: «¿Qué finalidad tienen todas nuestras pruebas si no hay resurrección de los muertos?». Por las pruebas, como el oro probado en crisol, el Señor nos prepara para la gloria. El apóstol no retrocedía ante las aflicciones, antes bien, se gloriaba en ellas. No veía nada mejor en este mundo que sufrir por Cristo. Para él, esto era más y mejor que todas las glorias buscadas por los hombres. Por eso exhorta a los corintios a despertar para vivir justamente, y a no buscar, como solían hacerlo, la compañía del mundo que corrompía su cristianismo y hacía perder, a algunos de ellos, el conocimiento del verdadero carácter de Dios.
La resurrección de nuestros cuerpos
Hemos visto que la resurrección de nuestros cuerpos es una verdad muy importante, pues sin ella la resurrección de Cristo tampoco existiría y aún estaríamos en nuestros pecados. Es necesario señalarlo para aquellos que consideran que esta verdad es secundaria. Otras epístolas hablan de la resurrección de nuestras almas: como cristianos, ya la poseemos. Hemos resucitado con Cristo, poseemos en él una vida de resurrección, pero nuestros cuerpos aún no han resucitado. En todo este capítulo 15 se trata únicamente de nuestros cuerpos.
Algunas personas, para satisfacer su intelecto, preguntaban: “¿Cómo resucitarán los muertos?”, y “¿Con qué cuerpo vendrán?” (v. 35). El apóstol no responde directamente a estas preguntas –pues la Palabra no tiene por finalidad satisfacer la curiosidad humana– sino que dice: “Necio” (v. 36). Aquellas preguntas, reflejo de la atmósfera de sabiduría humana que respiraban los corintios, no eran sino locura. Él recuerda lo dicho por el Señor: el grano de trigo, caído a tierra, debe morir para resucitar y llevar fruto (Juan 12:24). Así como era en relación con Cristo, asimismo ocurre con los creyentes en cuanto a la resurrección. Aunque nuestro cuerpo esté enterrado, a semejanza del grano de trigo, resucitaremos como Cristo resucitó. En resurrección, se tratará del mismo grano y, sin embargo, no será el mismo. En lo que nos concierne, es preciso que el grano se descomponga para salir incorruptible de la tumba. No ha sido así con Cristo, el cual no vio corrupción. Se podría objetar: «No es, pues, el mismo grano», pero el apóstol dice: “Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desnudo, ya sea de trigo o de otro grano; pero Dios le da el cuerpo como él quiso, y a cada semilla su propio cuerpo” (v. 37-38). Al proporcionarnos ejemplos de ello, nos muestra que en la creación animal hay carnes diferentes. Para probarlo, toma las cuatro clases de seres de dicha creación: el hombre, las bestias, las aves y los peces, tal como Dios las menciona en el primer capítulo del Génesis.
Pero, además, si hay en la creación cuerpos terrenales, también hay cuerpos celestiales: el sol, la luna, las estrellas. Todos son gloriosos, pero con glorias diferentes. Así como la creación actual nos enseña estas diferencias, lo mismo será, en resurrección, en la nueva creación. Lo que es sembrado en corrupción resucitará incorruptible; no obstante, nunca “la corrupción hereda la incorrupción” (v. 50). El cuerpo animal (o natural) no es igual que el cuerpo espiritual (v. 44). En el Señor resucitado, quien en todo ocupa el primer lugar, tenemos el ejemplo de un cuerpo espiritual: Él podía atravesar la piedra del sepulcro, entrar estando cerradas las puertas de la habitación en la cual los discípulos estaban reunidos, en un abrir y cerrar de ojos ir de Emaús a Jerusalén, y todo eso con un cuerpo muy real, pues comía, y sus manos y su costado llevaban las marcas de los clavos y de la lanza. Tal como el celestial, tales serán los celestiales (v. 48). Cuando sean semejantes al Señor Jesús, tendrán el mismo cuerpo que él, las primicias, posee, a fin de llevarlo eternamente en la gloria.
La venida del Señor
En el versículo 51 pasamos a una verdad muy importante para completar el tema tratado en este capítulo. Esto nos hace pensar en el capítulo 4 de la primera epístola a los Tesalonicenses (v. 13-18), aunque los dos pasajes difieren:
– Los tesalonicenses no precisaban que el apóstol les desvelara un misterio, pues desde su conversión esperaban al Señor, y la transmutación no era un secreto para ellos. Sin duda, sólo conocían imperfectamente todos los detalles referentes a la venida del Señor y por eso el apóstol se esmera en manifestárselos. Esperaban a Jesús, quien debía arrebatarlos vivos junto a él; en cambio, ignoraban que la resurrección de los santos que dormían tendría lugar en la misma venida del Señor y que, en ese instante, en un abrir y cerrar de ojos, los creyentes saldrían de sus sepulcros para ser arrebatados juntamente con ellos, los vivos.
– En cambio, los corintios tenían necesidad de ser afirmados en cuanto a la resurrección de los muertos; no conocían aún la transmutación de los vivos, doctrina familiar a los tesalonicenses. El apóstol les enseña que ella estaba ligada indisolublemente a la resurrección.
Esta transformación de los vivos, a la venida de Cristo, era tan real para el apóstol que, aun sabiéndose destinado al martirio, decía:
No todos dormiremos; pero todos seremos transformados (v. 51).
Por lo tanto, para tener un cuerpo parecido al cuerpo glorioso del Señor, no es necesario resucitar de entre los muertos, sino que uno puede ser transformado.
Hallamos aquí dos expresiones: “Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (v. 53). La primera se aplica a los muertos, la segunda a los vivos. Sólo los muertos han visto la corrupción; los vivos son mortales. En virtud de la victoria de Cristo, este cuerpo mortal (de los vivos) será cambiado en un cuerpo inmortal y este cuerpo corruptible (de los muertos) entrará en la incorruptibilidad.
“Sorbida (o tragada) es la muerte en victoria” (v. 54). El profeta Isaías, del cual es tomada esta cita, había anunciado: “Jehová destruirá a la muerte para siempre” (Isaías 25:8); ahora, por la resurrección de Cristo, dice: “Sorbida es la muerte en victoria”. Esto es así, aunque esta palabra no se vea aún cumplida para nosotros. Por eso, el apóstol puede decir: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55). Para representar a la muerte, alude al escorpión con su aguijón, el pecado. La muerte había salido victoriosa contra nosotros y nos dominaba, después de habernos envenenado por medio del pecado. Ahora participamos en la victoria de Cristo, y por esto añade: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da (no dará) la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (v. 57). La victoria adquirida por él ha sido para nosotros; la poseemos y es nuestra. Desde la cruz, Satanás es un enemigo vencido; la resurrección lo prueba. ¡La muerte ha sido anulada, el pecado expiado y quitado de la presencia de Dios! ¿Realmente nos damos cuenta de que la victoria es nuestra, que ha sido lograda una vez para siempre en la resurrección, que la muerte ya no puede, por el pecado, precipitarnos al abismo?
Pero, si bien la victoria ha sido alcanzada, aún debemos, como soldados del Señor, guardar nuestras posiciones hasta su venida. Por eso dice: “Estad firmes y constantes” (v. 58). Las almas, fundadas en la victoria de Cristo –al poseer la vida del postrer Adán que es un “espíritu vivificante” (v. 45)– son capaces de permanecer firmes. Pero hemos de estimularnos recíprocamente a crecer “en la obra del Señor siempre”, con la certeza de que él toma en cuenta todo lo que se hace para él, y de que “nuestro trabajo en el Señor no es en vano” (v. 58). Dios tiene un diario en el cual registra todo lo que se hace para Cristo (véase por ejemplo Romanos 16:1-15), mientras que nada quedará de lo que hayamos hecho para nosotros mismos.