Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 10

En camino hacia Jerusalén

Jesús y sus discípulos dejaron Galilea por última vez antes de la crucifixión. Era un momento muy solemne, y pasó desapercibido tanto por el pueblo como por los discípulos.

Cuando llegaron a los confines de Judea, la multitud se reunió alrededor de Jesús. Él, continuando su servicio de profeta, “de nuevo les enseñaba como solía” (v. 1). Su amor no se cansaba, hallándose en presencia de las necesidades. Puesto que el pueblo no quería saber nada de él, podríamos pensar que era inútil enseñarles. Sin embargo, el Señor arrojaba una semilla que el Espíritu Santo haría germinar en los corazones y daría fruto después de su muerte, cuando ellos, en particular los discípulos, comprenderían todas las enseñanzas de Jesús.

Entre los que escuchaban al Señor, había razonadores, personas religiosas llenas de su propia justicia. Aun hoy existen personas que oyen a los que enseñan la verdad, más bien para encontrarlos en falta que para aprender. Aquí los fariseos, apegados a la ley de Moisés, buscaban sorprender a Jesús en oposición a esa ley. Le preguntaron si estaba permitido que un hombre repudiara a su esposa. Jesús reconoció que Moisés había permitido el divorcio, pero añadió que fue por la dureza de sus corazones. Desde que Dios creó estas relaciones, el pecado había entrado en el mundo, y las había estropeado. El egoísmo del hombre no quería soportar las consecuencias de la caída cuando ellas se hacían sentir en las relaciones más íntimas, pues el pecado endurece el corazón. Era por eso que Moisés había permitido esta medida extrema. Sin embargo, a pesar de todo el desorden que se introdujo en lo que Dios había establecido, era necesario volver al principio para conocer el pensamiento de Dios, con el fin de conformarse a él. Debemos recordar este principio importante cuando necesitamos saber la verdad sobre cualquier cuestión. Es necesario volver a “lo que era desde el principio” (1 Juan 1:1; 2:24; Jeremías 6:16). Jesús enseña aquí: “Al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne… Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (v. 6-9). Esta declaración del Señor contiene todo lo que hay que saber sobre este tema. El creyente debe conformarse a ello. Cuando un hijo de Dios desea casarse, debe tratar el tema muy seriamente delante de Dios, y dejarse guiar por él para estar seguro de que este acto, tan importante para toda su vida, se realiza “en el Señor”, como dice Pablo (1 Corintios 7:39), pues el vínculo del matrimonio, una vez establecido, no puede ser disuelto sino por la muerte.

Entre la multitud, se hallaban personas que reconocían en Jesús una fuente de bendición para los niños. Debió haber sido muy agradable para el Señor que le trajeran a esos pequeñitos para que los tocara. Era un enorme contraste con el menosprecio que sentía de parte de los “sabios e inteligentes”, ante quienes la gracia se hallaba oculta debido a su incredulidad. Los discípulos no lograron comprender el pensamiento de su Maestro. La lección que les había dado en los versículos 36-37 del capítulo anterior no les había sido de provecho, pues reprendían a quienes le traían a esos niñitos.

Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él (v. 14-15).

Los discípulos consideraban la grandeza y la importancia solo desde el punto de vista de la humanidad, para quienes los niños pequeños no son importantes. Por el contrario, Jesús apreciaba a estos pequeños seres porque recibiendo naturalmente sus palabras, entraban en el reino de Dios. Comprendemos por qué Jesús los amó, los atrajo hacia él, y los puso como ejemplo de quienes entran en el reino. Tomó en sus brazos a los que le habían traído, y poniendo sus manos sobre ellos, los bendijo. Hoy, el Señor tiene los mismos pensamientos para todos los niños y para quienes se parecen a ellos.

Un hombre amable

 Viendo a Jesús que salía por el camino, un hombre corrió y echándose de rodillas ante él, le dijo: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios” (v. 17-18). Este joven desconocía a Jesús y el propósito de su venida hasta la tierra, por esto también ignoraba la ruina del hombre y su incapacidad para obtener la vida mediante sus propias obras. Llamándolo “maestro bueno”, no lo reconoció como el Hijo de Dios, sino como un buen hombre de entre los hijos de Adán, a quien tanto él como los demás podrían asemejarse buscando ser buenos como él. Por eso Jesús le respondió: “Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios” (v. 18). Precisamente por esto el Señor había venido del cielo, porque no había ni uno bueno en la tierra, y nadie podía heredar la vida eterna a través de sus propias obras. Este hombre se hallaba en presencia de aquel que podía satisfacer todas sus necesidades. ¿Sabría aprovecharlas? Puesto que preguntó lo que debía hacer, Jesús le dijo: “Los mandamientos sabes: No adulteres. No mates. No hurtes. No digas falso testimonio. No defraudes. Honra a tu padre y a tu madre. Él entonces, respondiendo, le dijo: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud” (v. 19-20). La parte de la ley que Jesús citó podía ser guardada, y este hombre lo había hecho. Sin embargo, no estaba seguro de heredar la vida que la ley prometía. Era recto, moral, y tenía cualidades atractivas. Jesús reconocía lo bueno que quedaba en la humanidad que él mismo había creado, y lo apreciaba. Mirando al joven, lo amó; él sabía que decía la verdad. Pero las cualidades naturales, así como todo lo que posee el hombre en la carne, no pueden darle vida y llevarlo hacia Dios. Jesús le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz. Pero él, afligido por esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (v. 21-22). Juntamente con la ley se hallaban los bienes de este mundo. El corazón del hombre podía amoldarse a ella y disfrutarlos. Pero estos beneficios se limitaban tan solo a la vida presente. No proveía nada para la eternidad, pues no cambiaba en nada el estado del hombre culpable y perdido. No obstante, allí estaba Jesús para dar la vida eterna y con ella todos los bienes celestiales. Para obtenerlos era necesario seguirlo a él, renunciando a todo aquello que desvía el corazón del cielo, y llevar su cruz, es decir, aplicar la muerte al mundo y a todo lo que forma parte de él.

El corazón de este hombre, por muy amable que fuera, estaba apegado a sus riquezas. Estas ocupaban su predilección en lugar de Jesús y, sin darse cuenta las prefería al cielo. Quería disfrutar del presente; pero al hacerlo, se exponía a escuchar, quizás en un corto plazo, la voz de Dios hablándole como al rico de la parábola en estos términos: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12:20). Se fue triste, incapaz de aliar el cielo con la tierra, Jesús y las riquezas. De esta manera se quedó con ellas y su tristeza.

¡Cuántas personas a nuestro alrededor se parecen a él! ¡Cuántos se perderán por haber preferido, no grandes bienes como este hombre, sino pequeñeces, vanidades, placeres efímeros, a los cuales se debería haber renunciado para poder seguir a Jesús. El razonamiento del corazón natural es necio considerado a la luz divina que proyecta sus rayos hacia la eternidad; deberíamos juzgar las cosas presentes en vista de los bienes celestiales y eternos que vendrán. Para gozar de esta luz hay que creer, depositando la confianza en Jesús; pero naturalmente el corazón incrédulo, tiene miedo de Dios; cree que Dios lo está engañando, porque él mismo es engañado por el Enemigo.

“Entonces Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (v. 23). Los discípulos se sorprendieron por esta palabra porque bajo la ley, según el gobierno de Dios, las riquezas eran parte de las bendiciones concedidas a los fieles, por lo tanto quienes las poseían entrarían naturalmente en el reino. Jesús les respondió: “Hijos, ¡cuán difícil les es entrar en el reino de Dios, a los que confían en las riquezas! Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (v. 24-25). El obstáculo es la confianza en las riquezas. Quienes no las tienen y no pueden contar con ellas, confían más fácilmente en Dios. Ellos se dejan atraer más fácilmente hacia el Señor, aunque Satanás sabe también cómo hacer valer aún las cosas más insignificantes de este mundo buscando desviar los corazones de los hombres y especialmente de aquellos a quienes el Señor llama.

Los discípulos, asombrándose nuevamente, se dijeron unos a otros: “¿Quién, pues, podrá ser salvo? Entonces Jesús, mirándolos, dijo: Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios” (v. 26-27). No solamente el hombre no es bueno, sino que no puede hacer nada para obtener la vida eterna. Si reconoce y acepta su incapacidad, Dios entra en escena y manifiesta sus recursos a la fe. Él mismo lo ha hecho todo, y por medio de la cruz todo es gracia para el pecador. ¡Qué maravilloso favor! ¡Qué aliento en estas palabras de Jesús:

Todas las cosas son posibles para Dios (v27)!

Desesperado ante su impotencia, el corazón del pecador encuentra en Dios el poder y el querer. Todo lo necesario para nuestra salvación proviene de él; solo debemos escuchar, creer y seguir a Jesús, quien es el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6).

Los que han dejado todo atrás

La conducta de Pedro y de los otros discípulos difería completamente de la de este hombre, por muy amable que haya sido. Entonces Pedro dijo al Señor: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido. Respondió Jesús y dijo: De cierto os digo que no hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna” (v. 28-30). Dios no quiere ser deudor de quienes, confiando en él, se desprenden de lo más precioso para el corazón humano. Estos encontrarían en la tierra cien veces más de lo que han dejado, en sus relaciones fraternas y en bienes espirituales y eternos; y por encima de todo valor, el don perfecto de Dios: la vida eterna, esa vida en gloria, cuando todo lo presente haya pasado. Pero todas estas cosas, que encontramos después de haberlo dejado todo por el Señor, necesariamente conllevan persecuciones. Este rechazo a lo que proviene del corazón natural, lleva a experimentar el desagrado e incluso el odio, que tristemente proviene del odio a Dios. Este odio se manifestó cuando Dios, en su infinito amor, se presentó a los hombres en Cristo, quien al mismo tiempo hacía brillar la luz que los juzgaba.

Para abandonarlo todo y seguir a Jesús, es necesario haber visto en él al único Salvador que puede librar del juicio y dar vida eterna. Cuando su persona se convierte en el objeto del corazón, todo puede ser más fácilmente abandonado. El apóstol Pablo consideró como basura las cosas que habían sido una ganancia para él antes de conocer todo lo que poseía recibiendo al Señor, cuando fue detenido en el camino a Damasco. Entonces pudo decir: “Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo” (Filipenses 3:8). Solo el conocimiento de tal Salvador, y de su infinito amor que lo llevó a la cruz para soportar el juicio en nuestro lugar, puede llevarnos a dejar todo por él, si así nos lo pide. Esto sucedió en tiempos de persecuciones, cuando los creyentes tuvieron que dejar sus familias, sus posesiones, su país, e incluso dar sus vidas. Si actualmente no somos llamados a esto, no tenemos menos que renunciar a todo lo que en nuestros corazones ocupa el lugar que pertenece al Señor. Ninguno de nosotros deberá dejar lo que el Hijo de Dios debió abandonar para venir a salvarnos; nadie sufrirá lo que él sufrió por nosotros. En comparación con su sacrificio, los nuestros son ínfimos; no obstante, si hacemos algo por él, él nos devolverá cien veces más, y nos introducirá en la misma gloria que él.

Jesús añadió: “Pero muchos primeros serán postreros, y los postreros, primeros” (v. 31). A pesar de todos los sacrificios que haríamos y veríamos hacer a los demás para seguir al Señor, no existe en nosotros mismos la capacidad para apreciar su valor. Dios, quien lee en los corazones, conoce las razones que nos hacen actuar. Nosotros, que juzgamos según las apariencias, corremos el riesgo de cometer errores y no apreciarlos justamente. Por eso, en el día en que el Señor ponga todo en evidencia, algunos hombres considerados primeros, pasarán al último lugar, y otros, a quienes consideramos los últimos, serán los primeros. Así que contentémonos con seguir a Cristo por amor a él, sin preocuparnos por las recompensas. A su debido tiempo, él atribuirá a cada uno lo que es justo, según su bondad, sin la cual no tendríamos nada.

El camino de la cruz

Jesús ya había hablado varias veces de sus sufrimientos y de su muerte. Ahora se dirigía a Jerusalén, donde esa muerte le esperaba. Iba delante de sus discípulos, quienes lo seguían con asombro y temor, presintiendo, quizás más de lo que creían, que su Maestro iba a ser condenado a muerte. “Entonces volviendo a tomar a los doce aparte, les comenzó a decir las cosas que le habían de acontecer: He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles; y le escarnecerán, le azotarán, y escupirán en él, y le matarán; mas al tercer día resucitará” (v. 32-34). Los discípulos acababan de enterarse de las ventajas, presentes y eternas, de aquellos que lo habrían dejado todo por seguir a Jesús. Consideraron que debido a su conducta tendrían parte en ellas. Pero no pensaban que a pesar de su devoción y fidelidad a Cristo, no podrían participar en ninguna bendición en el cielo o en la tierra sin la cruz donde su Maestro sufriría la muerte y el juicio de Dios en su lugar. Es por eso que Jesús quiso darles a conocer una vez más su muerte y resurrección como el único medio para introducirlos en la gloria venidera, mas allá de cuales fueran sus propios pensamientos.

¡Oh, cuán grande amor divino e infinito del cual Jesús fue la expresión aquí en la tierra! Fue ese amor el que lo llevó hasta Jerusalén delante de sus discípulos, cuyos corazones estaban tan solo ocupados de su grandeza y su gloria. Sin ese amor que lo llevó a entregarse a la muerte en su lugar y también el nuestro, la muerte habría sido su parte y también la nuestra.

¡Oh, que todos los salvos recordemos cuanto le debemos a nuestro Salvador, a fin de seguirlo y servirlo con devoción en el camino que él mismo trazó! Allí encontraremos cada día persecuciones y oprobios, pero no faltarán sus cuidados, y al final la gloria eterna. Para llegar allí, no tendremos que pasar como Jesús por el terrible juicio de Dios. Que todos podamos decir como el apóstol Pablo:

Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí
(Gálatas 2:20).

El deseo de los hijos de Zebedeo

Jesús acababa de hablar una vez más a sus discípulos acerca de los sufrimientos y la muerte hacia los cuales se acercaba. Esto debería haber llenado sus corazones de empatía, absorbiéndolos por completo en una santa emoción pensando en su amado Maestro. Pero lamentablemente no fue así, al menos en el caso de dos de ellos. Su parte en la gloria estaba delante de sus ojos, impidiéndoles ver el medio para entrar en ella. Jacobo y Juan, quienes más tarde fueron apóstoles llenos de amor y de celo por seguir a Cristo en el camino del sufrimiento y de la muerte, solo pensaban en su propia gloria. Ellos le pidieron a Jesús que les concediera sentarse en su gloria, uno a su derecha y el otro a su izquierda. “Entonces Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Ellos dijeron: Podemos. Jesús les dijo: A la verdad, del vaso que yo bebo, beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado” (v. 38-40). Jesús les indicó así su parte antes de la gloria. En cuanto a los lugares que deseaban, pertenecían a aquellos para quienes estaban preparados. No era él quien podía distribuirlos. La copa del sufrimiento y el bautismo de su muerte, que era la parte de Jesús, también sería la suya antes de ocupar esos lugares. No la muerte en su carácter expiatorio, la cual solo pertenece a Jesús, sino el sufrimiento y la muerte, que son la porción de aquellos que siguen a Cristo en su camino de rechazo en el mundo. No podía ser de otra manera, y los apóstoles lo realizaron con gozo. Pablo no hubiera querido otra cosa cuando dijo: “Conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos… si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (Filipenses 3:10-11). Lo que debe atraer nuestros corazones hacia la gloria es Cristo; además, no hay gloria sin él, quien es su centro. Si nuestros corazones se apegan a Jesús comprendiendo su gran amor, desearemos estar con él para gozar de su persona. Los sufrimientos que encontraremos en el camino, los hemos de atravesar en su comunión y en el poder que nos da la contemplación de su gloria, en lugar de estar ocupados de un buen lugar para nosotros mismos.

En el camino que se transita siguiendo a Jesús, el Padre aprecia el renunciamiento y el servicio de cada uno. Él dará un lugar en relación con la fidelidad demostrada hacia su Hijo amado:

Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará
(Juan 12:26).

No nos corresponde a nosotros apreciar el servicio de los demás. Si los discípulos hubieran comprendido lo que Jesús les había dicho en el v. 31, no habrían reclamado el primer lugar, porque no sabían si otros lo merecían. A Dios gracias, sabemos que Jacobo y Juan tendrán un buen lugar junto al Señor; no estarán entre los últimos. Jacobo fue el primero de los doce en morir por su Maestro. Juan tuvo la carrera más larga al servicio de aquel sobre cuyo pecho descansó su cabeza la noche antes de la crucifixión (Juan 13:25). En otra ocasión, Jesús les dijo a los doce que se sentarían en doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel (Lucas 22:30).

Los otros diez discípulos sintieron indignación hacia Jacobo y Juan. ¿Fue porque esos pensamientos tenían poco que ver con lo que Jesús acababa de decirles, o por interés propio? No pudiendo juzgar eso, deseamos que la primera suposición sea la correcta.

Jesús llamó a sus discípulos para volver a enseñarles la diferencia entre la grandeza según Dios y lo que para el hombre es la grandeza. Los que gobiernan las naciones hacen valer su autoridad, y por su grandeza, algunos hombres dominan sobre otros. Así es como funciona la autoridad en el mundo. “No será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (v. 43-44). Para los celestiales, esto es así. El más grande de todos los que estarán en la gloria, es quien más se humilló a sí mismo. “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” (Filipenses 2:8-10). Si Jesús fue elevado como hombre a la supremacía universal y celestial es porque había hecho el camino del anonadamiento, la obediencia y la muerte, a fin de que nosotros podamos seguirlo en ese camino hacia la gloria. ¿Sería conveniente que sus redimidos busquen una posición elevada o dominar en este mundo donde su Señor solo encontró la vergüenza y la muerte? Imitarlo, humillarse, ¿no será la verdadera grandeza para poder servir mejor, teniendo como modelo al Hijo del Hombre que “no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”? (v. 45). Si lo que buscamos es ocupar uno de esos lugares que los hijos de Zebedeo querían, la humildad debería ser nuestra parte en este mundo. Ser siervos de todos, no solo de algún gran personaje –cuyo servicio nos honraría– sino de cualquiera, de los más miserables, de los menos atractivos, de los más indignos, como de todos los demás. Esto será posible estando penetrados por el Espíritu del Señor. Esta es la lección que Jesús enseñó a sus discípulos en el camino que lo conducía a la cruz, y que hoy nos la da mientras nos encaminamos hacia el cielo. ¡Oh, que Dios nos conceda sacar provecho de ella!

El ciego Bartimeo

El camino que conducía a Jerusalén pasaba por Jericó. Cuando Jesús salió de esta ciudad, seguido por una gran multitud, un ciego llamado Bartimeo mendigaba sentado a un lado del camino. Habiendo escuchado que pasaba Jesús, se puso a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” (v. 47). Había fe en este ciego. Si bien se lo habían presentado bajo su nombre despectivo, “Jesús nazareno”, creía que él era el Hijo de David. A pesar de tener una apariencia poco atractiva, el objetivo fue discernido por la fe. “Muchos le reprendían para que callase, pero él clamaba mucho más: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí!” (v. 48). Siempre hay personas que buscan silenciar las voces que se dirigen hacia el Señor. Sin embargo, teniendo la certeza de que la gracia de Dios jamás es llamada en vano, se obtiene el valor para clamar aun más fuerte, más allá de nuestra miserable condición.

Este llamado a Jesús fue un doble testimonio dado ante la multitud indiferente. Bartimeo declaró que él era el Hijo de David y que en él se encontraban los recursos para resolver su estado. Deteniéndose Jesús, mandó que llamaran al ciego. Los que fueron le dijeron:

Ten confianza; levántate, te llama. Él entonces, arrojando su capa, se levantó y vino a Jesús
(v. 49-50).

Si bien en el mundo hay personas que pueden ser un obstáculo para llegar a Jesús, aun hoy el Señor se ocupa de llamar a los pecadores y de animarlos a ir hacia él. Cuando un pecador siente alguna necesidad en su corazón, siempre encontrará en Jesús el deseo de responderle. Si estos dos deseos se encuentran, el resultado es seguro. ¡Qué estímulo para los que buscan al Señor! Al llamado de Jesús, Bartimeo se despoja de su manto, se deshace de todo lo que puede demorarlo en su carrera. Considera su propia capa como un obstáculo, aunque era tan necesaria para un mendigo ciego. Sin sacar cálculos, la abandona para encontrarse lo antes posible con Jesús, que pasaba por esos lugares por última vez. ¡Qué ejemplo da este pobre hombre a todos aquellos que no se inquietan por la salvación de sus almas, que no creen necesitar al Salvador, que no lo llaman, haciéndose rogar durante mucho tiempo para ir a él! Sin embargo, el tiempo vuela. La voz que llama se hace escuchar quizás hoy por última vez.

Jesús dijo a Bartimeo: “¿Qué quieres que te haga? Y el ciego le dijo: Maestro, que recobre la vista. Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino” (v. 51-52). Esta sanidad es un ejemplo de la conversión. Donde hay fe, se entra inmediata e infaliblemente en la posesión de la salvación, pues la necesidad de ser salvo encuentra en Jesús la necesidad de salvar. Liberado del peso de su abrigo, sin la preocupación por el camino y sanado de su incapacidad, Bartimeo puede seguir a Jesús quien cuidará de él en el camino que conduce al cielo. Así es aun hoy para todos aquellos que van al Salvador con fe. Esta es la primera vez en el evangelio de Marcos que Jesús es llamado “Hijo de David”, mientras que Mateo varias veces se refiere a él de esta manera. Esto es comprensible, ya que Marcos presenta a Jesús bajo el carácter de Siervo, y Mateo lo presenta como el Mesías. Sin embargo, aunque el evangelio que nos ocupa trata del servicio, este relato presenta a Jesús como el Hijo de David en relación con su pueblo ciego, devolviendo la vista a aquel que deposita en él la fe. En los tres primeros evangelios, el servicio público del Señor culmina con la curación de Bartimeo. Esto nos muestra que, a pesar de la triste ceguera del pueblo, donde hay fe en el Hijo de Dios, hay sanidad. Así sucederá también con el residuo judío en los últimos días.