Capítulos 9:24 a 10:13
La profesión cristiana
Hemos terminado el primer gran tema de esta epístola: el orden que conviene a la casa de Dios. Hallaremos, a partir del capítulo 10:14, el orden que conviene a la Iglesia como cuerpo de Cristo; pero antes, el corto pasaje que hemos leído introduce una cosa intermedia muy importante, que no es propiamente ni la Casa, ni el Cuerpo, sino la profesión cristiana1 la cual ya se estaba formando entonces y llena hoy el mundo civilizado.
- 1N. del Ed.: La profesión cristiana (o cristiandad profesante) abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo–, sean personas aún perdidas, las que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profesante, hablamos de una persona que sólo tiene la apariencia del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación.
El estudio de la Palabra
La división en temas, que hemos mencionado, tan simple y lógica, por así decirlo, la encontramos una y otra vez en las Escrituras. Citemos el Apocalipsis, libro poco comprendido en su conjunto, aunque es el escrito bíblico, cuyos temas son los más repartidos; citemos también el profeta Isaías, en el cual el Espíritu tiene cuidado en señalar las diferentes partes de una forma llamativa; por último citemos los salmos, agrupados y subdivididos de manera que nos evite una falsa interpretación. Lo mismo ocurre con otros libros, solamente que a veces se precisa más atención para penetrar su estructura. Al estudiar la Palabra, el plan general se vuelve más familiar para uno. No es suficiente, en efecto, leer la Biblia sin estudiarla, pues esto sería tratarla irrespetuosamente y exponerse a no entender el pensamiento de Dios. Es preciso aprender a “dividirla justamente” (manejándola acertadamente), como dice el apóstol a Timoteo (2 Timoteo 2:15, V. M.). Recomendamos este estudio de la Palabra a los que se inician en el camino de la fe; debe ser hecho bajo la mirada de Dios, con dependencia del Espíritu Santo y con oración. Estas tres cosas nos capacitarán para apropiarnos estos tesoros. Dedicarse a ellos superficialmente es un medio seguro para no conocerlos. Por cierto, nuestro conocimiento es parcial, pero, haciendo progresos, vamos hacia la perfección, hacia el momento en que lo que es en parte habrá desaparecido, cuando conozcamos al Señor como hemos sido conocidos por él. Este progreso se ha comparado a una lámpara, situada al final de un largo y sombrío corredor. A medida que avanzamos hacia este foco de luz, recibimos más claridad y, cuando al fin lo alcanzamos, podemos tenerlo entre las manos y poseerlo por entero. Así camina el cristiano hacia Cristo. Todo hombre que profesa pertenecerle es responsable de alcanzarlo. El apóstol, en el pasaje que hemos leído, habla primeramente de esta responsabilidad (v. 24-27), ofreciéndose como ejemplo. Él no la trata a la ligera. Los corintios deberían haber sabido eso, pero no andaban según tal conocimiento.
Correr a fin de ganar el premio
El apóstol expone ante ellos la necesidad de que la vida cristiana sea un testimonio real y público ante el mundo. En efecto, para el cristiano hay una vida interior y un testimonio público; de este último él habla aquí. Toma el ejemplo de los juegos olímpicos, los que consistían en ganar el premio en la carrera o en la lucha cuerpo a cuerpo y esto en público, a la vista de todos. Asimismo nuestro testimonio público ante el mundo consiste en estas dos cosas. En el capítulo 3 de Filipenses, el apóstol dice que prosigue al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús. Esta vocación es la de ser santos e irreprochables ante Dios, en amor, como Cristo. La esperanza de la vocación (Efesios 1:18) será alcanzar ese estado cuando tengamos ese carácter, no solamente en Cristo, como lo tenemos ahora, sino con Cristo cuando estemos en su misma gloria. Hemos de correr en el estadio a fin de ganar el premio; para alcanzarlo y no dejarnos relegar, necesitamos correr como si uno solo pudiera obtenerlo. El apóstol rechazaba como basura todo lo que pudiera obstaculizar esta carrera. ¡Basura! ¿Consideramos las cosas de este mundo –sus ventajas, sus tesoros y también sus vanidades– como otras tantas redes tendidas para atraparnos, como otras tantas cargas que rechazar?
Cuando un soldado recibe la orden de tomar una posición o fortificación, deja su equipaje en la parte baja de la cuesta, sin pensar que pueda perderlo. Recordemos que debemos correr en presencia de miles de testigos. Para no estar llenos de confusión, precisamos no sólo este esfuerzo al que la Palabra llama “virtud” (2 Pedro 1:5), sino también la paciencia, un corazón libre, ojos fijos invariablemente en la meta, que es Jesús. Sin duda, gran número la alcanzará de hecho, gracias a Dios, pero cada uno de nosotros debe pensar que sólo hay un premio y correr como si una sola persona debiera ganarlo. ¡Qué celo debe producir tal pensamiento!
La lucha victoriosa
Además de la carrera está la lucha, nuestro combate contra las potestades espirituales. No nos dejemos detener por la fatiga, el desánimo o el mundo; no nos dejemos debilitar en el combate por las trampas que el enemigo nos tiende sin cesar. Una de las condiciones preliminares de la victoria es abstenerse de todo (v. 25); es preciso estar preparado para el combate antes de entrar en el estadio. El régimen es una cosa penosa que exige una atención sostenida, un renunciamiento continuo y una vigilancia constante sobre nosotros mismos. A costa de esto recibimos, como recompensa del combate, una corona incorruptible. El apóstol había cumplido con los requisitos de una manera fiel, y podía decir al final de su carrera:
He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida
(2 Timoteo 4:7-8).
Aquí, él se ofrece como modelo (v. 26). Su combate era real, no se trataba de un simulacro, como nos lo prueba su carrera apostólica. Luchaba lo mismo si se trataba de hostilidad humana o si se enfrentaba a las tentaciones de Satanás para apartar a las almas de Cristo. Cuando se ponía en tela de juicio la verdad del Evangelio, y el enemigo procuraba destruirla conduciendo a las almas a ponerse bajo la ley, o cuando pretendía anular la cruz de Cristo poniendo a los corintios bajo la servidumbre de los principios de este mundo, este enemigo siempre hallaba en su camino al apóstol, cerrándole el paso. Para librar tamaña lucha, Pablo vivía a régimen: mortificaba y sojuzgaba su cuerpo, no cediendo nada a la carne y dominándola mediante la energía del Espíritu Santo, pues él sentía toda la responsabilidad de la profesión cristiana. Él no dice: «No sea que después de haber creído», sino: “No sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (v. 27), pues aquí se trata de la profesión y no de la fe; de la responsabilidad y no de la gracia.
Es posible que una persona haya recibido dones notables y que se sirva de ellos; incluso que, por medio de ellos, Dios convierta almas, y después de todo esta persona no sea convertida. El apóstol, como siempre cuando habla de la responsabilidad, usa términos tan absolutos como sea posible. Poseer dones, tener un ministerio público, predicar a los demás, sin realidad para sí mismo, sin juicio ni renunciamiento de sí ante Dios, en otras palabras, sin la vida interior que corresponde a la profesión, no tiene valor alguno. No procuremos eludir –como a menudo se hace– el valor del término reprobado. Un reprobado es un hombre rechazado por Dios, condenado a las penas eternas. Esto no quiere decir que el apóstol dudaba de la perfección de la gracia, pero se tomaba en serio su carrera, su lucha, su testimonio y consideraba la solemnidad de todo esto.
Después de haberse ofrecido como ejemplo de su profesión, aborda el tema de la cristiandad profesante. Repetimos que, contrariamente a lo que se dice a menudo, no existen dos géneros de profesión, una verdadera y otra falsa; solamente hay una, pero, como en la parábola de las diez vírgenes, ésta puede estar o no acompañada por la vida de Dios. Vamos a hablar de la falta de valor de la profesión cristiana sin la vida, pero mi deseo es que comencemos como el apóstol: apliquemos primero la realidad de la profesión cristiana a nosotros mismos antes de aplicarla a otros.
El ejemplo de Israel
En el capítulo 10 (v. 1 al 4), el apóstol aborda esta pregunta: ¿Qué es la profesión cristiana y qué derecho da a la salvación eterna? En respuesta, pronuncia el juicio más completo sobre la cristiandad profesante. Toma el ejemplo del pueblo de Israel y lo aplica a lo que ha salido del cristianismo. Israel había partido de Egipto para alcanzar la tierra de Canaán, conducido por la nube que desde un principio lo protegía de día y lo alumbraba de noche. El Dios de gloria estaba allí. Todos habían pasado a través del mar Rojo, símbolo de la muerte de Cristo bajo el juicio de Dios. Estas dos cosas, la nube y el mar, pertenecen tanto a la cristiandad profesante como a Israel según la carne: la presencia de Dios y el conocimiento de la salvación que se obtiene por la sangre del Salvador. “Y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar” (v. 2).
Israel tenía una clase de bautismo que la Palabra asimila al bautismo cristiano. Todos habían sido bautizados por Moisés, su jefe, es decir, habían llevado sobre sí el sello de Moisés, así como el profesante lleva la marca de Cristo. Israel lo había tomado en la nube y el mar; la profesión cristiana reconoce como Señor a un Cristo viviente que la protege y le da luz; un Cristo muerto, por el cual es bautizada, pues notémoslo bien, el bautismo no es otra cosa que el signo de la profesión cristiana. Israel había tenido el maná y el agua de la peña; espiritualmente, estas cosas representan al Hijo de Dios y al Espíritu Santo descendidos del cielo, el uno para alimentar al pueblo, el otro para apagar su sed. Estas bendiciones corresponden también a la cristiandad, pues está escrito que “gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo” (Hebreos 6:4). Notemos que aquí no habla de sacrificios judíos, tipos de la redención, ni de comer la carne, ni de beber la sangre de Cristo, lo cual implicaría la vida eterna. Ahora bien, estos privilegios exteriores ¿alcanzaron a salvar a Israel o salvarán a la cristiandad profesante? De todos los hombres adultos salidos de Egipto, solamente dos de ellos, hombres de fe, atravesaron el Jordán para entrar en la tierra prometida.
¿Qué había provocado la cólera y el juicio de Dios contra este pueblo?
1) Habían codiciado cosas malas (1 Corintios 10:6).
2) Habían sido idólatras. Aquí el apóstol no cita el becerro de oro, sino el festín que lo acompañó, lo cual puede también caracterizar a los cristianos profesantes: “Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar” (v. 7).
3) Habían cometido fornicación con las hijas de Moab, con los enemigos de Dios (v. 8).
4) Habían tentado al Señor (v. 9).
5) Habían murmurado (v. 10). Todo esto ¿no se aplica también a la cristiandad profesante, la que será juzgada con igual juicio que Israel?
Ejemplo y advertencias para nosotros
Fijémonos en las palabras del apóstol:
Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros (v. 11).
Ahora está hablando, no con meros profesantes, sino con los que tienen la vida de Dios. Cada cual es llamado a preguntarse: «¿Es éste mi caso? ¿Codiciará mi corazón cosas malas? ¿Hallo mi gozo en el disfrute de las cosas materiales? ¿Dudo del amor de Cristo? ¿Estoy disgustado por encontrar la prueba en mi carrera?». Vigilemos. El juicio de Dios alcanza a los que siguen este camino. Todo el tema de nuestra responsabilidad vuelve a colocarse ante nosotros y, si el apóstol nos habla de la suya, ¿es acaso la nuestra menor? Si la profesión cristiana, si la cristiandad, a pesar de las innumerables bendiciones con que Dios la ha colmado, debe caer bajo su juicio, su suerte ¿no nos servirá de advertencia a nosotros, “a quienes han alcanzado los fines de los siglos”? (v. 11). Notemos que siempre es así. No somos llamados a pronunciar juicio sobre la cristiandad; es un asunto que corresponde sólo a Dios; pero lo que él quiere es que apliquemos estas verdades a nuestro estado y que nos preguntemos: Nosotros, que poseemos la vida divina y el Espíritu de Dios que ha venido a morar en nosotros, ¿nos contentaremos con apariencias, colocándonos al mismo nivel que una profesión sin vida? Si hemos comprendido la gracia de Dios, terminaremos resueltamente con todas estas cosas, como el apóstol Pablo. Desde la muerte de Cristo, los fines de los siglos nos han alcanzado (v. 11); en la cruz ha sido llevada por nosotros la responsabilidad del hombre pecador; hemos entrado como cristianos en una nueva esfera de bendiciones celestiales, pero hemos de ser conscientes de esta posición, y nuestra responsabilidad como cristianos permanece por entero. Cuán importante es para nosotros considerar seriamente que no podemos circunscribirnos a una conducta exterior, más o menos correcta, como profesantes sin vida, sino que nuestro estado interior tiene que responder a una realidad viviente. Quiera Dios que todo esto se produzca en cada una de nuestras almas. Si sentimos lo mucho que hemos faltado a nuestra responsabilidad, digamos humillados ante el Señor: ¡Contra ti hemos pecado! (Salmo 51:4). Sin embargo, queda una sola cosa con la cual podemos contar: Dios es fiel (v. 13). En su gracia me ha conducido a Él. Deberé hacer toda clase de experiencias si, como los corintios, no he empezado por el juicio completo de mí mismo en la cruz; pero su gracia no puede cambiar; es poderoso para restaurarme; sólo en él puedo apoyarme. ¿Me fallará? ¡Jamás! Si abandono un instante solamente su mano, caeré, ¡y cuántas caídas vergonzosas, que a menudo repercuten en la vida del creyente, provienen de que, al confiar en sí mismo, ha abandonado el firme y poderoso brazo que tiene la única fuerza para sostenerle!