Corintios I

1 Corintios 5

Capítulo 5

El orden conviene a la casa de Dios

En los primeros capítulos esta epístola nos habla de la Iglesia o Asamblea como casa de Dios, no de las iglesias, como los hombres llaman a sus denominaciones en desobediencia a la Palabra de Dios. Ahora bien; aunque en esta Casa, confiada a la responsabilidad del hombre, se haya introducido toda clase de malos elementos, debemos conducirnos en esta Iglesia responsable, de la cual formamos parte, de una manera que sea para honra de Cristo y del Dios cuya Casa es. Hay un cierto orden que observar, motivo por el cual hallamos estas palabras en la primera epístola a Timoteo, en la que la Casa responsable se halla aún en buen estado:

Que sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad
(1 Timoteo 3:15).

En contraste, mucho desorden se había deslizado, como hemos visto, entre los corintios. En lugar de considerar los diversos dones como algo que está al servicio de la casa de Dios, los usaban para gloriarse a sí mismos, envaneciéndose el uno contra el otro (1 Corintios 4:6), exaltando al hombre y formando sectas. Eran carnales y, en lugar de conducirse bien, sólo daban testimonio al desorden. Pero Dios se sirvió de este mismo desorden para enseñarnos a todos en lo concerniente al orden que conviene a su Casa.

Cómo obrar para quitar el mal

Este capítulo señala un escándalo tolerado por la asamblea de Corinto; semejante caso de fornicación no existía ni siquiera entre los gentiles. El apóstol sólo dice al respecto dos palabras; tal es su repugnancia a entrar en detalles. Los corintios, aunque sabían muchas cosas –pues si leemos los capítulos 5 y 6 hallaremos continuamente estas palabras: “¿No sabéis?”, las que siempre indican la certidumbre cristiana– ignoraban otras y tenían que aprender cómo conducirse. Así debía ser respecto al escandaloso caso que había ocurrido entre ellos. Si abrimos el Antiguo Testamento en los capítulos 17 al 21 del libro del Deuteronomio, hallaremos una frase repetida continuamente: “Quitarás el mal de en medio de ti” (Deuteronomio 17:7; 19:19; 21:21); pero para quitar el mal era necesario que la asamblea de Israel lapidara a los que hacían el mal; debían quitarlos por medio de la muerte corporal. Tratándose de la Asamblea cristiana, los corintios sabían que ellos no podían hacerlo así. ¿Cómo obrar entonces? Había una cosa que sabían y no hacían porque estaban llenos de orgullo; preferían silenciar el mal antes que humillarse. Por eso el apóstol les dice: “Y vosotros estáis envanecidos. ¿No debierais más bien haberos lamentado, para que fuese quitado de en medio de vosotros el que cometió tal acción?” (v. 2). Lo que tenían que hacer era dirigirse por medio del conocimiento que tenían y no por lo que aún no conocían. Ellos todavía no sabían cómo quitar al malo, pero debían humillarse a fin de que fuera quitado.

Es una lección importante para nosotros, amados. Cuando hemos recibido de parte de Dios aunque sólo sea el conocimiento de uno de sus pensamientos, debemos atenernos a él sin restricciones, y Dios nos enseñará lo que aún nos falta. Los corintios ¿habían llegado a conocer lo que era la humillación? ¿Tenían luz sobre este punto? Esta verdad se aplica a todos los casos. Si nosotros, los creyentes, obedeciéramos todos a lo que hemos alcanzado, andaríamos en el mismo camino y el Señor nos revelaría lo que nos falta aún. Sin duda, no todos tendríamos el mismo conocimiento, pero nunca el conocimiento de una verdad, por incompleto que sea, nos conducirá, si obedecemos, por otro camino que no sea el de Dios. Con un conocimiento muy limitado, podré andar en el mismo sendero que mi hermano, quien tiene mucho más que yo. Si los corintios hubiesen obrado de esta manera, habrían estado de duelo, esperando que Dios les revelara lo que tenían que hacer para purificarse del mal. Mas el orgullo les hacía pensar en sí mismos y en su reputación, y así, en presencia del mal más horrible, no podían ser purificados. Dios no les pedía que ejercieran una disciplina que no conocían aún, sino que se dolieran, y esto debían saberlo.

Sólo un apóstol pudo entregar a alguien a Satanás

Cuando se trataba de ejercer esta disciplina, el apóstol podía usar en medio de ellos de una autoridad especial que le había sido confiada (v. 3-5). Podía –y ya lo había decidido si la obediencia a Dios no se manifestaba en los corintios– entregar a tal hombre a Satanás. El apóstol Pedro, con este mismo poder, había suprimido a Ananías y Safira, los cuales habían mentido al Espíritu Santo. Aquí se trataba de entregar al fornicario a Satanás, es decir, dejarlo ser presa del enemigo hasta la destrucción del cuerpo, a fin de que el espíritu fuera salvo en el día del Señor Jesús. A pesar de su horroroso pecado, este hombre era considerado como perteneciente a la casa de Dios, pero el apóstol podía disponer de él. Este acto a nadie era confiado sino sólo a un apóstol; cuando ejercemos la disciplina para con el que pecó, no podemos decir nosotros que lo entregamos a Satanás. En la primera epístola a Timoteo, el apóstol dice que lo hizo él mismo, sin que le veamos unido a la asamblea para esto (1 Timoteo 1:20). Cuando se había tratado de blasfemias contra la persona de Cristo, no había vacilado un instante, a fin de que aquel hombre aprendiera a no blasfemar. Quizás había pensado hacerlo también con el fornicario, pero parece que al final no fue el caso. He aquí el porqué: si lo hubiera hecho, la conciencia de los corintios no habría estado en juego, y ante todo se precisaba despertarla acerca del mal (v. 6). Esta falta de conciencia siempre es el carácter de los creyentes que andan según la carne. “No es buena vuestra jactancia”. Aquellos a los cuales el Señor confió un testimonio, cuántas humillaciones podrían evitarse si no pensasen en sí mismos y no alimentaran su orgullo. Cuántas veces, habiéndonos estimado como algo, hemos estado en el fango, como los corintios se encontraban en aquel momento.

La levadura: figura del pecado

¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa?

Este pasaje, al que volvemos a hallar en Gálatas 5:9 a propósito de las ordenanzas de la ley, es empleado aquí en relación con la carne. Un pecado tolerado en la asamblea ejerce su influencia corruptora sobre el conjunto, lo mismo que el legalismo. Por eso el apóstol dice: “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois” (v. 7); y es así como Dios nos ve en virtud de la obra de Cristo. Todo esto es una alusión a la Pascua y a la fiesta de los panes sin levadura, en Éxodo 12. La sangre del cordero pascual había sido puesta sobre los postes y dinteles de las puertas y, cuando el ángel destructor pasó, perdonó a los hijos de Israel, porque Dios había visto la sangre. Pero la Pascua no era la fiesta; en sí sólo era el punto de partida, como lo vemos en Números 28:16: “Pero en el mes primero, a los catorce días del mes, será la pascua de Jehová. Y a los quince días de este mes, la fiesta solemne; por siete días se comerán panes sin levadura”. Lo mismo ocurre aquí: “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta” (v. 7-8).

En este pasaje no se trata de la Cena –memorial de la muerte de Cristo–, la que se ve en el capítulo 11 de esta misma epístola. Los que han comprendido el valor de la sangre de Cristo saben que en virtud de esta sangre están sin levadura delante de Dios y pueden presentarse ante él revestidos, como Cristo, de una santidad perfecta, pero deben procurar cuidadosamente que su andar terrenal corresponda al carácter que poseen en su presencia, y tienen capacidad para hacerlo. Deben celebrar los siete días de los panes sin levadura al atravesar este mundo. El número siete siempre es, en la Palabra, símbolo de plenitud, y aquí corresponde al tiempo completo de nuestra peregrinación. Si hemos comprendido el objetivo de Dios al rescatarnos por la sangre de Cristo, ¡qué motivo tendremos para que nuestra vida sea una fiesta continua, una fiesta de santidad práctica según Dios y para Dios!

Nuestra conducta con los que pecan gravemente

El apóstol añade en el versículo 9: “Os he escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios”. Basándose en estas palabras, se ha pensado que el apóstol había escrito una primera carta que actualmente no conocemos. Este pensamiento es falso y tenemos la prueba de ello en el capítulo 4:6, donde el apóstol les exhorta a no pensar más de lo que está escrito; pero, además, la frase “os he escrito” la hallamos constantemente en la primera epístola de Juan para designar el mismo escrito que les dirigía. Lo mismo ocurre aquí. En esta epístola es donde el apóstol señala a los corintios que no pueden juntarse o tener trato con los fornicarios. Esto no significaba que no pudieran tener tratos con los fornicarios de este mundo. Continuamente estamos en contacto con el mal; de lo contrario sería preciso «salir del mundo». Pero si alguno “llamándose hermano, fuere fornicario… con el tal ni aun comáis” (v. 11). Éste era uno de los caracteres de la disciplina que los corintios no conocían y el apóstol les enseña ahora lo que debían hacer.

Debemos obedecer esta palabra, comprender que, si alguno ha sido apartado de la asamblea, no podemos ni aun comer con él, a fin de que, al experimentar la exclusión en la que se encuentra, sea forzado a recuperar la comunión con la asamblea. Ha sido separado como malo y guarda este carácter hasta su rehabilitación1 .

  • 1N. del Ed.: Es responsabilidad de la iglesia local apartar o excluir de la Mesa del Señor al que ha pecado gravemente (v. 9-13), a fin de impedir que participe en la Cena del Señor. Así, el que pecó no puede gozar de la comunión hasta que la disciplina produzca una profunda humillación. Sólo entonces la iglesia podrá decidir acerca de la restauración del culpable y su consecuente participación de la Cena.

La restauración es el blanco de la disciplina

Para la asamblea no se trataba de ejercer un juicio judicial sobre este hombre, sino de quitar la levadura de en medio de ella con vistas a la pureza de la casa de Dios en este mundo. Si los corintios no lo hubiesen hecho, habrían perdido todo derecho a ser la asamblea de Dios en Corinto. A menudo, desgraciadamente, nos vemos llamados a ejercer esta disciplina; no la ejerzamos como un acto judicial, sino motivados por el amor, para que el creyente caído vuelva a hallar la comunión que perdió y para que la humillación que el Espíritu de Dios produzca en su alma le conduzca nuevamente al lugar del que tuvo que ser privado. Por otra parte, nunca manifestemos hacia el excluido ese falso amor que comprobamos a menudo, manteniendo una relación fraternal con él, lo cual revela nuestra indiferencia hacia el mal e impide de hecho que la disciplina produzca sus efectos sobre la conciencia. Esto no significa que no tengamos que averiguar los efectos producidos por la exclusión, que no debamos estar atentos a los primeros síntomas de un retorno al bien y animar en este camino al que cayó, a fin de que la obra de restauración sea completa. En la segunda epístola vemos que la exhortación oída por los corintios había producido gran celo en sus corazones, que al fin se habían humillado y que un bendito trabajo de restauración había tenido efecto en el alma del excluido. Entonces el apóstol cambia de lenguaje y exhorta a la asamblea a recibirle de nuevo, a fin de que no fuera consumido por demasiada tristeza.