Método de investigación
Si vamos a ocuparnos del contenido de las profecías, puede formularse la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible que los resultados de diferentes investigadores se hallen tan en desacuerdo unos con otros?
Así tenemos, por ejemplo, a un exegeta afirmando que la primera bestia que aparece en el capítulo 13 del Apocalipsis es un símbolo de las autoridades políticas de la humanidad entera en todos los tiempos y consideradas como un todo. Otro estudioso de la Biblia pretende ver allí una figura del Anticristo, mientras que el jesuita José María Bover combina hábilmente dichas opiniones al decir: esta “bestia del mar”, la bestia por antonomasia, símbolo del Anticristo, representa las fuerzas políticas o la potencia estatal contra Dios o contra Cristo y su Iglesia. Sube del mar o viene del Occidente porque entonces estaba representada por la Roma Imperial anticristiana. Los adventistas, a su vez, afirman que se trata del papado. En cambio, veremos más adelante que, en realidad, tenemos aquí una representación del Imperio romano.
La respuesta a estas objeciones es la siguiente: para entender los pensamientos del Señor en materia profética, hace falta tener en cuenta dos requisitos esenciales, a saber:
1. que las Sagradas Escrituras son perfectas;
2. que Dios mismo ha dado la clave para su interpretación.
Ciertamente, la Palabra de Dios, la Santa Biblia, es perfecta. Esto significa que no falta nada en ella y que en la misma encontramos todo cuanto es preciso para entenderla. Por ejemplo, no necesitamos ningún libro de arqueología para comprender el sentido espiritual del gran día de la expiación (Levítico 16) o de los enseres del Tabernáculo (Éxodo 25-40), ya que tenemos la divina interpretación en Hebreos y otras epístolas. Lo mismo ocurre en cuanto a las profecías. En ellas tenemos todos los pensamientos del Señor en cuanto al porvenir, tal como a él le ha placido comunicárnoslo. Y no precisamos ciencia humana alguna para comprenderlo, mas al contrario, el uso de estos recursos humanos aumenta el peligro de no discernir ya el verdadero sentido de la profecía. ¡Cuántas veces han sido tergiversadas –y siguen siéndolo– queriendo explicarlas sobre la base de libros de Historia o ajustándolas a determinado sistema teológico de humana invención!
El único método de investigación consiste en averiguar el sentido de las profecías en la Palabra de Dios exclusivamente. Y si, no obstante, se quiere echar mano a los manuales de Historia profana, será para examinarlos de conformidad con lo que las Sagradas Escrituras nos han revelado en sus partes proféticas.
Esto puede ser solo cuando los divinos vaticinios han sido estudiados con la clave que el mismo Señor nos ha entregado: “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada; porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:20-21). Pues aunque esa profecía haya sido pronunciada por un hombre escogido de Dios, este hombre no era el verdadero autor. Todos aquellos santos varones de Dios que hablaron y escribieron tales profecías no lo hicieron por propia iniciativa, ya que detrás de todos ellos estuvo un Autor: el Espíritu Santo, quien inspiró a todos los profetas para proclamar dichos vaticinios, con el fin de que fueran “la boca de Dios”, el instrumento del cual el Creador se vale para comunicar su voluntad a su pueblo. Así pues, la misma Escritura dice que los profetas no comprendieron muchas veces el sentido de sus propios testimonios. “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A estos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas” (1 Pedro 1:10-12). Y a Daniel el Señor le dijo que no investigase “las palabras selladas”, porque no estaban destinadas a él (Daniel 12:8 y siguientes).
Las profecías forman un todo
Resulta, pues, de ello, que todas las profecías han sido dadas por medio del Espíritu Santo y constituyen la totalidad de los designios de Dios, los cuales él mismo ha tenido a bien comunicarnos. Si deseamos saber cuál es la voluntad del Señor no basta escoger un solo texto, versículo, capítulo o libro de la Biblia, sino que hemos de tener muy en cuenta la totalidad de la revelación escrita. ¿Qué pensaría usted de un hombre que, teniendo solo parte del plano de una casa, quisiera darle una detallada descripción de todo el edificio…? Diría usted que ese hombre tiene una imaginación exuberante, pero nada más. Porque en este caso solo el arquitecto sabe de qué modo va a construir la casa y usted podrá tener la idea únicamente en caso de que dicho arquitecto formalice su proyecto en un dibujo de situación con todos los detalles y pormenores necesarios, teniendo además el pliego técnico de condiciones. Y si estudia usted todo esto, estando capacitado para comprenderlo, entonces podrá formarse una idea completa de lo que será la casa. ¿Acaso puede usted acertar a la vista de una pequeña pieza de un rompecabezas lo que representará el cuadro entero…? Usted podrá pretender adivinarlo, pero nada más que pretenderlo, y ¡cuántas veces se equivocará ensayando sus diversas combinaciones!
Mas en cuanto sepa usted del dibujo por el modelo, será bastante fácil reproducirlo, viendo entonces a dónde corresponde cada pieza del juego.
Así sucede en cuanto a las porciones proféticas de la Palabra, pues todas ellas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, representan juntas los futuros designios de Dios. Y solo cuando conocemos los grandes trazos de dichos pensamientos podemos comparar unas profecías con otras, viéndolas cada una con el conjunto o totalidad de ellas. Cotejando versículo por versículo, o porciones de la Sagrada Escritura entre sí, entendemos los pensamientos del Señor, siempre que tengamos además la luz inefable de su Espíritu. Si cada analista bíblico, o sencillo creyente, estudiara las profecías de semejante modo, no se hubieran formulado juicios tan diversos y a veces tan estrambóticos respecto a ellas.
El primer problema que se nos presenta ahora es la manera de hallar las grandes directrices de las profecías. Pues bien, la solución no es tan difícil como a primera vista pudiera parecer, pues el mismo Señor nos la da muy claramente en su Palabra. En efecto, leemos en Apocalipsis 19:10: “El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía”. Y en el pasaje ya leído de 1 Pedro 1:11: “El Espíritu de Cristo que estaba en ellos (los profetas), el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos”. Y también: “el cual (Dios) se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:9-10). “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hebreos 1:13). “Luego el fin, cuando (Cristo) entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:24-25).
El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía
Ciertamente, ese es el propósito de Dios: glorificar al Señor Jesucristo, aquella Persona de la divinidad que se humanó para realizar la voluntad de su Padre (Hebreos 10:7) y que, mientras estuvo en la tierra, podía decir: “Hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29), y aun: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Quien al fin de su estancia o paso por la tierra, dijo también, trasladándose en espíritu más allá de la cruz:
Yo te he glorificado en la tierra, he acabado la obra que me diste que hiciese
(Juan 17:4).
¿Quién conocerá el gozo que experimenta el “Padre de las Luces” en el Señor Jesucristo? Aquel que crecía en gracia para con Dios y los hombres, según nos dicen las Escrituras (Lucas 2:52), aquel sobre quien el cielo se abrió al comenzar su servicio en la tierra, mientras una voz del cielo le decía: “Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia” (Lucas 3:22), y de quien el Padre pudo más tarde testificar, cuando la transfiguración: “Este es mi Hijo amado, a él oíd”. Y él a su vez pudo más tarde testificar “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida” (Lucas 9:35 y Juan 10:17).
¿Qué pluma se atreverá a describir, qué mente humana podrá imaginar, siquiera por un instante, los sentimientos del Padre cuando Cristo fue voluntariamente a la cruz para glorificar al que le había enviado; cuando pagó en el vil leño “no con oro, ni plata, sino con su sangre preciosa”, lo que no debía; cuando glorificó allí de la manera más sublime lo que Dios es: Justicia, Santidad, Verdad, Amor (compárese: Génesis 3:5 – Salmo 22 – Zacarías 13:7 y Romanos 5:8); en una palabra, todo lo que prácticamente había negado el primer Adán; cuando Él, Cordero manso e inocente, fue abatido y abandonado por Dios (tomando el lugar de los perdidos pecadores) porque Dios quería salvar a aquellos impíos? ¿Podemos imaginarnos cuán grande es el anhelo en el corazón de Dios de glorificar a tal persona?
Y ahora, ¿no tendrá Cristo derecho a que la creación entera le sea sujeta? Como leemos en la carta a los Colosenses 1:16: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él”. ¿Acaso no tiene derecho el Creador a lo que ha sido creado por él? ¿No le constituyó Dios a él, como Hijo suyo, heredero de todas las cosas, sujetándolas debajo de sus pies? (Hebreos 1:2; 2:6-9).
En el libro del Apocalipsis encontramos otro derecho de Cristo: el derecho de Redentor (cap. 5:5). El Cordero que fue inmolado rescató la herencia que, al ser entregada por Adán a Satanás, había hecho a este último príncipe de este mundo. Cristo pagó el rescate con su preciosa sangre. Él es el verdadero Redentor, quien puede tomar posesión de la herencia y del contrato de venta (compárese Apocalipsis 5:5 con Jeremías 32:7-12). He aquí, brevemente, el resumen de la Revelación, sí, de todas las profecías: El Padre pone al Hijo en posesión de la herencia. Cristo es, en verdad, el centro y objeto de todos los designios y de todas las acciones de Dios Padre. Los sufrimientos del Mesías han sido puestos ya de manifiesto, mas la revelación de su gloria y magnificencia ante el mundo pertenecen todavía al porvenir. La última vez que el mundo le vio fue cuando le desprendieron de la cruz y le pusieron en un sepulcro y, visto que le rechazaron y crucificaron, su próxima manifestación en gloria y majestad irá a la par con el juicio.
Durante la vida terrenal del Señor, los discípulos solo pensaban en las glorias venideras (1 Pedro 1:11), pero no en los sufrimientos del Mesías. Ellos le conceptuaban, por lo visto, como el glorioso libertador del pueblo judío, el cual había de arrojar a los odiados ocupantes romanos, cuyas legiones contaminaban la tierra de Israel. Al mismo tiempo pensaban que iba a derrotar a todos los enemigos, haciendo del pueblo judío la cabeza de las naciones y estableciendo así su trono en Jerusalén. El caso es que, hasta cierto punto, tenían razón; todas estas cosas tenían que tener lugar en el futuro. Mas los discípulos no podían imaginarse que todo esto vendría después de los padecimientos del Mesías. Por eso el Señor resucitado tiene que decir ante los dos discípulos, camino de Emaús: “Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho. ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:25-26). Pero, antes de ser crucificado –y en varias ocasiones– el Señor tuvo que decirles que debía padecer y morir (Mateo 16:21; Marcos 8:31-32; 9:31; 10:45; Lucas 9:22; Juan 12:24). Mas, para que su fe en los profetas no sucumbiera, Dios les dio una preciosa confirmación en el monte de la transfiguración. Es notable que en los tres evangelios en los que nos ha sido relatado este acontecimiento, el orden observado es el mismo. Primero habla el Señor de sus sufrimientos: “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, y por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía claramente” (Mateo 16; Marcos 8; Lucas 9). Luego anuncia Jesús a sus discípulos que verán al Hijo del Hombre venir “en la gloria de su Padre con los santos ángeles”. Y seis días después tiene lugar:
La transfiguración de Jesús
Propiamente dicho, este acontecimiento no constituye una revelación profética. Es un cuadro en el cual la gloria del reino del Hijo del Hombre y todos los que tomarán parte en él, son representados de una manera clara. Primeramente vemos al Señor, cabeza y centro de todas las bendiciones y glorias; luego a Moisés, tipo de los santos muertos, mas para entonces resucitados; y a Elías, figura de los santos que entrarán en el cielo sin gustar la muerte. Asimismo vemos a los fieles que están en la tierra, sin haber sido glorificados aún, el residuo fiel de Israel, representado por los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan. ¡Qué impresión habrá sido la del apóstol Pedro! Cuando ya anciano recordó la escena de la transfiguración, escribió que por ella había sido confirmada la palabra profética (2 Pedro 1:16-19). Ciertamente, la gloria vendrá, y el reino del Hijo del Hombre será establecido en la tierra. Jesucristo avergonzará al reino de las tinieblas, hasta que no exista ya más (Daniel 7:13-14, Mateo 24:30).
El Maligno quiso hacer desaparecer este testimonio; por mano de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, quitó la vida con la espada a Santiago, el hermano de Juan (Hechos 12:2) y trató de hacer lo mismo con el apóstol Pedro.
Así la consolidación de la palabra profética ya no hubiera tenido autoridad a causa de que cada palabra debe ser confirmada por dos o tres testigos (Deuteronomio 19:15).
Pero Dios vela por su testimonio y Pedro es milagrosamente libertado y, más tarde, revela en sus cartas el poder, el advenimiento y la gloria futura del Señor Jesucristo, y el apóstol Juan, a su vez, nos relata extensamente en el Apocalipsis la “Parusia” o venida del Señor, para establecer el reino de Dios.
El lucero de la mañana
El apóstol Pedro añade aun en su segunda epístola una exhortación de gran importancia. En efecto, refiriéndose a la Palabra profética dice: “A la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (cap. 2:19). Ciertamente, este mundo es un lugar oscuro, entenebrecido desde que la noche hizo irrupción en él cuando Judas salió del aposento alto para traicionar al Señor, momento desde el cual el poder de las tinieblas impera en el mundo. Cuando Jesús, el Cordero, fue inmolado, dice la Escritura que el sol se obscureció. Sin embargo, en estas densas tinieblas brilla una luz y quien conoce las profecías puede andar a la luz de esa antorcha. En un mundo en el cual reina la iniquidad, en un mundo que se ha colocado bajo el poder del Diablo, y donde no se halla más que pecado, miseria física y espiritual y enemistad contra Dios; en semejante lugar las profecías revelan que Dios está por encima de todo y que pondrá fin al imperio de las tinieblas cuando, como dice Malaquías 4:2-3: “Nacerá el sol de justicia y en sus alas traerá salvación”, y asimismo horrendo juicio para todos los impíos. Las profecías, cual antorcha, alumbran al creyente apartándole del mundo, porque ellas vaticinan el juicio del mundo y la gloria del venidero reino de Dios. “Y oí otra voz del cielo, que decía: salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis 18:4) ¿Cómo se mezclará con el mundo un cristiano que sepa que el juicio sobre dicho mundo se verificará en breve? ¿O cómo pensará incluso mejorarlo?
No obstante, la palabra profética no constituye –propiamente dicha– la esperanza del cristiano. El apóstol llama nuestra atención sobre una cosa más elevada: “Hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones”.
En el corazón de un cristiano consciente de sus privilegios la noche no reina más (1 Pedro 2:9): “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Ciertamente, llamados –si es el caso– de las densas tinieblas del pecado y del miedo a la muerte, a la luz admirable de Dios; o, como dice el apóstol Pablo: “En otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor” (Efesios 5:8). Y por cuanto es el día en aquel corazón, tiene que haber salido también el Lucero de la mañana: conoce al Señor Jesucristo, no solo como el Sol de Justicia, sino también como “la estrella de la mañana”, vista antes del alba por aquellos que están vigilando. Ya no le espera solo para juzgar a ese mundo entenebrecido, sino antes de aquel tiempo para recoger a los suyos (véase Apocalipsis 2:28; 22:16-17 y Romanos 13:11-13).
Por eso, cuando la esposa (Génesis 24:67) oye pronunciar su nombre como Estrella de la Mañana, entonces arde su corazón y clama: “Ven”. Su parte es la de Esposa del Cordero (Apocalipsis 21:9) en la intimidad de la Casa paterna, aunque, por supuesto, estando unida al Señor Jesús, ella participará también de la gloria de su reino (Apocalipsis 22:5). En Lucas vemos que la parte de los que velan de noche es la felicidad (Lucas 12:36-38). Aun cuando en este pasaje se trate de herencia, solo está en relación con la responsabilidad en el servicio (Lucas 12:42-48).
El alma que, tras espiritual y profunda experiencia, ha llegado a conocer a Cristo como aquella esperada “estrella resplandeciente de la mañana”; esa alma en la que la voz del Espíritu y de la Esposa han despertado el anhelo por su venida, de modo que dirija con los demás esta palabra: “¡Ven!”, ¿no vivirá apartada del presente siglo malo y no ansiará llevar pecadores a los pies del Señor, en el brevísimo tiempo que todavía queda? Él clama: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17). El poder atractivo del Señor como “estrella resplandeciente” hace lo mismo que las profecías: nos liberta del mundo y nos impulsa con ardor a ganar almas para Cristo.
Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro
(1 Juan 3:3).
Mas hay quienes, abandonando la santa misión de congregar almas para Cristo en el cielo, intentan mejorar el mundo o su posición en él. ¿Es esta la esperanza del cristiano? (Efesios 1:18). A otros les basta la sola esperanza de estar con Cristo cuando mueran, como decía el apóstol: “Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir (de este cuerpo) y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23). Esto es, en efecto, una cosa maravillosa. Mas, por maravillosa que sea, en dicha posición estaríamos en estado imperfecto, ya que solo nuestra alma estará allí, despojada del cuerpo. Por lo tanto, a pesar de que ese estado sea infinitamente más glorioso que nuestra presente condición terrenal, en medio de las aflicciones y desgracias, no es esta la esperanza de la cual Dios habla. La verdadera esperanza cristiana no consiste en la seguridad de morir y de estar con Cristo hasta la resurrección, sino en que Jesús vendrá del cielo para recoger a todos los suyos de este mundo a fin de que estemos con él para siempre o, como dice mejor la misma Palabra de Dios: “Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17).
Tal vez alguien dirá: «¡Lo mismo me da, porque en ambos casos a mí me irá bien…!»
Pero, ¿es acaso nuestro bienestar el único punto importante? ¿No ha sido la cruz el lugar de nuestra redención? La sangre de Jesucristo nos ha lavado de todos nuestros pecados, haciéndonos reyes y sacerdotes para Dios, el cual nos ha sellado en Cristo “con el Espíritu de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Apocalipsis 1:6; Efesios 1:13-14). ¿No hemos sido libertados para ocuparnos en sus pensamientos y en su gloria? (Colosenses 1:27 – última parte). ¿Sobre quién hace Dios resplandecer su gloria? ¿Sobre usted o acaso sobre mí…? Gracias a Dios, el Señor es el único digno de ello. ¿No vale mucho más mirar a Cristo que considerarnos a nosotros mismos, quienes abrigamos en nuestros pechos flaquezas, presuntuosidad, orgullo, egoísmo, etc.? Recordemos que Dios no nos ha mandado forjar nuestra propia esperanza; tampoco nos ha encomendado escoger el objeto de nuestra fe. Él nos ha dado a Cristo, quien es a la vez nuestra esperanza y el objeto de nuestra fe.
Tampoco es verdad lo que se dice a veces, y se piensa frecuentemente, a saber: que la remisión de nuestros pecados y el hecho de que somos salvos para siempre es lo más importante y que todo lo demás es cosa de menor interés. La Palabra de Dios dice claramente que: “Por cuanto agradó al Padre que en él (Cristo) habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas1 las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:19-20). ¡Ciertamente jamás ha habido y nunca habrá más una hora como la del Calvario, cuando el Salvador murió por nuestro pecados!
Pero ¡qué hora será aquella en la cual “en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios Padre”! (Filipenses 2:9-11). ¡Cuando los hijos de perdición (es decir, todos aquellos que hayan rechazado deliberadamente el amor y la gracia de Dios) y hasta el demonio con sus “ángeles"2 se humillen en delante de Jesús; cuando el pecado del mundo sea quitado y la justicia more en la tierra; cuando todas las cosas sean reconciliadas con Dios! Esto no disminuye de ningún modo la gloria o la exaltación de la cruz, sino que, por el contrario, constituye precisamente su coronación. Solo entonces el poder y la plena bendición de la sangre del Cordero inmolado se revelará en toda su plenitud (Apocalipsis 5:6-14; 1 Pedro 1:19-21). Dios ha reconocido ya el valor de aquel sacrificio y ha resucitado al Hijo de entre los muertos, glorificándole a su diestra. Lo sabemos también nosotros por la fe y nos gozamos en ello. Mas la venida del Señor Jesucristo será el primer hecho por el cual Dios manifestará en los cielos y en la tierra, en toda su creación, el poder reconciliador de la sangre. ¿Puede ser esto un hecho de menor interés, una cuestión de segundo orden?