Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 14

La cena en Betania

Mientras los sumos sacerdotes y los escribas maquinaban cómo arrestar a Jesús y matarlo, una escena muy diferente ocurría en Betania, en casa de Simón el leproso, donde el Señor estaba a la mesa con sus discípulos.

Una mujer –a quien el evangelista no nombra, pero sabemos que es María– quebró un vaso de alabastro lleno de un perfume de nardo puro, de gran precio, el cual derramó sobre la cabeza de Jesús. Algunos de los asistentes, los discípulos, se indignaron y dijeron: “¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume? Porque podía haberse vendido por más de trecientos denarios, y haberse dado a los pobres. Y murmuraban contra ella” (v. 4-5). Los discípulos, especialmente Judas (Mateo 26:8; Juan 12:5), mostraron lo poco que entendían los sentimientos de esta mujer, que venían de su gran amor por Jesús. Este amor le permitió comprender lo que convenía testificar a su Señor en el momento en que los hombres estaban a punto de dar rienda suelta a su odio contra el objeto de su corazón; un odio que solo se vería satisfecho con la muerte de Aquel cuya presencia bendita ya no podían soportar en medio de ellos. Por el contrario, María quería mostrar cuán preciosa era para ella la persona de Jesús. Había aprendido a sus pies las perfecciones y glorias del Hombre–Dios, quien apreciaba retirarse a su casa como profeta y siervo. Ante sus ojos, no había nada demasiado grande para expresar el valor de tal persona para ella.

Ajenos a la sensibilidad de un corazón que se había nutrido de las fuentes del amor, los discípulos no podían apreciar el valor de su Maestro, ni, por consiguiente, sentir los efectos que la proximidad de su muerte debería haber producido en ellos. En el acto de esta mujer solo vieron una pérdida material que privaba de alivio a los pobres.

Es bueno dar a los pobres. Pero para que un acto tenga valor ante los ojos de Dios, debe hacerse en su tiempo. La sabiduría consiste en dejar las cosas en su lugar y actuar en consecuencia. El amor a Cristo es el motivo supremo que permite discernir lo que se debe hacer según las circunstancias. “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (Eclesiastés 3:1). María había comprendido que esta era su última oportunidad para mostrar su amor a su Señor. Ella presentía que se lo iban a quitar. Jesús respondió a los discípulos:

Dejadla, ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho. Siempre tendréis a los pobres con vosotros, y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura” (v. 6-8).

Jesús dio al acto de María un alcance que ella no imaginaba. Porque, presintiendo la muerte de su Señor, ella quiso concederle la unción real, pero Jesús, sabiendo que resucitaría, lo aceptó para su embalsamamiento, privilegio que solo ella tuvo, ya que las otras mujeres piadosas que quisieron realizar este servicio encontraron el sepulcro vacío. María de Betania no estaba con ellas, su servicio ya había sido cumplido.

Cuán precioso fue este acto para el corazón de Jesús, en un momento como este, cuando todo el mundo se oponía a él, y cuando incluso sus discípulos no lo comprendían y entraban tan poco en sus pensamientos para rendirle el testimonio apropiado. Por eso él dijo: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella” (v. 9). Tal acto estaba tan íntimamente relacionado con la muerte de Cristo que no sería posible hablar de esta muerte, base del Evangelio, sin hablar de lo que María había hecho.

Que todos amemos lo suficiente al Señor para comprender mejor lo que podemos hacer por él en medio del mundo que lo rechaza, ¡hoy como entonces! Pronto se acabarán las oportunidades para hacer algo por él en presencia de los que lo odian. Por eso debemos aprovechar “bien el tiempo” (Efesios 5:16), porque estamos en los últimos días. El Señor está cerca, ¡él viene!

Jesús no pide cosas que estén fuera de nuestro alcance. De esta mujer dice: “Esta ha hecho lo que podía” (v. 8). Debemos servirle según nuestras posibilidades, según nuestras capacidades; lo importante es que lo hagamos por amor a él; solo esto da a nuestras obras su valor ante Dios.

El estado de Judas presenta un contraste muy triste con el de María. Mientras ella manifestaba su afecto y aprecio al Señor de una manera tan digna, alegrando Su corazón, Judas alegraba los corazones de los principales sacerdotes y de los líderes del pueblo ofreciendo entregarles a su Maestro por dinero. A partir de entonces, “Judas buscaba oportunidad para entregarle” (v. 11).

Un triste ejemplo de la ceguera en la que puede caer un hombre que, habiendo sido puesto en contacto con la verdad, ha alimentado su corazón con codicias carnales. Todos los que tienen el privilegio de estar en contacto con la verdad en las familias cristianas deben tener cuidado para no dejar que sus corazones se endurezcan siguiendo sus inclinaciones naturales.

La pascua

El Señor todavía quería celebrar con los suyos esta pascua, la última, antes de cumplir en la cruz lo que ella representaba. Sorprendentemente, la crucifixión de Jesús tuvo lugar ese día, aunque los líderes judíos trataron de evitarlo por temor a la multitud. Las cosas suceden cuando Dios quiere; los hombres solo pueden ser instrumentos, a menudo inconscientes, para cumplir Su voluntad.

Los discípulos querían saber dónde preparar lo necesario para comer la pascua. Jesús envió a dos de ellos a la ciudad, dándoles toda la información para encontrar lo que necesitaban. Les dijo: “Id a la ciudad, y os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle, y donde entrare, decid al señor de la casa… ¿Dónde está el aposento donde he de comer la pascua con mis discípulos? Y él os mostrará un gran aposento alto ya dispuesto; preparad para nosotros allí. Fueron sus discípulos y entraron en la ciudad, y hallaron como les había dicho; y prepararon la pascua” (v. 13-16).

Jesús sabía todo de antemano; pero solo usó su omnisciencia para hacer la obra que su Padre le había encomendado; nunca abandonó su posición de dependencia y de siervo.

Cuando llegó la tarde, Jesús se sentó a la mesa con los doce, y mientras comían les dijo:

De cierto os digo que uno de vosotros, que come conmigo, me va a entregar” (v. 18).

A propósito, Jesús no les dijo quién de ellos lo entregaría. “Uno de vosotros”, dijo, uno de los que había persistido en seguirlo, uno de los que había sido objeto de su cuidado, uno de los que él había elegido. Jesús quiso sondear sus corazones con esta palabra. Uno tras otro le preguntaron: “¿Seré yo?”. No confiaban en sí mismos y soportaron esta prueba con humildad, admitiendo que, aunque no lo deseaban, eran capaces de realizar tal acto. Nunca podemos estar seguros de que jamás haremos este o aquel mal; pero si somos conscientes de que somos capaces de hacerlo, podemos buscar ayuda en el Señor y beneficiarnos de su intercesión, porque él cuida de los suyos para que no sucumban a la tentación. Jesús les respondió: “Es uno de los doce, el que moja conmigo en el plato” (v. 20). En Oriente, durante las comidas, cada persona toma un trozo de pan y lo sumerge en el plato a modo de tenedor o cuchara. Esto fue lo que los doce discípulos tuvieron el privilegio de hacer con el Señor. Mediante este acto de intimidad, Jesús señaló al traidor; esto debería haber tocado su corazón, si todavía hubiera sido posible.

Jesús añade: “El Hijo del Hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido” (v. 21). El Señor reconoce que lo concerniente a él, el Hijo del Hombre, debe cumplirse; pero esto no disminuye la culpa de quien se presta al enemigo para cometer dicho crimen. Siempre hay que considerar dos lados en los caminos de Dios: el lado de Dios, que está por encima de todo y hace que todo contribuya a la realización de sus propósitos; y el lado de la responsabilidad del hombre, quien debe sufrir las consecuencias de sus actos. Esto se muestra en este pasaje, como en muchos otros. Las Escrituras se cumplen. Judas tuvo que sufrir las consecuencias de su horrible pecado. Los hombres son culpables de la muerte de Cristo, pero Dios, a través de esta muerte, puede cumplir sus pensamientos de gracia hacia todos.

Institución de la Cena

Jesús iba a cumplir en la cruz lo que representa la fiesta de la pascua. A partir de entonces, esta ya no tendría más razón de ser. Por eso, aún en la mesa, Jesús instituyó la Cena, el memorial de su muerte que todos sus redimidos tienen el privilegio de tomar durante su ausencia.

Mientras comían, Jesús tomó pan y bendijo, y lo partió y les dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio; y bebieron de ella todos (v. 22-23).

Todo creyente tiene el privilegio de recordar al Señor que murió por él, esperando el momento en que lo veamos y lo contemplemos en su gloria, como el cordero que fue inmolado. Pero si el redimido disfruta de esta gracia, también debe mostrar, en su andar, coherencia con el acto que realiza. Porque al tomar la Cena del Señor proclama que Jesús tuvo que morir para quitar sus pecados; por lo tanto, no puede tolerar el pecado en su vida; esto sería una contradicción. Si por desgracia llega a pecar, con dolor debe confesarlo a Dios, para que sea perdonado y pueda participar en este memorial que habla tanto de la santidad como del amor de Dios y de su Hijo Jesucristo. Si un creyente no se juzga a sí mismo, su conciencia se endurece, y puede caer tan gravemente que toma el carácter de un malvado, lo cual obliga a la Asamblea a excluirlo. Hoy, tristemente, gran número de cristianos no toma la Cena del Señor, por indiferencia o ignorancia, o no la toman según el pensamiento del Señor. Así se privan de un gran privilegio y, sobre todo, niegan al Señor lo que él les pidió la tarde en que fue entregado.

Jesús dijo aún a los discípulos: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada. De cierto os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (v. 24-25). El nuevo pacto es para Israel, quien había vivido bajo un primer pacto, el cual fue roto por la infidelidad del pueblo. Así, en vez de recibir la bendición, Israel fue abandonado por Dios durante un tiempo; pero Dios, fiel a sus promesas, quiso bendecir a su pueblo terrenal. Hizo un nuevo pacto para él, basado en la sangre de Cristo, por medio del cual Dios podrá bendecirlo –según las promesas hechas a los padres– y cumplir todo lo que los profetas habían anunciado sobre el reino de Cristo.

La sangre de Cristo es el fundamento de la futura bendición de Israel, y al mismo tiempo es el medio por el cual todos los que creen pueden obtener la remisión de sus pecados. Ella fue derramada por muchos, no solo por los judíos, sino por todos los que por la fe aceptan su eficacia. Jesús dijo que no volvería a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios. El vino es el símbolo del gozo; el Señor no pudo realizar este gozo con Israel en su estado de pecado, pero será su parte de una manera nueva, es decir, celestial, cuando el reino de Dios sea establecido. Para la bendición de Israel, todo se pospone, pero hasta que se cumpla, los discípulos deben recordar al Señor, quien murió en la cruz para quitar sus pecados; y son introducidos en las bendiciones celestiales y eternas, mucho más altas que las del pueblo judío. Son parte de la Iglesia que, en esta tierra, comparte el rechazo a su Señor y lo recuerda mientras espera su regreso. En el momento de su manifestación en gloria, como Rey de reyes y Señor de señores, la Iglesia aparecerá con la misma gloria como Esposa del Rey.

La pascua terminó con un himno. Y Jesús, consciente de todo lo que sucedería horas más tarde, se dirigió al monte de los Olivos y habló a sus discípulos sobre estos acontecimientos. “Todos os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea” (v. 27-28). Todos pasarían por momentos terribles; su fe sería puesta a una dura prueba al ver a su Maestro entregado en manos de los hombres. ¿Se atreverían a hablar a favor de él, como cuando lo rodeaban y disfrutaban de su protección esperando que fuera reconocido públicamente como Mesías? Su fe en él, ¿soportaría verlo muerto, seguirían creyendo en él? Pedro, confiado en sí mismo, respondió: “Aunque todos se escandalicen, yo no. Y le dijo Jesús: De cierto te digo que tú, hoy, en esta noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces. Mas él con mayor insistencia decía: Si me fuere necesario morir contigo, no te negaré. También todos decían lo mismo” (v. 29-31). Pedro amaba profundamente al Señor; hablaba con sinceridad, pero ponía su confianza en sí mismo, en su amor a Cristo, para seguirle en el momento de la prueba. Él tuvo que aprender, y nosotros también, que nada en nosotros puede darnos la fuerza para seguir a Cristo y servirle. Ni nuestros buenos sentimientos, ni nuestros buenos propósitos, ni el bien que hayamos hecho, ni siquiera el hecho de ser hijos de Dios, pueden ser la fuente del poder que necesitamos, especialmente en tiempos de prueba. Esta fuente se halla fuera de nosotros, se halla en Dios mismo. Solo podemos acogernos a ella reconociendo realmente nuestra impotencia. Entonces podremos decir como el apóstol Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (leer 2 Corintios 12:9-10). Por la gracia de Dios, Pedro aprendió esta lección, pero a través de una profunda humillación. Porque la confianza en nosotros mismos nos envuelve en dificultades de las que siempre salimos derrotados. Pero si confiamos solo en Dios, también podemos decir como Pablo:

Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Filipenses 4:13).

Getsemaní

Se acercaba la hora de la angustia, en la cual Jesús debía avanzar resueltamente para encontrarse con el enemigo en su última fortaleza y sufrir todas las consecuencias del pecado, para salvar al pecador.

Mientras hablaba con sus discípulos sobre lo que les iba a suceder, los llevó al huerto de Getsemaní. Allí les dijo: “Sentaos aquí, entre tanto que yo oro. Y tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad” (v. 32-34). En esta hora terrible Jesús tenía que estar solo frente al Enemigo que trataría de hacerlo retroceder abrumando su alma santa con las consecuencias de su obediencia hasta la muerte. Sin embargo, deseaba tener con él a los tres discípulos que lo habían acompañado en otras circunstancias (Marcos 5:37; 9:2). En ese momento, su corazón humano buscaba la simpatía de aquellos con quienes parece haber tenido más intimidad. Pero, agobiado por la tristeza hasta la muerte, Jesús se fue más lejos; sus débiles discípulos fueron incapaces de compartir con él las angustias de esa hora espantosa. Jesús se alejó otra vez, y allí, solo, oró:

Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú (v. 36).

Dios podía hacer pasar esta copa de su amado Hijo, pero en este caso, querido lector, nosotros tendríamos que haberla bebido, lo que nos hubiera acarreado el castigo eterno. No alcanzamos a comprender lo que fue para el corazón de Dios el Padre escuchar a su Hijo, su único Hijo, dirigirse a él usando el término más íntimo, “Abba”, capaz de hacer vibrar las cuerdas más sensibles de la relación de un hijo con su padre1 . Pero el amor de Dios quería salvar a los pecadores; por eso en ese momento tuvo que hacer callar su amor por su Hijo, como Abraham en Génesis 22, cuando Isaac le preguntó dónde estaba el cordero para el holocausto y él levantó la mano para sacrificarlo, con la diferencia de que Abraham ofrecía a su Hijo para Dios, mientras Dios sacrificó a su Hijo por los pecadores, por los enemigos. El amor de Jesús se sometió a cumplir la voluntad del Padre, a glorificarlo en su muerte y a darle un nuevo motivo para amarlo, como dice en Juan 10:17: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”.

Jesús volvió a sus tres discípulos y los encontró dormidos. Se dirigió a Pedro y le dijo: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?” (v. 37). Después de este tierno reproche, Pedro tendría que haber comprendido su debilidad; así habría evitado la vergüenza y el dolor de negar a su Señor. Jesús no buscaba la ayuda de sus discípulos; los exhortó a velar y orar por el bien de ellos mismos, para que no cayeran en tentación, porque, les dijo: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (v. 38). El espíritu se apresura a querer hacer el bien, a consagrarse, pero la carne es débil para realizarlo; ella siempre trata de protegerse; por eso no debemos confiar en ella. Jesús se apartó de nuevo y oró diciendo las mismas palabras. Luego volvió a los discípulos por tercera vez, y aún los encontró dormidos. Ellos no supieron qué responderle, pero él les dijo: “Dormid ya, y descansad. Basta, la hora ha venido; he aquí, el Hijo del Hombre es entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; he aquí, se acerca el que me entrega” (v. 41-42).

¡Maravilloso amor de Jesús por sus débiles discípulos! No les hizo ningún reproche. Ahora podrían dormir, descansar. Su Maestro era su Salvador. Él haría todo para darles a ellos, y a cada creyente, un descanso eterno. Solo él podía entrar en la batalla para salvarlos. En ese momento no entendieron nada de lo que estaba sucediendo. Pero más tarde, después de la resurrección de Jesús y del descenso del Espíritu Santo, comprendieron todo, y pronto, con nosotros, lo entenderán aún mejor, cuando veamos cara a cara a Aquel que estaba con ellos en el huerto de Getsemaní.

  • 1Abba es una palabra hebrea que significa “padre”, pero que da la idea del afecto más tierno y familiar, que emana de la relación familiar. Es hermoso ver, en Romanos 8:15, que la gracia ha colocado al creyente en una relación similar con Dios como Padre.

La traición de Judas

Jesús todavía estaba hablando con sus discípulos cuando llegó una multitud armada con espadas y palos, liderada por Judas, quien se había puesto a disposición de los principales del pueblo para entregarles a Jesús. Sometido al poder de Satanás, Judas señaló a Jesús a sus miserables compañeros, dándole el beso acordado, pues les había dicho: “Al que yo besare, ese es; prendedle, y llevadle con seguridad” (v. 44). Cuando prendieron a Jesús, Pedro desenvainó su espada e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja. Este evangelio, generalmente tan abstracto, no relata lo que Jesús dijo a Pedro (ver Mateo 26:52-54). Como siervo perfecto y víctima voluntaria, no habló de las doce legiones de ángeles que podría haber pedido a su Padre, siendo el Mesías. Marcos solo narra las palabras de Jesús a la multitud: “¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día estaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis; pero es así, para que se cumplan las Escrituras” (v. 48-49). Si no hubiera habido Escrituras que cumplir, ni la multitud ni sus armas habrían tenido poder alguno sobre Jesús. Él se entregó a sí mismo. Al decirles: “Prendedle, y llevadle con seguridad” (v. 44), Judas les hizo creer que todas estas medidas de violencia eran necesarias. Varias veces lo habían visto escapar de ellos, y Judas probablemente pensó que esta vez también escaparía. Así quedaría bien con aquellos a quienes entregó a su Maestro, por dinero. Terrible imagen del estado en que puede caer un hombre cuando busca satisfacer una pasión, en lugar de luchar contra ella para ser liberado, especialmente cuando se encuentra en presencia de la luz, como Judas y como todos nosotros lo estamos a través del Evangelio. Está escrito:

La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas
(Mateo 6:22-23).

Nuestro ojo es bueno cuando el Señor es el motivo de nuestras acciones. Tener el ojo maligno es dejarse gobernar y actuar por algo distinto a él. Si Judas hubiera amado al Señor, habría tratado de agradarle y no habría llegado a este punto; pero habiendo alimentado en sí mismo el amor al dinero, vio en su Maestro un medio para obtenerlo, especulando, sin duda, sobre el poder que Jesús desplegaría para librarse a sí mismo. Por eso, cuando supo que Jesús había sido condenado, se suicidó.

Los discípulos, viendo que se llevaban a Jesús, lo abandonaron y huyeron. Sin embargo, un joven cubierto con una sábana quiso seguirlo. Se expuso a ser tratado como el Señor mismo. Pero para sufrir por Cristo se necesita una fuerza especial que solo él puede dar y que no se encuentra, como hemos dicho, en las buenas intenciones. Cuando los que se llevaban a Jesús prendieron al joven, él huyó desnudo, dejando la sábana en sus manos. La profesión, representada por los vestidos, no es suficiente para soportar la prueba siguiendo a un Cristo rechazado. Esta vestimenta abandonada manifiesta el estado real, con vergüenza. La desnudez representa el estado natural del hombre después del pecado.

Queridos lectores, recordemos que para ser fieles al Señor y seguirle, siempre debemos ser conscientes de nuestra debilidad, para buscar en él los recursos y el poder, ese poder que se perfecciona en la debilidad.

Jesús ante el sumo sacerdote

Jesús fue llevado al sumo sacerdote ante quien se reunieron los otros sacerdotes, los ancianos y los escribas. Todos buscaban algún testimonio contra Jesús, para acusarlo y condenarlo a muerte. Habiendo decidido su condena, cuyo único motivo era el odio, debían justificarla de cualquier manera ante el gobernador. Solo el gobernador podía pronunciar una sentencia de muerte. Presentaron falsos testigos, pero sus testimonios no coincidían. Algunos dijeron que habían oído decir a Jesús: “Yo derribaré este templo hecho a mano, y en tres días edificaré otro hecho sin mano” (v. 58). En Juan 2:19 se demuestra fácilmente la falsedad de este testimonio: “Destruid este templo (su cuerpo), y en tres días lo levantaré”, palabras cuyo significado es fácil de comprender. Viendo que no lograban su objetivo con testimonios tan inconsistentes, el sumo sacerdote se dirigió a Jesús y le dijo: “¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti?” (v. 60). Jesús no respondió nada. Ellos podían comprobar por sí mismos la veracidad de sus testigos. Pero la luz de toda la vida de Jesús había brillado ante ellos, sin disipar la oscuridad de sus corazones. Jesús no tenía nada más que decir, ya que su testimonio había sido rechazado.

“El sumo sacerdote le volvió a preguntar, y le dijo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y Jesús le dijo: Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. Entonces el sumo sacerdote, rasgando su vestidura, dijo: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece? Y todos ellos le condenaron, declarándole ser digno de muerte” (v. 61-64). El interrogatorio terminó, porque habían alcanzado su objetivo. Esta asamblea de dignatarios judíos profirió los insultos más bajos y vulgares contra la persona de Jesús: “Algunos comenzaron a escupirle, y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos, y a decirle: Profetiza” (v. 65). En efecto, Jesús acababa de profetizar, porque su respuesta al sumo sacerdote significaba que, ya que lo rechazaban como Mesías o Cristo, tomaría su lugar a la diestra de Dios como Hijo del Hombre, y lo verían venir como tal en las nubes. Entonces se lamentarían, viendo en este Rey de reyes y Señor de señores al que traspasaron (Mateo 24:30; Apocalipsis 1:7; Zacarías 12:10).

Pedro niega al Señor

Mientras la tropa se llevaba a Jesús, Pedro lo seguía de lejos, y llegó hasta el patio del sumo sacerdote; allí se sentó con los alguaciles, junto al fuego que habían encendido. Si Pedro no estaba en condiciones de seguir de cerca a su Maestro, al menos quería seguirlo de lejos. A la distancia era menos probable que lo confundieran con uno de sus discípulos; esto le permitió estar en compañía de los alguaciles que acababan de golpear al Señor (v. 65). Pensó que pasaría desapercibido y podría ver lo que sucedería. Llegó el momento de la prueba. Demasiado comprometido para evitarlo, tuvo que pasar por el cedazo, para más tarde poder seguir de cerca a su querido Maestro. Una criada, al verlo calentándose, le dijo: “Tú también estabas con Jesús el nazareno. Mas él negó, diciendo: No le conozco, ni sé lo que dices. Y salió a la entrada; y cantó el gallo. Y la criada, viéndole otra vez, comenzó a decir a los que estaban allí: Este es de ellos. Pero él negó otra vez. Y poco después, los que estaban allí dijeron otra vez a Pedro: Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres galileo, y tu manera de hablar es semejante a la de ellos. Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco a este hombre de quien habláis. Y el gallo cantó la segunda vez. Entonces Pedro se acordó de las palabras que Jesús le había dicho: Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces. Y pensando en esto, lloraba” (v. 67-72).

¡Qué dolor para su corazón cuando volvió en sí y se dio cuenta de lo que acababa de hacer! Él amaba realmente al Señor. Su deseo de no abandonar a su Maestro era sincero, pero en el ardor de su naturaleza contaba con sus propias fuerzas para lograr lo que quería. Judas no amaba a Jesús. Por eso no hubo ningún recurso para él cuando se dio cuenta de su crimen.

Dios, en sus caminos de gracia, usa las caídas de los suyos para enseñarles lo que podrían haber aprendido escuchando la Palabra, y sin deshonrar al Señor. Prestemos atención a lo que la Palabra de Dios nos enseña, para que podamos ser instruidos por ella sin necesidad de pasar por experiencias humillantes que deshonran al Seño