El porvenir

según las profecías de la Palabra de Dios

La historia de la Iglesia tal como Jesucristo la ve

Como vimos anteriormente, los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis nos dan una visión profética de la historia de la Iglesia. No de la Iglesia como cuerpo de Cristo, compuesto exclusivamente de convertidos, sino en cuanto a su responsabilidad como testimonio de Dios aquí en la tierra. Está representada por el símil de siete candeleros de oro, y no por un candelero de siete brazos como el que se encontraba en el Tabernáculo. Aquí, pues, se acentúa la responsabilidad personal de cada Iglesia como portadora de luz.

La división del Apocalipsis es generalmente conocida, ya que la indica la misma Palabra de Dios en el capítulo 1:19:

a) Las cosas que has visto (Cristo como juez);

b) las cosas que son;

c) las cosas que han de ser después de estas.

Según el capítulo 4:1, la tercera parte (“las cosas que sucederán después de estas”) comienza allí. Por consiguiente, la segunda parte (“las cosas que son”) abarca los capítulos 2 y 3.

En el capítulo 4 vemos que los creyentes glorificados están en el cielo. No se trata, por lo tanto, de fieles muertos, sino resucitados y glorificados, pues llevan ropas blancas y sobre sus cabezas hay coronas de oro.

Sabido es que no somos coronados inmediatamente después de haber muerto, sino después de la resurrección. En Apocalipsis 6:9 se establece una distinción en cuanto al grupo que se menciona allí: “debajo del altar”. Se trata de almas.

De lo mencionado, pues, resulta que en Apocalipsis 2 y 3 tenemos una descripción del estado de la Iglesia visible, desde la Edad apostólica hasta su recogimiento o rapto, exégesis confirmada por las siguientes consideraciones:

1. Todo el libro del Apocalipsis es profético y, por consiguiente, lo son los capítulos 2 y 3 que nos ocupan (comparar con cap. 1:3).

2. Las cartas no debían mandarse por separado a las referidas iglesias, sino que la totalidad de ellas había de mandarse a cada iglesia (cap. 1:11). Además, al final de cada carta se repite que el que “tiene oído para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, y no lo que el Espíritu dice solamente a aquella iglesia en particular.

3. El número siete es característico en el Apocalipsis. Nos habla, en efecto, de siete iglesias, siete sellos, siete trompetas, siete copas, siete espíritus de Dios, etc. Sabido es, asimismo, que dicha cifra es símbolo de perfección espiritual y en particular de la perfección de las obras divinas. Así, en siete días Dios lo creó todo, y vio que era bueno (Génesis 1:31). Se trata, pues, en estos capítulos, de la Iglesia en cuanto a su responsabilidad, considerada como obra de Dios.

4. Las siete cartas han sido visiblemente redactadas según un plan determinado, e indican un orden moral en el curso de la decadencia.

5. Notemos, por fin, que Dios da, en varios lugares de las Sagradas Escrituras, un compendio profético, en siete imágenes o cuadros, sobre determinada dispensación, como los tenemos por ejemplo en Levítico 23 y Mateo 13.

La decadencia

Las siete cartas pueden dividirse en dos grupos. En las tres primeras se dice previamente “el que tiene oído, oiga”, y a continuación viene la promesa “al que venciere”. En cuanto a las cuatro cartas siguientes, este orden es invertido. Es como si el Señor hubiera abandonado la esperanza de un regreso de toda la Iglesia a él, esperando que solo los vencedores oirán lo que el Espíritu dice a las Iglesias. En estas últimas cartas, el Señor también habla de su venida, de modo que sabemos que tales estados permanecerán hasta la «Parusia»1 . En cada carta, el Señor se presenta en relación con el estado de la iglesia en cuestión.                               

  • 1 La palabra “Parusia” viene de una voz griega que significa: presencia, llegada. Se refiere únicamente a la segunda venida de Cristo.

Éfeso

En esta carta tenemos el principio de la historia de la Iglesia o, más exactamente, un reflejo del período post-apostólico. Aparentemente, aún todo está bien en aquella iglesia. ¡Qué cosas más excelentes enumera el Señor! Pero sus ojos, cual llama de fuego, descubren ya el principio de la decadencia: “Pero tengo contra ti que has dejado el primer amor”. En esto estriba el principio de toda decadencia. El corazón no está ya tan estrechamente ligado y unido a Cristo como en el principio, aunque nuestras costumbres no hayan cambiado. En Éfeso, el Señor ha descubierto ya las maniobras (los hechos) de los Nicolaítas, nombre simbólico que explicaremos a continuación.

Esmirna

Tenemos aquí una clara alusión a las grandes persecuciones que azotaron a la Iglesia durante el segundo y tercer siglos, iniciadas por los emperadores romanos. “Tendréis tribulación de diez días”. Como es sabido, desde Nerón hasta Diocleciano se desencadenaron diez grandes persecuciones, la última de las cuales duró exactamente diez años (de 303 a 313). La tribulación fue, pues, el medio del cual Dios se valió en su gran sabiduría para acrisolar la fe y volver el amor de la Iglesia hacia Cristo, su Señor.

 

                   

Pérgamo

Nos enfrentamos aquí con una situación completamente distinta. La Iglesia no es ya “extranjera y peregrina” aquí abajo, sino que tiene una residencia estable y esta no se encuentra en el yermo o en la soledad, sino allí “donde está el trono de Satanás”. Ha buscado sombra y cobijo en este mundo, donde radica el trono del príncipe y dios de este siglo. Esto es lo que vemos en el plan histórico. El emperador Constantino el Grande (año 337 de nuestra era) se declaró abiertamente partidario del cristianismo, el que se transformó así en religión del Estado, pero fue… a costa de su libertad. Dice el historiador suizo Luis Emery: «Este triunfo de la Iglesia se pagó muy caro». Los emperadores que, durante el paganismo, habían tenido juntamente con la dignidad de soberano pontífice la dirección superior de los asuntos religiosos, pretendieron ejercer un poder análogo sobre el cristianismo que había venido a ser religión del Estado. Así convocaron concilios, cuyas decisiones recibieron fuerza por la firma imperial. Tomaron parte en las controversias dogmáticas… y persiguieron violentamente a los herejes. Intervinieron en la nominación de los obispos considerando más bien su propio interés político que el de su fe.

La Asamblea de Dios no es ya la “ecclesia”, es decir, la llamada fuera del mundo, sino que ha llegado a ser una mera institución nacional en la cual los verdaderos creyentes se hallan dispersos.

Aquí, en Pérgamo, no se habla solamente de los hechos (las obras) de los Nicolaítas, sino del hecho de que han llegado ya a constituir una doctrina o dogma. El versículo 14 nos muestra cuáles son las consecuencias de esto. En vano se ha buscado en la historia eclesiástica de los dos primeros siglos algún rasgo de los Nicolaítas. Este nombre es simbólico. «Nicolaos», en griego, significa: vencedor del pueblo. «Laos» quiere decir «pueblo» y de esta voz se deriva la palabra castellana «laico». Tenemos aquí, pues, el origen de la distinción tan opuesta al espíritu bíblico entre «laicos» y «eclesiásticos» o «clérigos», la cual divide en dos una misma hermandad (Mateo 23:8). En cuanto a la doctrina de Balaam, consistía en dar consejos perniciosos por dinero, sacando al pueblo de su aislamiento para fornicar juntamente con los moabitas y entregarse a la idolatría.

Tiatira

Aquí tenemos el sistema malo, del cual ha nacido el papado. Vemos a Jezabel que caracteriza a la Iglesia. Se dice profetisa, enseña exigiendo que se reconozca autoridad absoluta a su doctrina, autoridad infalible. Sabemos que, según la Palabra de Dios, una mujer no tiene facultad para enseñar (1 Timoteo 2:12). Además, la Iglesia aparece en las Sagradas Escrituras siempre bajo el símil de una mujer, nunca bajo el de un varón. Cristo es el Hombre, de cuya boca sale la Palabra como “espada de dos filos”.

Aquí encontramos a la Iglesia ocupando el puesto que solo corresponde a Cristo y utilizando su posición para continuar la obra de Balaam. La obra de Jezabel consiste en poner al pueblo de Dios en relación con el mundo y seducirlo para cometer actos de idolatría.

Las dos grandes características del cristianismo son:

1. Tener un Señor que fue rechazado por el mundo, pero que está ahora sentado en el trono del Padre, esperando el momento en que Dios ponga a sus enemigos por estrado de sus pies (Hebreos         1:13; Efesios 1:21-23).

2. La presencia de Dios, Espíritu Santo, enviado por el Hijo para ser substituto suyo en la tierra (Juan 16:7).

La Iglesia ha rechazado ambos hechos y ha ocupado un lugar predominante en la tierra, arrogándose el derecho de ejercer la más alta autoridad, mientras que el Señor había dicho claramente a Pilato:

Mi reino no es de este mundo
(Juan 18:36).

Por más señas, el jefe de la Iglesia Romana se proclama vicario de Cristo, arrogándose la autoridad y los derechos del divino representante (el Espíritu Santo) del Señor Jesús…

¿No es, acaso, característica la manera de presentarse del Señor frente a esta iglesia? “El Hijo de Dios dice estas cosas”. ¿Hay algo que sobresalga más en la Iglesia Romana que el hecho de rebajar al Señor a mera condición de hijo de la virgen María? Eleva a María por encima de él. Y aunque le reconoce como Hijo de Dios, lo hace tan solo para dar mayor gloria a María: ella es la madre de Dios y la reina del cielo.

Aquí la corrupción es ya demasiado grande. El Señor no espera ninguna conversión del conjunto. Pero, aunque haya sido quitado el candelero de su lugar, porque el Señor no puede reconocerla como su testimonio, la Iglesia Romana permanecerá hasta que el Señor venga. Y así en el capítulo 17 del Apocalipsis volvemos a encontrarla.

Sardis

En Sardis tenemos un nuevo principio. No se hallan aquí los grandes pecados de Tiatira. Tampoco se exige que sea reconocida la infalibilidad, ni hay doctrina pervertida, ni persecución de los santos, ni requerimiento de la más alta autoridad en el mundo. Aquí el mal es más bien de orden negativo: no hay vida.

Cuando se produjo la Reforma, Dios abrió los ojos de muchos para descubrirles la perversidad de la Iglesia Romana, y por Su bendita obra estableció un nuevo testimonio que no se contaminó con todas las abominaciones del papado. Pero no han guardado lo que el Señor les dio. Este es el motivo de su juicio.

El principio de la reforma fue una acción de fe, a la cual se añadió muy pronto un elemento político. Debido a su inexorable sed de dominio, Roma había producido mucho descontento. Y por ello muchos hicieron la reforma, no tanto por creerla justa, sino para hacerla un arma política en su lucha contra la Roma papal. ¡Cuán difícil resultaba declinar esta ayuda! Príncipes, políticos y soldados ofrecían su apoyo. Rechazarlo significaba exponerse a las persecuciones de Roma. Sin embargo, al aceptar la ayuda del poder temporal, se hallaron sometidos al mismo. Así tuvieron su origen las iglesias reformadas nacionales, dependientes del Estado. Ya no constituyeron la Iglesia de Dios, sino más bien un mundo más o menos cristianizado en el cual se hallaron dispersos verdaderos cristianos. Ya no era la Iglesia reinando sobre el mundo, como el caso de Roma, sino la Iglesia apoyándose sobre el mundo y sujetándose prácticamente a él.

“Tienes nombre de que vives y estás muerto”, o “se te cuenta como vivo y estás muerto” (V. H. A.). ¿De qué vale una confesión ortodoxa, si no hay vida que mane de Dios?

Así que el Señor no puede reconocer a Sardis como el único testimonio suyo; empero, quedará hasta su segunda venida (1 Tesalonicenses 5:2; Apocalipsis 3:3). Mas ahora Dios reconoce a Filadelfia como el testimonio legítimo.

Filadelfia

Se caracteriza esta Iglesia por dos cosas:

1. Haber guardado la Palabra de Dios.

2. No haber negado el Nombre del Señor Jesús.

Estas son precisamente las características del poderoso impulso obrado por el Espíritu Santo después de las guerras napoleónicas, al principio del siglo pasado. A semejanza de la visión de Ezequiel, en muchos países –no solo de Europa, sino también de otros continentes– el Espíritu de Dios vivificó montones de huesos secos (las almas descuidadas y somnolientas) que había en muchas iglesias del Estado y llevó a una gran parte de ellas a salir de estas instituciones humanas para volver a la Palabra y al solo Nombre del Señor Jesús.

Por cierto que no todos rompieron enteramente con las organizaciones y sistemas humanos, ya que no todos tenían igual medida de luz acerca de los pensamientos de Dios. Pero hubo ciertamente un afán general de andar, con la luz que uno poseía, según los principios divinos. ¡Qué enfervorizados se sienten nuestros corazones al pensar en aquellos hombres que se entregaron por completo al servicio de Dios; que sondearon la Palabra de Dios para recibir sabiduría, recorriendo después con fe inquebrantable y con Él, el camino desconocido!

Los pensamientos del Señor acerca de este movimiento lo tenemos en Apocalipsis 3:7-13. Filadelfia y Esmirna son las únicas cartas en las cuales no se encuentran cosas reprensibles. El Señor mismo se presenta a ellos dando a los vencedores las más preciosas promesas.

Pero, como en todo, el hombre ha fracasado aquí también. Aunque Filadelfia quedará hasta la venida del Señor y entonces será recogida por él, se trata aquí de un residuo pequeño y débil. La gran masa de Filadelfia no ha vencido y no ha guardado lo que tenía. De Filadelfia ha nacido…

Laodicea

¡Qué cambio! “Yo conozco tus obras, que ni eres frío, ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca… “

Laodicea es allí donde el hombre introducido en los privilegios cristianos se ha apropiado la gracia y se ha arrogado la posición de un cristiano; donde el lenguaje del cristiano es de uso corriente y exteriormente la posición de la Iglesia está en orden; empero, es donde se encuentra todo esto sin ejercer influencia alguna sobre el alma. ¿No está descrito aquí de manera conmovedora nuestro estado presente, la situación cuyos principios arrancan de Filadelfia?

Hay mucha ciencia. Se hablan hermosas palabras. Elabóranse con esmero magníficas confesiones de fe. Hay sociedades misioneras, sociedades bíblicas, colegios, universidades cristianas y muchas otras cosas. Lejos de mí querer juzgar esto… Mas, ¿dónde está la piedad íntima, la dedicación sincera al Señor? ¿Dónde está la sujeción en todo a la Palabra de Dios? ¿Dónde está la sujeción en todo a los deseos y a la voluntad de Dios, aun en aquellas pequeñas cosas de la vida diaria? ¿Dónde está la disposición para sufrir, gozosos, ultrajes por el nombre de Jesús, crucificado por el mundo?

¿No nos hemos vuelto, acaso, tibios y mundanos? La buena vida, mayores comodidades, la prosperidad material (según el caso), ¿no nos han hecho miedosos de sufrir y algo perezosos en lo que se refiere a las cosas del Señor? La presencia del Señor Jesucristo, el testigo fiel y verdadero, ¿es todavía una realidad práctica en la vida de la congregación o asamblea local?

¿En cuántas iglesias libres tiene aún la Palabra de Dios autoridad práctica en cuanto a la organización y el orden del culto? La mayoría de ellas ¿no están acaso muy satisfechas con tener una organización eclesiástica revestida del mayor carácter oficial posible? ¡Cuánta importancia se da al reconocimiento por las «grandes iglesias», al apoyo de las poderosas sociedades misioneras y a la sanción oficial por parte de las autoridades! Decidme: ¿Puede estar el Señor Jesucristo allí donde prácticamente su Palabra y su solo Nombre no tienen ya autoridad? ¿Y cuál es la situación de los que afirman que se reúnen solamente en su Nombre y según la Palabra? ¿Lo hacemos de verdad? ¿Tenemos conciencia de estar reunidos solamente en el Nombre del Crucificado, es decir, sin añadir ningún otro calificativo a los nombres de Cristo y de cristianos? Su Palabra ¿tiene autoridad para nosotros? Y en tal caso, ¿hasta qué punto? ¿Estamos seguros de que esto nos basta? ¿O tendrá el Señor que decirnos también: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo”? ¡Hermanos, él busca la verdad en lo íntimo del corazón y los meros formulismos no tienen ningún valor para él!

¡Cuánta vergüenza nos ha de dar cuando consideramos lo que hemos hecho del testimonio que Dios nos ha confiado! Quiera el Señor darnos un espíritu quebrantado y un corazón contrito y humillado (Salmo 51:17) para que nos sujetemos con corazón sincero, confesando nuestro pecado delante de él.