Marcos

Pláticas sencillas

Capitulo 8 - Las aflicciones de cristo y las glorias que vendríán tras ellas

La segunda multiplicación de los panes

En el relato del capítulo 6:34, vimos como el Señor manifestó su compasión hacia las multitudes a causa de sus necesidades espirituales: “Eran como ovejas que no tenían pastor”. Les enseñó, proveyendo también a sus necesidades materiales; a las cuales, en esta segunda multiplicación se encuentra más ligada su compasión. Aquí no son los discípulos quienes fueron a decirle a Jesús que despida a la multitud para que vayan a buscar comida, sino que el Señor los llamó y les dijo: “Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos” (v. 2-3). En su amor infinito, se interesaba por todas las circunstancias de quienes lo rodeaban. Más allá de lo que la gente pensaba acerca de él, Jesús deseaba alcanzarlos con su corazón lleno de misericordia. Él es el Señor que quiso saciar “a sus pobres… de pan” (Salmo 132:15).

Las compasiones de Jesús pusieron de manifiesto la duda y la ignorancia de sus discípulos acerca de su poder y su persona. Era una ignorancia culpable, pues ellos ya habían sido testigos de lo que Jesús había hecho en circunstancias similares. “¿De dónde podrá alguien saciar de pan a estos aquí en el desierto?” (v. 4). ¿Acaso no somos a menudo como los discípulos? Cuántas veces en nuestras dificultades miramos a nuestro alrededor y solo vemos el desierto o la insuficiencia de nuestros recursos, y nos inquietamos sin saber de dónde vendrá la ayuda. En el Evangelio leemos:

No os afanéis… y vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas
(Mateo 6:31-32).

Ante nuestras penas y necesidades, el Señor sigue siendo el mismo que cuando estaba en la tierra. Si le parece oportuno no responder inmediatamente a nuestras peticiones, ni según nuestros deseos, es para fortalecer nuestra débil fe. Debemos esperar realmente en él, ya sea que el mundo se nos aparezca como un desierto, o como Egipto con sus ricas provisiones.

Los discípulos solo tenían siete panes y unos pececillos. Jesús los tomó y, después de ordenar a los cuatro mil hombres de la multitud que se sentaran, dio gracias y los partió, y se los dio a sus discípulos para que los distribuyeran entre la gente. Todos comieron hasta saciarse, y llenaron siete canastas con los pedazos que sobraron; luego Jesús despidió a la multitud. Como ya lo hemos señalado, Jesús siempre despide satisfechos a los que acuden a él.

En la multiplicación de los panes en el capítulo 6, Jesús obró de acuerdo a su carácter de Mesías presentado a su pueblo; es por esto que sobraron doce cestas… Aquí, a pesar de su rechazo como Mesías, obra según la gracia y el poder divinos, como lo muestra el número siete; había siete panes, y sobraron siete canastas. El número siete nos indica algo perfecto.

Jesús rehusó dar una señal a los fariseos

Jesús y sus discípulos subieron a una barca y fueron a la región de Dalmanuta (en Mateo 15:39, Magdala). Allí, Jesús se vio enfrentado con los fariseos que discutían con él pidiendo una señal del cielo para probarlo. La petición que provenía de la incredulidad e hipocresía de ellos hizo gemir a Jesús. Él ya había gemido constatando el estado miserable del pueblo, representado por el hombre sordomudo, en el capítulo 7:34. En ese caso su gracia y su poder tenían un remedio, pero ante la incredulidad e hipocresía de los religiosos, Jesús no podía hacer nada: “Y gimiendo en su espíritu, dijo:… De cierto os digo que no se dará señal a esta generación. Y dejándolos, volvió a entrar en la barca, y se fue a la otra ribera” (v. 12-13). Él mismo era la señal, pero ellos no la querían. Era inútil, Jesús no podía hacer más de lo que ya había hecho entre ellos.

La vida del Hijo de Dios, el Siervo perfecto, fue una vida llena de aflicciones de todo tipo. Sufrió viendo como los hombres padecían bajo las consecuencias del pecado. Sufrió ante la incredulidad y el desprecio por el amor que traía la liberación y la felicidad para todos. Como dice Isaías, él era el “varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:3). Nuestro precioso Salvador atravesó toda esta angustia en el camino que lo condujo a otros sufrimientos aún mucho más terribles, los de la cruz. Allí, como lo expresa el mismo profeta: 

Herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados
(Isaías 53:5).

¿Para quienes, queridos lectores, fue todo ese sufrimiento sino para personas culpables como ustedes y yo? Por la fe en él podemos ser liberados de las terribles consecuencias de nuestros pecados, y compartir con nuestro amado Salvador la gloria por toda la eternidad. Pensemos en lo que le costó al Hijo de Dios nuestra salvación, a fin de que sea gratuita para nosotros. ¡Que al meditar en estas cosas nuestros corazones sean constreñidos por su amor, de modo que vivamos para él! ¡Y que los corazones de aquellos que aún no han visto ninguna belleza en él, sean atraídos hacia aquel que dejó la gloria para venir a salvarlos!

La levadura que se debe evitar

Jesús advirtió a sus discípulos contra los principios de los fariseos y de Herodes: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos, y de la levadura de Herodes”(v. 15). La levadura es el símbolo de una doctrina corruptora. La hipocresía y la impiedad caracterizaban a los fariseos, quienes aparentaban ser religiosos ante los hombres, sin tener en cuenta a Dios, el juez de todos los pensamientos. Pretendían conservar la religión judía, en oposición a los saduceos y herodianos. Como obtenían ventajas de la religión tal como la enseñaban, manifestaron una violenta enemistad hacia el Señor, quien sacó a la luz todo lo que no era conforme a Dios. Por su lado, los seguidores de Herodes formaban más bien un partido político, dispuesto a complacer a los romanos, representados por su líder. Poco les importaba su religión, y si la tenían, se apegaban a los saduceos. Estas personas buscaban sacar todas las ventajas posibles de la subyugación del pueblo judío a los romanos. Un escritor dijo de ellos: Daban a César lo que era de César, pero no daban a Dios lo que era de Dios. (cf. Marcos 12:17; Lucas 20:25).

Comprendemos por qué el Señor alertó a sus discípulos contra estos principios, y es triste ver la incapacidad suya para comprender dichas advertencias. Sus pensamientos no se elevaban por encima de lo material. Cuando Jesús les habló de la levadura, la relacionaban solo con el pan; creían que era porque solo habían traído un pan con ellos. La insensatez de los discípulos cargaba aún más de sufrimiento el corazón del Señor. Él les dijo: “¿Qué discutís, porque no tenéis pan? ¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis, y teniendo oídos no oís? ¿Y no recordáis? Cuando partí los cinco panes entre cinco mil, ¿cuántas cestas llenas de los pedazos recogisteis? Y ellos dijeron: Doce. Y cuando los siete panes entre cuatro mil, ¿cuántas canastas llenas de los pedazos recogisteis? Y ellos dijeron: Siete. Y les dijo: ¿Cómo aún no entendéis?” (v. 17-21).

La falta de comprensión de los discípulos nos asombra, e incluso nos indigna; pero hablando con sinceridad, ¿no nos reconocemos en ellos? ¿Qué beneficio sacamos de las enseñanzas recibidas del Señor, cuando escuchamos su Palabra o experimentamos su bondad y liberación? Hay muchas ocasiones en las que él podría decirnos: “¿No entendéis? ¿No veis? ¿No oís? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón? ¿No recordáis?” (v. 17-18). Reflexionemos en todas las ocasiones en que el Señor ha tenido que recordarnos nuestras inconsecuencias, nuestra indiferencia, nuestra ingratitud, y nuestro continuo olvido de su Palabra. Después de una lectura en familia o de una reunión, nos dejamos distraer por mil cosas; y esto a veces aun nos ocurre mientras deberíamos estar prestando atención. Y luego, a lo largo del día, nos falta esa palabra que es útil para guiarnos en el camino, alentarnos, consolarnos o instruirnos. ¡Hemos olvidado! Nos hallamos sin recursos, sin inteligencia. En el capítulo 12 del Evangelio según Juan, el Señor recuerda una profecía de Isaías, que anunciaba el endurecimiento del pueblo como un juicio: “Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón; para que no vean con los ojos, y entiendan con el corazón, y se conviertan, y yo los sane” (Juan 12:40). El Señor había venido para abrir los ojos y los oídos del pueblo, pero como no lo recibieron, permanecieron en su estado a fin de ser juzgados. Los discípulos, en cambio, habían recibido a Jesús, y a causa de esta falta de comprensión el Señor debe decirles: «Ustedes que han gozado del privilegio de ver y oír, ¿aún permanecen en esta condición?». Ellos no deberían haber permanecido en el mismo estado del pueblo, y sin embargo, cuán poca diferencia había en cuanto a los resultados. ¡Qué deshonra para el Señor cuando la conducta del creyente no difiere de la del incrédulo!

La curación del ciego de Betsaida

En Betsaida, un ciego fue llevado a Jesús para que lo tocase. Quienes lo hicieron, sabían que solo se necesitaba esto para encontrarse con el poder que libera de la incapacidad. Pero Jesús no lo sanó allí, sino que tomándolo de la mano, lo sacó fuera de la aldea. Entonces escupió sobre sus ojos, puso las manos sobre él, y le preguntó si veía algo. “Él, mirando, dijo: Veo los hombres como árboles, pero los veo que andan. Luego le puso otra vez las manos sobre los ojos, y le hizo que mirase; y fue restablecido, y vio de lejos y claramente a todos” (v. 24-25).

Este hombre que veía de modo difuso, representa a los discípulos en el estado en que los vimos anteriormente. Sin ser ciegos como la nación, todavía no veían nítidamente. Jesús los había apartado del pueblo, así como llevó al ciego fuera de la aldea. Allí, en su paciente gracia, terminaría su obra hasta que pudieran ver todo claramente. Esto les sucedió después de la resurrección del Señor (Lucas 24:45), y después de haberles enviado el Espíritu Santo.

Jesús envió a su casa al que había sanado, diciéndole: “No entres en la aldea, ni lo digas a nadie en la aldea” (v. 26). Era inútil seguir proclamando lo que Jesús hacía, pues la nación estaba decidida a no recibirlo.

El rechazo de Cristo se manifiesta en este capítulo, donde la actividad de su amor no se detiene, a pesar del estado del pueblo y de sus discípulos. Alimentó a las multitudes demostrando su divino poder (v. 1-9). Ante la evidente incredulidad de los fariseos, decidió dejarlos (v. 10-13). Soportó con paciencia a sus discípulos, quienes ya habían sido separados de las multitudes, para completar su obra en ellos, a fin de que pudieran ver con claridad (v. 14-26). En el final del capítulo, vemos a Jesús anunciando su muerte. Esta era la única manera de llevar al hombre hacia Dios para recibir bendición. En su estado natural, el hombre solo puede rechazar a Dios.

Jesús anuncia su muerte

Yendo a las aldeas de Cesarea de Filipo, ciudad situada al pie del Líbano, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas” (v. 27-28). Como en ese momento, aun hoy el hombre natural no puede aceptar que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Incluso aquellos que lo consideran una persona extraordinaria, no admiten su divinidad, y tampoco que es el Salvador enviado por Dios para rescatar a los pecadores. En el Evangelio de Juan 8:24, Jesús dijo a los judíos: “Si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis”. Para que Israel fuese salvo les era necesario creer que Jesús era el Cristo, el Mesías prometido que iba a liberar a su pueblo (Mateo 1:21; Lucas 1:70-71).

Entonces dirigiéndose a los discípulos, Jesús les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Cristo. Pero él les mandó que no dijesen esto de él a ninguno” (v. 29-30). A partir de ese momento, la nación iba a ser dejada en su incredulidad; Dios había hecho todo lo posible por ella. Los profetas no habían sido escuchados; el precursor del Mesías había sido condenado a muerte; la predicación del reino por el Señor y sus discípulos había sido ignorada, excepto por unos pocos; y después de todos los milagros que Jesús hizo, los fariseos demandaban una señal. Todo demostraba que de parte del hombre nada era posible; lo único que le quedaba era la muerte y el juicio.

En ese mismo momento Jesús les habló de su muerte. Muerte que él mismo sufriría en lugar de los culpables, para que Dios pudiera cumplir sus pensamientos de gracia tanto para el pueblo judío como para todos los pecadores. “Comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días” (v. 31). Esta revelación sometió la fe de los discípulos a una prueba terrible. Acababan de confesar que Jesús era el Cristo y podían esperar que les dijera: «Solo vosotros, los que creéis en mí, reinaréis conmigo, y yo juzgaré a los que me rechazan». Pero en lugar de esto, les dijo que sufriría mucho y sería condenado a muerte. Al oír estas palabras, Pedro llevó a Jesús aparte para reconvenirlo. Sabemos por Mateo 16:22, en qué términos lo hizo. Jesús “volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (v. 33). Pedro juzgaba humanamente; esperaba un Mesías glorioso con el cual compartiría inmediatamente la gloria; pero desconocía el lado de Dios, el único punto de vista desde donde se deben considerar todas las cosas. No entendía que el reinado de Cristo solo se podía establecer en virtud de su muerte, la cual reconciliaría todas las cosas con Dios y quitaría el pecado de delante de sus ojos. Esta muerte era necesaria, no solo para que se cumplieran las promesas hechas a Israel, sino también para que en la eternidad, una nueva tierra fuera poblada por hombres salvos semejantes a Cristo. Pedro solo pensaba en un reinado presente, no teniendo en cuenta que sin la muerte de Jesús, el pecado lo hacía imposible. Pensaba en ello según a él le parecía, y no según Dios. Cuando Pedro reprendió al Señor, no percibió que se ponía en las manos de Satanás, y apartaba de Jesús a los otros discípulos. Su salvación solo podía tener lugar siguiendo a un Cristo sufriente y rechazado, que debía pasar por la muerte ignominiosa de la cruz. Jesús reprendió a Pedro mirando a los discípulos, para que todos pudieran entender la gravedad de su error y sus consecuencias. ¿Qué hubiera sido de nosotros si el deseo de Pedro hubiera sido satisfecho? Él mismo, y todos nosotros, habríamos permanecido eternamente bajo las terribles consecuencias de nuestros pecados.

Es pues la cruz el camino hacia la gloria, y el camino de la salvación. Jesús lo dejó claro a la multitud y a los discípulos (v. 34-36.): “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará. Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”. Seguir a Cristo, queriendo el cielo y el mundo al mismo tiempo, es algo imposible que muchos desean y que a menudo han intentado. Si alguno quiere seguir a Cristo, es decir, ser salvo, debe renunciar a su vida como hombre natural en la tierra, porque esta vida se opone a Dios. A ella están ligados el pecado y la condenación eterna, como también todos los placeres de este mundo a los que el corazón natural se aferra con tanta fuerza, cosas que satisfacen “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16). No es posible seguir a Cristo y satisfacer una vida que causó su muerte. Todo el que renuncia a lo que el mundo puede ofrecerle como alimento para sus deseos, por amor a Cristo y al Evangelio, salvará su vida por la eternidad. Lo que le permitirá renunciar a esto es el goce del amor del cual es objeto, y pensar en todo lo que Cristo sufrió para salvarlo. ¿De qué sirven las ventajas que puede ofrecer el mundo que hemos de dejar algún día, para continuar la existencia en las penas eternas? ¿Qué no daría un hombre para redimir su alma cuando descubra, demasiado tarde, que todo está perdido y sin retorno?

A aquellos a quienes Satanás quiere llevar a la perdición, les llama la atención sobre las cosas presentes que deben ser abandonadas para seguir a Cristo. Nunca les presenta las consecuencias eternas que serán la parte de aquellos que lo hayan escuchado, ni la felicidad de quienes creyeron a Dios. Jesús explica que la conducta que tengamos en la tierra tiene sus consecuencias, y muestra que si bien para salvar su vida, es necesario seguirlo en el camino del renunciamiento y de la muerte, no siempre será así. Cuando él venga en la gloria de su Padre, acompañado de sus santos ángeles, se avergonzará de los que se avergüenzan de él y de sus palabras “en esta generación adúltera y pecadora” (v. 38).

Cuando Jesús aparezca glorioso, como Rey de reyes y Señor de señores (Apocalipsis 19:14-16), acompañado de todos los ejércitos que están en el cielo, sus redimidos, en el momento en que todo ojo lo verá, ¿quién no querrá haberlo seguido en la tierra?

Por la gracia de Dios, todavía hay tiempo para seguir los pasos de un Salvador rechazado, la única manera de estar con él en la gloria. Pronto vendrá a buscar a los que no se avergüenzan de él, y la puerta de la salvación se cerrará. Entonces el destino de todos será fijado para la eternidad. Quiera Dios que muchos aun hagan como Moisés, que escogió “antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:25-26).