Capitulo 4
La parábola del sembrador
Puesto que el hombre natural es incapaz de hacer la voluntad de Dios, dicho en otras palabras, de dar fruto, Jesús indica en este capítulo cómo puede obtenerlo.
Una gran multitud se reunió alrededor de él junto al mar. Nuevamente Jesús se subió a una barca y desde allí, enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. En la del sembrador mostró el cambio que Dios necesita operar debido al miserable estado en que se encuentra el hombre natural. Este cambio consiste en sembrar en los corazones su palabra vivificadora que producirá fruto allí donde encuentre un terreno preparado para recibirla. Hasta entonces, y bajo la ley, Israel era comparado a una viña de la que Dios solo pudo obtener malos frutos.
Ya hemos examinado esta parábola en el capítulo 13 de Mateo. Aquí solo vamos a enumerar los diversos terrenos en los que cae la palabra cuando es anunciada, como Jesús les explicó a los discípulos. Él hablaba en parábolas a ese pueblo que, persistiendo en su incredulidad, caía bajo el juicio pronunciado por el Señor en Isaías 6:9-10. Sin embargo, en el versículo 9, después de haber presentado las parábolas, deja a cada uno bajo la responsabilidad de lo que ha escuchado diciendo: “El que tiene oídos para oír, oiga” (Mateo 13:9). Es necesaria la fe para recibir lo que Dios dice, no obstante
La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios
(Romanos 10:17).
La primera categoría está compuesta por aquellos cuyos corazones son semejantes a un camino. La semilla no puede penetrar, y el diablo, que siempre se opone a la conversión de un alma, se apresura a quitar la semilla que quedó en la superficie, presentando cosas que distraen al corazón. Esto para él es fácil pues siempre hay muchas cosas que logran desviar la atención de la Palabra. A menudo la semilla es arrebatada del corazón aún antes de que la persona se retire del lugar en donde la recibió.
En la segunda categoría la Palabra cae en lugares pedregosos. Como no hay tierra profunda, esta pronto crece. Se ven resultados, se manifiesta la satisfacción por haber escuchado el Evangelio, incluso esto puede ser visto como una conversión. Se toman buenas resoluciones, pero falta el terreno de fondo, es decir, un corazón preparado. Cuando la oposición del mundo a lo que es de Dios llega, estos resultados desaparecen, el sol del oprobio y la persecución aunque no sea muy fuerte, lo destruye todo.
En el tercer caso, la semilla crece entre los espinos. Las respuestas a lo que se ha escuchado permanecen por más largo tiempo que en el caso anterior, pero la Palabra no ha sido asimilada lo suficiente como para que el corazón se vea liberado de los afanes de este siglo, del engaño de las riquezas y de “las codicias de otras cosas” (v. 19) (Marcos es el único evangelista que cita esta última frase). Se pretende estar ocupado a la vez de las cosas del mundo y las de Dios. Esto dura poco tiempo, y finalmente los espinos sofocan la Palabra sin que ningún fruto llegue a madurar.
Los que escuchan la Palabra y la reciben conforman el cuarto grupo. Esta es la buena tierra. No dice cómo esta tierra ha llegado a ser buena, ni cuánto tiempo fue necesario para prepararla. Sabemos que esta preparación tuvo lugar por medio de la acción de la Palabra escuchada, siendo recibida en el momento de ser presentada. Se produce fruto “a treinta, a sesenta, y a ciento por uno” (v. 20). Aquí la enumeración de los frutos producidos es de manera progresiva, probablemente porque Marcos presenta la obra del divino Siervo. En Mateo es decreciente: ciento, sesenta y treinta por uno (Mateo 13:8). En Lucas, nos muestra como la obra de la gracia produce con paciencia el fruto al ciento por uno (Lucas 8:15).
A partir del versículo 21, la enseñanza es muy específica del evangelio según Marcos. Ella está relacionada con la responsabilidad del siervo, siendo el servicio lo que el Espíritu de Dios tiene aquí por delante. Por eso él dijo a los discípulos, así como a todos los creyentes de hoy: “¿Acaso se trae la luz para ponerla debajo del almud, o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelero?” (v. 21). La Palabra de Dios operando en el corazón del que la recibe produce luz. Ahora bien, nadie en su sano juicio enciende una lámpara con la idea de que esta no alumbre. Cada creyente es una lámpara que Dios encendió por medio de su Palabra para que proyecte la luz divina a su alrededor, ya sea a través del testimonio que todos debemos dar, o a través de un servicio especial como la evangelización. Es responsabilidad de cada uno de nosotros no ocultar esa luz, porque tendremos que dar cuenta a Dios y allí todo será puesto en evidencia. Es inútil querer esconder algo de Dios. En el versículo 23 reitera: “Si alguno tiene oídos para oír, oiga”. En el versículo 9, esta advertencia dada a las multitudes, estaba dirigida a quienes no creían, haciendo a cada uno responsable de lo que ha oído. Sin embargo, aquí la exhortación se dirige a quienes recibieron la Palabra, para que presten atención a la manera en que realizan su servicio y cómo emplean lo que han recibido. En virtud de la muerte de Cristo, el creyente escapa al juicio que merecía. No obstante, bajo el gobierno de Dios cada uno recibirá su recompensa según su fidelidad a lo largo de su vida, a partir de su conversión. Por eso Jesús dice: “Mirad lo que oís; porque con la medida con que medís, os será medido, y aun se os añadirá a vosotros los que oís. Porque al que tiene, se le dará; y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (v. 24-25). Solemnes palabras con las cuales Dios sondea nuestros corazones y nuestras conciencias, preguntándonos hasta qué punto medimos para con los demás las palabras de gracia y de verdad que hemos recibido, así como una lámpara encendida proyecta la luz a su alrededor. Por el momento, esto puede parecer que no tiene consecuencias graves; pero se acerca el día en que no habrá nada secreto que no sea manifestado, y nada oculto que no sea visible. En ese día, según la justa apreciación de Dios, cada uno será medido de acuerdo a lo que haya medido. Desde ahora Dios añade bendiciones a los que son fieles: “Aun se os añadirá a vosotros los que oís. Porque al que tiene, se le dará”. Para poder ser enriquecido se debe dar valor a lo que uno ya posee, mientras que a los que se han conformado con una profesión sin vida, en el día del juicio se les quitará lo que han tenido.
Que estas palabras del Señor nos hagan conscientes a todos de nuestra responsabilidad de difundir la luz a través de una vida de obediencia y fidelidad a Cristo. Es breve el tiempo que nos separa de ese momento en que toda nuestra vida se manifestará a la plena luz, cuando no podremos volver a empezar para hacerlo mejor. Recordemos las dos advertencias de los versículos 9 y 23 de nuestro capítulo: “El que tiene oídos para oír, oiga”.
Las dos parábolas del reino de Dios
En estos versículos tenemos dos de las parábolas del capítulo 13 de Mateo, la correspondiente a la parábola de la cizaña y la del grano de mostaza que se hace un gran árbol. Aquí la enseñanza difiere considerablemente de la de Mateo; esto es a causa de la particularidad de cada uno de los dos evangelios.
Jesús es el que comenzó a sembrar en esta tierra. Su obra continuó a través de aquellos a quienes llamó para esto, y él ascendió al cielo. Allí espera el tiempo de la siega, cuando recogerá todo el fruto de lo sembrado, como en Mateo 13:30. Durante este tiempo, es como un hombre que, después de sembrar, no se ocupa más de su campo. Sin que él sepa cómo, la semilla germina, la planta crece, y él solo vuelve a ocuparse en el momento de la cosecha. Esta parábola es una imagen del reino de Dios en la ausencia de Cristo. Él sembró, subió al cielo, y aparentemente no se ocupa más de los resultados de su obra hasta el momento en que él mismo introduzca en el cielo a los que creyeron durante su ausencia.
La parábola del grano de mostaza presenta otra forma exterior del reino de Dios en la ausencia de Cristo. Los resultados que son visibles, son diferentes a los que el divino obrero quería producir. En lugar de mantener su carácter primitivo de pequeñez, de humildad, cuando no tenía cabida en el mundo, el reino de Dios tomó la forma de una potencia protectora, representada por el gran árbol salido del pequeño grano de mostaza, símbolo de la humildad que debería haber caracterizado al reino. Si consideramos lo que llegó a ser la Iglesia exteriormente, ella aparece como un gran poder que no protegió a quienes siembran la Palabra, sino a los que reconocían la grandeza que ella había adquirido. Su autoridad fue ejercida sobre reyes y pueblos, y protegió a los más grandes enemigos de Cristo, como lo vemos a través de la historia de la Iglesia. Los verdaderos discípulos del reino de Dios dependen del Señor y no tienen que buscar ninguna otra protección.
Jesús pronunció varias parábolas de este tipo en ese momento, que probablemente son las que se relatan en Mateo 13. A los discípulos se las interpretaba claramente, pero a las multitudes solo les hablaba en parábolas. Notemos que Jesús tomó esta forma de lenguaje a partir del momento en que se manifestó su rechazo. Estas aparecen en el evangelio de Mateo a partir del capítulo 13 y en Lucas desde el capítulo 8. En el evangelio de Juan, no hay parábolas, pues en este evangelio, Jesús no es presentado al pueblo. Desde el principio los judíos son considerados reprobados y Jesús aparece como rechazado. El nuevo nacimiento es introducido inmediatamente (ver capítulo 1:10-13). En el capítulo 12, que concluye el ministerio público del Hijo de Dios, leemos las mismas citas de Isaías 6:9, 10. Estas tuvieron su cumplimiento pues el pueblo no había creído las palabras del Hijo de Dios, a pesar de todos los milagros que él había realizado entre ellos (Juan 12:37-43).
Jesús duerme durante la tormenta
Al caer la tarde, Jesús dijo a sus discípulos:
Pasemos al otro lado (v. 35).
Después de despedir a las multitudes, se embarcaron, habiendo tomado a Jesús “como estaba” (v. 36). Poco después, se levantó una tempestad y las olas llenaban la barca. A pesar de la tormenta, Jesús dormía en la popa sobre una almohada. Los discípulos afligidos, no entendiendo cómo podía dormir en ese momento, lo despertaron diciéndole: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (v. 38). Ellos no habían comprendido aún quién era su Maestro, y tampoco tuvieron en cuenta lo que les había dicho: “Pasemos al otro lado” (v. 35). Si hubieran confiado, habrían estado seguros de que llegarían a pesar de la tormenta. Su Maestro era Dios, el creador de las olas y de los discípulos. A pesar de su humanidad y humildad, seguía siendo el mismo. No era posible que perezca por las aguas que él mismo había creado, ni que dejara perecer a aquellos a quienes había venido a salvar. En perfecta calma, Jesús el Siervo fatigado descansaba en ese momento en que su servicio lo dejaba libre para dormir. No obstante, su reposo fue perturbado por la falta de fe de los discípulos más que por la tormenta. “Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (v. 39). Jesús usó su poder divino siempre en beneficio de los suyos, jamás lo hizo para sí mismo. Imponiendo silencio a los elementos desencadenados, calmó los corazones de sus discípulos, quienes no comprendían que, mientras Jesús estuviera con ellos, no era mayor el peligro en una tormenta que en un día sereno. Él entonces les dijo: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40). Cuando Jesús calmó la tempestad, tuvieron gran temor, y dijeron entre ellos: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41). ¡Cuán pequeño y débil es el hombre! Se asusta en presencia de elementos naturales más poderosos que él, e igualmente tiene temor ante el poder de Dios, incluso cuando este obra en su favor.
Aquí el Señor quiso enseñar a sus discípulos, y a nosotros hoy, que no debemos dejarnos atemorizar por las circunstancias que encontramos en nuestro camino; ni siquiera a través del mar turbulento de este mundo, pues Jesús está con nosotros como lo prometió. Si Dios permite que encontremos dificultades que parecen insuperables a nuestros ojos, es para que conozcamos más su bondad, su amor y su poder, actuando en favor de los suyos y a disposición de la fe. Si hemos tomado con nosotros al Señor, “como estaba” (v. 36), despreciado, rechazado, pero siendo el Dios salvador, el Todopoderoso, invisible a los ojos de la carne, y siempre presente a la fe, no tendremos nada que temer. Él es quien nos puso en camino hacia el cielo, y hasta que no alcancemos esa orilla eterna, él está con y por nosotros, y desea ver que nuestra fe se manifieste con tranquilidad, en medio de las circunstancias más adversas.