Capítulo 7
Un estado de alma peligroso
Hemos visto que, si bien los corintios ignoraban ciertas cosas, en cambio, sabían cantidades de otras; pero ellas no tenían efecto en su conducta diaria o en su vida de asamblea. De hecho, esto era aun más grave que si las hubiesen ignorado totalmente; por lo cual el apóstol les repite con justa severidad: “¿No sabéis?” (cap. 6:2, 3, 9, 15, 16, 19). No tenían en cuenta su estado de muerte en la carne, a la cual atribuían importancia; no estimaban haber sido «crucificados al mundo» (Gálatas 6:14), pues, cuando se presentaban dificultades entre ellos, recurrían a su juicio. Tenían que ver con un mal moral en la iglesia y se enorgullecían en lugar de humillarse, para que la disciplina pudiese ser ejercida. En otras palabras, los primeros capítulos nos muestran que lo que les faltaba a los corintios era, cosa capital, tener conciencia de que la cruz de Cristo había terminado con el viejo hombre mediante el juicio. Ahora bien, al omitir este asunto primordial, tenían una gran cantidad de detalles sobre casos concretos para exponer al apóstol. Con todo, Dios se sirve de ello para esclarecerlos en relación con el orden que conviene a la casa del Señor.
Preguntaban si era preciso o no, tener relaciones conyugales; si los cristianos que tenían cónyuges paganos debían vivir con ellos y qué debían hacer con sus hijos; si, siendo uno siervo, debía permanecer en tal condición o liberarse; si uno tenía que quedarse soltero; si se podían comer cosas sacrificadas a los ídolos o si era preciso abstenerse de ellas. Dios responde a estas preguntas, interesantes en su lugar, pues se relacionan con la libertad cristiana; pero, siendo cuestiones de detalle, se habían apoderado del espíritu de los corintios en detrimento de las verdades esenciales y globales. Un estado de alma parecido se encuentra con frecuencia. En proporción con el debilitamiento espiritual estamos dispuestos a ocuparnos con asuntos que no nos ponen en contacto directo con la persona de Cristo. Se da una importancia exagerada al bautismo, a la manera exterior en que la Cena debe ser administrada, a la comida, a los vestidos, etc. Son cuestiones a las cuales Dios responde oportunamente, pues él tiene respuesta para todo, pero Satanás las aprovecha para desviar a las almas del Señor.
La inspiración, la autoridad apostólica y el derecho del creyente espiritual a ser escuchado
Ahora bien, me impresiona ver la manera en que el apóstol trata estos asuntos en el capítulo 7. Del versículo 1 al 17 no habla como apóstol inspirado, sino simplemente como apóstol, es decir, como aquel que ha recibido de parte de Dios una autoridad. Ésta no era inspiración, pero, dado su origen, él tenía derecho a ejercerla, ya que tenía la misión divina de arreglar una cantidad de asuntos en las asambleas (v. 17), como lo vemos también en las epístolas a Timoteo y a Tito. El apóstol da, pues, ordenanzas en virtud de su autoridad apostólica, la cual pone aquí en contraste con lo que dice de parte del Señor (v. 10), es decir, con la inspiración.
En la segunda parte de este capítulo (v. 25-40), Pablo habla a los corintios como un hombre que tiene autoridad espiritual entre los santos. “No tengo mandamiento del Señor; mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del Señor para ser fiel” (v. 25). Puede ser que alguno se sienta tentado a decir: «En tal caso, no estoy obligado a obedecer». ¡Cómo! ¿No estaríamos obligados a escuchar a un hombre que está manifiestamente dirigido por el Espíritu de Dios? Si no siguiéramos lo que nos dice, sólo seríamos unos orgullosos que se estiman capaces de decidir algo mucho mejor que el apóstol, y olvidaríamos lo que Dios piensa del orgullo.
En cuanto a la inspiración, nos cuesta definirla y, si no estamos inspirados, probablemente nunca llegaremos a hacerlo. No obstante, sabemos que, en la inspiración, Dios revela sus pensamientos a hombres escogidos por él, quienes nos los comunican de una manera tan completa como los recibieron, guardándolos de toda mezcla de la carne. Él quiere que sus pensamientos, que tuvo a bien destinarnos, nos lleguen con toda su divina perfección.
Los diversos pasajes contenidos en este capítulo ilustran estas tres cosas:
1. La autoridad apostólica
2. La inspiración
3. El derecho del creyente espiritual a ser escuchado
En el versículo 6 Pablo dice: “Mas esto digo por vía de concesión, no por mandamiento”. Por lo tanto, teniendo en cuenta la debilidad de los corintios, el apóstol no expresaba una orden formal, pese a tener la autoridad de Dios para hacerlo. En el versículo 17 él dice: “Esto ordeno en todas las iglesias”. Aquí hallamos esta autoridad que él ejercía por doquier en la Iglesia. En el versículo 25 expresa: “No tengo mandamiento del Señor; mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del Señor para ser fiel”. Habla como hombre espiritual que debía ser escuchado. En el versículo 40 dice: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios”. Estima que, como tal, debe ser escuchado.
Cuando llega a la inspiración, en el versículo 10 dice: “Mando, no yo, sino el Señor”; pero, en cuanto “a los demás yo digo, no el Señor” (v. 12), distinguiendo así entre su palabra como apóstol y su palabra inspirada. Esta última es la palabra del Señor, salida de la propia boca de Cristo: “Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo 19:5-6 y Marcos 10:6-9). En cuanto al matrimonio, el Señor menciona lo que ha sido declarado por inspiración desde el principio: “Los dos serán una sola carne” (compare con Génesis 2:24); luego lo confirma con Su propia palabra (Mateo 19:5; Marcos 10:8), y lo establece aquí por la palabra inspirada del apóstol.
La libertad cristiana y las relaciones terrenales
Este capítulo 7, que trata de vínculos y relaciones pertenecientes a nuestra vida terrenal, podría ser intitulado: «La libertad cristiana, determinada por una entera dependencia del Señor y de su Palabra». El apóstol admite que las circunstancias difieren, que es legítimo tenerlas en cuenta y que cada cual es libre de juzgar para sí. A pesar de eso, cuando se trata del servicio del Señor, quisiera que todos los hombres fuesen como él (v. 7). Eso hizo que le dijera al rey Agripa: “¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!” (Hechos 26:29). Sin embargo, en lo que concernía al casamiento o a la vocación, no había ningún mal en obrar de manera distinta al apóstol, siempre y cuando fuera “en el Señor” (v. 39), teniendo cada cual “su propio don de Dios, uno a la verdad de un modo, y otro de otro” (v. 7). El celibato trae consigo grandes peligros; el casamiento, grandes dificultades; que cada uno pese esto ante el Señor y se decida; ningún mal hay en tal decisión. El apóstol alivia el corazón de los corintios respecto a este pensamiento que les preocupaba; solamente la mujer no debía separarse de su marido ni el marido de su mujer.
La conducta del creyente cuyo cónyuge es incrédulo
Había, sin embargo, relaciones menos simples, como por ejemplo la de una mujer cristiana con un marido pagano o viceversa (v. 12-17). ¿Debían separarse? Según la ley judía, debía ser así, como lo vemos en el último capítulo de Esdras: era preciso que el israelita se separase de la mujer extranjera, a fin de poder formar parte de la congregación santa, que era el pueblo de Dios.
El apóstol parte de este pensamiento para mostrar que, bajo el régimen de la gracia, las cosas eran exactamente lo contrario del régimen legal. Un marido cristiano no debía separarse de su mujer pagana, porque la mujer era santificada por el marido y viceversa. Al hablar de la unión de un creyente con una persona del mundo, el apóstol no piensa ni por un instante que el creyente haya contraído matrimonio después de convertirse. Al contrario, supone que la conversión del uno o del otro haya tenido lugar después del casamiento. Así, él no da libertad alguna para unirse a personas mundanas. Como el incrédulo es santificado por el cónyuge cristiano, los hijos nacidos de esta unión son santos y tienen derecho, por su posición, a formar parte de la casa de Dios.
Recordemos que en estos capítulos se trata de la casa de Dios y no del cuerpo de Cristo1 . Los hijos son colocados en una posición de santidad, son puestos aparte. Esta es una condición exterior que tiene relación con la tierra. Aquí no se trata de su salvación eterna, sino que son considerados como formando parte de la casa de Dios en la tierra, a fin de tener parte en todas las bendiciones que en ella se hallan.
- 1N. del Ed.: Sólo los verdaderos creyentes forman el cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:13, 27).
La conversión no exige un cambio de condición social
A continuación el apóstol aborda otro tema: ¿Cómo debían comportarse los creyentes con relación a las diversas condiciones en las cuales estaban en el momento de su conversión? En primer lugar, cuando uno es llamado, sea en la circuncisión o en la incircuncisión, dicho estado no importa, sino “el guardar los mandamientos de Dios” (v. 18-19).
Después pasa a considerar el estado de esclavitud. El tema, que parece no afectarnos en la actualidad, al contrario, es de gran importancia para nosotros. Cuando somos llamados a la nueva vida, a menudo estamos en una condición dependiente en la sociedad (a causa del trabajo, por ejemplo). Quisiéramos sacudirnos el yugo, y este deseo viene a ser el punto de partida de muchas miserias en nuestra vida cristiana. ¿Se trata de esclavitud? Según parece, un cristiano debería desligarse inmediatamente de semejante vínculo. Pero el apóstol no aconseja que uno se escape de casa de su dueño; vemos que él mismo hizo volver a Onésimo, el esclavo fugitivo, a Filemón, su amo. El esclavo debía permanecer en el estado en que Dios lo había llamado. Pero si Dios le daba los medios para liberarse, debía emplearlos para lograr su liberación (v. 21-22). Con todo, lo importante es que cada uno, “en el estado en que fue llamado, así permanezca para con Dios” (v. 24).
Casados o no, tenemos que estar ocupados en las cosas del Señor
Finalmente, los corintios habían interrogado al apóstol acerca de los que nunca habían tenido vínculos matrimoniales. Les da las indicaciones que un hombre espiritual como él podía dar, pues estimaba que también él tenía el Espíritu de Dios (v. 40). Les dice: «Que aquellos o aquellas que sean vírgenes no se casen. Sin estos vínculos podréis hacer muchas buenas obras, pues tendréis que agradar sólo al Señor, lo cual es mucho mejor. Os doy este consejo, pero sois libres, absolutamente libres, de obrar según vuestro grado de fe, siempre que tengáis que ver con el Señor. Además: “El tiempo es corto” (v. 29). Desde la cruz, nos hallamos en un tiempo en que todo avanza rápidamente hacia el fin. Todo pasa; ¿qué es lo que subsistirá? No os embaracéis, pues, con lo que pueda trabar vuestra marcha hacia adelante». Y nosotros aún podemos decirlo mucho más que el apóstol, pues nos hallamos muy cerca de la venida del Señor. ¿Queremos cargarnos con tantos bultos, atarnos con tantos vínculos que necesariamente desempeñan un muy gran papel en nuestras vidas? Ellos pasarán junto con la corta existencia a la cual van ligados. ¡Pues bien!, seamos como los que no están casados; no nos dejemos imponer, en nuestra carrera cristiana, aun las cosas más legítimas. Si tuviésemos este pensamiento siempre presente, ¡cuán preservados estaríamos de los intereses terrenales! Y si nuestros corazones están llenos de Cristo, tendremos que ver más con Dios; nos apegaremos más al Señor y a sus intereses; seremos más sencillos, más felices; estaremos más tranquilos; en lugar de sufrir toda la agitación del mundo que nos rodea, podremos atravesarlo con un verdadero reposo moral.
Estemos atentos a estas exhortaciones de un hombre, sujeto a las mismas pasiones que nosotros, quien era el hombre espiritual por excelencia, aun cuando no nos dé estos consejos como mandamientos, ni los establezca con su autoridad apostólica. Tengamos el oído atento para recibirlos y el corazón sumiso a los pensamientos expresados por aquel que podía decir: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios” (v. 40).