Introducción a la investigación de las profecías
Hay una pregunta que surge a menudo en nuestra mente, y es la siguiente: ¿Qué nos traerá el futuro? ¿Qué será del día de mañana?
Por cierto que esta pregunta no es nueva; centenares de generaciones la habrán formulado antes que nosotros, pero, después de dos guerras mundiales, con sus indescriptibles séquitos de miserias, enfermedades y plagas, y ante el temor justificado de un tercer conflicto que abarcaría todos los términos de la tierra, esta pregunta ha llegado a preocupar, en grado sumo, a nuestros contemporáneos.
Si la última guerra mundial (1939-1945) fue ya tan horrible, con sus encarnizadas batallas, sus armas diabólicas, sus campos de concentración en los cuales la dignidad y el respeto humanos eran reducidos a la nada; con sus bombardeos aéreos y sus destrucciones intencionadas de grandes ciudades, en las cuales perecieron hasta 120.000 almas en una sola noche, ¿qué sería entonces una próxima guerra en la cual los beligerantes hicieran uso de armas más perfeccionadas, de un insospechable poder mortífero? y ¿cuál sería el desenlace? ¿Desaparecería Rusia del mapa, aniquilada por las bombas atómicas, de hidrógeno o bacteriológicas de los Estados Unidos de América y sus aliados occidentales? O, por el contrario, ¿serán subyugados dichos aliados por los ejércitos soviéticos invasores y la acción combinada de sus quintas columnas? ¿Qué ocurrirá?…
Todo esto es causa de un miedo indecible y plantea problemas en el corazón humano sin que nadie, ni los mejores publicistas, ni los más sagaces políticos o «profetas» de nuestro tiempo sean capaces de contestar a tan angustiosas preguntas.
Nuestro pobre mundo está desquiciado, los hombres andan a ciegas, sin ideal y sin norte, en unas tinieblas espirituales cada vez más densas.
Se habla del “ocaso de Occidente”, de la crisis de la civilización cristiana; los filósofos llegan a analizar el mal de nuestra época, pero son totalmente incapaces de remediar dicha enfermedad.
Y, sin embargo, hay Alguien que puede contestar y resolver todas las preguntas y dudas del corazón humano. Sí, todas.
En efecto, DIOS HA HABLADO y SU PALABRA ha quedado perenne entre nosotros, recogida en 66 libros que forman la Biblia, biblioteca divina, luz y guía para todas las generaciones. En este Libro Santo, en el cual nos habla el mismo Creador, encontraremos la contestación deseada. Cuando estas preguntas se refieren al estado personal del hombre, el Señor, por medio de su Palabra, revela la íntima naturaleza del ser humano: “No hay justo, ni aun uno… no hay quien busque a Dios… no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:10-23).
Y si el hombre, convicto de sus pecados, pregunta con afán: «¿Qué es menester que yo haga para ser salvo?» recibe entonces la siguiente respuesta:
Cree en el señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa
(Hechos 16:30-31).
Si alguien pregunta por su porvenir personal, la contestación de Dios es clara y no deja lugar a dudas: “Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:11-15).
Y cuando surge en la mente del pecador la pregunta: «¿Cómo escaparé de este juicio venidero?», llega asimismo la divina contestación: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna… El que en él cree, no es condenado” (Juan 3:16 y 18).
De la misma manera Dios se digna contestar claramente las preguntas acerca del porvenir de la tierra, del porvenir de Rusia, de Europa Occidental, de Palestina y de la suerte futura de la humanidad entera. Acaso, ¿no sabía estas cosas el Dios Eterno, aquel… “que anuncia lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad, lo que aún no era hecho. Que dice: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero?” (Isaías 46:10).
Ciertamente Dios conoce el porvenir, y lo que es aun más importante para nosotros, en su infinita bondad y misericordia él quiere revelárnoslo. En efecto, leemos en el Libro del profeta Amós (cap. 3:7): “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas”.
¿A quién da Dios las profecías?
La anterior cita del profeta Amós nos da ya la contestación: ciertamente, no al mundo. Desde luego, el porvenir del mundo está ya profetizado. ¿Nos hemos fijado, acaso, en que una parte importante de las profecías la constituye el anuncio del juicio venidero sobre los diferentes pueblos y naciones? Y, ¿no es un hecho notable que aquella parte del libro de Daniel que trata mayormente del porvenir de los pueblos que rodean el Mediterráneo haya sido escrita en arameo y no en hebreo, como el resto del libro?1
Sí, Dios ha dado también las profecías para recordar al mundo que el juicio final se aproxima y para que dicho mundo pueda arrepentirse de antemano. Citamos solo a Noé, aquel “pregonero de justicia” (Génesis 6 y 2 Pedro 2:5), quien, mientras edificaba el arca, llamaba a todos al arrepentimiento, y al profeta Jonás, quien vaticinó el juicio que se cernía sobre Nínive (Jonás 3:4).
No obstante, como hemos visto, Dios no se dio a conocer ni se reveló a los incrédulos. Dicen las Sagradas Escrituras que
Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo
(2 Pedro 1:21).
¿Cómo podrían los incrédulos estudiar las profecías con fruto…? Aun cuando creyeran que la Palabra de Dios es la Verdad, ¿cómo podrían escudriñar con corazón apacible la manera en que “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad”? (Romanos 1:18). ¿Cómo podrían quedarse impasibles al oír decir de Jesucristo, al cual no quieren aceptar: “por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11) y “porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies”? (1 Corintios 15:25).
Y, finalmente, ¿cómo podrían entender con su inteligencia natural, entenebrecida por el pecado, las revelaciones de Dios, dadas a conocer por sus santos varones inspirados por el Espíritu Santo?
Dice la Palabra, por boca del apóstol Pablo: “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:9-16).
Es, pues, imprescindible gozar de dos privilegios para poder estudiar las profecías con tranquilidad y provecho: primeramente, es preciso que uno tenga la certidumbre de ser salvo, habiendo confiado sin reservas en la obra redentora de Cristo en la cruz (lo cual significa que el creyente no pertenece ya a este mundo sobre el cual han de sobrevenir los juicios del Señor); y, en segundo lugar, el Espíritu Santo debe morar en tal hombre. Solamente, pues, los cristianos legítimos, es decir, los que cumplen estas condiciones, pueden entender las profecías (Juan 16:13).
- 1Nota del traductor (N. del T.): La mayoría de estas naciones hablaban el arameo o siriaco, que fue la lengua diplomática durante varios siglos en el Oriente.
El porvenir del diablo
Entonces, ¿cómo es que tan gran número de cristianos no se ocupan de las profecías, ni entienden casi nada de ellas…? Es sencillamente por la gran astucia de Satanás, el cual ha deslumbrado los ojos de ellos, de modo que no advierten la gran importancia del estudio de las profecías. El diablo conoce de sobra la suerte que le está reservada (Apocalipsis 20:1-3), sabe perfectamente que vendrá un tiempo en que Jesucristo avergonzará al reino de las tinieblas hasta que no subsista ya más (Isaías 24:21-22).
Hasta los demonios saben esto, como resulta de la comparación de los tres pasajes del Evangelio en los cuales figura la historia del endemoniado gadareno (Mateo 8:29, Marcos 5 y Lucas 8), y temen ser arrojados al abismo antes del tiempo descrito en Apocalipsis 20. Y el diablo teme –con motivo, por cierto– que si los cristianos se ocupasen del juicio que se avecina contra él, y de la destrucción del mundo del cual él es príncipe, su influencia sobre ellos quedaría deshecha y se produciría entre los cristianos una separación total del mundo, en el cual, sin embargo, siguen viviendo. Porque así lo dispuso el Señor (Juan 17:14-15).
El hecho de que gran parte de la Palabra de Dios sea profecía ¿no prueba, acaso, la importancia que Dios concede a esta, para sus hijos? ¿No concede Dios promesas especiales para los que están escudriñándola? (Apocalipsis 1:3 y 22:7). Si, cuando el Creador de los cielos y de la tierra llama a sus hijos para manifestarles, como Padre, sus pensamientos, y estos hijos no demuestran tener el menor interés en ello (Génesis 18:17; Efesios 1:8-10); y si cuando el Señor Jesucristo dice:
Os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer
(Juan 15:15; Apocalipsis 1:1),
hacemos caso omiso de sus palabras, ¿qué debemos pensar respecto a semejante conducta, a semejante ingratitud?
Objeto y finalidad de las profecías
Muchos cristianos saben DE DÓNDE y DE QUÉ han sido rescatados, pero no han aprendido PARA QUÉ lo han sido. Bástales saber que están seguros de la salvación que han recibido en Cristo, mas ¿no deberían también aspirar a conocer todas las consecuencias de tan grande salvación? Hablando a los efesios, dice el apóstol Pablo: “No ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones; para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento; para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza…” (Efesios 1:16-19). No solo hemos de saber que la casa del Padre será nuestra morada (Lucas 16:22-24), sino que hemos de gozarnos en todos los privilegios de esta gloriosa posición. “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 Pedro 1:3).
Dios nos ha asignado, en la gloria de Cristo y de la Iglesia, un porvenir que está basado en sus propósitos, del cual el estudio ocupa nuestro corazón de pensamientos, llevándonos a la comunión con Él. Este es uno de los propósitos que Dios quiere conseguir al darnos las profecías. Nos las dio como a amigos suyos, para hacernos partícipes de sus sentimientos. ¿Podía, acaso, darnos mayor prueba y confianza? (Juan 15:15; Efesios 1:9; Génesis 18:17).
El corazón humano siempre debe tener un ideal u objeto en qué ocuparse. El hombre no puede actuar con vistas al porvenir si no piensa en él. Si no tenemos ante nosotros el ideal que Dios nos presenta, entonces, indubitablemente, otras cosas nos entretendrán, pero dichas cosas serán fruto de nuestra propia imaginación y todo nuestro comportamiento estará caracterizado por ellas. Siempre ocurre lo mismo: si uno anhela el poder, los honores, las riquezas o los placeres de este mundo, entonces actuará de conformidad con sus deseos. Pero si, en cambio, el cristiano está ocupado en las cosas futuras y comprende que es vocación de la Iglesia la de ser partícipe de la gloria celestial venidera ¿cuáles serán entonces las consecuencias para él? No pueden ser otras que su obligación de vivir como peregrino y extranjero.
A este respecto J. N. Darby escribió: «Al distinguir el creyente la profecía relacionada con la tierra, entendería mejor la naturaleza de las promesas terrenales hechas a los judíos y aprendería a separarlas de las que se refieren a nosotros, los gentiles; juzgaría el espíritu del siglo y preservaría su corazón de hallarse absorto en los negocios meramente humanos y asimismo de muchos cuidados y distracciones dañosas para la vida de un creyente; experimentaría una feliz dependencia de Dios, quien ordenó todas las cosas y quien conoce el “fin desde el principio”, y se entregaría enteramente a esa esperanza que le ha sido dada y al desempeño de estos deberes que se desprenden de ella».
Verdaderamente, si un cristiano no pone sus esperanzas y anhelos en el futuro, sus pensamientos estarán fijados en el tiempo presente y toda su manera de vivir reflejará este modo de pensar; buscará entonces su felicidad en las cosas terrenales, no siempre materialistas o groseras, pero que logran apartar su mente de las cosas del Señor. ¿Cuántos cristianos –ya ancianos, ya jóvenes– dedican todas sus energías físicas e intelectuales a intentar mejorar este mundo desquiciado, un mundo que demostró tal grado de corrupción que rechazó al Hijo del Dios viviente? (Juan 12:31).
Uno de los argumentos que maneja el Maligno para apartar al cristiano del estudio de las partes proféticas de la Biblia es la afirmación según la cual el significado de dichas profecías solo puede averiguarse una vez cumplidas estas. Ello equivale a decir que su verdadera finalidad es la de demostrar el origen divino de las Sagradas Escrituras por medio de las profecías ya cumplidas. Es cierto que las profecías cumplidas también sirven para tal meta1 , pero cabe preguntarnos: ¿Es esta la verdadera finalidad?
¿De qué provecho le hubiera sido a Noé la revelación de que Dios iba a destruir a la humanidad, si el patriarca se hubiera imaginado que tenía que esperar hasta el cumplimiento de dicha profecía para poder entenderla? (Génesis 6:7). En tal caso, huelga decirlo, hubiera perecido en el diluvio y no hubiera visto su cumplimiento. ¿De qué provecho serían para el hombre las solemnes advertencias del Señor Jesucristo (Mateo 24:15-18), si no pudiese comprenderlas ni creerlas ANTES de verificarse? Precisamente por el conocimiento de las profecías aún no cumplidas y por la fe en ellas los creyentes se apartan del mundo incrédulo.
Acaso ¿no escribe el apóstol Pedro que la Palabra profética “es como una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca” y a la cual hacemos bien de estar atentos? (2 Pedro 1:19).
Pues, ¿cuándo tenemos que estar atentos a dicha palabra? ¿Cuando esté cumplida y toda la luz haya sido hecha sobre el asunto? De ningún modo; la finalidad de las profecías es la de una antorcha que ilumina la senda del peregrino en este mundo entenebrecido; porque… ¿a quién se le ocurre sacar una antorcha encendida en pleno día para comprobar si resplandece el sol o no?
Preguntémonos: ¿En qué estado estaríamos si esta hubiera sido nuestra contestación, nuestro modo de agradecer la infinita gracia de Dios, el cual se digna comunicarnos sus íntimos pensamientos…?
¿No hay, acaso, nada que interese a la Iglesia de Cristo en todas esas santas revelaciones? ¿Necesita la Iglesia aun más pruebas para convencerse de la veracidad de la Palabra de Dios? Porque no corresponde a la Iglesia discutir o establecer si lo que Dios ha dicho es verdad. ¡Cuán terriblemente insultaríamos la bondad y la amistad de Dios si obráramos de semejante modo! Como cristianos no necesitamos ser testigos de un acontecimiento para creer que lo que Dios dice es cierto y que su Palabra es Verdad. Y sabemos ya que las profecías son parte integrante de las Sagradas Escrituras.
Pero hay más que esto. La mayor parte de las profecías –y en cierto sentido podríamos decir todas las profecías– tendrán su cumplimiento al final de la dispensación en que vivimos. Ahora bien; en aquella época, la Iglesia ya no estará en la tierra y será demasiado tarde para convencerse de la verdad de ellas; tampoco podrán emplearse para convencer a los demás, ya que precisamente el horrendo juicio que vendrá sobre los incrédulos será suficiente demostración de la verdad profética.
Mas, sobre todo, las revelaciones del Señor nos han sido dadas para dirigir nuestra marcha en el camino que Él nos ha trazado y para servirnos de consuelo al ver que es Dios quien, al fin, ordena la marcha de todos los acontecimientos, y no el hombre.
Esto recuerda, asimismo, el dicho del salmista:
Lámpara es a mis pies tu Palabra y lumbrera a mi camino
(Salmo 119:105).
Y más particularmente en el pasaje ya citado del apóstol Pedro hemos visto que la Palabra profética es una antorcha (o lámpara) que alumbra en lugar oscuro.
Así, pues, podemos ver en ella todo lo que Dios ha hablado; leemos en ella que todo está ordenado desde el principio y podemos estar tranquilos. Completamente apartados de las cosas mundanas, sin prestar atención a las maniobras políticas de los poderosos, podemos admirar de antemano la profunda y perfecta sabiduría de Dios. Adquirimos así entendimiento, nos adherimos espiritualmente a Aquel que nos redimió en Cristo y no confiamos más en nuestras débiles fuerzas ni en nuestra propia opinión. Vemos en los acontecimientos que se verifican alrededor de nosotros el desarrollo de los planes y propósitos del ALTÍSIMO y no ya las consecuencias de las luchas y pasiones humanas. Y, sobre todo en los acontecimientos que tienen que suceder en el tiempo del fin, las profecías nos muestran todo lo que Dios quiere que sepamos acerca de él: su fidelidad, su justicia, su poder y su paciencia; pero, al mismo tiempo, el juicio que ejercerá de manera irrevocable sobre toda iniquidad, purificando al mundo de todos los que pervierten la tierra, con el fin de que su gobierno (reino) sea establecido en paz y bendición.
El juicio de Dios, aquel “día grande de Jehová, cercano y muy próximo… día de ira… de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de oscuridad” (Sofonías 1:14-18), ese juicio sobre las naciones se avecina. La Iglesia de Cristo está enterada de esto y, gracias a la enseñanza y unción del Espíritu Santo, lo entiende, lo cree y escapa de las cosas que están por venir.
- 1N. del. T.: ¿Quién no se queda absorto y maravillado ante las ruinas de Babilonia, de Nínive o de Tiro, ciudades que dominaban medio mundo y cuyas naves iban de un extremo a otro del mundo conocido, ciudades que desaparecieron de la faz de la tierra conforme a los vaticinios de la Palabra de Dios…? O, ¿quién no se maravilla al leer en el Libro del profeta Miqueas, el cual escribió alrededor del año 720 antes J. C.: “Y tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel” (Miqueas 5:2; Mateo 2:6; Juan 7:42), o bien leyendo otras profecías mesiánicas que se cumplieron igualmente al pie de la letra?
El estudio profético, ¿es especulativo?
Otro argumento que presentan a menudo para no dedicarse al estudio de las porciones proféticas de las Santas Escrituras, es que dicho estudio es demasiado «especulativo», es decir, que da fácilmente lugar a que se intercale entre la Palabra de Dios y nuestro pobre y ruin entendimiento nuestro propio modo de ver las cosas, nuestros propios designios, a los que podemos confundir con la santa voluntad de Dios.
En apoyo de dicho argumento se citan las estrambóticas afirmaciones de sectas tales como los llamados «testigos de Jehová» o «rusellistas», «mormones», «adventistas» y otros falsos doctores de la Palabra de Dios. Debemos admitir que las aserciones de esta gente son, en efecto, engañadoras y muchas veces sin fundamento alguno en las Sagradas Escrituras. Pero ¿estas profecías dejarán de ser buenas en sí mismas porque hombres extraviados hayan abusado de ellas?
La doctrina de la propiciación y de la obra redentora de Cristo ¿no ha sido objeto muchas veces de interpretaciones netamente especulativas, las cuales han dividido y siguen aún dividiendo a la cristiandad?
Basta citar, de paso, las principales de ellas desde el siglo II en adelante: el Gnosticismo, según el cual la redención venía a ser una parte del desenvolvimiento general de la Naturaleza, separando la materia del espíritu; el Arrianismo, que negaba la completa divinidad de Cristo; el Nestorianismo, el Monofisitismo y el Montelismo, que enseñaban errores en cuanto a la naturaleza o voluntad humana y divina de Jesús; y desde la Reforma acá el Unitarismo, nuevo brote de Arrianismo, defendido por el aragonés Miguel Servet (muerto en 1563). ¿Hay siquiera parte alguna de la Biblia de la cual desgraciadamente no se haya abusado? Y esto, sin embargo, no será motivo suficiente para que desechemos la Biblia. ¡Al contrario! El hecho de que muchos hayan sido engañados en materia profética ¿no se debe, acaso, al hecho de que la desconocen casi por completo? O si se quiere un ejemplo: No me equivoco nunca de camino en la ciudad en la que vivo, allí donde conozco cada calle en particular, donde cada rincón me es familiar, pero sí me equivoco cuando me encuentro como forastero en algún sitio desconocido.
De la misma manera, si oteo el porvenir desconociendo las profecías o conociéndolas de manera insuficiente, todo lo veré turbio o borroso y trataré de suplir esa visión defectuosa con mis propios pensamientos. Estas serán entonces verdaderas «especulaciones» y fantasías de la imaginación humana.
Examinemos, por ejemplo, la profecía según la cual “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar”. ¿Qué cristiano no se sentirá feliz pensando en aquel tiempo? Pero, ¿cómo se realizará dicho vaticinio? Si doy ahora rienda suelta a mi imaginación, doy entonces lugar a las divagaciones de mi pobre corazón, ignorante y pervertido por el pecado. Empero, si dejo hablar a la Palabra de Dios, entonces el mismo capítulo de donde hemos sacado este versículo me da la divina contestación (Isaías 11:9).
El Señor no nos ha llamado a ser profetas. Su Palabra está completa, como leemos en Colosenses 1:25: “De la cual fui hecho ministro (servidor)… para que anunciase cumplidamente la palabra de Dios”, o mejor dicho: “… para completar la palabra de Dios” (versión Darby). Esto significa que no habrá ya más revelaciones. Por lo tanto, cualquiera que alega una cosa que no está en la Biblia solo da a conocer el producto de imaginaciones humanas.
Esto no tiene nada que ver con la investigación sencilla, seria y piadosa de todo lo que ha sido revelado en las Sagradas Escrituras.
Preparación para el estudio de las profecías
El espíritu con el que hemos de entregarnos al estudio de las profecías está claramente caracterizado por el pasaje bíblico de la vocación de Isaías, a quien el Señor había llamado al ministerio profético; pero, aunque se trata aquí de un «Nabi'» (término hebreo traducido por profeta, que significa: aquel que anuncia), la índole de la preparación siempre es la misma. No se trata de fuerza intelectual, ni de sentimientos naturales, ni tampoco de exactitud de criterio.
Si Dios es el Maestro y los discípulos aquellos que han sido salvos por su gracia, entonces dicha preparación tendrá que ser moral y espiritual. Las profecías no han de servir de base a ninguna clase de especulaciones, sean de orden intelectual o filosófico; ellas se dirigen a la fe con el fin de ser aceptadas por esta como parte integrante de la Palabra de Dios.
En el caso concreto de Isaías, él vio al Señor de los ejércitos celestiales y oyó las voces de los serafines: “Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos: toda la tierra está llena de su gloria”. En presencia de esta gloriosa visión desapareció toda la soberbia y jactancia del profeta, quien tuvo, asimismo, una noción más profunda de su estado perdido y pecaminoso y, al mismo tiempo, del de su pueblo en medio del cual vivía. Entonces exclamó: “¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5).
Esta es la condición por la cual hemos de pasar nosotros también.
Mas luego viene el anuncio de la gracia; Isaías oye que su culpa ha sido borrada y que es declarado limpio de su pecado. Cuando el corazón humillado llega al conocimiento de la gracia divina, entonces no ve solo al Señor de los ejércitos celestiales sentado en su trono, sino que le ve caminando hacia la Cruz, y contempla allí, en su costado traspasado, la señal de la plena redención y nuestro corazón se queda libre y feliz en el amor de Dios, hallándonos preparados de esta manera para el estudio de la Palabra profética. Así podemos ver el juicio que ha de venir sobre varios pueblos y personas y, al fin, sobre los muertos, mostrándonos lo que hubiera sido nuestra suerte en caso de no haber intervenido la gracia divina a favor de nosotros. Y si entonces suena la voz del Señor preguntando: “¿A quién enviaré?”, contestaremos también: “Heme aquí, envíame a mí”.
¿Cómo podemos, en efecto, contemplar el juicio que se avecina sobre este mundo y no estar dispuestos a comunicar a las almas el mensaje de la gracia divina que hemos oído?