Corintios I

1 Corintios 10:14-33

Capítulo 10:14-33

El orden y el organismo de la Iglesia, el cuerpo de Cristo

El final del capítulo 10 y los siguientes nos colocan ante un nuevo tema: el orden y el organismo de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Para el «Cuerpo», como para la «Casa», la epístola a los Corintios difiere mucho de la dirigida a los Efesios. Esta última nos muestra la Iglesia que crece para ser un templo santo en el Señor, de la cual habla como de una morada de Dios en Espíritu; nos la muestra también como un Cuerpo unido a su Cabeza glorificada en el cielo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo según los eternos consejos de Dios. En fin, esta misma epístola a los Efesios habla de la Iglesia como esposa de Cristo, siendo uno con él, siendo ambos una sola carne, aunque la Esposa le esté sumisa. Es la Esposa tal como Cristo la ve, pero él la purifica aquí a fin de presentársela santa y sin defecto en la gloria.

Por el contrario, como hemos visto, la epístola a los Corintios considera a la Iglesia como una casa edificada por el hombre, responsable de los materiales que introduce en ella y del orden que debe reinar allí. Si la consideramos desde el punto de vista del cuerpo de Cristo, esta epístola nos presenta también algo muy diferente de lo que nos presenta la dirigida a los Efesios. Vemos en ella el Cuerpo (así como la Casa) desde el punto de vista de su responsabilidad, de la manera que debe funcionar para manifestar a Cristo aquí en la tierra. Este pensamiento se desarrolla hasta el final del capítulo 14. Es preciso que la Iglesia o Asamblea manifieste el funcionamiento y la unidad que corresponden al cuerpo de Cristo. Comprenderemos fácilmente la inmensa importancia práctica de este punto de vista, pues, aunque fuésemos sólo tres o cuatro, estamos encargados de representar la unidad del cuerpo de Cristo y de mantener el orden que corresponde a esta unidad.

La Mesa del Señor

Por eso el papel asignado a la Mesa del Señor es tan notable en los versículos 14 al 22 del capítulo 10. Se trata, en primer lugar, de establecer que hay, en este mundo, una manifestación de la unidad del Cuerpo. Esta unidad existe; no tenemos que hacerla. En la epístola a los Efesios nos es dicho que hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu (Efesios 4:4); es lo que Dios ha hecho. Pero estamos en la tierra y hemos de manifestar esta unidad ante el mundo. De hecho, sólo hay un lugar donde esto puede ser realizado: la Mesa del Señor. El solo pan que tenemos sobre la Mesa del Señor, del cual participamos todos, es el signo visible de que todos somos un solo Cuerpo. Que el mundo quiera o no verlo, no cambia la realidad. Hay en la tierra un testimonio, el único que puede ser dado acerca de esta unidad, un testimonio establecido por Dios. Esto es lo que en parte confiere valor a la Cena del Señor para nosotros (aquí no hablamos aún de la Cena como memorial, presentada en el capítulo 11:23-26). Nunca debemos olvidar esto. Si no nos reunimos alrededor de la Mesa del Señor para participar de este solo pan, mostramos una indiferencia culpable en relación con la manifestación de la unidad confiada a nuestra responsabilidad.

Pero, al leer estos versículos, podemos darnos cuenta de otro hecho, y es que podríamos estar reunidos alrededor de esta Mesa, como cristianos, sin manifestar la unidad del Cuerpo. Creo que este hecho es importante y habla a la conciencia. Una asamblea como la de los corintios, moralmente dividida, en pésimo estado espiritual, llena de rivalidades, de querellas, sin unión práctica, ¿puede pretender manifestar la unidad en la Mesa del Señor? Imposible.

Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo (v. 15).

Si la Mesa del Señor es la expresión de la unidad del cuerpo de Cristo, no tenemos ningún derecho a decir que poseemos esta Mesa y manifestamos esta unidad, si prácticamente estamos desunidos. Pues, notémoslo, toda esta epístola trata, no de lo que hay en los consejos de Dios, como la dirigida a los Efesios, sino de nuestra responsabilidad y de la manifestación práctica de lo que Dios ha establecido. Por lo tanto, podemos perder, pues, por nuestra culpa, el inmenso privilegio de anunciar la verdad capital de que hay en este mundo un cuerpo de Cristo, del cual todos los cristianos, unidos, forman parte. Gracias a Dios, este Cuerpo siempre es uno a sus ojos, pero, si somos infieles, no podrá serlo a los ojos del mundo, y ¡qué pérdida resultará para el Señor y para su testimonio!

La copa de bendición

En el versículo 16 está dicho:

La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?

A propósito de esto quisiera hacer notar que la comunión tiene dos caracteres. En la primera epístola de Juan, en el capítulo 1, hallamos que, en virtud de poseer la vida eterna, nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Juan 1:3). La comunión nos es presentada como un gozo y una parte común con el Padre y el Hijo. Gozamos del Hijo tal como el Padre goza de él, y gozamos del Padre como lo hace el Hijo, y podemos participar en todo lo que es la porción de ellos. En nuestro capítulo, la comunión es la participación de los creyentes, en común, en todas las bendiciones que nos han sido conferidas por la sangre de Cristo. Es una noción de un alcance menor que la de Juan y, sin embargo, es una bendición inmensa. En primer lugar hallamos la copa, y a continuación el pan, pues la sangre de Cristo es la que nos introduce en todas estas bendiciones. Por su sangre somos rescatados, justificados y santificados, por ella hemos obtenido la paz, por ella entramos en el santuario, por ella somos conducidos a Dios, somos capacitados para permanecer en su presencia sin conciencia de pecado. En otras palabras, la sangre de Cristo es siempre el punto de partida1 y la fuente de todos nuestros privilegios. La copa es una copa de bendición. Tenemos comunión con esta sangre, es decir, tenemos el gozo, y esto en común, de todo lo que ella nos aporta. ¿Cómo no bendecir esta copa entonces?

  • 1N. del Ed.: El orden bíblico para la Cena del Señor es: participar del pan y después de la copa (1 Corintios 11:18; Mateo 26:26-27, etc.). Sin embargo, en nuestro texto se nos habla primero de la copa para establecer cuál es la fuente de nuestros privilegios: “La sangre de Cristo”.

Un solo pan

“El pan que partimos” (v. 16) es la comunión del cuerpo de Cristo. Tenemos una participación en común con este Cuerpo y nos identificamos con él. Cuando el único pan es puesto sobre la mesa y lo partimos, manifestamos en común que, todos juntos, formamos parte de un solo Cuerpo; manifestamos la unidad. En el capítulo 11, la sangre y el cuerpo representan, ambos, la muerte (la sangre separada del cuerpo). Cuando tomamos parte en la Cena, anunciamos la muerte de Cristo y hacemos memoria de él y de sus sufrimientos.

No entraré en muchos detalles acerca de lo que sigue. El apóstol pone la Mesa del Señor en comparación con el altar judío y en oposición con la mesa de los demonios (v. 21). Entonces nos muestra que, si el ídolo no es nada en sí, tras el ídolo se esconden los demonios –cosa grave– y él no quiere que los cristianos se sienten a la mesa de los demonios. El pagano tiene comunión con los demonios; el judío, que toma parte en los sacrificios, tiene comunión con el altar; el cristiano, que tiene parte en la Mesa del Señor, tiene comunión con Cristo.

¿Tomamos a pechos la necesidad de manifestar la unidad del cuerpo de Cristo, o haremos como el mundo, yendo donde mejor nos parezca? ¡Seamos inteligentes y no provoquemos a celos al Señor! (v. 22).

Hacer todo para la gloria de Dios

Los versículos 23 al 33 nos exhortan a no buscar cada cual su propio bien, sino el del otro. Es la consecuencia natural del hecho de que somos un solo pan, un solo Cuerpo. El apóstol termina diciendo:

Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios (v. 31).

Consideremos un poco este párrafo. Un creyente que tiene una conciencia delicada e indecisa se pregunta a menudo: «¿Está mal hacer esto o aquello?». Yo no puedo contestarle, pero en la Palabra de Dios hallará una regla perfecta, la que se adapta a todas las circunstancias de su vida, a la comida, a la bebida, al reposo, a la actividad, a la casa, al viaje, a una invitación, a una fiesta, a las relaciones con el mundo, en fin, a todo; y esta regla es la gloria de Dios. ¿Cómo puedo hacer estas cosas para gloria de Dios? Imitando al Señor, el cual es la medida (la medida de esta gloria como hombre en este mundo). “Sed imitadores de mí” –dice el apóstol Pablo– “así como yo de Cristo” (cap. 11:1). Si se parte de esto, todo es sencillo y fácil. Cuando echo mano a esta regla, ella me dirige sin vacilaciones, sin inquietudes de conciencia; se convierte en manantial de toda la conducta del cristiano en este mundo. Se dice asimismo: “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23). Lo que hago, ¿está bien o mal? ¿Lo hago para él? Si, por ejemplo, entro en tal o cual casa, si hago tal o cual visita, ¿es para Cristo? Si para visitar a alguien debo excluir al Señor, ¿podré admitirlo? ¿No haré mejor renunciando? Ciertamente. No puedo dejar a mi Señor en la puerta, como se deja el abrigo en el vestuario. Cristo merece otro lugar. Si tiene este lugar en mi corazón, es preciso que lo lleve conmigo.

De esta manera, nuestras más simples relaciones son absolutamente bien arregladas. Quiera Dios que podamos responder a sus pensamientos en relación con esto. Si es así, todo irá bien en nuestra vida, y Dios será glorificado.