Capítulo 4
Siervos de Cristo y administradores
Como lo hemos visto, el apóstol acaba de describir la Iglesia de Dios desde el aspecto de una obra confiada a la responsabilidad del hombre. Y especialmente de este aspecto de la casa de Dios trata toda la primera epístola a los Corintios. La dirigida a los Efesios nos presenta la construcción de la casa de Dios como algo confiado a Cristo, mientras que aquí ella es edificada por el trabajo del hombre. En el capítulo 3, el apóstol estableció una clase de contraste entre él y los otros obreros; él también era obrero, pero con una vocación especial: la de arquitecto. Él había puesto el fundamento, Cristo, sobre el cual otros fueron llamados a continuar la obra. Algunos aportaron materiales excelentes, y otros, en cambio, malos materiales. A continuación de esto, el cuarto capítulo trata de los ministerios o servicios, pues en la casa de Dios ciertos servicios son confiados a ciertas personas. Aquí hallamos, no la diferencia, sino la similitud entre el servicio de los apóstoles y el de sus verdaderos compañeros. En Corinto, lugar de tanta disensión, hallamos a ciertos personajes que asumen el título de doctores y procuran suplantar al apóstol, llenos de pretensiones, queriendo ganar partidarios y hacerse oír. Notemos con qué delicadeza el apóstol, quien no debe excusarlos, se refiere a ellos. Habría podido señalar por sus nombres a los que turbaban la asamblea y habían hecho de la casa de Dios su propio mundo, donde pretendían ser hombres importantes, ocupar el primer lugar, y se valían del estado carnal de los corintios para lograr que los siguieran. En todo este capítulo vemos que ése era el gran peligro al cual los corintios se hallaban expuestos. El apóstol les dice en el versículo 6: “Pero esto, hermanos, lo he presentado como ejemplo en mí y en Apolos por amor de vosotros”. Para hacerse comprender, sin dar el nombre de nadie, había tomado el ejemplo de sí mismo y el de Apolos. En presencia de aquellos que entre los corintios tenían grandes pretensiones, Pablo trasladaba todo sobre sí y Apolos, a fin de establecer el principio de una manera universal. Pregunta: «¿Hemos venido a fundar escuelas de doctrinas, a hacer sectas o divisiones entre vosotros? ¿Tenemos acaso una elevada opinión de nosotros mismos? ¿Hacemos valer nuestra autoridad?». Asocia con él a Apolos y le declara siervo establecido como él, un obrero, pese a no ser apóstol, a quien el Señor había encargado una misión oficial, lo mismo que a Pablo. Él les pregunta: «¿Habéis visto en nosotros lo mismo que en los que os incitan a envaneceros el uno contra el otro?». ¿Y qué hacen estas gentes: una obra de edificación o una obra de destrucción?
Vemos así, a lo largo de este capítulo, la similitud entre los apóstoles –a pesar de su posición privilegiada– y otros verdaderos siervos, sus compañeros de obra, así como el contraste entre ellos y los que buscaban ocupar en la asamblea un lugar que Dios no les había confiado. Estas cosas se han visto en todo tiempo, y más aun en nuestros días, cuando la iglesia profesante ofrece a menudo este espectáculo. Ciertos hombres que no han recibido ningún don del Señor, se los atribuyen indebidamente; otros que sí recibieron dones, se sirven de ellos para ensalzarse en detrimento de obreros humildes y fieles, o procuran imponer a los otros la elevada opinión que tienen de sí mismos. Nada parecido hallamos ni en el apóstol ni en el humilde Apolos:
Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel (v. 2),
y no que adquiera reputación. El olvido de sí mismo caracteriza a los verdaderos siervos, y Pablo les había dado la prueba de ello: “Todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos…” (1 Corintios 3:21-22). Él, un apóstol, abandonaba toda idea de tener prerrogativas, aunque tuviera derecho a ellas. «No me pertenecéis», les dice, «soy yo el que os pertenezco». Les da ejemplo de la humildad más completa, pero también de la fidelidad en el servicio: “Téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios” (v. 1). En efecto, por su ministerio los misterios de Dios habían sido revelados a los creyentes. ¿Había sido un administrador fiel?
Los misterios son revelados en el Nuevo Testamento
Al leer el Nuevo Testamento, verán cuántos misterios contiene. Hallarán el misterio del cuerpo de Cristo (Efesios 3:4; Colosenses 4:3); el misterio de Dios (su consejo para la gloria de Cristo) (Colosenses 2:2); el misterio de su voluntad (Efesios 1:9); el misterio de la Esposa (Efesios 5:32); el misterio de la venida del Señor (1 Corintios 15:51); el misterio del Evangelio (Efesios 6:19); el misterio de Cristo entre los gentiles (Colosenses 1:27); el misterio de la fe y de la piedad (1 Timoteo 3:9-16); el misterio de iniquidad (2 Tesalonicenses 2:7). No entro en el detalle de estos diversos temas. Estos misterios, es decir, estos secretos de Dios, no eran conocidos en el Antiguo Testamento, pues en Deuteronomio está dicho: “Las cosas secretas pertenecen a Jehová” (Deuteronomio 29:29). Pero, en el Nuevo Testamento, las cosas secretas son para nosotros. Dios no guarda para sí ni uno de sus secretos eternos; nos los ha revelado todos, ha hecho por nosotros mucho más que por Abraham, cuando decía: “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” (Génesis 18:17), pues ahora dice: «¿Encubriré a mis hijos lo que hay de más secreto en mi corazón?». En el Nuevo Testamento, un misterio siempre es un secreto revelado, y Dios empleó al apóstol Pablo para dárnoslos a conocer todos, como administrador de estas maravillas.
Un servicio sólo para el Señor
¿Podría decirse que Pablo no fue fiel en esta administración? Los que entre los corintios se oponían a él intentaban establecer su autoridad a expensas de la de Pablo. Entonces dice: “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano” (v. 3). Esta palabra no significa propiamente «pronunciar un juicio» sino «interrogar a un acusado para que dé cuenta de sí o de sus actos», a fin de decidir si su ministerio era aceptable o no. Esto le importaba muy poco al apóstol Pablo. «Nadie», arguye él, «tiene derecho a decirme: Vamos a examinarte ante nuestro tribunal». No era responsable de su servicio ante los corintios, sino ante el Señor. Esto no significa que la enseñanza de un siervo de Dios no pueda ser controlada por la Asamblea, por medio de la Palabra –esto hicieron los de Berea con Pablo– o que, si tal siervo hiciese mala obra, la Asamblea no tuviera el derecho de reprenderle. Pablo había recibido un ministerio de parte de Dios. Llegará un momento, dice, en que habré de responder de cómo lo administré:
El que me juzga es el Señor (v. 4-5).
Esta verdad tiene una gran importancia para nosotros, si deseamos ser útiles en la casa de Dios. Debemos comprender, sin que se trate propiamente del ministerio de la Palabra, que Dios ha confiado un servicio a cada uno de nosotros y que hemos de llevarlo a cabo no en vista de lo que podrá decirse o pensarse, sino en vista del Señor, dejándole apreciarlo. Cuánta fuerza y celo nos da mirar al Señor y no a los hombres. Si él es nuestro objetivo, poco nos importará el juicio de los hombres, pues obramos para el Señor. Llegará el momento en que cada uno reciba de Dios alabanza, cuando las recompensas sean distribuidas según la fidelidad del servicio. Entonces las cosas ocultas por las tinieblas serán expuestas a la luz, y las intenciones de los corazones serán manifiestas; cada uno, según dice la Escritura, recibirá su alabanza de parte de Dios.
El creyente no tiene que esperar nada de este mundo
A continuación el apóstol recomienda a los corintios “no pensar más de lo que está escrito” (v. 6). “Lo que está escrito” es lo que tenían ante los ojos en esta carta inspirada del apóstol Pablo. En ella aprendían que la sabiduría del hombre, lo que le exalta y enorgullece, su fuerza, su influencia, su energía, no sirven sino para ser clavadas en la cruz, a fin de que Dios sea el único que permanezca. Para nosotros sólo queda una cosa: estimar a los siervos de semejante Dios. Y si había diferencias entre esos servidores, era Dios mismo quien las había establecido. Si Saulo de Tarso había sido escogido apóstol más bien que otro, ¿podía gloriarse? No, pues lo que poseía era algo que había recibido (v. 7). Antes del tiempo en que serían llamados a reinar con Cristo, los corintios ya reinaban en este mundo. Toda la actividad de los que buscaban adueñarse de ellos para dominarlos, los conducía a enaltecerse y a exaltar la carne. Para ellos todavía no había llegado el momento de obtener un lugar privilegiado que el mundo reconociera y del cual pudiera decir: «¡Mirad a estos cristianos, cuán sabios, instruidos e inteligentes son!». El apóstol nunca había recibido estas alabanzas, ni de parte del mundo, ni de las iglesias. “Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte” (v. 9). Creo que la palabra «postreros» significa que Dios había enviado primeramente a los profetas, a continuación al Señor y por último a sus apóstoles. Éstos eran los últimos y habían sido consagrados al oprobio y a la muerte como nadie lo será después de ellos. ¡Qué reproche para los corintios y los hombres que se daban importancia entre ellos! Aquellos a quienes el Señor empleaba no eran más que la locura, la escoria del mundo y el desecho de todos; eran considerados como basura. El apóstol añade: “Por tanto, os ruego que me imitéis” (v. 16), y en el capítulo 11 dice: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”. ¿Acaso Cristo había hallado en este mundo otra cosa que el oprobio y el menosprecio? Y concluye diciendo: “Os amonesto como a mis hijos amados” (v. 14). ¡Palabra conmovedora! Podría haber tomado la vara; pero no, prefiere reprenderlos con ternura paternal, “porque aunque tengáis diez mil ayos en Cristo (más bien, pedagogos), no tendréis muchos padres” (v. 15). Los que obraban entre ellos asumían las funciones y una autoridad pedagógica, pero tal cosa no estaba en la mente del apóstol. Era el padre de ellos, quien los había engendrado en Cristo. Les suplica, como a hijos amados, que sigan el mismo camino que él, pues es el de Cristo; camino de humillación y de menosprecio, de pequeñez y de trabajos, pero en el cual Cristo es glorificado por los que siguen sus pisadas.
Lo que separa del mundo al hijo de Dios que ha comprendido su vocación, es que no ha venido aquí para labrarse un lugar preeminente, ni en busca de honor, ni aprobación en cualquier cosa que sea. Ante él está la persona de Cristo y no desea otra cosa que andar en el camino en el cual Jesús anduvo para agradar a Dios, camino sobre el cual reposan los ojos de Dios y que nos conduce a la gloria.
El ministerio cristiano se distingue por el poder
Para terminar, el apóstol dice:
Iré pronto a vosotros, si el Señor quiere, y conoceré, no las palabras, sino el poder de los que andan envanecidos. Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder (v. 19-20).
Pueden pronunciarse bellas palabras, hacerse hermosos discursos, pero la finalidad del ministerio cristiano no es ésa; precisa ser acompañado de poder. El reino de Dios es un reino espiritual, en el cual somos introducidos ahora; en él las palabras no significan nada. El apóstol no era un hombre elocuente según el mundo, pero el poder de Dios obraba por medio de este fiel servidor, y cuando corría algún peligro de ensalzarse por las extraordinarias revelaciones que había recibido, un mensajero de Satanás le abofeteaba. Lo único con lo que podía contar era la gracia que le bastaba y el Espíritu de Dios que era la fuente de su poder. Todos los que obraban con otro espíritu podían tener palabras seductoras (sobre todo en la Grecia antigua, donde se cuidaba mucho la elegancia del lenguaje), pero el poder de Dios no estaba con ellos; esta virtud pertenecía a los que eran el desecho del mundo, pero que en su debilidad exterior tenían la aprobación de Dios y el socorro de su Espíritu para edificar las almas.