Capítulo 15
Jesús entregado a Pilato
La noche estaba muy avanzada cuando terminó el interrogatorio a Jesús ante el sumo sacerdote, pues el gallo había cantado dos veces. El canto del gallo correspondía a la tercera vigilia. La Palabra no nos dice lo que sucedió con Jesús durante el resto de esa noche única. Por la mañana vemos al sanedrín celebrar un consejo y enviar a Jesús atado a Pilato. El gobernador se convirtió en el instrumento de los líderes del pueblo judío para matar a su rey, una muerte que ellos habían decidido, pero que no podían ejecutar, ya que los romanos habían quitado a sus súbditos el derecho a imponer la pena de muerte.
Pilato preguntó a Jesús si él era el rey de los judíos. Jesús simplemente le respondió: “Tú lo dices” (v. 2). Los sacerdotes lo acusaron de muchas cosas, pero no convencieron a Pilato de la culpabilidad de su víctima. Pilato volvió a preguntar a Jesús: “¿Nada respondes? Mira de cuántas cosas te acusan. Mas Jesús ni aun con eso respondió; de modo que Pilato se maravillaba” (v. 4-5). Esto probablemente lo confundió, pues le hubiera gustado escuchar la defensa del acusado para formarse un juicio antes de tomar una decisión. Jesús había hecho su
Buena profesión delante de Poncio Pilato (1 Timoteo 6:13),
declarando que era el rey de los judíos; no tenía nada más que decir al gobernador, ni a los sacerdotes; no quería hacer nada para salvarse. Él “no abrió su boca” (Isaías 53:7); dejó que los hombres continuaran su obra de iniquidad, mientras él se entregaba a sí mismo. Para salir del apuro en el que los acusadores y el acusado lo habían metido, y sabiendo que Jesús había sido entregado por envidia, Pilato ofreció a los judíos soltar a Jesús, según su costumbre de liberar a un prisionero en la fiesta de la pascua. Esta propuesta fue rechazada porque no encajaba en sus planes. Al contrario, incitaron a la multitud a pedir al gobernador que liberara a Barrabás, un sedicioso y asesino. Pilato les preguntó qué debía hacer con el que llamaban “Rey de los judíos”. Ellos gritaron: “¡Crucifícale!” (v. 13). El gobernador volvió a decirles: “¿Pues qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aun más: ¡Crucifícale!” (v. 14). Queriendo agradar a la multitud, a la que temía más que a Dios, Pilato soltó a Barrabás, hizo azotar a Jesús y lo entregó a los soldados para que lo crucificaran.
En Pilato vemos el ejemplo de un hombre gobernado por su propia importancia. Menospreciando la justicia, hizo callar la voz de su conciencia. No pudo estar por encima de la opinión del pueblo al que gobernaba, ignorando que la autoridad que representaba le había sido dada por Dios para hacerla valer con justicia y bondad. Pero, ¿qué decir de los judíos, que conocían al verdadero Dios, que tenían como testimonio la vida perfecta de Jesús, y que presionaron al gobernador pagano para que, a pesar suyo, crucificara a su Rey?
En efecto, la muerte de Jesús manifestó lo que es el hombre, su ruina absoluta y su odio a Dios. Pero, por medio de esta muerte, el amor de Dios en Cristo también resplandece con toda su belleza en medio de la profunda oscuridad en la que el hombre, gobernado por Satanás, ha mostrado su estado irremediable y una culpabilidad que nada puede atenuar. En lugar de dejar que tales seres soportaran el juicio que merecían, sin reservas, Aquel a quien el hombre desprecia y rechaza, el Hombre perfecto, sufrió en su lugar, para que el amor de Dios, el río de la gracia, fluya libremente a favor de una raza indigna de todo, excepto del juicio divino.
En manos de los soldados
Cumplida la obra de los judíos, y también la de Pilato, Jesús pasó a las brutales manos de los soldados romanos. Estos hallaron placer en cumplir la voluntad de los hombres responsables de un crimen sin nombre ante el cielo y la tierra.
Cuando oyeron que Jesús era acusado de ser el rey de los judíos, lo vistieron de púrpura –color de las vestiduras reales–, hicieron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza. Luego, en señal de burla, lo aclamaron como rey, golpearon su cabeza con una caña, lo escupieron y le rindieron homenaje de rodillas. Como animales salvajes que juegan con sus víctimas, la criatura caída halló placer en burlarse de su Creador, quien se hizo hombre en este mundo para salvarla. ¡Con cuánta belleza se manifiesta el amor de Jesús en medio de esta escena en la que, como víctima voluntaria y siervo perfecto, el Salvador del mundo permite que la obra que ha emprendido llegue hasta el final!
Después de burlarse de Jesús, los soldados le devolvieron sus vestidos, de los cuales lo habían desnudado para vestirlo de púrpura, y lo sacaron de la ciudad para crucificarlo. Obligaron a Simón, “padre de Alejandro y de Rufo” (v. 21), a llevar la cruz en la que Jesús debía ser clavado. Se puede suponer que Alejandro, a quien vemos con Pablo en Éfeso (Hechos 19:33), y Rufo, el “escogido en el Señor” (Romanos 16:13), son los hijos del mismo Simón. Cuando Marcos escribió su evangelio, estos dos hombres eran conocidos por él y por los hermanos. Esto sugiere que Simón y sus hijos continuaron llevando la cruz de Jesús, como dice en Marcos 8:34. Cuando llegaron al lugar del suplicio, llamado Gólgota, palabra que significa «lugar de la calavera», los soldados quisieron dar a Jesús vino mezclado con mirra, una bebida que tenía cierta propiedad narcótica y que se daba a los crucificados para aliviar los primeros dolores. Jesús no lo tomó. Quería soportar todo y encontrar ayuda solo en el gozo de la comunión con su Padre. En medio de los sufrimientos que soportó por parte de los hombres, él nunca fue abandonado por Dios.
Después de crucificarlo, los soldados se repartieron las vestiduras de Jesús, cumpliendo las Escrituras, sin saberlo (Salmo 22:18). Era la hora tercera (nueve de la mañana según nuestra forma de contar el tiempo). Encima de la cruz fue colocada una inscripción que indicaba el motivo de la acusación: “El Rey de los judíos”. A cada lado fue crucificado un ladrón. Allí también se cumplió la Escritura que dice:
Fue contado con los pecadores (Isaías 53:12).
Expuesto a los insultos de todos
Cuando los soldados terminaron su cruel trabajo, Jesús fue expuesto, durante las siguientes tres horas, a los insultos de todas las clases sociales, desde los líderes del pueblo hasta los ladrones crucificados a su lado. Los que pasaban por allí lo insultaban, meneando la cabeza y diciendo: “¡Bah! tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz” (v. 29-30). Queridos lectores, sabemos lo que hubiera sido de nosotros si nuestro precioso Salvador hubiera usado su poder para descender de la cruz: el juicio que Jesús iba a soportar de parte de Dios hubiera sido nuestra parte durante la eternidad. Una vez más, su perfecto amor lo mantuvo en la cruz. Él quería glorificar a Dios sufriendo Su ira contra nuestros pecados, para que Su amor pudiera ser conocido por aquellos que solo merecían el juicio. “También los principales sacerdotes, escarneciendo, se decían unos a otros, con los escribas: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (v. 31). Y precisamente, fue para salvar a otros que permaneció colgado en la cruz, sufriendo todos los dolores de la crucifixión. Y más aún, los dolores morales con los que su corazón perfecto fue torturado en un momento en que los hombres no le escatimaron ninguna afrenta: la “cuadrilla de malignos”, los “toros de Basán”, el “león rapaz y rugiente”, los “perros”, de los cuales habla el Salmo 22. A Cristo no se le escatimó nada; en su vida y en su muerte sufrió todo lo que se puede sufrir, no solo para salvar, sino también para poder compadecerse de sus redimidos, cuando estos pasen por el sufrimiento.
“El Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos” (v. 32), añadieron los sacerdotes. Si Jesús hubiera descendido de la cruz, habría sido inútil creer en él; porque la fe en un Cristo muerto y resucitado es la que salva, y no la fe en un Cristo que no hubiera pasado por la muerte. Por eso Jesús dijo a los judíos: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Juan 6:53). La carne y la sangre separadas significan la muerte. Los padres pudieron haber sido liberados cuando clamaron a Dios (Salmo 22), pero si Jesús hubiera sido liberado de la cruz antes de la muerte, nosotros nunca habríamos sido liberados. Como el siervo hebreo, tipo de Cristo decía:
Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre
(Éxodo 21:5),
así también, por amor a su Dios y Padre, a quien quiso glorificar en la cruz, y por amor a todos sus redimidos, Jesús no quiso usar el derecho que tenía a escapar de la muerte, porque no tenía ninguna obligación de hacerlo por sí mismo. Él vino para hacer la voluntad de su Padre; no quiso evitarla; fue hasta el final, para recibir la liberación de Dios mismo cuando todo estuviera cumplido. Fue lo que tuvo lugar plenamente por medio de la resurrección.
Las tres horas de oscuridad
Hemos seguido a Jesús en las diversas etapas desde su arresto. Compareció ante el Sanedrín, ante Pilato; pasó por las manos de los soldados; estuvo expuesto en la cruz desde la hora tercera hasta la sexta –desde las nueve de la mañana hasta el mediodía–, soportando los insultos y burlas de todos, e incluso las injurias de los ladrones crucificados a su lado. Los hombres cumplieron su obra de odio contra su inocente víctima, el hombre manso y humilde de corazón, que era como una oveja muda delante de los que la trasquilan (Isaías 53:7). Ahora comienza otra escena:
Cuando vino la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena (v. 33).
Este fue el momento en que Jesús, cargado con nuestros pecados, sufrió el juicio de Dios en lugar de los culpables. Es imposible dar una descripción de lo que sucedió durante esas tres horas de sufrimiento indecible que Jesús soportó. Nuestro Salvador estaba solo bajo el peso de nuestros pecados.
Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (v. 34).
Este grito solo expresa lo que sucedió durante esas tres horas de oscuridad que envolvieron la tierra. Separado de Dios por nuestros innumerables pecados, identificado con el pecado, porque la Biblia dice que “por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21), Jesús vio alejarse de él el rostro del Dios tres veces santo, cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal. En ese momento único en la eternidad, él cumplía lo que era en figura la víctima por el pecado, en servicio levítico, sacrificio que no subía ante Dios como un perfume de olor grato, sino que se quemaba fuera del campamento (Levítico 4:12). No alcanzamos a sondear lo que sucedía en el alma pura del Salvador; era infinito, divino, eterno. En Getsemaní, la anticipación de esa hora, cuando Jesús bebió la copa de la ira de Dios, le había producido una angustia indescriptible y un sudor que era como gotas de sangre, pero aquí estaba la realidad, lo que corresponde al castigo eterno que el creyente tendría que haber sufrido, abandonado por Dios. Allí, como vimos en Mateo, tuvo lugar la expiación por el pecado. En virtud de lo que sucedió durante esas tres horas de tinieblas, todo el que cree tiene la vida eterna. Hasta la hora sexta, Jesús sufrió por parte de los hombres; estos sufrimientos tienen como consecuencia los juicios de Dios sobre ellos. Pero desde la hora sexta hasta la novena, Jesús soportó los sufrimientos expiatorios que Dios infligió a su santo Hijo contra el pecado. Las consecuencias son la salvación, la paz, la liberación del juicio, el perdón de los pecados para el creyente. El Salmo 22 describe estas consecuencias como una bendición, desde el momento en que se realiza la obra, ya que Jesús ha sido liberado de los “cuernos de los búfalos” (v. 21), figura de la muerte. Desde entonces, Dios tiene plena libertad para perdonar. Él hace proclamar su salvación hasta los confines de la tierra.
Algunos de los que presenciaron esta escena solemne, única y misteriosa, oyendo el clamor de Jesús, lejos de comprender lo que estaba sucediendo, sin entender su lenguaje, dijeron: “Mirad, llama a Elías. Y corrió uno, y empapando una esponja en vinagre, y poniéndola en una caña, le dio a beber, diciendo: Dejad, veamos si viene Elías a bajarle” (v. 35-36). Hasta el final, el hombre muestra su bajeza, su dureza y todo lo que brota del corazón alejado de Dios, que no quiere nada de Dios, y que cuando él vino en gracia para visitarlo, solo vio en Cristo un objeto de odio. Sin embargo, el amor perfecto se manifestó en su máxima expresión en la persona del Crucificado; pero el hombre no lo vio y, en cuanto lo vio, no lo quiso.
La muerte de Jesús
La obra estaba cumplida, Jesús no tenía nada más que hacer en la cruz. En plena posesión de sus fuerzas, lanzó un fuerte grito y exhaló. Este último acto de su vida fue un acto de obediencia, como todo lo que había hecho hasta entonces. Él dio su vida por obediencia. Había dicho a sus discípulos: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18). Jesús no murió como mueren los hombres, como resultado de un daño en los órganos vitales, por enfermedad, debilidad o por cualquier otro motivo; su muerte no fue el resultado del maltrato que había sufrido, ni de la tortura de la cruz, como muchos creen. La muerte de Jesús proviene de su obediencia, cuando todo estaba cumplido. No obstante, los hombres son responsables de su muerte; lo entregaron a Pilato para que lo matara. Este acto habría provocado la muerte de Jesús, si él no hubiera sido el Hijo de Dios. Los judíos y los gentiles son culpables de la muerte de Jesús. Pero por encima de esta escena visible, estaba la ejecución del consejo de Dios. Una obra divina de justicia y amor se realizaba paralelamente a la obra del odio y del pecado del hombre.
En el momento en que Jesús expiraba, el velo del templo se rasgó en dos, desde arriba hasta abajo. Con este acto sorprendente Dios mostraba que el camino nuevo y vivo estaba abierto al pecador hasta su santa presencia. Por la fe en la obra expiatoria de Cristo, todos los hombres pueden entrar en la presencia de Dios, porque el pecado que los mantenía alejados de ella acababa de ser expiado, y el juicio era cosa del pasado. Desde entonces el creyente tiene
Libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne
(Hebreos 10:19-20).
¡Cuán digna de Dios es una obra así, y cuán extrañamente contrasta con la de los hombres! Cristo fue el medio para manifestar el amor de Dios y, al mismo tiempo, para mostrar el odio de los hombres.
Sorprendido por el hecho de que Jesús hubiera muerto en plena posesión de sus fuerzas, en lugar de sucumbir después de una larga agonía, el centurión que estaba presente dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (v. 39). Frente a la manifestación de tal poder de vida, este pagano vio el origen divino de tal hombre, porque una muerte así no tiene nada en común con la de un mortal. Sin embargo, Jesús era un hombre. El misterio de la encarnación permanece hasta el final. Jesús era Dios y hombre a la vez; esto lo hizo capaz de realizar la obra de la redención.
Las mujeres piadosas también fueron testigos de la muerte de su Señor. Lo habían seguido desde Galilea hasta la cruz; su amor por él no les había permitido huir. Como lo siguieron y le sirvieron en la humillación, tendrán una hermosa parte en la gloria con su Señor. En el ámbito divino, la humillación precede a la gloria; pero si tenemos una parte en la gloria con Cristo, es porque él la adquirió para nosotros; todo será gracia eternamente.
Sepultura de Jesús
Isaías había dicho:
Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte
(Isaías 53:9).
Esta palabra debía cumplirse. Cuando llegó la noche, un hombre rico llamado José, de la ciudad de Arimatea, un consejero honorable que también esperaba el reino de Dios, fue y pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió; apenas podía creer que Jesús ya estuviera muerto. No confiando en la palabra de José, llamó al centurión para averiguar si el hecho era real. Cuando el centurión lo confirmó, Pilato entregó el cuerpo de Jesús a José. De otra manera, como había dicho el profeta, su tumba estaba con las de los impíos, porque los crucificados eran enterrados en el cementerio común y no en tumbas excavadas en la roca. José quería evitar este deshonor para Aquel cuyo reino estaba esperando. Compró un sudario nuevo, envolvió el cuerpo de Jesús y lo puso en su tumba; luego hizo rodar una piedra a la entrada del sepulcro, la cual sirvió de puerta. María Magdalena y María la madre de José, quienes se hallaban entre las mujeres que vinieron de Galilea, observaban dónde ponían el cuerpo de su Señor, para poder embalsamarlo después del sábado.
Marcos es muy conciso en este relato, como en el de la crucifixión y, además, en todo su evangelio, porque el Espíritu de Dios no se aparta de lo que caracteriza la presentación de Jesús como Profeta y Siervo. Todo se relata con sencillez, pero con toda la dignidad que exige la persona del Hijo de Dios, quien se hizo hombre para servir aquí en la tierra, y que, aun en la gloria, seguirá siendo el glorioso servidor de los que le sirvieron (Lucas 12:37).