Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 11

Jesús entra en Jerusalén como rey

Aunque iba camino a la cruz, Jesús entraría en Jerusalén como rey. Dios quería que el pueblo rindiera testimonio de que este Jesús rechazado era verdaderamente su rey, un testimonio que aumentaba la responsabilidad de los judíos y los dejaba sin excusa.

El relato de Marcos sobre este acontecimiento es más o menos el mismo de Mateo, salvo que Mateo lo relaciona con el carácter de Jesús como Mesías. Muestra esta entrada real como el cumplimiento de la profecía de Zacarías 9:9, citada en de la siguiente manera:

Decid a la hija de Sion: He aquí, tu Rey viene a ti, manso, y sentado sobre una asna, sobre un pollino, hijo de animal de carga
(Mateo 21:5).

Marcos presenta a Jesús como siervo y profeta, sin embargo, él es rey, y como tal recibe un testimonio. Cuando se acercaban a Jerusalén, junto a Betfagé y a Betania, frente al monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos y les dijo: “Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y luego que entréis en ella, hallaréis un pollino atado, en el cual ningún hombre ha montado; desatadlo y traedlo. Y si alguien os dijere: ¿Por qué hacéis eso? decid que el Señor lo necesita, y que luego lo devolverá” (Marcos 11:1-3). Los discípulos encontraron todo como el Señor les había dicho. Y le trajeron el pollino, sobre el cual pusieron sus vestidos para que Jesús pudiera sentarse sobre él. Muchos tendieron sus mantos por el camino; otros cortaron ramas de árboles y las tendieron por el camino, transformándolo en un camino real. Los que iban delante y los que le seguían, en procesión triunfal, gritaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene! ¡Hosanna en las alturas!” (v. 9-10).

Lo recordamos, Hosanna significa “Danos la salvación”. Es la oración que en los últimos días, en su angustia, el residuo judío presentará al Señor pidiendo su liberación. Dirá: “Jehová es nuestro Rey; él mismo nos salvará” (Isaías 33:22). “Oh Jehová, sálvanos ahora, te ruego” (Salmo 118:25). Guiados por el Espíritu de Dios, los discípulos y las multitudes aclamaron a Jesús como rey. Poco después la desolación imperó a su alrededor, y en un momento dado solo la señal de Pilato en la cruz atestiguaba la realeza de Cristo, en presencia del pueblo que había gritado: “No tenemos más rey que César” (Juan 19:15, 21).

Cuando Jesús llegó a Jerusalén, entró en el templo, “y habiendo mirado alrededor todas las cosas, como ya anochecía, se fue a Betania con los doce” (Marcos 11:11). En Betania estaba el hogar acogedor de Marta, María y Lázaro, a quien Jesús había resucitado días antes. Allí, lejos de la ciudad orgullosa y rebelde, donde se maquinaba su arresto, Jesús gozó de la simpatía de esta familia, especialmente porque sentía el odio de los judíos subir como una marea que no se detendría ni siquiera en la cruz. ¡Bienaventurados los que en esta tierra pudieron ofrecer refugio al Hijo de Dios, desconocido y despreciado porque había venido a servir y a salvar a su criatura pecadora y perdida!

Aún hoy podemos recibir al Jesús despreciado y odiado. Para ello es necesario, en primer lugar, aceptarlo como Salvador, para que se convierta en el huésped de nuestro corazón, y sea más apreciado que cualquier otra cosa aquí en la tierra, ya que solo él ha traído el descanso y la paz a la conciencia trabajada y cargada de una gran culpabilidad. Estamos en los últimos días en los cuales Jesús llama a la puerta de nuestro corazón. Él quiere entrar para llenarnos de paz y felicidad eterna en el gozo de su comunión.

He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo
(Apocalipsis 3:20).

Debemos abrir la puerta de nuestro corazón mientras aún hay tiempo, porque se acerca el momento en que Dios mismo cerrará otra puerta, la de la gracia, ante la cual será inútil llamar.

La higuera sin fruto

“Al día siguiente, cuando salieron de Betania, tuvo hambre. Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, fue a ver si tal vez hallaba en ella algo; pero cuando llegó a ella, nada halló sino hojas, pues no era tiempo de higos. Entonces Jesús dijo a la higuera: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Y lo oyeron sus discípulos”.

 

Esta higuera es una imagen del hombre natural, de su pueblo Israel, a quien Dios había cuidado para obtener fruto de ellos (ver Lucas 13:6-9). Pero en lugar de fruto, Dios solo obtuvo una profesión exterior, representada por las hojas. Porque la naturaleza humana se somete fácilmente al ejercicio de una religión impuesta, cuyos resultados se manifiestan por los cambios externos que pueden ocurrir sin el nuevo nacimiento. Es la religión de la carne, cuyo fruto no es el que Dios pide. Hay una apariencia de vitalidad, nada más. Así era el pueblo judío en tiempos del Señor, solo practicaba la ley ceremonial que Moisés había dado; su conducta exterior contrastaba con el paganismo que la rodeaba; los judíos honraban a Dios con sus labios; pero “su corazón está lejos de mí”, dice el Señor (Isaías 29:13). Así es también el cristianismo de hoy, civilizado en gran parte por la influencia del Evangelio, que ha producido cambios favorables en los hombres, pero que no son el fruto de la vida de Dios. En efecto, esta civilización moderna y cristiana rechaza a Cristo. Tiene una apariencia de piedad, pero niega su eficacia, que es Cristo mismo (ver 2 Timoteo 3:1-5).

Dios quiere la realidad, quiere fruto; si la naturaleza del hombre en Adán, si Israel, favorecido de alguna manera, no lo produce, es estéril; después de mucho tiempo de paciencia, Dios lo deja a un lado por su naturaleza estéril, como la de la higuera.

El tiempo de la ley, durante el cual Dios cuidó del hombre natural, “no era tiempo de higos”. El tiempo de los frutos es el tiempo de la gracia, cuando el viejo hombre fue condenado en la cruz y una nueva naturaleza reemplaza a la naturaleza estéril del hombre en Adán. Entonces el Padre puede cultivar esta naturaleza y obtener incluso “mucho fruto” (Juan 15:8).
Como el Evangelio dice: “pues no era tiempo de higos” (v. 13), algunas personas concluyen que el Señor no debía esperar encontrarlos. Pero, como ya vimos, el tiempo en que Dios dejó al hombre bajo la ley no fue el tiempo del fruto. Sin embargo, Dios quiso esperar mucho tiempo antes de pronunciar su juicio. Durante ese tiempo, a menudo se acercó por medio de sus profetas para ver si encontraba algo, como Jesús hizo con la higuera. Pero además de esta explicación, suficiente para silenciar todo el razonamiento de la incredulidad, la naturaleza, de la cual el Señor sacó tantos ejemplos, demuestra que el relato de Marcos no lo contradice, cuando nos habla de Jesús acercándose a una higuera en busca de frutos fuera de la época de los higos. Un cristiano que vivió en Palestina durante varios años explica que la temporada de higos va de agosto a octubre. Pero en primavera, estación en la que sucedió este hecho narrado en el evangelio, ya hay higos de una cosecha primaveral, los cuales estarán maduros en junio; los lugareños los comen con gusto antes de madurar, en abril. A veces las higueras no tienen ninguno de estos higos de la primera cosecha, pero producirán los de la segunda, que es la verdadera. Esto fue lo que sucedió con la higuera a la que Jesús se acercó y que sirvió para mostrar la esterilidad del hombre natural ante Dios. El mismo autor dice que en los valles protegidos de las regiones de Betania  Betfagé1  hay muchas higueras tempranas y prósperas que suelen tener muchos higos de la primera cosecha, aunque esto no es lo que se llama “tiempo de higos”.

Es bueno recordar que, por muy extraños que nos parezcan algunos hechos registrados en las Escrituras, sobre todo a quienes vivimos en países con diferentes costumbres y climas, la Palabra nunca relata cosas falsas. Lo que dice en cuanto a la naturaleza, así como cuando nos habla de Dios y del hombre, es la verdad. Si no entendemos, es por nuestra ignorancia; sin embargo, debemos creer.

  • 1Betfagé significa: Casa de los higos y, según otros, Casa de los higos jóvenes o tiernos

De regreso a Jerusalén

Al volver a Jerusalén por la mañana, Jesús entró en el templo y utilizó la autoridad de un rey en su casa para purificarla: “Comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en el templo; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y no consentía que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno” (v. 15-16). Quería poner su casa en armonía con su propio carácter, que era, según ,

Una casa de oración para todos los pueblos.
(Isaías 56:7)

En efecto, así será en el reino milenario; y aunque el templo de esa época fue profanado por el comercio que los judíos practicaban allí durante las fiestas, era, sin embargo, el templo de Dios que será reconstruido para el milenio, cuando los pueblos vayan allí cada año para adorar al Señor (ver Zacarías 14:16).

En tiempos del Señor, los judíos venían de todas partes a celebrar la fiesta de la pascua; por eso el templo se transformó en mercado y oficina de cambio, para ofrecer a los visitantes las víctimas necesarias para el sacrificio, y para permitirles cambiar su dinero. A los ojos del Señor, ellos habían convertido su casa en “cueva de ladrones” (v. 17), debido al comercio deshonesto que allí se realizaba. Al volver del mercado, los judíos se lavaban las manos porque creían que así se purificaban del fraude y la usura con que generalmente realizaban sus transacciones (Marcos 7:4).

La manera de actuar de Jesús despertó el odio de los principales sacerdotes y de los escribas, quienes buscaban la manera de matarlo. Sin embargo, no se atrevieron a actuar abiertamente debido a la multitud que, sorprendida por la doctrina de Jesús y más abierta a las enseñanzas del Señor que los escribas y los fariseos, parecía haber sido alcanzada en su conciencia. Desgraciadamente, el temor de los líderes no pudo contener su odio contra Cristo durante mucho tiempo; incluso las multitudes fueron influenciadas por sus líderes para gritar, unos días después: “¡Crucifícale!” (Marcos 15:8-15). Así es el corazón del hombre, fácilmente influenciable y siempre enemigo de la verdad y de la luz que Dios le trae.

Cuando llegó la noche, Jesús salió nuevamente de Jerusalén.

La higuera seca

El día siguiente, cuando Jesús y los suyos se dirigían a Jerusalén por el mismo camino, los discípulos vieron que la higuera estéril se había secado desde la raíz. Recordando lo que había sucedido, Pedro dijo a Jesús: “Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado” (v. 21). El juicio pronunciado por el Señor había producido su efecto; de ahí en adelante ningún fruto saldría de este árbol. Como ya lo hemos visto, es una figura del juicio de Dios sobre nuestra naturaleza pecaminosa, y que, por la fe, fue ejecutado sobre Cristo en la cruz.

Para el hombre natural, dotado de brillantes facultades que le permiten sorprender al mundo con su ciencia y su genio, es muy humillante aceptar que, a los ojos de Dios, es un árbol seco, incapaz de dar fruto para el cielo. Dios ya no le pide más, y solo se dirige a él para ofrecerle la salvación, si cree en su Palabra como un niño. Entonces podrá entrar, por la fe, en una nueva condición ante Dios, en la que será agradable y dará fruto para siempre. Pero no someterse a la valoración que Dios hace del hombre natural, incapaz e incorregible, es exponerse a permanecer eternamente bajo las consecuencias de sus pecados.

Jesús respondió a Pedro: “Tened fe en Dios. Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho. Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (v. 22-24). Entonces, si no hay recursos ni capacidad en el hombre, todo está en Dios: “Tened fe en Dios”. Esto lo encontramos en el Salmo 11:3-4: “Si fueren destruidos los fundamentos, ¿qué ha de hacer el justo? El Señor está en su santo templo”. Los discípulos necesitarían los recursos divinos para continuar su servicio, con el que todo se relaciona en este libro. El Israel caído, pero afirmando su pretensión de ser el verdadero pueblo de Dios, se les opondría como una montaña, símbolo de un gran poder terrenal, con el cual tendrían que luchar cuando Jesús ya no estuviera con ellos. Entonces tendrían que depender solo de Dios, sin preocuparse por los hombres, para cumplir su tarea. Cualquier cosa que tenga el carácter de una montaña, o un obstáculo cualquiera, desaparecerá en el mar1 . En el libro de los Hechos vemos a los apóstoles experimentar esta fe en Dios, temiendo solo a él, cuando Pedro y Juan respondieron a los principales de los judíos: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios” (Hechos 4:19). El poder amenazante de un Israel juzgado y seco desde la raíz no asustaba a los que tenían fe en Dios, y así podían cumplir su ministerio. La fe en Dios se manifiesta a través de la oración; dependiendo de él con toda confianza uno puede usar su poder para servirle, cualquiera que sea el servicio. Debemos pedir con fe, creyendo que recibiremos lo que pedimos. dice:

Pida con fe, no dudando nada (Santiago 1:6).

Junto con la fe, también es necesario un estado de ánimo que nos permita contar con Dios. Por eso Jesús dice: “Cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra algunoSantiago, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas. Porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas” (v. 25-26). El perdón del cual se habla aquí es lo que se llama «perdón gubernamental». No es el perdón de los pecados, que Dios concede una vez por todas a los que creen en el sacrificio de Cristo. Pero Dios, en su gobierno, toma conocimiento de la conducta de los suyos y actúa en consecuencia con cada uno. Él no puede soportar el mal en nuestros caminos, y si hacemos el mal, debemos sufrir las consecuencias. Pero aquí Dios también actúa en gracia, y si confesamos nuestros pecados, él perdona. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Dios quiere, pues, que nos perdonemos unos a otros; sin esto él no podrá perdonarnos ni responder a nuestras oraciones. No siempre pensamos que nuestra dureza y nuestra falta de gracia hacia los que nos han hecho daño tenga consecuencias tan graves. Es bueno acostumbrarnos, desde la infancia, a perdonar a los que nos ofenden, y también a pedir perdón a los que hemos ofendido, recordando que es por pura gracia que Dios nos ha perdonado, y que nuestros semejantes nunca nos han ofendido tanto como nosotros hemos ofendido a Dios.

  • 1Israel, como pueblo, continuó oponiéndose a Dios después de la muerte de Cristo, por eso fue «arrojado al mar» de los pueblos, disperso entre las naciones.

Respuesta de Jesús a los líderes del pueblo

Jesús y sus discípulos volvieron al templo donde encontraron a los principales sacerdotes, a los escribas y a los ancianos. Heridos en su orgullo por la autoridad con la que Jesús había purificado el templo de todo el comercio que allí se practicaba, se acercaron al Señor y le dijeron: “¿Con qué autoridad haces estas cosas”? (v. 28). Trataban de desafiar la validez irrefutable de la autoridad de Jesús, no queriendo admitir que venía de Dios. A su vez, Jesús les hizo una pregunta para hacerles sentir su incompetencia para juzgarle, y también su propio y miserable estado: “Os haré yo también una pregunta; respondedme, y os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres? Respondedme” (v. 29-30). Si respondían: del cielo, eran condenados, porque habían rechazado a Juan; al mismo tiempo debían reconocer que la autoridad de Jesús provenía de una fuente divina, así como el bautismo de Juan. Si decían: de los hombres, temían a la multitud, pues todos tenían a Juan como un profeta. Estos desdichados prefirieron parecer ignorantes antes que admitir la culpa; por eso respondieron a Jesús: “No sabemos. Entonces respondiendo Jesús, les dijo: Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas” (v. 33).

Si el hombre razona con Dios, es porque se niega a creer y quiere justificar su mal estado buscando hallar a Dios en falta. Que Dios nos conceda creerle con toda sencillez, para obtener esa sabiduría divina con la cual Jesús silenció a todos los razonadores de su tiempo. De él se había dicho:

Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos, porque siempre están conmigo
(Salmo 119:98).

Vivimos en tiempos en que hay muchos razonadores; tengamos cuidado de no discutir sobre las cosas de Dios: estas son para la fe, y la fe de los niños.