Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 7 - Cristo confronta las tradiciones de los hombres

Los judíos y la tradición

Vemos aquí a Jesús rodeado, no por personas que venían a él con sus necesidades, sino por religiosos llenos de sí mismos. Estos encontraban en falta a los discípulos porque no se ajustaban a las tradiciones de los judíos. ¡Qué contraste entre la gracia de Jesús manifestándose hacia todos en amor, como lo hemos visto obrando en el capítulo anterior, y estos hombres que preferían las vanas formalidades de una religión carnal!

Los fariseos y escribas se acercaron a Jesús y le dijeron: “¿Por qué tus discípulos no andan conforme a la tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos inmundas?” (v. 5). Los judíos, especialmente los fariseos y los escribas, observaban muy escrupulosamente muchas cosas recibidas por la tradición. Se lavaban cuando volvían del mercado, pensando que de esta manera se purificaban de las faltas cometidas en sus transacciones. Lavaban las tazas, vasijas, jarrones de bronce y camas, dándose una apariencia de gran santidad ante los hombres; pero esto era solo hipocresía. Estos desdichados que hacían reproches a los discípulos, no percibían que estaban llevándolos ante aquel que sondea los corazones y las entrañas. Jesús les respondió: “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres” (v. 6-7; comparar con Isaías 29:13). Luego les mostró que la observancia de las tradiciones humanas anulaba los mandamientos de Dios, porque lo que viene del hombre no puede estar en armonía con lo que proviene de Dios. Como no podían cumplir la ley, la reemplazaban por reglas que tenían cierta semejanza con las ordenanzas de Moisés, cuyo significado no entendían. Las abluciones que eran parte del culto judío eran solo lavados externos que hablaban de las demandas de Dios acerca de la pureza de corazón. Pero esto solo se logra a través del sacrificio de Cristo. Todas esas prácticas religiosas carnales, que parecían justificarlos ante los ojos de sus semejantes, provenían de la fuente impura de su propio corazón, al cual no le bastaban los lavados de la tradición. Por el contrario, la observancia de estas ordenanzas desviaba a los hijos del cumplimiento de sus más legítimos deberes para con sus padres. En efecto, las ofrendas hechas para el templo dispensaba a los hijos de lo que se debía a los padres. Pero la ley decía: “Honra a tu padre y a tu madre” (v. 10; comparar con Éxodo 20:12). De esta manera, esta religión de la cual el hombre se enorgullecía, no honraba a Dios ni a quienes, después de Dios, se les debe el más grande honor, es decir a los padres. La religión de la carne siempre priva a Dios de lo que le es debido, alimentando el orgullo del hombre, incluso por medio de esfuerzos difíciles de cumplir. Pablo escribió acerca de los mandamientos de los hombres diciendo que “tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (Colosenses 2:23). En tanto Santiago, habla de la religión como el fruto de la vida de Dios: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27), es decir, andar en amor y en pureza según Dios nos permite mantener una relación práctica con él.

Jesús llamó a la multitud advirtiéndoles acerca de la inutilidad de una apariencia religiosa. Él les dijo: “Oídme todos, y entended: Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre. Si alguno tiene oídos para oír, oiga” (v. 14-16). Para Dios el corazón debe ser purificado, no las manos; y debemos velar acerca de lo que sale del corazón y no tanto de lo que entra en la boca.

Es la tercera vez que encontramos en este evangelio la advertencia: el que tiene “oídos para oír, oiga” (v. 16). Comprendemos así la importancia de escuchar a Aquel que sirvió como el Profeta entre su pueblo. Es a él a quien el Espíritu de Dios nos exhorta a considerar y escuchar en los capítulos 3 y 4 de la epístola a los Hebreos, donde nos es presentado como apóstol –el que enseña– y sumo sacerdote de nuestra profesión. También se nos dice tres veces en esos dos capítulos: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:8, 15; 4:7). En el capítulo 12 de la misma epístola leemos otra vez: “Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos” (v. 25). Solo escuchando y creyendo la Palabra seremos salvos y guardados del mal hasta el fin.

Cuando Jesús se alejó de la multitud y entró en la casa, sus discípulos le preguntaron acerca de lo que había dicho sobre la contaminación que viene de dentro. Ellos también estaban tan acostumbrados al formalismo del culto judío que solo podían concebir la contaminación en su forma externa. Jesús les dijo: “¿También vosotros estáis así sin entendimiento?” (v. 18). Entonces les enumeró qué cosas contaminan al hombre, diciendo: “Lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (v. 20-23). En presencia de semejante fuente de corrupción, ¿qué valor podrían tener las formalidades de una religión carnal, que no pueden cambiar la naturaleza del hombre? Entendemos entonces que es necesario un nuevo nacimiento, y la purificación, por medio de la sangre de Cristo, de todos los pecados, frutos del viejo hombre.

Es muy humillante descubrir que nuestro corazón natural tan malvado es la fuente de todo el mal que hay en el mundo. Es por eso que el hombre, en su soberbia, aborrece la luz que la Palabra de Dios trae sobre su estado. Se cree bueno, o al menos capaz de mejorar, aunque Dios diga lo contrario. En leemos:

Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón
(Jeremías 17:9-10).

Después del diluvio, el Señor dijo que ya no volvería a maldecir la tierra por causa del hombre, y que no destruiría más a todo ser viviente. ¿Acaso es porque Dios pensó que el juicio del diluvio daría una lección saludable a los hombres y que ellos mejorarían? Al contrario, el Señor dice: “Porque el intento… del hombre es malo desde su juventud” (Génesis 8:21). Por lo tanto, era inútil traer un juicio similar, pues el corazón del hombre, fuente de todo mal, nunca cambiaría; Dios iba a actuar de otra manera. Tenía en sí mismo los recursos necesarios. Después de un tiempo de paciencia, que duró más de veintitrés siglos desde el diluvio, el Hijo de Dios vino a este mundo para sufrir el juicio que merece el hombre pecador e incorregible. Es así como Dios puede ofrecer al culpable el perdón de sus pecados y comunicarle una nueva naturaleza que le permite hacer el bien. Ahora, si bien un diluvio no volverá a destruir a los impíos de la tierra, en 2 Pedro 3:7 leemos que “los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos”. El fuego como símbolo del juicio total y final lo consume todo, mientras que el diluvio fue solo un juicio parcial, ya que ocho personas se salvaron. El juicio final es presentado por Dios después de haber ofrecido a los hombres el medio para escapar de él.

Es nuestro deseo que los lectores que aún no han nacido de nuevo acepten lo que Jesús dice acerca de sus corazones naturales en los pasajes que nos ocupan y comprendan que con tal naturaleza, no hay mejoría posible. Entonces estarán felices de aceptar el don de Dios, la vida eterna, en lugar de recibir la paga del pecado que es la muerte (Romanos 6:23).

La mujer sirofenicia

Versículos 24-30: Jesús fue a las regiones de Tiro y de Sidón, y entró en una casa, pero no quería que nadie lo supiera. Sin embargo, en ese país habitado por extraños a las promesas hechas a Israel, se encontró con la fe de una mujer sirofenicia1 cuya hija tenía un espíritu inmundo. Cuando oyó hablar de Jesús, esta mujer fue a postrarse a sus pies, rogándole que librara a su hija. Jesús le respondió: “Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos. Respondió ella y le dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos” (v. 27-28). Nuestros lectores notarán nuevamente aquí que la diferencia entre este relato y el de Mateo 15:21-28 está marcada por la particularidad del Evangelio. En Mateo, donde Jesús es presentado como Mesías, la mujer llegó a Jesús clamando: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí!”. Jesús mantuvo ante ella el carácter de Hijo de David hasta el momento en que su fe la llevó a tomar humildemente su lugar. Entonces se encontró con el corazón del Dios de la gracia, quien es tanto el Dios de las naciones, como el Dios de los judíos (ver Romanos 3:29). En nuestro evangelio, Jesús simplemente obra como siervo, enviado primeramente a los judíos. “Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos” (v. 27). Y cuando esta mujer hubo tomado el lugar que le correspondía con respecto a los judíos, pudo beneficiarse en gran medida de las migajas que ellos pisoteaban ignorando a Jesús. Fue a causa de ese rechazo que él se hallaba en esos confines. Entonces Jesús pudo decirle: “Por esta palabra, ve; el demonio ha salido de tu hija” (v. 29). La gracia de Dios no se limita a un solo pueblo; es para todos, y va hacia allí donde se encuentra la fe, fuera de toda cuestión de dispensación. Pedro, el apóstol de los judíos, se vio obligado a reconocer en el caso de Cornelio: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35).

  • 1Se distinguía entre los fenicios de Siria y los fenicios de Libia, originarios de África del Norte.

La curación de un sordo

Jesús regresó al Mar de Galilea a través de la tierra de Decápolis, una región situada en el noreste de Palestina y habitada también por gentiles. Allí le trajeron a un sordo y tartamudo, y le rogaron que le impusiera su mano. “Y tomándole aparte de la gente, metió los dedos en las orejas de él, y escupiendo, tocó su lengua; y levantando los ojos al cielo, gimió, y le dijo: Efata, es decir: Sé abierto. Al momento fueron abiertos sus oídos, y se desató la ligadura de su lengua, y hablaba bien” (v. 33-35). Este hombre es una imagen del remanente de Israel al cual Jesús separó de la nación incrédula, para que pudiera escuchar la voz de Dios y hablar de él. Esta obra debe realizarse en todos, ya que por naturaleza no entendemos el lenguaje divino, y no podemos hablar de Dios, ni alabarlo.

Jesús sentía profundamente en su alma el grado de miseria en el que había caído su pueblo, así como cada ser humano. De su corazón oprimido por semejante estado, se elevó hacia el cielo ese gemido tan humano como divino. Era el gemido del Siervo, nada menos que el Hijo de Dios, y era la expresión de su amor en medio de los estragos causados por el pecado en su criatura. En la tierra no hay recursos para la miseria del hombre. Por eso Jesús miró hacia el cielo, de donde vienen los recursos divinos. Su corazón no ha cambiado. Jesús conoce nuestros males y nuestras penas. Su interés por todo lo que nos acontece proviene del mismo amor que lo trajo a la tierra. Debemos mirar siempre a lo alto y elevar nuestras peticiones. Hacia allí suben esos suspiros indecibles por nuestra parte, pero comprendidos por Aquel que conoce cuanto sucede en nuestros débiles corazones, oprimidos por todo tipo de sufrimientos.

Jesús no quería que este milagro fuese conocido, pero cuanto más mandaba no decirlo, tanto más se divulgaba.

Y en gran manera se maravillaban, diciendo: Bien lo ha hecho todo; hace a los sordos oír, y a los mudos hablar (v. 37).

Todos tuvieron que reconocer la perfección de las obras de Jesús. Estas palabras expresan someramente todo el servicio que el Señor hacía mientras estaba en la tierra, y lo que continúa haciendo. En medio de la conversión, los oídos se abren a la Palabra de Dios, y la lengua se desata para alabarle y dar testimonio de él. A través de diversas circunstancias, a menudo dolorosas, también podemos decir que Dios hace todas las cosas bien. Aun cuando no lo comprendemos, “sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28).