Corintios I

1 Corintios 2

Capítulo 2:6-16

Aquí llegamos a un tercer carácter del creyente. El primero era haber acabado con todo lo que el hombre más favorecido podía ser en la carne; el segundo, tener de parte de Dios una nueva vida en Cristo, una nueva naturaleza con todas las perfecciones que ella implica. El tercero es poseer el poder de esta vida, el Espíritu Santo, el que puede sondear todas las cosas, aun lo profundo de Dios.

La sabiduría de Dios revelada

Antes de tratar este asunto, el apóstol menciona una cosa que no había juzgado útil anunciar a los corintios cuando había estado entre ellos, pues no había deseado saber más que de Cristo, y aun de éste crucificado. Se trata de un secreto, un misterio escondido desde los siglos en Dios, una sabiduría sólo comprensible para los que han dado fin a su antiguo estado, a quienes él llama «perfectos» u hombres que han alcanzado madurez. Él deseaba hablar de esta sabiduría a los que por el juicio de sí mismos habían alcanzado un estado espiritual capaz de comprenderla. Desde siempre, este secreto había estado escondido en Dios, pues –cosa maravillosa– desde la eternidad Dios había decretado la introducción del hombre en la gloria. ¿Cómo realizó este pensamiento preordenado en su corazón? El apóstol no había querido hablar de ello a los corintios porque, como lo hemos visto, estaban henchidos de orgullo y, si Pablo les hubiese dicho que estaban destinados a la gloria eterna, habrían tenido una opinión aun más excelente de sí; pero ahora eran hombres hechos, a los cuales podía hablar del tema, hombres que, habiendo terminado consigo, habían hallado toda su perfección en Cristo solamente.

Para llegar a cumplir sus planes concernientes al hombre, para poderlo introducir en la gloria, ¿qué fue lo que Dios hizo? El hombre caído se hallaba, a causa del pecado, enteramente separado de la gloria de Dios. Era preciso, pues, que fuese librado del yugo del pecado; no solamente de sus pecados, sino de su naturaleza pecaminosa. La sabiduría de Dios había hallado el medio de concretar sus pensamientos secretos, de terminar, por un lado, con el viejo hombre, con su vieja naturaleza y, por el otro, de introducir en su presencia a un nuevo hombre que tuviese Su propia naturaleza y que, por lo tanto, fuera capaz de comprenderlo. Para terminar con el viejo hombre era preciso que Jesús muriera. En esto se mostró la primera parte de la sabiduría de Dios. Ahora que ello está cumplido, comprendemos por qué fue necesario que Dios sacrificara a su propio Hijo. Pero hemos hallado, al final del primer capítulo, la segunda parte de la sabiduría: Dios nos ha dado una nueva naturaleza, su propia naturaleza. Además de habernos librado en Cristo de nuestro antiguo estado, nos ha comunicado en él una naturaleza a la que puede reconocer como perfecta respuesta a sus pensamientos, pues hemos sido elegidos en Cristo para ser “santos y sin mancha delante de él, en amor” (Efesios 1:4). Su amor reposa sobre nosotros en la misma medida ilimitada en la que reposa sobre Cristo.

¡Hay benditos motivos para prosternarnos ante él cuando pensamos que nos ama, sin diferencia alguna, con el mismo amor con el que ama a su propio Hijo! Tal perfección nos da derecho a la gloria de Dios. Esta era la sabiduría que el apóstol anunciaba.

Lo que Dios ve en el creyente

La palabra «perfectos» es a menudo muy mal interpretada. Muchas almas piensan que un hombre perfecto es un hombre tan libertado del pecado que ya no peca más aquí en la tierra; pero Dios jamás dice esto. Según él, un hombre perfecto es un “hombre que ha alcanzado madurez” (v. 6), que ha comprendido algo más que el simple perdón de sus pecados, verdad ésta que hace suya el más pequeñito en la fe y que los corintios habían recibido desde su conversión. El hombre maduro sabe que Dios, después de haber ejecutado sobre él, pecador, un juicio definitivo en la cruz, lo ha introducido en su presencia como nuevo hombre en Cristo, unido con Cristo, de manera que no sea visto sino sólo en él. Esto no quiere decir que yo no deba ver lo que hay en mi corazón. Por el contrario, debo estar profundamente humillado pensando en la manera en que manifiesto, aquí en la tierra, mi posición celestial; pero aquí se trata de lo que Dios ve. Al pensar que, en virtud de la muerte de Cristo y de su resurrección, sólo ve mi perfección absoluta, me inclino ante él. Y a causa de este conocimiento hallo el motivo para andar de una forma santa y digna de Dios.

Si los príncipes de este siglo hubiesen sabido que el propósito de Dios, al dar a su Hijo, era adquirir para el hombre este lugar glorioso, ciertamente no habrían crucificado al Señor de gloria. Pero ellos ignoraban absolutamente lo que nosotros conocemos ahora como cristianos. Estas cosas, completamente nuevas, no estaban reveladas en el Antiguo Testamento, el que nos da a conocer las glorias concernientes a la tierra, pero nada nos revela de los consejos de Dios en cuanto al cielo. Estos consejos son la sabiduría de Dios en misterio. Es muy interesante comparar el pasaje del profeta Isaías con la cita que nos es dada aquí. Isaías dice: “Ni nunca oyeron, ni oídos percibieron, ni ojo ha visto a Dios fuera de ti, que hiciese por el que en él espera” (Isaías 64:4). El apóstol añade a este pasaje:

Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios
(1 Corintios 2:10).

De manera que en el Antiguo Testamento nadie había visto las cosas que Dios había preparado para los suyos; solamente Dios las conocía; pero en el tiempo actual le ha placido darnos a conocer, oír, ver y sondear, por su Espíritu, los secretos designios de su corazón.

El Espíritu Santo, poder de la nueva vida para el creyente

Esto nos conduce al tercero de los caracteres del creyente, contenidos en esta introducción de la epístola a los Corintios. Si Dios nos ha comunicado su naturaleza y la vida de Cristo, al mismo tiempo nos ha comunicado el poder de esta vida, el Espíritu Santo, por el cual conocemos ahora los propósitos escondidos, los profundos misterios de Dios.

Si ustedes se hallan en la necesidad de responder a los que atacan a la Palabra de Dios y buscan rebajarla al nivel de una obra que adolece de debilidad humana, les bastará tomar este pasaje para confundirlos, pues él responde victoriosamente a todas las objeciones de los hombres, inspirados por Satanás contra la Palabra de Dios. Vemos aquí que el Espíritu de Dios revelaba estas cosas y las daba a conocer al corazón y a la inteligencia del apóstol y que las palabras expresadas o escritas por él eran enseñadas por el Espíritu. Nada contenían que procediera de la enseñanza o de la sabiduría humanas. Había una diferencia considerable entre el apóstol y los profetas del Antiguo Testamento. Estos hablaban por el Espíritu sin conocer el valor de lo que anunciaban, mas las cosas que decían los hombres inspirados del Nuevo Testamento formaban parte, por el Espíritu, de su propia inteligencia espiritual. El apóstol conocía estas cosas; sólo el Espíritu las podía revelar, darlas a conocer, enseñarlas y hacerlas recibir. Esta es nuestra parte, amados. ¡Qué bendita posición la nuestra! ¡Cuán grandes bendiciones poseemos! No tienen límites; ¡son eternas! Cuando estemos en la gloria, profundizaremos en su alcance, mientras que ahora, como seres finitos, sólo las conocemos en parte; pero Dios no nos ha escondido nada de ellas. Él nos invita a tomar la medida de su amor, la medida de Cristo, a sondear las profundidades de lo que él tiene en su corazón. Todo su corazón nos es abierto; pero, para poder gozar libremente de él, es preciso que nuestra marcha no le ponga obstáculo, sino que glorifique a Aquel que nos ha llamado a su propio reino y a su propia gloria.

En relación con el hecho de que hemos recibido el Espíritu Santo, hallamos aquí un cuarto carácter del creyente: “Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (cap. 2:16), es decir, como escribió alguien: «La facultad inteligente de Cristo, con sus pensamientos». Como poseemos su vida y su Espíritu, podemos comprender como él, pensar como él, gozar como él, ¡y podemos tener los mismos afectos, los mismos deseos, el mismo gozo que él! Tales bendiciones me hacen exclamar: ¿Puede haber en este mundo un carácter más elevado que el de un cristiano?

Un día oí cantar un himno alemán en el que cada estrofa terminaba con este refrán: «¡Oh, qué felicidad ser un hombre!». Era un pensamiento piadoso: «¡Qué felicidad ser un hombre a fin de poder ser salvo!». Mas cuán por debajo está esto de lo que nosotros poseemos; digamos más bien: «¡Qué felicidad ser un cristiano», poseer una naturaleza capaz de entrar en el gozo de todos los pensamientos de Dios! Que podamos gustar, no por medio de la inteligencia, sino con el corazón, estas cosas profundas de Dios que pertenecen a aquellos a quienes ha conducido a Sí por la obra adorable de su Hijo.