Capítulo 16
Alrededor de la tumba
El sábado había pasado, un gran día para los judíos ese año, porque había sido precedido por la pascua. A partir de entonces, ni el sábado ni la pascua tendrían ningún valor. El verdadero Cordero de Dios había cumplido definitivamente la pascua, y el sábado, símbolo del descanso en el cual Dios quería introducir al hombre, ya no era posible sobre la base de la ley. Cristo vino bajo la ley, y después de su muerte pasó ese sábado en el sepulcro. Él era, como dice Pablo, “el fin de la ley” (Romanos 10:4). Todo el sistema legal había sido, por así decirlo, sepultado con Cristo. Una nueva economía comenzaría con la resurrección del Señor Jesús.
Muy temprano por la mañana, el primer día de la semana –el primero de todos los domingos–, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé, fueron al sepulcro a llevar las especias que habían comprado para embalsamar el cuerpo de la persona que les era tan querida. Ellas se preguntaban quién les removería la gran piedra que cerraba la entrada al sepulcro; pero cuando llegaron se dieron cuenta de que ya había sido removida. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven vestido con una túnica blanca, sentado a su derecha. Ellas se asustaron, pero él les dijo: “No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron. Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo. Y ellas se fueron huyendo del sepulcro, porque les había tomado temblor y espanto; ni decían nada a nadie, porque tenían miedo” (v. 6-8).
Marcos solo menciona la venida de las mujeres al sepulcro, su encuentro con el ángel y el mensaje que debían llevar a los discípulos, para recordarles lo que Jesús les había dicho (capítulo 14:28). Mateo da más detalles sobre este tema. Sin embargo, en este relato de Marcos tenemos un detalle que no se encuentra en ninguna otra parte: el ángel mencionó particularmente a Pedro: “Decid a sus discípulos, y a Pedro” (v. 7). En esto se muestra de manera conmovedora el amor del Señor por su pobre discípulo. Pedro debía estar inmerso en un dolor muy comprensible, al recordar que había negado a Jesús –su último acto hacia su Señor y Maestro– y la mirada que encontró en el tribunal del sumo sacerdote. Por eso la mención de su nombre en el mensaje a los discípulos debería consolarlo y hacerle entender que Jesús no lo había negado. Si el mensaje se hubiera dirigido simplemente a los discípulos, sin mencionar a Pedro, este podría haber dicho: «Yo no debo contarme más entre los discípulos, porque negué a mi Maestro». Pero el Señor se ocupó especialmente de su discípulo, a fin de levantarlo y restaurarlo con miras al servicio que quería confiarle. En Juan 21:15-20 vemos cómo lo hizo. El apóstol Pablo cita a Pedro como uno de los testigos de la resurrección del Señor: “Y… apareció a Cefas” (1 Corintios 15:5).
Encuentro de Jesús con los suyos
En el resto del capítulo Jesús se da a conocer a los suyos. Primero se apareció a María Magdalena, de quien había echado siete demonios. En Juan 20:1-18 la vemos llorando en el sepulcro. Objeto de una liberación tan maravillosa, su corazón estaba profundamente dolido al pensar que no volvería a ver a su Señor. Él lo sabía. Ocupado de ella, como de Pedro, respondió a su ardiente afecto manifestándose primero a ella. Jesús resucitado se ocupa completamente de los suyos; los tiene presentes ahora que su servicio en el mundo ha terminado; esto es lo que siempre ha hecho desde la gloria:
Viviendo siempre para interceder por ellos (Hebreos 7:25).
María fue a decir a los discípulos que Jesús estaba vivo y que ella lo había visto; pero ellos no le creyeron. Aunque a menudo él les había hablado de su resurrección (cap. 8:31; 9:9, 31; 14:28), ellos no habían creído. Solo podían creer en Jesús como un Mesías vivo, estableciendo su reino. Muchas verdades en la Palabra permanecen oscuras para nosotros, porque queremos acomodarlas a nuestro propio pensamiento, en vez de dejar que nuestros pensamientos sean formados por ellas.
“Después apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino, yendo al campo” (v. 12). En Lucas 24:13-35 tenemos el relato de esta reunión. Ellos dijeron a los otros discípulos que habían visto al Señor, pero tampoco les creyeron. “Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado” (v. 14). Sin embargo, Jesús les encargó la tarea de anunciar el Evangelio a toda la creación. Estos pobres discípulos se mostraron poco capacitados para cumplir tal misión, pero Jesús lo sabía. Al principio él les había dicho: “Haré que seáis pescadores de hombres?” (cap. 1:17). Solo él podía capacitarlos para ello, y lo hizo. Jesús les dijo: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (v. 16). El tema del Evangelio es la obra que Dios realizó en la cruz. El pecador debe aceptarla creyendo que esta obra fue hecha por él. El que cree es salvo; nace de nuevo. Judío o gentil, se convierte en otro hombre, es decir, en un cristiano. Los que se convertían por medio del mensaje de los apóstoles debían demostrarlo públicamente a través del bautismo. El bautismo es una figura de la muerte de Cristo, la cual libera del pecado, del mundo, y nos introduce en la casa de Dios. Como testimonio, esta casa ha reemplazado a Israel, el pueblo terrenal de Dios. Así, la fe salva, y el bautismo introduce en el testimonio de Dios en la tierra. El que se bautiza profesa que la muerte de Cristo lo sacó del estado antiguo en el cual se encontraba según la naturaleza, y que ahora es parte de la casa de Dios en la tierra, donde Dios habita por su Espíritu. En relación con este nuevo estado, los misioneros dan un nuevo nombre a los paganos convertidos que bautizan; ellos pierden, en ese momento, incluso el nombre que se unía a su antiguo estado.
La travesía del mar Rojo es un ejemplo muy claro del significado del bautismo. Los israelitas pasaron por él, no para que el ángel destructor no los alcanzara (la sangre del cordero los había preservado), sino para ser liberados de Egipto y de su príncipe, figura del mundo y de Satanás, su jefe, y para ser introducidos, no en Canaán, sino en el desierto donde Dios moraría con ellos. Él quería que ellos estuvieran completamente separados del mundo. La sangre del cordero pascual expía el pecado; el paso por el mar Rojo libera del mundo. Por eso Jesús añade: “El que no creyere, será condenado” (v. 16). La fe en la eficacia de su sangre es la que salva.
Al comienzo de la predicación del Evangelio entre los judíos –enemigos de Cristo– y los gentiles –inmersos en las tinieblas de la idolatría bajo el poder de Satanás– era necesario demostrar el poder divino que acompaña la predicación de la Palabra y que se manifiesta en los que creen. Por eso Jesús dijo a sus discípulos: “Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán” (v. 17-18). Todas estas señales mostraban la victoria de la gracia sobre el poder de Satanás, bajo el cual yacía el hombre, ya que el diablo, la serpiente antigua, había sido vencida por Cristo en la cruz. Las nuevas lenguas están relacionadas con la proclamación del Evangelio a todos los pueblos, divididos como resultado del pecado cometido durante la construcción de la torre de Babel. Todo en este pasaje nos habla del triunfo de la gracia.
Estas señales no se ven más en la Iglesia. El Señor no dijo que permanecerían hasta el fin. En Mateo 28:20 Jesús, después de dar órdenes a los discípulos, les dice lo que permanecerá hasta el fin: él mismo. “He aquí yo estoy con vosotros… hasta el fin del mundo”. Si los creyentes ya no tienen el poder para hacer milagros hoy, es porque estamos al final de la historia de la Iglesia en la tierra, y estas señales fueron dadas para el establecimiento del cristianismo.
Lo que ahora caracteriza a los creyentes fieles no es el poder, sino la debilidad y la obediencia a la Palabra de Dios, en medio de la cristiandad que reclama el nombre de Cristo, pero que no se preocupa por obedecer su Palabra, sino que ambiciona el poder. Si tuviéramos el poder para hacer milagros, lo usaríamos con orgullo; nos creeríamos muy importantes y descuidaríamos los verdaderos intereses del Señor, olvidando que la obediencia es la que lo honra.
Después de hablar con sus discípulos, el Señor fue alzado al cielo, y
Se sentó a la diestra de Dios (v. 19).
Habiendo terminado su obra, el Siervo perfecto podía tomar el lugar de descanso y honor a la diestra del Dios cuya voluntad acababa de hacer.
El relato de Marcos termina con un pasaje que muestra una vez más lo mucho que el servicio caracteriza este Evangelio: “Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían” (v. 20). Los discípulos emprendieron diligentemente su trabajo, y el carácter del servicio del Señor aparece nuevamente aquí: “ayudándoles el Señor”.
Queridos lectores, que todos nosotros podamos sacar de este Evangelio –que acabamos de estudiar con gran debilidad e ignorancia– algo de su rasgo característico, tal como podemos verlo en la persona de Jesús, quien sirvió perfectamente a Dios su Padre, dejándonos un modelo para que lo sigamos.
Uno de los principales elementos del servicio es la consagración, cualidad de la que carecemos en este siglo. Cada uno busca su propia comodidad, satisfacción y bienestar. La devoción no se puede ejercer sin renunciar a uno mismo; solo el amor debe ser la fuente de ella, porque el amor siempre piensa primero en los demás, nunca busca su propio interés. Este amor fue el que Jesús manifestó cuando dejó la gloria y vino a este mundo, no para ser servido, sino para
Servir, y para dar su vida en rescate por muchos (cap. 10:45).
Si pensamos en él, sabiendo que vino a este mundo por nosotros, para sufrir todo lo que soportó a lo largo de su camino y en la cruz, comprenderemos que nuestra actividad debe tenerlo como modelo y como motivo, para que por él podamos renunciar a muchas cosas y seguir sus pasos, con el corazón lleno de su amor. El apóstol Pablo dice: “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron… para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15). Para ello obviamente es necesario tener la vida de Dios.
En los tiempos difíciles a los que hemos llegado, todo nos muestra la cercanía de la venida del Señor. Por eso es importante que todos tengamos esta preciosa y solemne verdad ante nosotros: honrar al Señor con la obediencia a su Palabra, la dedicación a su servicio, separados del mundo en cualquier forma que se nos presente. Que los que aún no se han convertido vayan sin tardar a Aquel que, en los últimos días, todavía extiende sus brazos, diciendo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17). El Señor termina su Palabra diciendo: “Vengo en breve”. Que todos podamos responder: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).