Capitulo 3 - Conflicto con los fariseos
Una curación en día de reposo
Jesús entró nuevamente en la sinagoga un día sábado, donde encontró a un hombre que tenía la mano seca. Los asistentes observaban si lo curaría, para poder acusarlo. Conociendo sus pensamientos, Jesús mandó al lisiado que se levantara delante de todos, y mirándolos dijo:
¿Es lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal; salvar la vida, o quitarla? (v. 4).
Puestos a prueba por estas palabras, no respondieron nada. Su conciencia no les permitía decir que no se debía hacer el bien en un día sábado, pues, si bien no estaban de acuerdo, sabían que era Dios quien los visitaba. Su amor no podía ser condenado por la ley, y menos aún si en ese día liberaba al hombre de sus males. Pero el odio de esos hombres por Jesús no les permitía aprobarlo, puesto que buscaban una oportunidad para destruirlo. La perfección de la vida del Señor no les dio oportunidad de encontrarlo en un error. No podían hallar pretexto para condenarlo sino en el libre ejercicio del amor divino, amor que no podía manifestarse en el círculo restringido de ordenanzas, bajo el cual el hombre permanecía en su miserable estado.
Estas ordenanzas que el hombre pretendía cumplir, le hacían rechazar la gracia, porque esta lo deja de lado. El pecador prefiere permanecer bajo la ley, y por lo tanto bajo el juicio de Dios, en vez de aceptar la gracia que lo libera de la condenación, mostrándole que otro tomó su lugar bajo ese juicio para rescatarlo.
Ante el silencio de sus observadores, Jesús se llenó de indignación: “Entonces, mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y él la extendió, y la mano le fue restaurada sana” (v. 5). La ira forma parte de las perfecciones de la naturaleza divina. Es la indignación que Dios siente frente al pecado, tan repulsivo para su naturaleza. Podemos comprender fácilmente los sentimientos de Jesús ante la dureza del corazón de esos hombres insensibles al sufrimiento de sus semejantes, y más aún al amor que vino a liberarlos. ¡Cuánto debió sufrir Jesús viendo su amor despreciado y rechazado por el orgullo y el egoísmo de quienes habían ocupado el lugar de pastores entre el pueblo! Estos eran pastores mercenarios que no se preocupaban por las ovejas (ver Ezequiel 34).
Al ver realizado el milagro, los herodianos y los fariseos, dos sectas enemigas entre ellas, salieron inmediatamente y tuvieron consejo para matar a Jesús. Sin preocuparse por las intenciones de estos hombres malvados, el divino Siervo se retiró con sus discípulos para continuar su obra en otro lugar, así como un arroyo se aleja y toma otro curso al encontrar un obstáculo en su camino.
Jesús se dirigió al mar. Hacia allí lo siguió una gran multitud de todas las regiones vecinas, del otro lado del Jordán, y aún de Tiro y de Sidón, ciudades paganas situadas a orillas del Mar Mediterráneo. La incredulidad de los líderes del pueblo hacía que la gente cargada de necesidades encontrara en Jesús el amor y el poder suficientes para satisfacerlas. Presionado por la multitud, Jesús pidió a sus discípulos que pusieran a su disposición una barca, pues los que sufrían de alguna enfermedad se lanzaban sobre él para tocarlo. ¡Cuán admirable es Jesús en su humillación voluntaria! Era Dios en medio de sus criaturas, hecho hombre para servirlas. Sin embargo, como hombre, para mantenerse alejado de la multitud que lo oprimía, no se protegió empleando su poder divino, sino que pidió una barca, como si tuviera necesidad de ella para estar a salvo. Esa perfecta humanidad atraía el corazón de sus criaturas. Este hombre era Dios manifestado en carne, manso y humilde de corazón, a quien los afligidos no temían echarse encima para obtener la sanidad que deseaban. ¡Qué maravillosa gracia! Pero, ¡cuán culpable es todo aquel que la desprecia!
Los demonios, al ver a Jesús, se postraban ante él, confesando que era el Hijo de Dios. También en este caso, el Señor les prohibió expresamente que lo den a conocer. No quería recibir el testimonio de los demonios. Los caracteres divinos que manifestó debían ser suficientes para que los hombres creyeran en él.
La negativa de Jesús a recibir el testimonio de los demonios nos enseña claramente que el creyente no debe tener nada que ver con estos seres. Vale la pena recordar esto, porque en el estado actual del cristianismo, donde la verdad de Dios está cada vez más abandonada, es aterrador ver con qué facilidad los hombres se relacionan con los espíritus malignos, a través del magnetismo, el espiritismo, el hipnotismo, para diversos fines, y sobre todo para obtener cosas que Dios no ha puesto a disposición de sus criaturas. Recordemos que, cualesquiera que sean los resultados obtenidos, Dios está fuera de todo esto, y todo cuanto se pueda producir se debe al poder engañoso de Satanás.
Este poder satánico, bajo el cual los hombres se entregan inconscientemente cada vez más, los abrazará gradualmente hasta el día en que alcance su pleno desarrollo en el juicio de aquellos que no han creído en la verdad. En aquel día Dios enviará “un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:9-12).
El llamado de los doce
Hasta este momento, varios discípulos seguían a Jesús. A algunos de ellos, había llamado personalmente: Simón, Andrés y los hijos de Zebedeo. Entonces
Estableció a doce, para que estuviesen con él.
Hasta este momento, varios discípulos seguían a Jesús. A algunos de ellos, había llamado personalmente: Simón, Andrés y los hijos de Zebedeo. Entonces “estableció a doce, para que estuviesen con él”El número doce nos habla de la perfección y la plenitud en la administración confiada al hombre: doce tribus, doce apóstoles, doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel, etc. Es el número más divisible1 (v. 14). Jesús quería compañeros en su servicio para predicar, sanar y echar fuera demonios. La predicación tenía el primer lugar en la actividad del Señor. De todos los dones del principio, este es el que permanece hasta hoy, pues Dios realiza su obra solo a través de la Palabra. Ya hemos visto en el primer capítulo que únicamente el Señor tiene la autoridad para llamar y dotar a los que quiere usar en su servicio. En el versículo 13 leemos que “llamó a sí a los que él quiso”. No son los que quieren o son designados por otra autoridad, quienes pueden ser consagrados al servicio del Señor.
La autoridad de Jesús se vio manifiesta al cambiar los nombres de algunos de ellos. Simón fue apodado Pedro, y Juan, Boanerges. Probablemente lo hizo conociendo su carácter, pues el nombre expresa cómo es la persona que lo lleva. En el caso de Pedro (que significa piedra), su nombre hace referencia a todos los creyentes. Cada uno de ellos es una piedra del edificio fundado sobre la roca que es Cristo mismo, confesado como Hijo del Dios viviente, así como Jesús le dijo a Pedro en Mateo 16:18: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia.
- 1El número doce nos habla de la perfección y la plenitud en la administración confiada al hombre: doce tribus, doce apóstoles, doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel, etc. Es el número más divisible
Jesús es juzgado por sus familiares y por los escribas
Cuando Jesús y sus discípulos regresaron a casa, la multitud los rodeó inmediatamente, a tal punto que ni siquiera podían comer su pan. Habiendo oído todo lo sucedido, los familiares de Jesús fueron con la intención de apoderarse de él, diciendo que estaba fuera de sí. Esta fue la apreciación del corazón natural viendo la obra que la gracia de Dios hacía a través del fiel y divino Siervo. Una vida de dedicación y servicio en la dependencia de Dios es considerada una locura, y si el hombre pudiera le pondría fin. Esto es lo que los familiares del Señor querían hacer. ¡Qué abismo hay entre los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres!
Los escribas que habían ido desde Jerusalén, fueron aún más allá con sus maquinaciones. Como no podían negar el poder con el que Jesús expulsaba a los demonios, lo atribuyeron al jefe de los demonios. Jesús les mostró la locura de semejante afirmación, diciéndoles: “¿Cómo puede Satanás echar fuera a Satanás?ˮ (v. 23). Un reino dividido contra sí mismo no puede sobrevivir, ni tampoco una casa. “Si Satanás se levanta contra sí mismo, y se divide, no puede permanecer, sino que ha llegado su fin. Ninguno puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si antes no le ata, y entonces podrá saquear su casaˮ (v. 26-27). Jesús había venido hasta la tierra para liberar al hombre del poder del diablo. Para hacerlo tuvo que entrar en su casa y atarlo. Esto sucedió durante la tentación en el desierto. Allí Satanás se retiró, vencido por la obediencia del Señor, permitiéndole realizar libremente la obra de salvación en favor de los hombres. Jesús echaba fuera a los demonios con el mismo poder con el cual su jefe fue derrotado.
Con respecto a los creyentes, el poder que el diablo tenía sobre la muerte le fue arrebatado en la cruz:
Para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo
(Hebreos 2:14).
El apóstol Pablo dice: “El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros piesˮ(Romanos 16:20). Esto acontecerá cuando los redimidos sean completamente liberados. Durante el milenio, Satanás será atado, y no podrá dañar a los hombres. Finalmente, para el estado eterno, será arrojado al lago de fuego y azufre preparado para él y sus ángeles. Por desdicha también se encontrarán allí aquellos que prefirieron escuchar las mentiras del enemigo, en lugar de la verdad de Dios que les ofrecía la salvación.
La acusación de los escribas les trajo consecuencias muy graves. Jesús proclamaba que los pecados y las blasfemias serían perdonados a los hombres, pero que “cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno. Porque ellos habían dicho: Tiene espíritu inmundo (v. 29-30). Jesús expulsaba a los demonios por el poder del Espíritu Santo, de modo que decir que este poder era el del diablo era una blasfemia contra el Espíritu Santo. Los judíos como nación se colocaron bajo las consecuencias de este pecado, al rechazar el testimonio que desde Pentecostés el Espíritu Santo ha dado de Cristo. Por lo tanto no ha habido perdón para el pueblo; Dios lo apartó y lo dispersó entre las naciones.
La verdadera familia de Jesús
Todo lo que acababa de suceder testificaba claramente que no había relación posible entre Dios y el hombre según la carne. Dios lo había rodeado con todos sus cuidados antes de la ley y también bajo la ley, terminando este período de prueba con la venida de Cristo en gracia.
Después de esto, la madre y los hermanos de Jesús lo llamaron. Él se valió de esta circunstancia para declarar a todos que no reconocía ninguna relación entre él y el hombre en Adán, ni siquiera con su madre y sus hermanos, quienes representaban al pueblo judío del cual él provenía en su humanidad. Otros lazos se formarían por la acción de la Palabra; en adelante, su madre y sus hermanos serían quienes hacen la voluntad de Dios. Esto implica el nuevo nacimiento. Solo se puede hacer la voluntad de Dios poseyendo la naturaleza divina. En la carne esto es imposible; en este estado, el hombre no se somete a la ley de Dios, pues no puede hacerlo.
Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (v. 35).
Con estas palabras el Espíritu de Dios quiere mostrarnos que a través de las acciones seremos reconocidos como hijos de Dios. No basta decir que creemos; lo que debe distinguir al creyente de los incrédulos es el testimonio que da, un testimonio que consiste en obedecer la Palabra de Dios, ya que Dios nos expresa su voluntad a través de ella. Dios desea ver frutos. “La fe sin obras está muerta (Santiago 2:26). Dios dotó al creyente de una nueva vida capaz de producir fruto, por lo tanto, es natural que lo espere.
¡Que nuestro deseo sea obedecer a la voluntad de Dios en el breve tiempo que nos queda aquí en la tierra! El Señor Jesús mismo es nuestro modelo. Jóvenes y ancianos creyentes, que al considerar su vida de siervo perfecto, de hombre obediente y consagrado, podamos imitarlo y ser agradables a Dios. Entonces seremos reconocidos como aquellos a quienes el Señor no se avergüenza de llamar sus hermanos, hermanas y madre.