El porvenir de la Iglesia
En 1 Corintios 10:32 encontramos la siguiente clasificación: la Iglesia de Dios, los judíos y los gentiles. Por este último término se designa a todos aquellos que no son judíos y que tampoco pertenecen a la Iglesia. En otros pasajes de la Escritura son llamados “las naciones”, “los pueblos” o “las gentes”. En las profecías también nos enfrentamos con esta clasificación. La mayor parte de ellas tienen al pueblo de Israel por objeto; otras tratan de las naciones o gentiles, mientras que las demás se refieren a la Iglesia. Veremos, sucesivamente, lo que Dios dice en cuanto al porvenir de cada uno de estos grupos.
En el transcurso de estas investigaciones llegaremos a ver, como glorioso resultado, el pleno desarrollo de todas las perfecciones divinas, tal como se hallan contenidas en los nombres bajo los cuales el Señor se manifestó a los hijos de los hombres. Así, a los judíos, Dios se les reveló bajo el nombre de Jehová1 – (Éxodo 6:1-7); por lo tanto, en las profecías que se refieren al pueblo de Israel hallamos a Dios en su carácter de Jehová –su fidelidad, como así también en sus demás caracteres– pues el nombre de Jehová es el signo de la unión de ellos con Dios. En consecuencia, el Señor Jesús es presentado a los judíos como el Mesías, centro de las promesas y bendiciones que Jehová les dio.
Cuando los profetas se refieren a la Iglesia, vemos que revelan el nombre de PADRE para mencionar a Dios, porque la Iglesia está en relación con el Padre. De aquí se desprende que el Señor Jesucristo es presentado como el Hijo de Dios, congregando a sus “muchos hermanos” a su alrededor, haciéndonos participar de sus títulos y privilegios, a saber: “Hijos de Dios”, “miembros de su familia” y “coherederos con Cristo”, el primogénito entre muchos hermanos, lo cual es la expresión de la plena gloria de su Padre.
En la dispensación del cumplimiento de los tiempos, cuando Dios reúna todas las cosas en Cristo (Efesios 1:10) el nombre bajo el cual Dios se reveló a Abraham, padre de los creyentes (Génesis 14:18-22) será entonces plenamente glorificado: Dios Alto o “El Altísimo”, poseedor de los cielos y de la tierra. Bajo este nombre es adorado por Melquisedec, tipo del sacerdote real que será el centro y la base de la bendición general, cuando los cielos y la tierra sean reunidos (es decir, en el milenio – Hebreos 7).
- 1 Jehová o Jahvé viene de una raíz hebrea que significa ser o existir. Por eso dice: “Yo soy el que soy”, el que existe por sí mismo.
Los fieles del Antiguo Testamento, ¿pertenecían también a la Iglesia?
Hay muchos creyentes que opinan que la Iglesia es la continuación del pueblo de Israel. Si quieren decir con ello que la Iglesia ha ocupado el lugar del pueblo de Israel –como testimonio de Dios en la tierra– después del rechazamiento del pueblo escogido, entonces, hasta cierto punto, tienen razón.
Pero, generalmente, al hacer tal afirmación quieren decir que los israelitas pertenecen también a la Iglesia. Algunos han llegado hasta afirmar que la Iglesia empezó con Adán, nada menos, y que subsistirá hasta el juicio final. Esto significaría, pues, que todos los creyentes que han vivido en la tierra y los fieles que vivirán aún, pertenecen a la Iglesia.
No hay, pues, que confundir a la Iglesia o Asamblea de Dios con aquella “nube de testigos” del Antiguo Testamento que murieron antes de Pentecostés sin haber visto la promesa, mas saludándola desde lejos. Veamos ahora lo que testifican las Escrituras acerca de esto. En Efesios 3:9-11 se dice expresamente que la Iglesia era un misterio escondido desde los siglos en Dios. Y Colosenses 1:24-27 confirma esta verdad. El versículo 18 del mismo capítulo afirma que el Señor Jesucristo, como Primogénito de los muertos, es el Principio de la Iglesia. Efesios 1:22, a su vez, nos enseña que Cristo ha venido a ser –después de su ascensión– la cabeza suprema de la Iglesia, “la cual es su cuerpo”. El capítulo 4:8-16 de la misma epístola nos dice que Cristo ha repartido dones a la Iglesia, después de su ascensión, y Efesios 2:19-22, que el fundamento de la Iglesia ha sido edificado por los apóstoles y profetas, mientras que el capítulo 3:5 nos muestra que se trata aquí de los profetas del Nuevo Testamento. En 1 Corintios 3:10 el apóstol Pablo escribe: “como perito arquitecto puse el fundamento” y en ambos lugares se confirma que Jesucristo es el único fundamento o la piedra angular.
En 1 Corintios 12:13, se determina el tiempo con mayor exactitud aun. Allí se afirma expresamente que la Iglesia ha nacido por el bautismo del Espíritu Santo. El pasaje de Hechos 1:5 no deja la menor duda en cuanto a la fecha de tan magno acontecimiento: ocurrió en el día de Pentecostés, según vemos en el capítulo segundo del citado libro. Otros pasajes de la Escritura lo confirman de manera implícita, como 1 Corintios 3:16 y Efesios 2:21-22. Allí leemos que la Iglesia es el templo del Espíritu Santo, que mora en ella. ¿Acaso era esto posible antes de que el Consolador hubiera descendido…?
Además, por si faltasen argumentos, las propias palabras del Señor Jesucristo prueban que la Iglesia no existía aún cuando él estaba en la tierra. En el capítulo 16 del evangelio según Mateo, el Mesías dice claramente que “edificará la Iglesia”. Conste que no dijo «he edificado» o «edifico» sino que utilizó un tiempo futuro: “edificaré”, lo cual prueba, sin lugar a dudas, que la Iglesia no existía aún en aquel momento.
La distinción entre la Iglesia e Israel
En las páginas anteriores hemos indicado ya la diferencia que existe entre Israel y la Iglesia en sus relaciones con Dios, quien se reveló al pueblo israelita bajo el nombre de Jehová, mientras que la Iglesia o Asamblea lo conoce como Padre.
Por cierto, esta no es la única diferencia; solo caracteriza una posición distinta, pero los pormenores de dicha posición nos han sido aclarados en centenares de casos. Examinemos unos de ellos.
Primeramente, sabemos que Dios habló al pueblo de Israel en la tierra, mientras que a la Iglesia lo hizo desde los cielos (Hebreos 12:25). Basta este detalle para revelarnos la entera diferencia. Israel es un pueblo que pertenece a esta tierra, en la cual tiene asignado su lugar. La Iglesia, en cambio, constituye un pueblo celestial, perteneciente a las regiones celestiales, y todos los demás pormenores llevan la misma distinción.
A Israel le fue otorgado por herencia un país o patria terrenal en el cual había de morar. Dios lo había prometido de antemano a Abraham, a Isaac y a Jacob (Génesis 12:7; 15:7, 18; 17:8; 26:3; 28:13; etc.) confirmándolo al pueblo mismo (Éxodo 6:7; 13:5; 15:17; Levítico 25:2; etc.). En cambio, de la Asamblea leemos que tiene una herencia incorruptible reservada en los cielos (1 Pedro 1:4); que su vocación es celestial (Filipenses 3:14; Hebreos 3:1) y que su ciudadanía está en los cielos, donde ya está sentada (Efesios 2:6).
Todas las bendiciones que recibe Israel son de orden terrenal y se verifican en el país de Canaán, la tierra prometida. Si leemos, por ejemplo Deuteronomio 28, nos conmoverá el hecho de que no hay ninguna bendición celestial. Los israelitas serán bendecidos en la ciudad y en el campo: “Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, el fruto de tus bestias, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas. Benditas serán tu canasta y tu artesa de amasar… Jehová te enviará su bendición sobre tus graneros, y sobre todo aquello en que pusieres tu mano; y te bendecirá en la tierra que Jehová tu Dios te da” (Deuteronomio 28:2-8).
Todas las bendiciones de la Iglesia son espirituales y han ocurrido en lugares celestiales, según leemos en Efesios 1:3: “Nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”.
La lucha de Israel se verifica en la tierra, en Palestina (Números 13:29; 33:51-56), mientras que el combate que ha de librar la Iglesia no es “contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
De aquí resulta, claramente, que el pueblo de Israel y la Iglesia pertenecen a dos dispensaciones distintas. ¡Estemos, pues, alertas y no apliquemos a la Iglesia las profecías que se refieren a Israel, o viceversa!
¿Cuál es el porvenir de la Iglesia?
Ya hemos visto que la Asamblea constituye un pueblo celestial. Su ciudadanía está en los cielos, según leemos en Filipenses 3:20; su vocación es celestial (Filipenses 3:14; Hebreos 3:1), sus bendiciones son de orden espiritual y se disfrutan en lugares celestiales (Efesios 1:3). Ya está sentada con Cristo, en regiones celestiales (Efesios 2:6); su lucha se desarrolla en las mismas regiones contra malicias espirituales, según vimos ya en Efesios 6:12; su herencia le está reservada en los cielos (1 Pedro 1:4) y es el cuerpo del Hijo del hombre glorificado a la diestra de Dios (Efesios 1:20-22).
¿Puede esta Iglesia tener un futuro en la tierra? ¿Sería posible, acaso, que el cuerpo quedara siempre en la tierra, mientras que su cabeza se encuentra en los cielos? ¿Podrá realizarse el porvenir de la Iglesia en algún otro lugar que no sea el país donde tiene su ciudadanía? ¡Allí donde está la cabeza, el cuerpo le será perfectamente unido! Tenemos la certeza de que el porvenir de la Iglesia debe realizarse en los cielos, e irrefutables declaraciones de la Escritura nos la confirman.
Después de enseñarnos en Filipenses 3:20 que nuestra ciudadanía está en los cielos, el Espíritu Santo dice a continuación: “de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya”. Y en alabanza de los tesalonicenses, se dice que están esperando al Hijo de Dios de los cielos.
En 2 Corintios 5 dice el apóstol Pablo que el cristiano está deseando “ser revestido de aquella nuestra habitación celestial”. Y en el evangelio según Juan, capítulo 14, el mismo Señor dice a sus discípulos, consolándoles antes de su partida:
Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis
(Juan 14:3).
Por fin, en Apocalipsis 3:11 y 22:20, escuchamos otra vez la voz del Señor diciéndonos para consuelo nuestro: “Vengo en breve”, y la respuesta de la fe es: “Amén; sí, ven, Señor Jesús”.
Así, pues, la Asamblea no quedará para siempre en este mundo. Su nostalgia por su Divino Esposo, por su patria celestial, será satisfecha. El Señor Jesucristo vendrá a recogerla: “Y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Tesalonicenses 4:17-18).
¿Cómo recogerá el Señor a su Iglesia?
Pasajes bíblicos como 1 Corintios 15:45-53 y 1 Tesalonicenses 4:13-18 nos revelan claramente esto. La primera cita nos enseña que ya somos los “celestiales” y que llevaremos luego la imagen del Hombre celestial: Cristo. Mas la “carne y la sangre”, es decir el hombre natural, no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción. Tal como estamos ahora, con nuestros cuerpos mortales, no podemos entrar en el cielo. Entonces ¿hemos de morir todos previamente? No; dice el apóstol: “He aquí, os digo un misterio: no todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados”. En la carta a los Tesalonicenses añade que el mismo Señor vendrá para efectuar estas cosas. Ciertamente, los creyentes ya difuntos serán resucitados y los que estén viviendo serán transformados en aquel mismo momento, y todos seremos “arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”.
La descripción es clara. No pasará mucho tiempo antes de que todo sea consumado. En un abrir y cerrar de ojos todo se efectuará. En aquel sublime instante la Iglesia se hallará en su plenitud, ya que todos los redimidos, desde el día de Pentecostés hasta ese momento, estarán presentes, y juntamente irán al encuentro del Señor. ¡Qué día aquel en que, a semejanza de Rebeca que encuentra a Isaac de camino, la Iglesia encontrará al Señor, su Divino Esposo, y será llevada por él a la casa del Padre, a sus muchas moradas!
Por cierto, no debemos confundir esto con otros pasajes bíblicos como Apocalipsis 1:7 y Mateo 24:30. Allí el Señor Jesucristo viene a la tierra sobre las nubes del cielo “y todo ojo le verá”, mientras que en 1 Tesalonicenses 4 el Señor no viene a la tierra, ¡sino que somos arrebatados a las nubes, a su encuentro! El momento en que la Iglesia vaya al encuentro de su Señor, para ser llevada a la gloria, quedará invisible a los ojos del mundo incrédulo.
¿Cuándo se verificará esto?
El Señor dice: “Vengo en breve” (Apocalipsis 3:11; 22:20). Y en varias epístolas del apóstol Pablo leemos que, tanto él como los fieles de aquel entonces, esperaban al Hijo de Dios de los cielos. Así, en Filipenses 3:20 leemos: “… los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo”. Y, según los citados pasajes de 1 Corintios 15 y 1 Tesalonicenses 4, vemos que el apóstol de los gentiles esperaba que no todos los creyentes –a los cuales se dirigía– estarían muertos a la venida de Cristo. Resulta, pues, de lo dicho, que no sabían de ningún acontecimiento que hubiera de ocurrir antes de que el Señor viniera a recoger a su Iglesia.
Las profecías también nos confirman lo mismo. En ellas se vaticina centenares de hechos que se verificarán en la tierra, pero jamás encontramos la menor indicación de que tengan que ocurrir mientras se halla la Iglesia aún en la tierra; al contrario, innumerables hechos solo podrán verificarse cuando la Asamblea esté en los cielos.
Tomemos, como ejemplo, el Apocalipsis, el único libro del Nuevo Testamento que es completamente profético. Como sabemos, el capítulo primero, versículo 19, nos da la división del libro:
1. las cosas que has visto;
2. las que son;
3. las que han de ser después de estas.
“Las cosas que has visto”, solo pueden referirse al capítulo primero, pues es un pretérito; lo que ha de entenderse por la expresión “las que son”, nos lo dice el mismo libro; mientras que el primer versículo del capítulo cuarto indica expresamente que la tercera parte empieza allí: “Las cosas que han de ser después de estas”. Tenemos, pues, en el segundo y tercer capítulo: “Las cosas que son”.
Sin embargo, antes de que comience la tercera parte por el vaticinio de los juicios venideros sobre este mundo, los capítulos cuarto y quinto nos dan una descripción del cielo en aquella época de juicios. Vemos “ancianos” en el cielo (no son ángeles, ya que estos son mencionados aparte). Son pecadores redimidos por la sangre del Cordero, pues cantan el nuevo cántico: “Digno eres tú de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque fuiste inmolado, y has adquirido para Dios con tu misma sangre, hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación; y los has hechos para nuestro Dios reyes y sacerdotes; y reinarán sobre la tierra” (5:9-10; V. M.). Dichos “ancianos” se hallan, en este instante, glorificados; están sentados sobre tronos, vestidos de ropas blancas y sobre sus cabezas brillan coronas de oro. Por consiguiente, la resurrección se ha efectuado ya; en aquel momento la Asamblea se encuentra ya en la casa paternal.
Además, en los versículos 7:13-17; 12:10-12; 14:3; 19:4; etc. vemos que se trata, por cierto, del tiempo en el cual se efectuarán los juicios descritos en el Apocalipsis. De todos los pasajes citados, resulta que los “ancianos” están en el cielo. El capítulo 19 nos lo revela en particular. Las bodas del Cordero se verifican en los cielos y después viene el Señor con los suyos, desde el cielo a la tierra (véase Apocalipsis 19:14; 1 Tesalonicenses 3:13). Está claro que solo pueden venir del cielo con él si anteriormente ya estaban allí. Así que todo lo que hallamos profetizado después del capítulo quinto del Apocalipsis acontecerá después de haber sido recogida la Iglesia.
No es necesario que suceda ninguna cosa (según la revelación de la Palabra de Dios) antes de que el Señor Jesucristo venga a arrebatarnos en las nubes. Podemos anhelar y aguardar a cada instante su venida.
“Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del hombre ha de venir” (Mateo 25:13).
“Y el Señor encamine vuestros corazones al amor de Dios, y a la paciencia de Cristo” (2 Tesalonicenses 3:5).
“El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 2:20).