Capitulo 2 - La miseria humana encuentra un alivio
La curación de un paralítico
Entró Jesús otra vez en Capernaum después de algunos días; y se oyó que estaba en casa.
Jesús volvió a la ciudad para continuar con su ministerio de amor. Cuando la gente se enteró de su llegada, acudió a la casa donde se encontraba, “de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra”. La presentación de la Palabra ocupó el lugar más importante en el ministerio del Salvador (ver cap. 1:14-15, 21-22, 38-39). Lo vemos en todos los capítulos predicando y enseñando. Los milagros que hacía testificaban del poder y la presencia de Dios obrando en gracia en medio de su pueblo, mientras que la Palabra de Dios anunciada operaba en los corazones (Hebreos 2:3-4). Así también debería ser en todo servicio que Dios confía a sus siervos. La fe que salva al pecador viene “por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).
Por la predicación pura y sencilla de la Palabra, Dios aún ofrece la salvación al corazón que la recibe. Es precisamente en vistas de los días malos a los cuales hemos llegado, que el apóstol Pablo encarecía a predicar e instar “a tiempo y fuera de tiempo” (2 Timoteo 4:2). A menudo se oyen atractivos discursos sobre temas religiosos y morales que llaman la atención convocando multitudes. Sin embargo, si no se presenta la Palabra de Dios, no puede producirse la convicción de pecado, ni el arrepentimiento, ni la conversión.
Aunque humilde y “hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7), Jesús era aquel de quien había escrito David: “Jehová… es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias; el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias” (Salmo 103:3-4).
Convencidos del poder y la misericordia de Jesús, cuatro hombres le llevaron a un paralítico. “Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico” (v. 4).
Para llegar hasta la presencia del divino Poseedor de la gracia y el poder, la fe encuentra numerosos obstáculos. Sin embargo, es capaz de hacerles frente porque es activa. La fe dice: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). Los ejemplos del poder de la fe son innumerables. Busca hasta encontrar en Jesús el remedio que salva al pecador impotente. En este caso, abrieron el techo de una casa para ponerlo ante Aquel que había descendido del cielo hasta la tierra para perdonar los pecados. Estos cuatro hombres, como los cuatro evangelios, ponen al pecador ante la mirada de Dios, y presentan a Dios a los hombres. Pero ¡cuántos impedimentos había puesto Satanás en su camino para que no llegaran a Jesús! Aun hoy son innumerables los estorbos que encuentra el alma cuando responde al llamado de Dios oyendo el puro y sencillo evangelio.
Notemos cómo el Señor cumple perfectamente las palabras del Salmo citado, siguiendo el orden en que están expresadas. Antes de sanarlo, otorga al enfermo el perdón de los pecados en respuesta a su fe: “Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados” (v. 5). El llamado a la misericordia de Jesús nunca es en vano, y la respuesta fue más allá de toda esperanza. “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mateo 9:29). Dios estima la fe en su pleno valor pues él es quien la produce en el corazón y manifiesta su obra. Sin ella es imposible agradar a Dios; “porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Esta era la fe que Jesús veía en quienes llevaban al paralítico.
“Estaban allí sentados algunos de los escribas, los cuales cavilaban en sus corazones: ¿Por qué habla este así?” (v. 6-7). Todo lo que oyeron del Señor no había logrado disipar sus tinieblas. Para ellos, Jesús era solo un hombre. Sin embargo, la última frase de sus reflexiones, encierra una verdad muy importante: “¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?”.
Esto era exacto, pero ellos desconocían que Dios estaba allí bajo la forma de un siervo. Había descendido del cielo, velando su gloria para ser accesible a todos. Conociendo Jesús sus pensamientos, dejó ver su divinidad, diciéndoles: “¿Por qué caviláis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda?” (v. 8-9). Los pecados eran la causa de todos los males. Bajo el gobierno de Dios en el cual Israel se encontraba, una enfermedad podía ser el resultado de tal o cual pecado, de manera que sanar a quien la sufría, era como decirle: “Tus pecados te son perdonados”. Únicamente Dios puede hacer esto. Encontramos este mismo principio cuando se trata del perdón eterno de nuestros pecados. Que un pecador arrepentido escuche: «Eres salvo», es lo mismo que escuche: “Tus pecados te son perdonados”. Para el pecador en la actualidad, como para el paralítico entonces, esto es el resultado de la venida de Jesús a la tierra. Sin embargo, él no se limitó a desplegar su poder y su misericordia en favor de su pueblo terrenal: “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero… y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pedro 2:24). Para convencer a los escribas, Jesús les dijo: “Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa… Todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa” (v. 10-12). Efectivamente, nunca se había visto en este mundo a Dios en una persona. Pero venido el cumplimiento del tiempo, el Hijo del Hombre vino desplegando la gracia y el poder divinos que pueden librar a los hombres de sus pecados y sus consecuencias.
¡Qué gozo que aún nos encontremos en el tiempo en que esta gracia y este poder obran en favor de todos, por el evangelio que es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16)!
El llamamiento de Leví
Después volvió a salir al mar; y toda la gente venía a él, y les enseñaba.
En su incesante actividad, Jesús bordeaba el mar de Galilea seguido por una multitud a la cual enseñaba. “Y al pasar, vio a Leví hijo de Alfeo, sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme” (v. 14). El empleo de Leví, quien es llamado también Mateo (Mateo 9:9), era uno de los más viles a los ojos de los judíos, pues el pago de los impuestos les recordaba su penosa sujeción al yugo romano. Jesús no solo quería buscar y salvar estos publicanos, sino que también deseaba emplear uno de ellos a su servicio. “A los que antes conoció… a estos también llamó” (Romanos 8:29-30). Siguiendo a Cristo, el Mesías, Leví sería libre y proclamaría la libertad del yugo del pecado (Juan 8:34-36). Más tarde, como administrador de los tesoros que le confió su Maestro, escribió el evangelio según Mateo.
El nuevo discípulo, cuyo nombre significa «unión», al oír el llamado del Señor obedeció inmediatamente, uniéndose al nuevo Maestro y al grupo que encabezaba. Aun hoy el Señor Jesús escoge a sus siervos, los llama y los forma para su servicio. El padre de Leví se llamaba Alfeo, cuyo nombre significa «instruido» o «jefe»; no obstante, su hijo sería instruido por el Señor, quien sería su jefe.
Los pasos del Maestro se dirigieron directamente hacia la casa de Leví. “Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él, muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús y sus discípulos” (v. 15). ¡Qué precioso privilegio! Allí, sentados a la mesa, en una comunión más íntima, oyeron las palabras de gracia y de verdad que salían de la boca del Señor.
“Y los escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y con los pecadores, dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto, que él come y bebe con los publicanos y pecadores?” (v. 16). Al igual que los escribas, testigos de la curación del paralítico, estos fariseos desconocían a Jesús y la gracia que lo había hecho descender en medio de los pecadores. Pensaban que no tenían ninguna necesidad de él. Su actitud fue muy diferente a la de quienes llevaron al paralítico ante la presencia del Señor. Se mantuvieron a la distancia considerándose dignos, porque viendo a Jesús a la mesa con los pecadores, opinaban que el contacto e identificación con esas personas lo contaminaba. Pero no sabían que su perfecta pureza y santidad le permitían tocar a un leproso sin ser contaminado. El Señor veía a todos los hombres en un estado moral representado por la lepra, la fiebre, la parálisis, la ceguera, la sordera, el mutismo; y él había venido para curarlos y salvarlos. No es de extrañar que haya querido estar en medio de aquellos que se reconocían en ese estado. Esto era lo que la respuesta de Jesús les debía hacerles comprender: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (v. 17).
El Señor no da a entender aquí que en este mundo haya una categoría de justos, en medio de la cual se encuentran pecadores, a quienes él venía a salvar. Quiere decir que aquellos que se reconocen pecadores se benefician de su llamado. Dios dice: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22-23).
Pero no todos reconocen esto, y por lo tanto no sienten ninguna necesidad de un Salvador. El Espíritu Santo debe realizar un largo trabajo en ellos para llevarlos a reconocer su estado de pecado y de perdición delante de Dios, y su incapacidad para cambiarlo. Sin embargo, desde el momento en que un alma tiene la convicción de su culpabilidad, y ve la imposibilidad de borrar un solo pecado suyo, acepta sencillamente y con gozo la salvación gratuita cumplida por Cristo en su muerte en la cruz.
Para llegar a la convicción de culpabilidad ante Dios, no hay que compararse con otros pecadores, porque estamos generalmente dispuestos a creernos mejores o peores que lo demás. La única medida del bien y del mal es Dios mismo en su perfecta santidad. Debemos compararnos con él para darnos cuenta de que tenemos necesidad de la sangre de Cristo que purifica de todo pecado. Todos aquellos que comparecerán ante el gran trono blanco serán juzgados según esta medida (Apocalipsis 20:11-12). La Palabra de Dios es la luz ante la cual el pecador debe examinarse para reconocer su estado. Ella le presenta al Salvador y su obra perfecta en la cruz que es plenamente suficiente para salvar incluso al mayor de los culpables. Ante el gran trono blanco será demasiado tarde para comprender que se tenía necesidad de un Salvador. Allí todos lo comprenderán, pero el Juez delante de quien estarán será el Salvador a quien habían rechazado.
El Esposo presente
¡Qué maravillosa gracia trajo Jesús a los pecadores! Quienes la recibían encontraban el gozo y la paz. Podemos hacernos una idea de la felicidad de esa compañía de pecadores sentados con Jesús a la mesa en casa de Leví, así como el gozo de los discípulos rodeando a su amado Maestro a quien habían esperado tanto tiempo. Los discípulos de Juan y de los fariseos no habían comprendido la gracia que venía por medio de Jesucristo, como tampoco el cambio que él brindaba al corazón de todo aquel que lo recibía.
Los discípulos de los fariseos ayunaban, y esto era comprensible pues sus maestros incrédulos no tenían nada que ofrecerles; para ellos Jesús no era el Mesías prometido. Sin embargo, la actitud de los discípulos de Juan el Bautista nos sorprende, y despierta nuestra compasión a la vez. Habían oído al precursor anunciar la llegada del Mesías: “Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo… El que tiene la esposa, es el esposo… así pues, este mi gozo está cumplido” (Juan 1:15; 3:29). Muy pocos de los discípulos de Juan habían comprendido la realidad de este testimonio. ¡Cuántos lectores y oidores del evangelio de la salvación se hallan en el mismo estado espiritual! No ven la realidad de la obra redentora cumplida a su favor. Saben que Jesús murió y resucitó, pero no se apropian de sus benditos resultados. Estos vinieron a Jesús, y le preguntaron: “¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan y tus discípulos no ayunan?” (v. 18). Entonces Jesús les respondió:
¿Acaso pueden los que están de bodas ayunar mientras está con ellos el esposo? Entre tanto que tienen consigo al esposo, no pueden ayunar (v. 19).
Quienes habían recibido a Cristo sentían un gozo similar al de los amigos de un esposo en el día de su boda. Nadie pensaría ayunar en un momento semejante. El motivo por el cual los discípulos de Jesús no ayunaban era tan simple como maravilloso. Tenían al esposo con ellos. ¡Qué gozo da al corazón el conocimiento y la presencia de Jesús, quien vino del cielo para dar al hombre una felicidad infinitamente mayor que la inocencia perdida por el pecado de Adán! ¿Conocen todos nuestros lectores esta felicidad?
Ahora bien, el Señor informó a sus discípulos que llegaría el tiempo en que tendrían que ayunar: “Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces en aquellos días ayunarán” (v. 20). Jesús les anticipó su muerte, sabiendo que el odio de los hombres no soportaría su presencia. ¡Qué momento doloroso para sus discípulos que tanto se habían alegrado de tenerlo entre ellos! El anciano Simeón lo había anunciado a María: “Una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:35). En Juan 16:20, Jesús les dijo: “De cierto, de cierto os digo, que vosotros lloraréis y lamentaréis, y el mundo se alegrará… aunque vosotros estéis tristes”. Y en el versículo 22: “También vosotros ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo”. Estas palabras destacan la diferencia entre el gozo del mundo y el de los creyentes. Para el mundo que encuentra su felicidad sin Cristo, también su ausencia es un motivo de alegría. El creyente puede gozarse en Cristo, aun en las tribulaciones:
Regocijaos en el Señor siempre (Filipenses 4:4).
La fe lo hace presente ante los que esperan verlo en su gloria. Por el contrario, el mundo que se alegra sin él sentirá un inmenso terror cuando aparezca en gloria para el juicio.
A continuación, Jesús les puso el ejemplo de un remiendo nuevo en un vestido viejo, y del vino nuevo en odres viejos. Les mostró que las formas que caracterizaban al sistema de la ley no convenían al poder de la gracia que vino por medio de él. No se deben mezclar las dos cosas, pues no combinan, como tampoco lo hace un remiendo nuevo en un vestido viejo. Solo pone en evidencia la inferioridad del viejo, tira de él y la rotura se vuelve mayor. Así también los odres viejos no pueden soportar la fuerza del vino nuevo. Cada cosa debe ocupar su lugar. La ley dada por Dios a Moisés no pudo perfeccionar en nada al hombre, entonces debió dar lugar a la gracia que vino por medio de Jesús. El estado actual de la cristiandad está caracterizado por la mezcla de estos dos sistemas, el de la ley y el de la gracia. En gran parte consta de ciertas formas religiosas que solo están revestidas con el nombre de Cristo.
El día de reposo
Aconteció que al pasar él por los sembrados un día de reposo, sus discípulos, andando, comenzaron a arrancar espigas.
En este relato encontramos nuevas objeciones de los religiosos, que resaltan la diferencia ante el cambio de dispensación. Al pasar por los sembrados, los discípulos de Jesús arrancaban espigas para comerlas. Esto estaba permitido por la ley: “Cuando entres en la mies de tu prójimo, podrás arrancar espigas con tu mano” (Deuteronomio 23:25). Los fariseos se escandalizaron porque hacían esto en un día de reposo. Las ordenanzas y prohibiciones que ellos mismos habían elaborado estaban atadas como un pesado yugo sobre la cerviz del pueblo, quitándole la libertad de gozar de los bienes del Creador. En algunos sectores de la cristiandad ocurrió también esto; la ignorancia llevó a la prohibición de leer y alimentarse libremente de la Palabra de Dios, el trigo celestial.
La palabra Sabbat (sábado) que significa «reposo», se aplicaba al día séptimo, en el cual Dios “reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (Génesis 2:2-3). Cuando Dios llamó hacia sí a su pueblo Israel, le impuso guardar el sábado como señal entre ambos (Éxodo 31:13-17). Dios mostraba de esta manera que deseaba introducir al hombre en su reposo. Esta institución formaba parte de las ordenanzas, las cuales si el hombre las practicaba, viviría por ellas (Romanos 10:5). Ante la desobediencia del hombre, la venida de Cristo puso de lado el Sabbat, pero no el pensamiento de Dios de introducir al hombre en su reposo. Entonces, Dios mismo iba a trabajar. Este es el motivo por el cual Jesús estaba en la tierra, diciendo a los judíos en una circunstancia análoga: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17). Él trabajó, y cumplió sobre la cruz la obra en virtud de la cual el creyente puede entrar por gracia en el reposo de Dios (Hebreos 4:3). El pecador solo debe creer. Por ello la fe en el sacrificio de Cristo reemplazó la guarda del sábado y todo el sistema legal. Muchas veces vemos en los evangelios a Jesús haciendo milagros en días de reposo, demostrando la inutilidad de la ley para cumplir los pensamientos de la gracia de Dios.
El Señor presentó aún otra razón por la cual las ordenanzas eran puestas de lado: “¿Nunca leísteis lo que hizo David cuando tuvo necesidad, y sintió hambre, él y los que con él estaban; cómo entró en la casa de Dios, siendo Abiatar sumo sacerdote, y comió los panes de la proposición, de los cuales no es lícito comer sino a los sacerdotes?” (v. 25-26). ¿Nunca leísteis…? Seguramente habían leído en los libros de Samuel los relatos de David, pero su conocimiento era superficial, como parte de la historia de su pueblo, sin comprender el alcance espiritual. David, huyendo del rey Saúl, comió de los panes de la proposición, y dio a los que con él estaban, algo que era permitido solo a los sacerdotes (1 Samuel 21:1-6). David, el rey según el corazón de Dios, tipo de Cristo, era rechazado, de modo que el sistema relacionado a su reinado ya no tenía ninguna razón de ser. De igual manera, ante el rechazo de Jesús, ciertas formas de culto perdían valor, y si el judío quería ser salvo, debía creer en ese Salvador rechazado.
Para concluir y convencer a sus opositores, Jesús les presentó otro argumento: “El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo” (v. 27). En efecto, el Creador lo hizo todo para el hombre, el gran Universo y todo lo relacionado con este. El hombre era el objeto por el cual los cielos y la tierra fueron creados –pero este hombre no era solo Adán, sino Cristo mismo– porque “todo fue creado por medio de él y para él” (Colosenses 1:16). La conclusión es entonces muy clara: “Por tanto, el Hijo del hombre es Señor aun del día de reposo” (v. 28). Tiene el derecho de disponer de todo lo que él mismo ha creado y ordenado. La humilde posición que tomó, participando de carne y sangre (Hebreos 2:14), no le quita su autoridad y poder. Como lo afirma el Salmo: “¿Qué es el hombre…? Le has hecho poco menor que los ángeles… Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Salmo 8:4-6).