Capítulo 3
Creyentes carnales
En contraste con la descripción maravillosa que ha hecho del cristiano, el apóstol aprecia ahora en detalle el estado de aquellos a quienes escribe. Una cosa caracterizaba a los corintios: eran carnales. Esto no quiere decir que no fueran hijos de Dios. El hombre ajeno a los pensamientos de Dios no es llamado hombre carnal, sino hombre natural (cap. 2:14). Es un hombre movido solamente por su alma creada y dirigido por su voluntad natural, pero a quien le falta la vida divina y el Espíritu de Dios. Un hombre carnal puede ser un creyente, pero con los rasgos de la carne que caracterizan al viejo hombre (Romanos 7:14). No podría decirse de un hijo de Dios que es un hombre en la carne; pero, aun nacido de nuevo, puede, sin embargo, llevar los caracteres del viejo hombre en lugar de ser un hombre espiritual. Sus pensamientos están en las cosas de la tierra; juzga, estima, comprende, practica las cosas como lo hacen los hombres. Por eso Pablo les dice: “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” (v. 3). Es decir: «¿No os gobernáis por los mismos principios que los hombres?». Al no ser como reprensión, los cristianos nunca son llamados así, mientras que esta palabra caracteriza al mundo: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). Este mundo se compone de dos familias: la familia del diablo (los hombres) y la familia de Dios (los santos). Un santo ha sido separado, por la gracia, de entre los hombres para pertenecer a Dios, y así toda la familia de Dios está compuesta de santos. Es el nombre con el cual los cristianos son conocidos en el Nuevo Testamento. Pero estos santos pueden andar de una manera carnal, y los corintios debían sentirse profundamente humillados al pensar que, como rescatados, habían recibido todas las bendiciones espirituales sin reserva y se conducían, no como santos, sino como hombres. En su marcha eran “niños en Cristo” (v. 1).
¿Somos aún niños en Cristo?
Un pecador, en el momento que llega a conocer a Dios como Padre, por la conversión, es un niño en Cristo. Éste es su estado normal. Conoce al Padre y en adelante estará en relación con él; pero este niño debe crecer y desarrollarse. Los corintios, por el contrario, habían quedado estancados en un conocimiento elemental de Cristo. Pensaban, obraban, hablaban como niños. ¿Era éste un estado deseable? Podemos apreciar esto en el orden natural. Una persona de una edad respetable, cuyos gustos, ocupaciones, lenguaje, manera de obrar, fueran los de un niño, que a los cincuenta años hiciera lo que hacía a los tres, sería justamente considerada como afectada de idiotez. Lo mismo ocurre con los hijos de Dios que no progresan espiritualmente y se contentan toda la vida con un cristianismo elemental, caracterizado por el perdón de sus pecados.
En la epístola a los Hebreos hallamos un estado diferente. Ellos, después de haber progresado en el conocimiento de Cristo, habían vuelto atrás, al estado de niños, y así habían perdido la facultad de asimilar verdades más elevadas (Hebreos 5:12). Eran semejantes a personas viejas que, después de haber llegado al pleno desarrollo de su inteligencia, hubieran vuelto a la infancia. ¿Cuál de estos dos escollos es el más grave? Por mi parte, estimo que los dos son censurables por igual.
Había sido preciso, pues, que el apóstol diera a los corintios un alimento simple, que sólo les hablara de Jesucristo crucificado. No podía hablarles de todo lo que sigue a la cruz, de la gloria celestial en la cual el Señor se encuentra y ellos en él. Se veía obligado a presentarles nociones elementales sin las cuales su condición infantil no podría tener fin. Su estado carnal se mostraba en sus divisiones, sus sectas, sus partidos y sus querellas. Uno decía ser de Pablo, otro de Apolos, cosas que hallamos aún entre nosotros, los creyentes de hoy. ¿Qué significan las preferencias por tal predicador más instruido, más elocuente, más literario, si no que obramos como hombres? Al juzgar por medio de esos valores, juzgamos como los hombres, como el mundo ajeno al Espíritu de Dios. Se olvida que Dios escoge sus instrumentos y que nosotros debemos recibirlos como provenientes de Él.
Dios es quien da el crecimiento y quien juzga
El apóstol cita como ejemplo el carácter que Apolos y él tenían entre los corintios (v. 5-8). Eran siervos. En su campo, Dios les había confiado, a uno, el trabajo de plantar, al otro, el de regar, y la función de los dos concurría al mismo fin. Sólo Uno podía hacer prosperar esos trabajos; Apolos y Pablo no eran nada; era Dios quien daba el crecimiento. Si los siervos de Dios piensan ser algo, pierden todo el valor de lo que Dios les dio para cumplir. El apóstol muestra a continuación que cada cual recibirá su recompensa según su propio trabajo. Tal creyente puede haber recibido un don eminente; es recompensado no por este don sino por la manera como ha llevado a cabo su tarea; no por sus cualidades, sino por su trabajo. Sólo Dios juzga eso y nadie más puede hacerlo.
Un edificio que va creciendo
Después de haber presentado los caracteres de los siervos de Dios, Pablo dice: “Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios” (v. 9). Pone énfasis en la palabra “Dios”, pues todo depende de él. El apóstol pasa inmediatamente de la imagen de un campo a la de un edificio, a la casa de Dios. Aquí entramos en lo que es el gran tema de estos capítulos: el orden y la organización de la casa de Dios. Ésta no nos es presentada aquí como un edificio que va creciendo hasta que la última piedra sea añadida y tenga su remate en la gloria, sino como la casa de Dios, cuya construcción ha sido confiada a nuestra responsabilidad. En efecto, tenemos una responsabilidad en cuanto a la manera de trabajar en este edificio, y en particular aquellos a quienes Dios confió una función especial en este trabajo. Tan sólo hay un fundamento: Cristo. Pablo lo había presentado como sabio arquitecto; pero, a continuación, Dios llama a sus obreros a proseguir la edificación de su Casa sobre este fundamento. Aquí hay, pues, dos clases de obreros.
Dos clases de obreros
Los primeros edifican sobre el fundamento con oro, plata, piedras preciosas. Son aquellas doctrinas aportadas para la edificación de la casa de Dios, pero, al mismo tiempo, son aquellas personas formadas por estas doctrinas y añadidas al edificio por el ministerio de los obreros del Señor.
Unos aportan oro. En la Palabra el oro siempre es el emblema de la justicia divina. Es muy importante presentar a las almas el hecho de que no hay justicia en el hombre pecador y que sólo Dios justifica por su propia justicia. Otros aportan plata. La plata siempre representa, por una parte, la Palabra, y por otra, la sabiduría de Dios, dos cosas inseparables. Si se edifica a los hombres sobre la Palabra de Dios, ¡qué buena obra se cumplirá! Ellos, al no querer apoyarse sobre la sabiduría humana, se dirigirán a la Palabra y recibirán de ella solamente las verdades que necesitan. Las piedras preciosas son la imagen de las glorias venideras. Las almas, ocupadas con las glorias reservadas para ellas, sacadas del polvo terrenal para pensar en las cosas de lo alto, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, serán edificadas por los obreros del Señor de manera que queden fuera del alcance del mal.
Lamentablemente, hay otros materiales, como madera, heno, hojarasca, todos los cuales pueden ser destruidos por el fuego, unos más rápidamente que otros, pero al fin de cuentas todos son pasto de las llamas. Cuando un siervo de Dios, en lugar de poner a las almas en relación con Dios, las somete a su propia autoridad o las coloca bajo el yugo de la ley como medio para ganar el favor divino; cuando les promete la perfección en la carne, o solicita la voluntad de ellas para obtener la salvación y la santidad –doctrinas ampliamente extendidas hoy día– es otro tanto de madera, heno y hojarasca que añade al edificio. ¡Cuántas almas introducidas por estas doctrinas en la casa de Dios no tienen ni una chispa de vida divina! El día que el juicio caiga sobre esta Casa, todo lo que es precioso resistirá al fuego, y todo lo demás será consumido sin que quede nada.
Aquí hallamos buenos obreros que hacen un buen trabajo, y otros (aunque verdaderos creyentes) –de los que hallamos por doquier un gran número– que hacen mala obra, pensando obtener buenos resultados con malos materiales. Estos últimos siervos no se perderán a causa de su mal trabajo; pero, en el momento en que su obra sea consumida por el fuego, no les quedará otra alternativa que la huida. A semejanza del justo Lot, serán salvados como a través del fuego.
Queridos amigos, todos los que somos llamados a trabajar para el Señor, guardémonos de introducir en la casa de Dios otra cosa que no sean almas establecidas sobre principios divinos y no sobre principios de hombres. Imitemos a los jefes de las tribus de Israel, quienes, para edificar el templo, ofrecieron voluntariamente cinco mil talentos de oro, diez mil talentos de plata y tantas piedras preciosas como pudieron juntar (1 Crónicas 29:6-9).
Una tercera categoría de obreros
Al final de este pasaje hallamos una tercera categoría de obreros1 que corren hacia una suerte terrible. En el edificio que ha venido a ser la cristiandad, hay hombres que introducen doctrinas mortíferas, atacan la inspiración de las Santas Escrituras, la santidad y la divinidad de la persona de Cristo, niegan la existencia de Satanás, predican el universalismo que derriba la cruz del Salvador. No pretendo hacer un catálogo de estos abominables errores, pero me pregunto cuál será la suerte de los hombres que los propagan en la Iglesia. El apóstol dice:
¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es
(1 Corintios 3:16-17).
Estas doctrinas, ampliamente difundidas en nuestros días, son señales del fin, la prueba de que avanzamos rápidamente hacia la apostasía final. En su día, el juicio destruirá todo este mal y a todos los que trabajaron con sus enseñanzas para corromper el templo de Dios.
- 1N. del Ed. (Nota del editor): Estos obreros no son verdaderos creyentes.
La insensatez y la cordura
A continuación (v. 18-22), el apóstol vuelve a hablar sobre el peligro que corrían los corintios de exaltar la sabiduría de los hombres. Cita a Job 5:13 para mostrar que toda esta sabiduría no puede llegar más que a un resultado: Dios “prende a los sabios en la astucia de ellos”. La sabiduría es un lazo en el cual caen y donde Dios los confunde. Tienen la pretensión de tener luz, y esta luz no es otra cosa que las tinieblas; se creen sabios, y esta sabiduría no es otra cosa que locura, mientras que los pobres, los débiles y los humildes son salvos, ensalzados y establecidos para siempre (Job 36:7). El apóstol cita aun el Salmo 94:11 para mostrar que Dios “conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad”. No podemos contradecir lo que Dios sabe y nos declara. Coloquémonos, pues, del lado de Dios y no nos gloriemos en los hombres, ni en Pablo, ni en Apolos ni en Cefas (Pedro). Dios nos los ha dado para mantener conjuntamente la sabiduría y la verdad de Dios. No son otra cosa que un medio para hacernos depender de Cristo solo, y Cristo nos conduce a Dios. Todo lo demás –mundo, vida, muerte, cosas presentes o futuras– nos pertenece, porque somos de Cristo, a quien todas las cosas le están sujetas.