Corintios I

1 Corintios 9

Capítulo 9:1-23

Pablo defiende su apostolado

Si el capítulo que precede trata de la libertad en cuanto a los ídolos, éste se refiere a la libertad en cuanto al ministerio o servicio. Notemos de paso que la palabra derecho o potestad en este capítulo y libertad en el capítulo precedente, son una sola y misma palabra (cap. 8:9; 9:4). Aquí tenemos la respuesta a la última pregunta dirigida por los corintios al apóstol. Entre ellos se hallaban personas que pretendían tener derechos análogos a los de Pablo (compárese con el capítulo 4) y ponían en duda aun el mismo valor de su apostolado. Los corintios que se habían convertido por medio de él se habían sentido con libertad para preguntarle sobre esto. En primer lugar Pablo pregunta: “¿No soy apóstol?”. Un apóstol estaba caracterizado por el hecho de haber visto al Señor; y Pablo lo había visto (v. 1). En cuanto al resultado de su obra, ellos eran la prueba más convincente (v. 1-3). Entre los creyentes, como siempre, había personas que de la asamblea hacían su mundo, procurando desempeñar en ella un papel, crearse una posición y usurpar una autoridad. Para lograrlo intentaban destruir la influencia de aquellos a quienes Dios mismo había establecido en su Casa. Cuando un hermano pretende ejercer una autoridad personal en la asamblea, necesariamente entra en conflicto con aquellos a los cuales el Señor se la confió. El apóstol aborda esta cuestión y muestra que él tenía los mismos derechos, la misma libertad que los demás apóstoles, el derecho de comer y beber, el derecho de casarse y llevar a su mujer con él.

¿Acaso sólo Bernabé y él carecían del derecho a no trabajar? Los otros apóstoles no trabajaban, mientras que Pablo hacía tiendas; escogió un oficio de los más humildes, trabajó con sus manos para satisfacer sus necesidades y las de los demás. ¿No tenía derecho a esperar algún beneficio de su servicio? La misma Palabra de Dios enseñaba a los hermanos acerca de este punto: “No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes…?” (v. 9). De hecho, en este pasaje de Deuteronomio (cap. 25:4) había una alusión directa a la obra de los que trabajaban para el Señor. No obstante, el apóstol había renunciado a todas estas ventajas. Tenía amplia libertad, en cuanto a su ministerio, de usar los derechos que Dios confería a los que se dedicaban al Evangelio, pero se había privado de ellos y no quería ver anulada su gloria. ¡Ay de él si no cumplía con sus obligaciones!, pero su gloria estaba ligada al Evangelio, porque su corazón estaba lleno de él; su gloria consistía en predicar el Evangelio de balde, en no cargarle nada a sus expensas. Lo quería tan libre como él mismo, y toda su vida había tenido esta dirección.

Ganar a todos por el Evangelio

Desde el versículo 19 añade aún otro punto. Él era libre, enteramente libre, pero se había hecho siervo de todos. Es uno de los hermosos rasgos del carácter de este querido servidor de Dios: nunca había pensado en sí, mientras que otros, atacando su apostolado, procuraban elevarse sobre sus escombros. No intentaba defenderse; sólo tenía un pensamiento: ganar la mayor cantidad posible de personas por el Evangelio. Cuando tenía que ver con los judíos, era como un judío; se había hecho de todo para todos, a fin de salvar a algunos (v. 21-22).

¡Cuántas veces oímos citar estas palabras para justificar la mezcla de los cristianos con el mundo! No es preciso apartarse de él –se dice–; el mismo apóstol se hacía todo para todos y nosotros somos llamados a obrar como él a fin de ganar el mundo para Cristo. La Palabra de Dios no contiene semejante pensamiento. El apóstol estaba completamente separado del mundo y de todas las ventajas que éste le pudiera ofrecer; las consideraba todas como basura para ganar a Cristo. Cuando se trataba de ganar almas, él se hacía todo para todos, completamente libre respecto de judíos, griegos, bárbaros, etcétera, pero sometiéndose a todos para conducirlos a Cristo. No se colocaba a sí mismo bajo la ley para ganar a los judíos, sino que los tomaba en su propio terreno (el de la ley de Moisés), a fin de convencerlos de pecado. Por eso iba de sinagoga en sinagoga, llamándolos “varones hermanos” (Hechos 13:26 y 38; 22:1; 23:1 y 6; 28:17), invocando la autoridad de las Santas Escrituras del Antiguo Testamento, a las que ellos reconocían como la Palabra de Dios. Les anunciaba al Mesías, a quien esperaban y les mostraba, por la ley y los profetas, que este Mesías era el Cristo. En Atenas Pablo estaba sin ley y predicaba al Dios creador, a fin de conducir las almas a Cristo, al “Dios no conocido” (Hechos 17:23); a los romanos predicaba la justicia, la templanza y el juicio venidero a fin de alcanzar sus conciencias y hacerlos recurrir a un Salvador; entre los creyentes de Corinto se había hecho débil a fin de ganar a los débiles por la cruz de Cristo.

Por cierto, no podemos en manera alguna asociarnos con el mundo para ganar al mundo, puesto que le somos crucificados; pero podemos atravesarlo con el espíritu del apóstol, a fin de que de todas maneras salvemos a algunos; “y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él” (v. 23). Por así decirlo, Pablo veía en el Evangelio una persona para la cual trabajaba y sufría; se identificaba con todo lo que le ocurría. ¡Quiera Dios que sintamos esto, como el apóstol! ¡Que el Evangelio de Cristo, a saber, el mismo Cristo, tenga tal lugar en nuestros corazones, que sea el móvil de toda nuestra vida aquí en la tierra! Somos llamados a ser coparticipantes con él, tal como el apóstol lo dice al principio de la epístola a los Filipenses, alabándolos mucho al respecto. Si el Evangelio sufre en este mundo, ¿están nuestros corazones unidos a él de tal manera que sintamos el oprobio del cual está cubierto? Si asistimos a sus progresos, ¿nos gozaremos? Dios nos llama a eso. Cada uno de nosotros puede tener parte en el anuncio de estas «Buenas Nuevas», sea con sus palabras, sus oraciones, su simpatía, sus servicios, y apreciar su importancia en estos tiempos difíciles. Quiera Dios que estimemos al Evangelio mucho más de lo que nuestros corazones, fácilmente livianos y mundanos, nos lo hacen estimar habitualmente.