Capítulo 6
Los santos deben juzgar al mundo
El capítulo 5 nos habla de la disciplina necesaria para que la santidad en la casa de Dios pueda ser una realidad. Los corintios debían quitar al malo de entre ellos (v. 13). En el capítulo 6 el apóstol aborda otro mal, habitual entre los corintios y que lamentablemente también hallamos hoy a menudo entre nosotros. Un hermano agraviaba a otro y, para arreglar sus diferencias, iban ante un tribunal humano. El apóstol les reprende severamente. Les habla de cosas que sabían, pero que habían olvidado; no de las que ignoraban aún, pues ellos poseían suficientes verdades para saber cómo gobernarse de una manera que honrara al Señor Jesús en el mundo.
¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? (v. 2).
«¿Cómo, pues, os haríais juzgar por este último, al cual vosotros habéis de juzgar? Y si es juzgado por vosotros en tan gran juicio ¿sois indignos de juzgar los negocios de esta vida?». Aquí no se trata de la venganza ejercida por el Señor cuando salga del cielo con sus ejércitos, sino de un tribunal, de un acto judicial. El Señor, como nos lo muestran muchos pasajes, vendrá a sentarse en el trono de su gloria para juzgar a las naciones, y nosotros estaremos asociados con él en este juicio.
Además, “¿no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?” (v. 3). A menudo oímos que este pasaje se aplica a los ángeles que no guardaron su dignidad, “sino que abandonaron su propia morada”, los cuales están reservados en prisiones eternas hasta el día del gran Juicio (Judas 6), o aun a Satanás y a sus ángeles que serán lanzados al fuego eterno preparado para ellos (Mateo 25:41). Pero aquí se refiere a que el trono judicial y gubernamental es confiado a los santos, y a que este trono está por encima de los ángeles. Si hay algún acto de gobierno respecto de los ángeles, Dios nos empleará para ejecutarlo.
Los ángeles son enviados como espíritus administradores en favor de los que serán herederos de la salvación. No es cuestión de darles una posición de supremacía; al contrario, están sometidos a la supremacía de aquellos a quienes el Señor ha asociado a su gobierno.
Buscar hermanos sabios para juzgar nuestros asuntos
“¿No sabéis que juzgaremos a ángeles? Cuánto más las cosas de esta vida. Si pues tuviereis pleitos respecto de las cosas de esta vida, poned por jueces a los que son de menos estimación en la iglesia” (v. 4, V. M.). La expresión “de menos estimación” no significa que hayamos de escoger a hermanos que estén en un estado espiritual débil. Los que son “de menos estimación” son aquellos que en la asamblea no tienen un lugar especial tal como lo ocupaban por ejemplo “Jacobo, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas” (Gálatas 2:9). Estos creyentes de menos estimación, aunque no poseían un don especial, eran hombres sabios y entendidos, pues el apóstol dice: “¿No hay entre vosotros sabio, ni aun uno, que pueda juzgar entre sus hermanos?” (v. 5). Se precisaba que tales hombres tuviesen mucha prudencia, honestidad y sentido común, pero no eran hombres eminentes. Notemos cómo esto llegaba a la conciencia de los corintios. Su mayor pretensión era poseer la sabiduría según el hombre. Exaltaban a quienes ellos estimaban que tenían una posición superior en cuanto a la sabiduría, pero, cuando llegaban las dificultades más comunes de la vida, no había ni siquiera uno de todos sus sabios que juzgara el caso de dos hermanos que disputaban. ¡Oh, si tuviéramos más conciencia de estas cosas cuando –como puede ocurrir, pues la carne es por doquier la misma en las asambleas de los santos– vemos surgir una dificultad entre los hermanos! ¡Si comprendiéramos que estas funciones no incumben a los hermanos estimados por sus dones, y que no les toca a ellos arreglar estas diferencias!
Los injustos no heredarán el reino de Dios
Aquí el apóstol exhorta a las dos partes. Dice a los que recibieron algún agravio:
¿Por qué no sufrís más bien el ser defraudados? (v. 7).
A quienes lo cometen les dice: “Pero vosotros cometéis el agravio, y defraudáis, y esto a los hermanos” (v. 8). Las dos partes son juzgadas, la una porque no ha soportado la injusticia, la otra porque la hizo; sin embargo, en relación con la última, añade: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios… ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes… heredarán el reino de Dios” (v. 9-10). ¡Cuán serio es esto, amados! Estos casos de injusticia, de ultrajes, de embriaguez, ¿son desconocidos hoy en las asambleas de los cristianos? El apóstol los asimila al fornicario, del cual habló en el capítulo precedente (cap. 5:11). Ni unos ni otros heredarán el reino de Dios. Todos deben ser juzgados por la asamblea y son considerados como malos.
Semejantes palabras tienen suficientes motivos para espantarnos. No heredar el reino de Dios es ser excluido de su presencia; es no entrar en el cielo; es ser dejado en la tierra para sufrir el juicio. No olvidemos que la Palabra de Dios nunca atenúa la responsabilidad del cristiano. Pero hay un recurso, la gracia, y todos sabemos que sin ella no podríamos subsistir. Los creyentes que no son conscientes de su liberación se sirven de estas palabras como prueba de que, una vez salvos, pueden perderse de nuevo. Pero esto no es, de ninguna manera, lo que la Palabra nos dice, sino que, cuando ella nos coloca en presencia de nuestra responsabilidad, aprendemos que, si bien nuestros actos no nos dejan esperanza alguna de escapar del juicio, tenemos en el corazón de Dios los recursos de su gracia. Nuestra conciencia es tocada y entonces se produce la humillación; como Pedro, lloramos amargamente y decimos a Dios: “Tus juicios son justos” Entonces Dios nos responde como a David: He hecho pasar de ti la iniquidad de tu pecado (2 Samuel 12:13). Entonces Él disfruta mostrando que cuando la injusticia del hombre lo había perdido todo, cuando el pecado abundó, la gracia de Dios sobreabundó.
Nuestros cuerpos son para el Señor
Después de terminar con este tema, el apóstol aborda en el versículo 12 la segunda parte de este capítulo 6. En dos versículos enfoca la libertad cristiana. “Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen”. De esto se deriva nuestro deber como cristianos. Si no es útil para mis hermanos que yo use de mi libertad, no debo usar de ella. El Señor nunca hizo una cosa que no fuera útil para los demás. “Las viandas para el vientre, y el vientre para las viandas; pero tanto al uno como a las otras destruirá Dios” (v. 13). En el cielo no tendré ni viandas ni el órgano que las digiera. En el mundo hay cosas que tengo plena libertad de usar, pero que no perduran. Partiendo de allí, el apóstol muestra que hay cosas que perduran: “Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo”. El cuerpo subsistirá. La conciencia de las personas paganas no era afectada por la fornicación, pero, después de su conversión, un cambio inmenso había tenido lugar: sus cuerpos habían sido rescatados, así como sus almas y espíritus. Por lo cual dice:
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (v. 15).
¡Qué honor para el cuerpo del cristiano! En adelante forma parte de Cristo. Y el apóstol añade: “Y Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará con su poder” (v. 14). En este mundo no quedará nada de nuestros cuerpos mortales y corruptibles. Por un poder de vida que los hará salir incorruptibles del sepulcro, tendremos cuerpos gloriosos que serán nuestros cuerpos. Dado que, por la fe y el don del Espíritu Santo, formo parte de Cristo, mi cuerpo es uno de sus miembros. Nunca pensaremos lo suficiente en esta verdad. Formamos por completo parte de él, como nuevas criaturas, pues las cosas viejas pasaron. Él confiere un honor a nuestro cuerpo, ya que lo rescató, como a todo lo demás, al precio de su sangre, pagado en la cruz. Al principio del cristianismo, falsos maestros enseñaban a los creyentes a no tener consideración para con su cuerpo y a no rendirle cierto honor (Colosenses 2:23), mientras que el Señor, al contrario, le confiere un gran valor, puesto que él lo resucitará incorruptible.
Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo
El apóstol añade: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (v. 18). ¡Contra su propio cuerpo! ¿Introduciré la suciedad en el cuerpo de Cristo, del cual el mío es miembro? Nuestros espíritus, nuestros corazones, nuestras conciencias ¡cuán sensibles deberían ser a estas cosas! ¿Es posible que, estando unido íntimamente a Cristo, pueda tratar con ligereza la suciedad? Esta exhortación es de una importancia capital para los jóvenes que empiezan el camino de la fe y están expuestos a las concupiscencias de la juventud. Sería bueno que meditaran este capítulo y estuvieran vigilantes para no comprometer la pureza del cuerpo de Cristo, sin hablar de que, por su conducta, se exponen al juicio de Dios y a la disciplina de la asamblea.
El apóstol, mencionando siempre las cosas que debían conocer, añade:
¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? (v. 19).
De manera que nuestro cuerpo no sólo es un miembro de Cristo, sino también el templo del Espíritu Santo. El Espíritu, ese don que hemos recibido directamente de Dios, puede, en virtud de la redención, habitar en este templo. El mismo Señor Jesús llamó a su cuerpo un templo; así nosotros, habiendo sido liberados del pecado por él, tenemos el derecho de considerar nuestros cuerpos de la misma manera que él consideraba el suyo. Naturalmente, en sí mismo, él era el Ser santo, lo cual nosotros no somos ni por asomo, pero en virtud de su obra nos ha purificado tan completamente que el Espíritu Santo puede venir a habitar en nuestros cuerpos. ¿Contristaré, pues, a este huésped divino con mi conducta, andando como el mundo, yo, que he sido sacado de él por la sangre de Cristo? ¿Viviré como aquellos cuyos cuerpos son residencia de Satanás? ¿Puedo tolerar cualquier impureza que sea, allí donde el Espíritu de Dios habita? Además, “no sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio” (v. 20). Ya no me pertenezco; no puedo hacer más mi voluntad en este mundo; el Señor me ha comprado (¡y a qué precio!) a fin de que yo le pertenezca por entero y le sirva. El apóstol concluye: “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo”.
Así termina este importante capítulo que, como todos los demás, contiene una gran cantidad de exhortaciones prácticas para nuestra vida diaria. Dios quiere que andemos en una senda de separación práctica del mal, hasta el momento bendito en que no tendremos por qué velar sobre nosotros o ceñir nuestra ropa con el cinturón de santidad y de justicia (Efesios 6:14), sino que, como dijo alguien, ¡podremos dejarla flotar libremente en medio de una pureza absoluta, alrededor de Aquel que nos ha adquirido para sí, para siempre!