Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 12

La parábola de la vid

En esta parábola Jesús presenta a los judíos toda la conducta de Israel desde su origen hasta el rechazo al Señor. En el Antiguo Testamento, varias veces Israel es comparado con una viña.

Ciertamente la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá planta deliciosa suya
(Isaías 5:7);

ver también Marcos 12:1-6). El Salmo 80 también habla de ello. Dios esperaba que diese fruto y, como vimos con la higuera, no obtuvo fruto, sino uvas silvestres (Isaías 5:2). Lo que el Señor enfatiza en esta parábola no es la esterilidad de la vid, sino la culpa del pueblo, y especialmente de los líderes, de los labradores, de los que tenían una responsabilidad.

Después de haber hecho todo lo necesario para que su viña diera fruto, Dios, el dueño de la viña, envió a sus siervos los profetas, quienes durante siglos recordaron a Israel la obediencia debida al Señor. En 2 Crónicas 36:15-16 leemos: “Jehová el Dios de sus padres envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas”. Como primera consecuencia de este desprecio, Dios permitió que las diez tribus fueran desterradas a Asiria, y más tarde entregó a Judá a la cautividad en Babilonia, de donde trajo un residuo: el pueblo que habitaba Palestina en el tiempo de Jesús, y al cual Dios presentó a su propio Hijo. “Por último, teniendo aún un hijo suyo, amado, lo envió también a ellos, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas aquellos labradores dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y la heredad será nuestra. Y tomándole, le mataron, y le echaron fuera de la viña” (Marcos 12:6-8). No quedaba esperanza; la paciencia de Dios había terminado; el Hijo amado era el último intento; no había más recursos; el juicio tenía que seguir inevitablemente. La venida del Hijo unigénito de Dios debería haber tocado los corazones de estos labradores; pero su odio contra Dios y su egoísmo los privó de toda capacidad para entender la bondad de Dios y lo que le es debido. Ellos no solo rechazaron el fruto, sino que codiciaron la herencia y mataron al heredero. La injusticia, el robo y el asesinato los caracterizan desde entonces. “¿Qué, pues, hará el señor de la viña? Vendrá, y destruirá a los labradores, y dará su viña a otros” (v. 9). Cuarenta años después de la muerte de Jesús, los romanos destruyeron Jerusalén y dispersaron a los judíos entre las naciones. Como pueblo, Dios los abandonó y levantó otro testimonio, la Iglesia, hasta que Israel sea recibido nuevamente sobre la base de la gracia. Esto es lo que significa: “Dará su viña a otros”. A su vez, la Iglesia ha sido infiel, y el juicio de Dios la alcanzará cuando la verdadera Iglesia sea llevada al cielo.

Jesús cita a los judíos un pasaje de la Escritura para mostrarles su responsabilidad desde otro punto de vista: “La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo. De parte de Jehová es esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos” (Salmo 118:22-23). La incapacidad del hombre y la mala disposición de su corazón hacia Dios son plenamente resaltadas en estos pasajes y en la parábola que Jesús dirigió a los principales de los judíos. Dios les envió a su único y amado Hijo: ellos lo mataron, después de haberle negado el fruto de su viña y de haber maltratado a sus siervos. Dios los ve como constructores que debían conocer el valor de la piedra angular que él apreciaba. Sin embargo, ellos no veían en ella ninguna belleza, no entendían que en ella descansaba todo el edificio de bendiciones en las que pretendían tener parte.

Al comienzo del ministerio de Jesús, el cielo se abrió y Dios hizo oír su voz, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 17:5). El hombre dice: “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2). Sin embargo, él era el Hijo de Dios, el objeto de sus deleites eternos (Proverbios 8:30). No hay, pues, punto de unión entre los pensamientos de Dios y los de los hombres; si lo hubiera, se habrían encontrado en torno a la persona del Hijo de Dios. Fue precisamente la venida de Jesús la que sometió el corazón del hombre a la última prueba; por eso el Señor dice en Juan 15:24: “Ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre”. Es importante recordar esta triste constatación: no hay punto de unión entre el corazón del hombre y Dios; porque hoy, más que nunca, se enseña que el hombre puede ser mejorado, que en él hay algo divino que solo necesita ser cultivado, etc. Si fuera así, Dios lo habría hecho; no hubiera tenido necesidad de enviar a su Hijo; Jesús no le hubiera dicho a Nicodemo: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7).

Los líderes del pueblo entendieron que Jesús estaba hablando de ellos, así que trataron de capturarlo; pero temiendo a la multitud, lo dejaron y se fueron. Es una triste decisión dejar al Señor, abandonar el único medio de salvación y de bendición, ahora y por la eternidad –porque no respondía a sus propios pensamientos– y elegir la oscuridad y la muerte para siempre.

En presencia de la luz que el Señor ha hecho brillar aquí en la tierra con su venida, ¿quién quisiera dejarle para seguir los pensamientos de los hombres y las inclinaciones de su propio corazón hacia las cosas perecederas de este mundo, para extraviarse en el camino de la perdición eterna?

¿A quién se debe pagar el tributo?

Los líderes de los judíos, reducidos al silencio por Jesús (cap. 11:27-33) y alcanzados en su conciencia por la parábola de la vid, le enviaron a “algunos de los fariseos y de los herodianos, para que le sorprendiesen en alguna palabra. Viniendo ellos, le dijeron: Maestro, sabemos que eres hombre veraz, y que no te cuidas de nadie; porque no miras la apariencia de los hombres, sino que con verdad enseñas el camino de Dios. ¿Es lícito dar tributo a César, o no? ¿Daremos, o no daremos?” (v. 13-14). Su pregunta era artificiosa. Sin embargo, se estaban enfrentando con el “que prende a los sabios en la astucia de ellos” (Job 5:13). Conociendo su hipocresía, Jesús les dijo:

“¿Por qué me tentáis? Traedme la moneda para que la vea. Ellos se la trajeron; y les dijo: ¿De quién es esta imagen y la inscripción? Ellos le dijeron: De César. Respondiendo Jesús, les dijo: Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”(v. 15-17).

¡Cuán cierto es que la sabiduría de los hombres es locura para Dios! Esta manera de sorprender a Jesús en falta podría parecer inteligente, porque los fariseos y los herodianos formaban dos clases de personas con principios muy diferentes. Los primeros, enemigos de los romanos, trabajaban para mantener sus tradiciones y su religión, mientras los últimos, partidarios de los romanos, tenían muy poco interés en el judaísmo. Por consiguiente, cualquier respuesta que Jesús les diera, ellos la considerarían como un error: para ellos, si él era el Mesías, no podría reconocer a César ni sus derechos sobre el pueblo de Dios; y si se negaba a pagar el tributo, se oponía al poder romano, y los herodianos lo condenaban. Pero Jesús era aquel de quien hipócritamente decían que enseñaba el camino de Dios “con verdad” (v. 14). Los judíos estaban bajo el yugo romano por su propia culpa; tenían que aceptarlo y sufrir las consecuencias sometiéndose a la autoridad establecida por Dios sobre ellos. Por otra parte, tenían que reconocer los derechos de Dios y darle lo que le correspondía: “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (v. 17). Debido a su mal estado, estaban tan poco dispuestos a hacer una cosa como la otra.

La enseñanza divina es la misma para nosotros hoy; debemos someternos a la autoridad establecida, porque la autoridad es de Dios. Pero también es necesario dar a Dios lo que le corresponde, es decir, toda nuestra vida.

Pregunta de los saduceos

Los saduceos, otra secta de los judíos, se presentaron a Jesús tratando de confundirlo con una pregunta concerniente a la resurrección, verdad en la que no creían. Le citaron un mandamiento de Moisés según el cual, si un hombre moría sin dejar hijos, su hermano debía casarse con la viuda, a fin de levantarle descendencia. Estos incrédulos inventaron el supuesto caso de siete hermanos que murieron uno tras otro sin dejar descendencia, todos con la misma esposa. Entonces preguntan a Jesús cuál de los siete será el marido de esta mujer en la resurrección, ya que los siete la tuvieron. Jesús les respondió:

“¿No erráis por esto, porque ignoráis las Escrituras, y el poder de Dios? Porque cuando resuciten de los muertos, ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles que están en los cielos” (v. 24-25).

Las relaciones naturales son parte de la creación donde nos encontramos; tan pronto como la dejemos para ir al cielo, las relaciones instituidas para la tierra desaparecen. La resurrección pondrá al creyente en posesión de un cuerpo espiritual, cuerpo que se ajustará a la vida divina que ya posee ahora, relacionado con la gloria celestial; por lo tanto, este cuerpo no tendrá nada que ver con las leyes e instituciones de la primera creación. En este sentido seremos como los ángeles en el cielo, algo importante de recordar, porque muchas personas piensan que en el cielo encontrarán las relaciones familiares de las cuales la muerte les ha privado aquí en la tierra. Si estas no se vuelven a encontrar, es porque tendremos algo infinitamente mejor. Conoceremos a quienes no hemos conocido aquí en la tierra, y ciertamente nos reconoceremos, para disfrutar juntos con Cristo, de sus glorias y del infinito amor de Dios que hoy comprendemos tan poco, en una felicidad perfecta que no dejará lugar para nada más. “Las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4). Esto ocurrirá con los que tendrán parte en la primera resurrección.

En cuanto a la resurrección de los muertos, Jesús les dijo: “¿No habéis leído en el libro de Moisés cómo le habló Dios en la zarza, diciendo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino Dios de vivos; así que vosotros mucho erráis” (v. 26-27). Cuando Moisés se volvió para ver la zarza ardiente (Éxodo 3:1-6), de en medio de la cual Dios le habló, hacía mucho tiempo que Abraham, Isaac y Jacob habían muerto; sin embargo, el Señor es llamado su Dios. En ese tiempo él también era su Dios, lo mismo que cuando estaban en la tierra, prueba de que para Dios ellos vivían, porque él no es Dios de muertos, sino de vivos. Entonces Dios les hizo promesas que aún no se han cumplido. Necesariamente deben resucitar para disfrutarlas. En su sabiduría Jesús les citó esta prueba de la resurrección, sacada de los escritos de Moisés, los únicos que los saduceos admitían, como otras porciones del Antiguo Testamento se la habrían proporcionado.

Vemos cuán necesario es pesar todas las expresiones de las Escrituras, para extraer las lecciones que contienen; a primera vista no habríamos pensado que una de las pruebas de la resurrección se halla en el hecho de que Dios se llama el Dios de personas que ya no están en esta tierra.

El mayor mandamiento

Un escriba, viendo que Jesús había respondido bien a los saduceos, se le acercó y le preguntó cuál era el más grande de todos los mandamientos. Esta pregunta no tenía el carácter insidioso de las anteriores, sino que provenía del interés real que este escriba tenía en el asunto, sobre todo porque los fariseos creían que había más mérito en cumplir unos mandamientos que otros. Sin embargo, el que infringía uno de los mandamientos se hacía culpable de todos, porque menospreciaba la autoridad de Dios al desobedecer a los unos como a los otros. “Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos” (v. 29-31). Jesús no cita los diez mandamientos, sino la esencia de la ley, lo que hizo imposible cumplirlos, porque el amor era necesario, y el corazón del hombre no puede producirlo sin la vida de Dios. Jesús vino a mostrar su amor a Dios y al hombre, de quien se había hecho su prójimo; fue mucho más allá de lo que la ley exigía. Jesús amó a su prójimo más que a sí mismo, pues murió para salvarlo. Una vez nacido de nuevo, el creyente debe vivir como Jesús vivió, una vida que tenía a Dios como objeto, porque Jesús siempre hizo las cosas que agradaban a su Padre. Vivió enteramente para él. La ley se resumía así: tener un solo Dios, amarlo de manera absoluta, y amar a su prójimo como a sí mismo. Si amamos a Dios, le obedeceremos; si amamos a nuestro prójimo, no lo mataremos, no le robaremos, etc. El apóstol Pablo dice: “El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:10).

El escriba respondió a Jesús:

Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y el amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios. Jesús entonces, viendo que había respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios (v. 32-34).

Este escriba entendía el pensamiento de Dios en la ley, y no estaba lejos de recibirlo en cuanto al reino, viendo en Jesús la expresión perfecta del pensamiento de Dios. Desde entonces nadie se atrevía a preguntarle; todas las sectas de los judíos habían pasado ante Jesús y habían sido silenciados con sus respuestas.

La pregunta de Jesús concerniente a él

Llegó el turno de Jesús para probar a sus contradictores. Cuando estaba en el templo, preguntó: “¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? Porque el mismo David dijo por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga tus enemigos por estrado de tus pies. David mismo le llama Señor; ¿cómo, pues, es su hijo?” (v. 35-37). Esta era una pregunta embarazosa, a la que nadie pudo responder. La genealogía presentada por Mateo y Lucas prueba que Jesús era realmente el hijo de David según la carne; pero el Salmo 110, citado por Jesús, lo muestra en gloria, Señor de todo, esperando que todo sea sometido bajo sus pies. Jesús sería rechazado y luego ocuparía su lugar como Hijo del Hombre a la diestra de Dios, mientras espera hacer valer sus derechos sobre Israel y sobre toda la tierra. El hecho de que Jesús fuera visto como el Señor de David implicaba su rechazo, ya que está sentado a la diestra de Dios esperando el juicio de aquellos que no lo quisieron como rey. Ese Jesús despreciado era Señor de David, aunque era su hijo según la carne. Él es el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, el Heredero de todas las cosas. Nadie podía responderle, pero la multitud disfrutaba escuchándole. Esperamos que de los muchos que lo admiraban y lo escuchaban, un gran número haya tenido el corazón preparado, a través de las palabras de Jesús, para escuchar el testimonio dado por los discípulos después de la ascensión de Cristo, y que las tres mil personas convertidas por la predicación de Pedro hayan estado entre ellos.

En los versículos 38-40 Jesús desenmascara la hipocresía de los escribas, quienes buscaban los honores de este mundo y utilizaban su posición religiosa para su propio beneficio material. Les gustaba exhibirse, ser saludados en los lugares públicos, tener los primeros asientos en las sinagogas y en las comidas; devoraban las casas de las viudas, y como pretexto hacían largas oraciones. Como muchos lo harían más tarde en la Iglesia, consideraban la piedad como una fuente de ganancia (1 Timoteo 6:5). Este pecado ha caracterizado demasiado a ciertos clérigos, pero está muy lejos del espíritu del Siervo perfecto, quien vino a la tierra en una absoluta abnegación y devoción; se hizo pobre por nosotros, para que por medio de su pobreza nosotros podamos ser enriquecidos (2 Corintios 8:9). Hablando del servicio religioso, Santiago dice: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).

La ofrenda de la viuda

En contraste con la conducta de los escribas, Jesús observó a una viuda pobre en medio de los que echaban dinero en el tesoro del templo. La gente rica echaba mucho dinero, pero esta viuda echó dos blancas, pequeñas monedas de cobre que valían poco más que un centavo de nuestra moneda. Como valor material era poca cosa; pero según la apreciación del Señor, ella dio más que los otros. Jesús dijo:

De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero esta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento (v. 43-44).

Esta apreciación del Señor es un valioso estímulo para aquellos que no pueden dar mucho. Si los ricos hubieran dado tanto como esta mujer, habrían dado todos sus bienes. En el libro de los Hechos de los Apóstoles vemos que, al principio de la Iglesia, se hacía así bajo la primera y poderosa influencia del Espíritu de Dios (Hechos 4:34-35). Las cosas cambiaron rápidamente, pero si el amor de Dios llena nuestros corazones y los gobierna, nada será demasiado para el Señor; él nos enseña lo que podemos hacer para él, y estamos seguros de que él nunca estará en deuda con nosotros. Además, en cualquier posición que nos encontremos, solo podemos ofrecer a Dios lo que él nos ha dado, y en su gran bondad todavía quiere recompensarnos por la forma en que hemos sido dispensadores de sus bienes.

¡Comprendamos mejor que lo que debemos al Señor no son solo dones, sino a nosotros mismos! Somos exhortados a ofrecer nuestros cuerpos en sacrificio vivo a Dios (Romanos 12:1), y a dar nuestras vidas por nuestros hermanos y hermanas (1 Juan 3:16-17). Dios aprecia todo en la medida del santuario, y lo manifestará en el día de Cristo. Mientras tanto, recordemos que el Señor observa, hoy como entonces, la forma en que ponemos a su disposición nuestros bienes y nuestros cuerpos.