Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 6 - Aumenta la oposición de las clases religiosas

Jesús en Nazaret

Jesús regresó a su tierra, seguido por sus discípulos. En el día de reposo comenzó a enseñar en la sinagoga, pero lo que decía, lejos de convencer a quienes escuchaban, suscitó cuestionamientos sobre su persona en los corazones de muchos. “¿De dónde tiene este estas cosas?”, decían. “¿Y qué sabiduría es esta que le es dada, y estos milagros que por sus manos son hechos? ¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?” (v. 2-3). Conocían la familia de Jesús, y lo consideraban el hijo mayor de María. Además, Jesús había ejercido el oficio de José, lo suficiente tiempo como para merecer el apelativo de “carpintero”. Siendo testigos de la manera en que su vida había transcurrido en medio de ellos hasta entonces, estos nazarenos se escandalizaron por el poder divino que él desplegó. Esto debía haberlos convencido de quien era Jesús realmente para ellos de parte de Dios. Lo mismo sucede hoy en día cuando los que escuchan la Palabra de Dios no reconocen su autoridad. Se discuten los medios y se rechaza la fuente. Más allá de estos motivos visibles que los llevaban a rechazar a Jesús, lo cierto y maravilloso era que, para traer las bendiciones prometidas a su pueblo, el Hijo de Dios había descendido a esta tierra. Había tomado la forma de un hombre, naciendo de mujer, y confundiéndose entre los otros hombres hasta el día de su manifestación a Israel. Como siervo profeta vivió en medio de su pueblo en la dependencia de Dios. En él se hallaban todos los recursos de la gracia y el poder divinos a disposición de los hombres para que pudieran verse beneficiados por medio de la fe. Sin embargo, faltaba esa fe. Por eso “no pudo hacer allí ningún milagro, salvo que sanó a unos pocos enfermos, poniendo sobre ellos las manos” (v. 5).

Jesús estaba asombrado de la incredulidad de ellos (v. 6).

Comprendemos su asombro, pues había venido del cielo para liberar a su pueblo de las consecuencias del pecado, tal como los profetas lo habían anunciado. Nació en Belén, precedido por Juan el Bautista, y realizó con palabras y con hechos todo lo que debía convencer a los judíos de que él era el Mesías prometido. Todo esto lo cumplió con un amor infinito, que hacía de él el siervo de todos.

¡Cuán grande es la responsabilidad del hombre ante el amor de Dios, que vino a él en la persona de su Hijo para liberarlo de las consecuencias del pecado y salvarlo! La dificultad que el hombre encuentra ante los recursos que Dios le ofrece se halla en el hecho de que están dirigidos a la fe. Esto es precisamente lo que le desagrada. Este medio lo pone de lado, así como todos sus pretendidos recursos, y para el hombre es humillante. Jesús no se presentó de una manera atractiva para la carne. Sus palabras no adulaban el corazón natural, un corazón demasiado malo para que el Único que lo sondea hasta las entrañas pueda decir cosas buenas sobre él. Se entiende así que sin fe es imposible agradar a Dios. La incredulidad impide que el Señor haga Su obra; el pecador incrédulo permanece bajo la ira de Dios. Jesús dijo a los judíos: “Si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis” (Juan 8:24). Verdad solemne que dejará sin excusa a los que comparezcan ante él en el día del juicio.

Jesús sabía que “no hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa” (v. 4), y a pesar de la incredulidad de ellos, “recorría las aldeas de alrededor, enseñando” (v. 6). Su ministerio se cumplió con una paciencia que solo el amor divino podía producir.

El envío de los doce discípulos

A pesar de la incredulidad de los de su tierra, Jesús no se dejó desanimar, y envió a los doce que había escogido para estar con él (cap. 3:13-19), para que en todo lugar la gente pudiera verse beneficiada con su presencia. También les dio autoridad sobre los espíritus inmundos. Jesús tenía autoridad sobre el poder de Satanás por cuanto había atado a ese hombre fuerte al principio de su ministerio, y además podía conferir este poder a los hombres, para que hicieran la misma obra que él. Revestidos de esta autoridad, los doce discípulos salieron bajo la protección de Aquel que se había presentado al pueblo esperando ser recibido. “Les mandó que no llevasen nada para el camino, sino solamente bordón; ni alforja, ni pan, ni dinero en el cinto, sino que calzasen sandalias” (v. 8-9). Debían posar en la casa donde fuesen hospedados, y cuando salieran, debían sacudir el polvo de sus pies contra aquellos que no los hubieran recibido ni escuchado, para que esto les sirviera de testimonio. Este servicio era realizado en favor de Israel y bajo la autoridad de aquel que debía ser recibido por su pueblo. Quienes lo rechazaran quedarían bajo juicio. Después de la cruz, cuando los discípulos fueron a su servicio en medio de un mundo que había llevado a la muerte a su Señor, debieron proveerse a sí mismos. Su Mesías ya no estaba presente ni visible para protegerlos. No significaba que los mensajeros de la gracia no tuvieran que depender más del que los envió, sino que el Señor quería mostrarles el cambio que estaba ocurriendo para ellos, sirviendo a un rey rechazado (Lucas 22:35-38).

Los discípulos predicaron entonces el arrepentimiento, expulsaron a muchos demonios, ungieron con aceite a muchos lisiados y los sanaban. El arrepentimiento debía ser anunciado en primer lugar. Esto era indispensable para que el Señor pudiera establecer su reinado sobre los hombres pecadores. Los milagros que acompañaban la predicación manifestaban el poder de Aquel que estaba presente para instaurar su reino, arrebatando a los hombres de manos del enemigo. Esto sucederá cuando Cristo vuelva para establecer su glorioso reinado. Día de gloria para quienes creyeron en él durante su ausencia, pero también día ardiente como un horno para todos aquellos que lo rechazaron.

Herodes y Juan el bautista

Herodes oyó hablar de Jesús. Para algunos era Elías, y para otros un profeta. Para Herodes, cuya conciencia le acusaba por el crimen que había perpetrado para agradar a Herodías, Jesús era Juan el Bautista, resucitado de entre los muertos. Y decía: “Por eso actúan en él estos poderes” (v. 14). “Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y le guardaba a salvo; y oyéndole, se quedaba muy perplejo, pero le escuchaba de buena gana” (v. 20). Pero en lugar de permitir que su conciencia quede bajo la influencia de la palabra de Juan, y romper con sus pecados, la cargó con un crimen atroz matando al hombre a quien reconocía como justo y santo. Se hizo siervo de una mujer corrupta como él, que buscaba apagar esa luz que tanto le molestaba.

Este crimen no cambió la justa apreciación que tenía Herodes respecto de Juan. Además se puede suponer la incomodidad del rey al pensar que, habiendo resucitado, podría volver a verlo. Pero el desdichado no se encontrará con el profeta, sino con aquel de quien Juan fue el precursor, y no como Salvador, sino como Juez.

¡Qué momento solemne para los hombres que pensaban librarse del Hijo de Dios llevándolo a la muerte, pero se verán ante él cargados con sus pecados! Será un momento terrible, no solo para los que participaron en el rechazo de Cristo cuando estaba en la tierra, sino también para aquellos que desde entonces desprecian la gracia que se les ha concedido, mostrando contra él el mismo odio que quienes lo crucificaron. Algunos hombres dicen que son incrédulos, pero no existen conciencias incrédulas. En diferentes grados, la incredulidad es solo un proceso totalmente ineficaz que busca silenciar la voz de la conciencia. En lugar de tratar de sofocarla, debemos escucharla y permitirle ser iluminada por la Palabra de Dios. Cuando, bajo el efecto de esta luz, el pecador ve el horror de su condición, la gracia le presenta el valor de la sangre de Cristo que purifica de todo pecado. Entonces, por la fe, una conciencia purificada reemplaza a una conciencia cargada de pecados. Es la felicidad, el gozo y la paz con Dios, a cambio del terror y la angustia de pensar que un día se encontrará ante este Dios justo y santo como juez.

No volveremos sobre las circunstancias que determinaron la muerte de Juan el Bautista y que hemos visto en detalle en el Evangelio según Mateo. El relato de Marcos muestra que el rechazo de Cristo ya había sido confirmado por el de su precursor.

El regreso de los apóstoles

Estos versículos nos presentan una circunstancia que forma parte del servicio y que es de mucho interés para los siervos del Señor, así como para todos los redimidos, pues todos tienen un servicio que realizar.

Marcos nos muestra a Jesús en su relación con aquellos a quienes llamó para trabajar con él. En el capítulo 1:17 les dijo: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres”. Ellos estaban con él para ser formados. En el capítulo 3:13-14, llamó a los que él quería y estableció a doce para que estuviesen con él. En el versículo 7 de nuestro capítulo, los envió de dos en dos, revestidos con su poder, y bajo su protección, a fin de hacer la obra para la cual los había preparado.

Cuando regresaron, se reunieron de nuevo alrededor de él y descansaron junto a él. “Le contaron todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. Él les dijo:

Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer” (v.30-31).

A quien debemos informar sobre el servicio es al Maestro; lo que decimos y hacemos debe ser examinado en su presencia. Si hemos actuado según su pensamiento, habremos aprendido de él, y podremos adquirir la sabiduría necesaria para servirle cada vez mejor.

Los discípulos encontraron en Jesús un corazón lleno de consideración por ellos. Él era el Maestro y el Siervo perfecto. Sabía que la obra no se realiza sin cansancio, pues él mismo se sentó cansado junto al pozo de Sicar (Juan 4:6). Los invitó a ir al desierto a descansar un poco. Jesús sigue siendo hoy el mismo para los suyos. No pide más de lo que sus débiles siervos pueden lograr, y los cuida con el mismo amor. Cuán equivocado estaba el siervo malo cuando dijo: “Señor, te conocía que eres hombre duro” (Mateo 25:24). Si conocemos a Jesús, busquemos servirle fielmente, sabiendo que es un Maestro bondadoso con todos, pequeños y grandes, para que cuando el tiempo del servicio haya terminado pueda decir: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21).

Este relato contiene otra enseñanza útil. Jesús invitó a los discípulos a descansar en un lugar desierto. Esto no solo era necesario por el movimiento de la multitud, sino que Jesús quería enseñarles a hacer como él. Después de su servicio, el Siervo perfecto se retiraba a un lugar apartado, en soledad, en lugar de exponerse a recibir la alabanza de los hombres. El lugar que conviene ocupar después del servicio es en la presencia del Señor, y no ante la admiración de los hombres y los hermanos. Si el siervo encuentra la ocasión de decir a otros, y no a su Maestro todo lo que ha hecho, corre el riesgo de elevarse. En un lugar apartado, y en la presencia del Señor, el modelo perfecto, el servicio se manifiesta con todos los defectos que lo caracterizan. Así se mantiene en la humildad y en el sano juicio de sí mismo y de sus obras. Esto lo hará cada vez más apto para cumplir fielmente su tarea.

Los discípulos pronto experimentaron que el verdadero descanso no se encuentra en la tierra. Como les dijo Jesús, en este mundo podemos descansar “un poco”, y luego continuar con el trabajo. El verdadero descanso, el descanso de Dios del que gozaremos eternamente, es el llamado “reposo” en Hebreos 4:9, el cual vendrá cuando toda obra haya terminado. El creyente debe esforzarse por entrar en ese reposo, en lugar de detenerse en el camino buscando descanso en este desierto. Mientras estamos en esta tierra, las necesidades abundan a nuestro alrededor y el amor no puede encontrar descanso en medio de ellas. Muchas personas vieron cuando los discípulos salieron en una barca, y habiéndolos reconocido, acudieron a pie desde varias ciudades y llegaron antes que ellos al lugar adonde iban, y allí se reunieron con Jesús. ¡Qué precioso centro de reunión! ¡Qué gozo es cuando los siervos del Señor en su búsqueda atraen a otros hacia su Persona!

La primera multiplicación de los panes

Jesús fue movido a compasión viendo a la gran multitud reunida junto a él, “porque eran como ovejas que no tenían pastor” (v. 34). Sus pastores, los líderes del pueblo, buscaban su propio interés; por ello, no podían ocuparse de las necesidades del rebaño, que solo el amor podía satisfacer. Pero Jesús, el dispensador de la bondad de Dios, comprendía las necesidades de su pueblo. En el relato correspondiente de Mateo (cap. 14:14), se nos dice que “sanó a los que de ellos estaban enfermos”. En Marcos, el evangelio que resalta su carácter de profeta, leemos que “comenzó a enseñarles muchas cosas” (v. 34). La predicación siempre ocupaba el primer lugar. Solo esto salva al oyente, si cree en esta Palabra. Un milagro no puede inducirlo a prestar atención a la Palabra; solo manifiesta el poder del que habla. ¡Qué poder tenía la predicación de Jesús! No había mezcla en ella; todas sus palabras eran tales como el Padre se las daba. “El que Dios envió, las palabras de Dios habla” (Juan 3:34). Y dijo a los judíos:

Según me enseñó el Padre, así hablo (Juan 8:28).

Y en el versículo 26: “Lo que he oído de él, esto hablo al mundo”. Desdichadamente sabemos que solo unos pocos sacaron provecho de ello.Como el lugar estaba desierto y la hora era muy avanzada, los discípulos consideraron que era mejor despedir a la multitud, para que fueran a buscar alimentos, pues no tenían nada para comer. Jesús les respondió: “Dadles vosotros de comer”. Ellos le dijeron: “¿Que vayamos y compremos pan por doscientos denarios, y les demos de comer?” (v. 37). Los discípulos, ignorando lo que poseían en Jesús, pensaban en recursos materiales y visibles. No se daban cuenta de que estaba con ellos el creador del mundo y de todo lo que se halla en él. Se había revestido de humanidad para traer a los hombres los recursos divinos. Podía entrar en todas sus circunstancias, comprendía todas sus necesidades, simpatizaba con ellos en todos sus males, y siempre puso su poder a disposición de la fe. Olvidaban también que de él habían recibido la capacidad para hacer todas las cosas que acababan de contarle. Jesús, en su paciente bondad, quería que ellos comprendieran quién era realmente, y emplearlos como dispensadores de su gracia. No les pidió que alimentaran a las multitudes confiando en sus recursos. Él nunca confía a los suyos un servicio sin proporcionarles los medios para hacerlo. “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo” (1 Pedro 4:11). Jesús les dijo: “¿Cuántos panes tenéis? Id y vedlo. Y al saberlo, dijeron: Cinco, y dos peces” (v. 38). Les ordenó que se sentaran en la hierba verde en grupos de cien y cincuenta personas. “Entonces tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió los panes, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante; y repartió los dos peces entre todos. Y comieron todos, y se saciaron. Y recogieron de los pedazos doce cestas llenas, y de lo que sobró de los peces. Y los que comieron eran cinco mil hombres” (v. 41-44).

El Señor no solo responde a las necesidades existentes, sino que da mucho más. ¡Que podamos hacer esta experiencia más a menudo! Para esto, solo tenemos que obedecer cuando él pone ante nosotros cualquier deber, pues es quien provee lo necesario multiplicando lo que ya tenemos, lo que sin él sería insignificante.

Una nueva travesía

Jesús hizo subir a sus discípulos a una barca para que fueran delante de él a la otra ribera, mientras despedía a la multitud. Ahora sí podía enviarla de regreso, después de haber saciado “a sus pobres… de pan”, como dice el Salmo 132:15. El Señor nunca despide vacíos a quienes se acercan a él; y ellos se habían reunido junto a él (v. 33).

Jesús no siguió a sus discípulos, sino que se fue a una montaña para orar. Como siervo perfecto, siempre lo encontramos dependiendo de su Dios en todas las circunstancias. Para cumplir su servicio no descansaba en su poder, sino en su Dios y Padre, quien lo había enviado. Quería estar solo para orar a Dios libremente. ¡Qué modelo sublime, digno de contemplar y ser imitado!

Mientras Jesús oraba, sus discípulos se encontraban presa de las dificultades de la travesía. Siendo de noche, luchaban en la barca en la que el Señor los había enviado, porque el viento les era contrario. Esta es una verdadera imagen de lo que les sucede a los creyentes que están en este mundo durante la ausencia de Jesús; algo que el Señor conoce perfectamente bien. Su corazón, movido por la compasión hacia las multitudes, no lo es menos hacia sus agobiados discípulos: “Viéndoles remar con gran fatiga,… cerca de la cuarta vigilia de la noche vino a ellos andando sobre el mar, y quería adelantárseles” (v. 48). Allí también, mientras iba a librarlos, puso a prueba su fe. Hizo como si quisiera ir más lejos. “Viéndole ellos andar sobre el mar, pensaron que era un fantasma, y gritaron” (v. 49). Su presencia, lejos de tranquilizarlos, aumentó aún más su miedo. No lo reconocieron. Esto también nos sucede a nosotros cuando nos dejamos abrumar por las dificultades, mientras deberíamos estar ocupados de aquel que puede y quiere ayudarnos. No logramos verlo cerca de nosotros, lo cual calmaría nuestros corazones. Los discípulos, demasiado absortos por su situación, en lugar de pensar que el Señor venía a liberarlos, lo tomaron por un fantasma. Él, queriendo disipar sus temores, les habló y les dijo:

¡Tened ánimo; yo soy, no temáis! (v. 50).

Aunque sus discípulos conocían tan poco a su Maestro, ¡qué calma habrán sentido en sus corazones ante estas palabras: “Yo soy”! Para su felicidad y también la nuestra, ellas expresan infinitamente más de lo que podemos comprender. Hablan de lo que Dios es en lo infinito de su ser, manifestado en amor hacia los suyos en medio de las penosas circunstancias que atraviesan aquí en la tierra. Estas palabras aportan a este triste mundo todo lo que puede dar ánimo y seguridad, revelando lo que él es. Desde la gloria, Jesús nos dice aún hoy: “¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!”.

Jesús subió a la barca, y el viento se calmó. Su poder apacigua la tormenta, y si su presencia es comprobada por la fe, la paz invade los corazones. Es por eso que el salmista podía decir: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Salmo 23:4).

Los discípulos “se asombraron en gran manera, y se maravillaban”, pues “aún no habían entendido lo de los panes, por cuanto estaban endurecidos sus corazones” (v. 51-52). Es necesaria la perseverancia y la paciencia de Dios, quien en su gracia penetra nuestros corazones con su amor buscando llevarnos al conocimiento de Sí mismo. Esto es indispensable para que podamos contar con él, y glorificarlo mientras atravesamos las difíciles circunstancias de la vida presente.

La barca llegó a la otra ribera, en la región de Genesaret. Inmediatamente los habitantes reconocieron a Jesús y a los discípulos, y se apresuraron a anunciar su llegada en los alrededores. Desde todas partes, los enfermos eran traídos hacia él en lechos. Por dondequiera que Jesús entraba, en pueblos y ciudades, o en el campo, los lisiados, colocados al borde del camino, le rogaban que les permitiera tocar tan solo el borde de su manto. Y todos los que lo tocaban eran sanados.

¡Qué contraste con lo que había ocurrido en su tierra al principio de nuestro capítulo, donde solo pudo hacer unos pocos milagros! Para verse beneficiados con los infinitos tesoros de su gracia, siempre puestos a disposición de la fe, es suficiente reconocer a Jesús, como lo hicieron estas personas, incluso después de haberlo subestimado durante un tiempo, y recibirlo.