Capítulo 5 - La autoridad sobre los demonios, la enfermedad y la muerte
El endemoniado gadareno
En este capítulo nos encontramos con otro cuadro del ministerio de Jesús y del estado en que encontró al hombre, incapaz de dar fruto y bajo el poder del diablo.
Cuando llegó a la otra orilla, a la tierra de los gadarenos, Jesús se encontró con un extraño endemoniado que vivía en los sepulcros. Este tenía tal fuerza que rompía los grillos y las cadenas con que habían intentado dominarlo. Deambulaba día y noche por las tumbas y las montañas, gritando y golpeándose con piedras (v. 5). Únicamente Dios puede presentarnos esta imagen del estado del hombre esclavizado por Satanás, pues solo Él conoce los efectos de ese poder sobre su criatura. El hombre había sido destinado para disfrutar libremente de cuanto había en la rica y bella creación para su felicidad. Allí todo era exuberancia de vida, sin pecado ni dolor. ¡Cuánta diferencia a partir del momento en que el hombre escuchó la voz del seductor! ¡Qué decadencia, qué opresión, qué ruina y qué sufrimiento! De ahí en adelante la vida no fue más que tristeza y dolor. Y esta tierra, de donde debía fluir la abundancia, se abrió para recibir a los muertos, transformándose en un cementerio. Sin embargo, el hombre no puede permanecer en ese estado sin buscar remediarlo. Aun hoy intenta encadenar el poder de Satanás luchando contra los excesos de todo tipo: la violencia, la embriaguez, la inmoralidad, etc. Pero estos son solo logros aparentes. Las ataduras pronto se rompen, y se continúa en el mismo estado. Es precisamente a este lugar adonde el Hijo de Dios vino trayendo el único medio eficaz que libera al hombre. ¡Con cuánta gratitud y alegría debería haber sido recibido en su venida! Pero sabemos que no fue así, como también lo demuestra el final de esta historia. El endemoniado, que se llamaba a sí mismo Legión1 porque muchos demonios lo poseían, reconoció a Jesús como el Hijo de Dios, como sucedió en otros casos anteriores. Viéndolo de lejos, “corrió, y se arrodilló ante él. Y clamando a gran voz, dijo: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes. Porque le decía: Sal de este hombre, espíritu inmundo… Estaba allí cerca del monte un gran hato de cerdos paciendo. Y le rogaron todos los demonios, diciendo: Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos” (v. 6-8; 11-12). Jesús se lo permitió, y los demonios entraron en los cerdos, los cuales corrieron por un despeñadero y se precipitaron hacia el mar. Viendo lo sucedido, quienes apacentaban los cerdos huyeron, contándolo en la ciudad y en el campo. Los que vinieron a ver lo acontecido encontraron al endemoniado, sentado, vestido y en su juicio cabal. Lejos de regocijarse por la liberación del desdichado, estas personas tuvieron miedo y le pidieron a Jesús que se retirara de su territorio. Obraban bajo la influencia de Satanás, quien actúa sutilmente en los corazones para impedirles recibir a Jesús, el único capaz de liberar al hombre. Es así como el enemigo continúa su trabajo en los que le escuchan. El hombre natural siempre tiene algo que perder si recibe a Jesús, y para evitar esto, rechaza al Salvador. Era vergonzoso encontrar en la tierra de Canaán un rebaño de cerdos, estos animales inmundos cuyo uso Moisés había prohibido, pero era peor aún preferirlos a ellos en lugar de Jesús. El hombre ama la desobediencia y la esclavitud de Satanás en lugar de la presencia del Hijo de Dios. Esta presencia libera, trayendo una luz sobre la cual el mal no puede prevalecer. “Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
Cuando Jesús estaba subiendo a la barca, el que había sido endemoniado le rogó que le dejase ir con él. Pero Jesús no se lo concedió, sino que le dijo:
Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti (v. 19).
El deseo de este hombre era comprensible. Estar con el Señor es el deseo de todos los que son salvos. Pero hay un testimonio que dar entre los que lo rechazaron, esperando el dichoso momento de estar con él. Debemos dar a conocer la gracia de la que somos beneficiarios y comenzar por nuestra propia casa. “Vete a tu casa, a los tuyos” (v. 19), dice el Señor. A veces es difícil, porque sentimos que el testimonio que damos no siempre está en conformidad con nuestras palabras; pero dejemos que la Biblia regule nuestras vidas y podremos imitar a este hombre, no solo en nuestras familias, sino en todo lugar. “Se fue, y comenzó a publicar en Decápolis cuán grandes cosas había hecho Jesús con él; y todos se maravillaban” (v. 20).
Este endemoniado sanado representa a aquellos que en Israel, luego de verse beneficiados con la presencia de Jesús, dieron testimonio después de su partida, mientras que el pueblo que lo rechazó continuó bajo el poder del enemigo. Como la manada de cerdos que se precipitó al mar, ese pueblo fue expulsado entre las naciones y, en cierta manera, ahogado como nación, condición en la que permanecerá hasta el momento en que, después de un tiempo de terribles pruebas, “mirarán al que traspasaron” (Zacarías 12:10; Juan 19:37).
- 1Legión, nombre de un cuerpo del ejército romano; se componía de 10 compañías de 500 soldados cada una.
La hija de Jairo
Habiendo sido expulsado de la tierra de los Gadarenos, Jesús volvió a la otra orilla, donde inmediatamente lo rodeó una gran cantidad de gente. Desde el principio de su ministerio en este evangelio lo vemos constantemente rodeado de multitudes, a las cuales servía con dedicación, siempre dispuesto a responder al llamado de la fe.
Un jefe de la sinagoga, llamado Jairo, se acercó a Jesús y, postrándose a sus pies, le rogó insistentemente, diciendo: “Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá” (v. 23). Jesús fue con él, acompañado por toda la gente que lo oprimía.
Entre la multitud había una mujer que estaba enferma desde hacía doce años, y había sufrido de muchos médicos. Ella había gastado todos sus bienes en vano, pues su condición iba empeorando. Cuando oyó hablar de Jesús, se acercó por detrás y tocó su manto, porque decía: “Si tocare tan solamente su manto, seré salva” (v. 28). La fe de esta mujer no quedó sin respuesta: en seguida se dio cuenta que había sido sanada. Jesús, sabiendo el poder que había salido de él, preguntó quién lo había tocado, y mientras miraba a su alrededor para ver quién había hecho esto, sus discípulos le dijeron: “Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado?” (v. 31). En efecto, la multitud lo presionaba; pero no estaba en relación directa con él por la fe. Hay una gran diferencia entre una persona que teniendo necesidades reales se pone en contacto con el Señor por la fe, y una multitud que sigue a Jesús solo por admiración. La mujer, viéndose descubierta, se acercó temblando y se postró a los pies de su Salvador, diciéndole toda la verdad. ¿Tenía miedo de un reproche? En lugar de esto, oyó de boca del Señor la confirmación de lo que había experimentado, pues él le dijo:
Hija, tu fe te ha hecho salva; vé en paz, y queda sana de tu azote (v. 34).
Muchas personas han tenido fe para ir a Jesús, sabiendo que solo él puede salvarlas, y después de haber recibido la paz se retiran, por así decirlo, sin ponerse en una relación práctica con el Señor, ni dar testimonio de él ante el mundo. Nadie en la multitud sabe que se han convertido; no disfrutan de las preciosas declaraciones del Señor que fortalecerían su fe, y le privan del testimonio que le es debido por todo lo que ha hecho por ellas. Tampoco pueden progresar en el conocimiento de su amor. Jesús quiere llenarlas de felicidad. Como a aquella mujer, busca a los que ha salvado, para que lo conozcan mejor.
Querido lector, debe recordar esto. Si posee el perdón de sus pecados, no permanezca como un desconocido entre la multitud. Debe confesar lo que el Señor ha hecho por usted. Este será el camino para progresar en el gozo de su gracia.
Mientras Jesús todavía hablaba, vinieron de la casa de Jairo para decirle: “Tu hija ha muerto; ¿para qué molestas más al Maestro?” (v. 35). Al oír esto, Jesús dijo al jefe de la sinagoga:
No temas, cree solamente (v. 36).
El amor y el poder estaban allí en Jesús: un amor perfecto que había venido hacia la tierra atraído por la miseria del hombre, y un poder irresistible. Esperaban el contacto de la fe: “Cree solamente”: esto es lo que Dios pide al pobre pecador; también es lo que pide a los suyos en todas sus dificultades.
Jesús tomó consigo a Pedro, Jacobo y Juan, no permitiendo que nadie lo siguiera, excepto el padre y la madre de la niña. Echó fuera de la casa a los que lloraban y endechaban, según las costumbres orientales en caso de muerte, diciéndoles: “¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no está muerta, sino duerme. Y se burlaban de él” (v. 39-40). La muerte es un sueño que no puede prolongarse en la presencia de Dios. Jesús tomó la mano de la niña y “le dijo: Talita cumi; que traducido es: Niña, a ti te digo, levántate. Y luego la niña se levantó y andaba, pues tenía doce años. Y se espantaron grandemente. Pero él les mandó mucho que nadie lo supiese, y dijo que se le diese de comer” (v. 41-43).
En este evangelio en particular, vemos que el Señor hacía sus obras evitando despertar la curiosidad del mundo. Hay una diferencia entre dar testimonio de la gracia de Dios luego de haber sido beneficiado por ella, y publicar hechos maravillosos e interesantes, como los que Jesús realizaba, buscando asombrar a la gente que no tiene necesidad espiritual. ¿Estaríamos tan ansiosos hoy de contarle al mundo nuestra conversión como de relatar cualquier milagro que sucediera? Es fácil entender por qué el Señor le dice al endemoniado sanado que vaya a su casa y cuente las grandes cosas que él le había hecho, y por qué aquí prohíbe hablar de la resurrección de esta joven.
El Siervo divino no necesita la reputación del mundo, como tampoco la necesitan aquellos a quienes emplea en su servicio. La aprobación del Maestro es suficiente, él la da en lo secreto. En el día en que todo se manifieste, esta aprobación se hará pública, y todo contribuirá para la gloria de Dios.
Estos dos relatos exponen también en sentido figurado el servicio de Jesús en la tierra. Él había venido a sanar a Israel, que como la hija de Jairo estaba moribundo, y al igual que ella murió. En el estado en que se encontraba no era posible ser sanada. La muerte es el fin de todo hombre y de Israel según la carne, sin embargo, Dios tiene el poder para resucitar. Esto es lo que el Señor cumplirá para su pueblo al final, según Ezequiel 37. Mientras tanto, todos aquellos que reconocen su estado de perdición, como la mujer que tocó a Jesús, pueden acudir por fe para beneficiarse individualmente de los recursos de la gracia y ser salvos. Esta obra se cumple desde los días en que Jesús estuvo en la tierra y continuará hasta su regreso. ¡Que él sea alabado, mientras continúa operando en el corazón de muchas personas aún para que puedan ser salvas durante este período de gracia, aguardando la resurrección de Israel!