La huida
El silencio reinaba en la casa; las mujeres y los niños estaban dormidos. Como era costumbre, los hombres pasaban la noche fuera de la casa, en los salones de juego. El tío número Tres había ido a la cigarrería de opio donde fumaba una pipa tras otra, hasta caer desmayado e inconsciente.
Si-Hiang se sentó al borde de su cama. Estaba débil y enferma, ¡pero debía huir! Se levantó y atravesó la habitación tambaleándose. Como no escuchó ningún ruido, avanzó y llegó hasta la puerta de entrada. Una noche apacible y llena de estrellas la recibió. Pero la joven había permanecido tanto tiempo encerrada en su habitación, que la primera exhalación de aire puro casi la hace desvanecerse. Se mantuvo un momento en el umbral de la puerta, luego atravesó el patio y salió a la calle.
Había tomado una seria decisión: iría a la casa encantada para ponerse bajo la protección de los «predicadores de Jesús». Se puso, pues, en camino, con la esperanza de ser recibida. El camino pasaba cerca de la pagoda, tan bella exteriormente, sin embargo tan espantosa. Se estremeció y volteó la cabeza, pensando en su pequeña hija a quien creía muerta.
Cuando llegó frente a la casa encantada, encontró la reja del patio abierta. Nadie respondió cuando ella tocó la puerta. Entonces tuvo un horrible presentimiento: «¿Se habrían ido los misioneros?». Después de tocar varias veces, terminó por abrir la puerta y descubrió con estupor que la sala estaba vacía. El colchón y las esteras que Jade Preciosa le había descrito habían desaparecido. ¡Era lo que había pensado: los misioneros se habían ido! Desalentada, Si-Hiang se dejó caer al piso. ¡Los echaron!, exclamó sollozando. ¿Acaso los dioses de la China son más poderosos que su Jesús? Terriblemente decepcionada, terminó durmiéndose de cansancio.
Cuando se despertó tuvo cierta dificultad para recordar lo que había sucedido. Pero poco a poco se dio cuenta de todo el horror de su situación. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? Le parecía que toda esperanza se había desvanecido. ¡Debía esconderse… pero era necesario encontrar algo de comer!
Entonces decidió ir al otro extremo de la ciudad para buscar trabajo. ¡Allá nadie me reconocerá!, pensó, y se puso penosamente en camino. Una hogaza de pan mordisqueada por las ratas fue su desayuno esa mañana.
Mientras tanto Dios había respondido las oraciones de los misioneros. Ellos habían encontrado una casa grande y confortable en un barrio tranquilo de la ciudad. Apenas se habían instalado cuando tuvieron el gozo de recibir a su primogénita, una hermosa niña a quien llamaron Gracia. ¡Cuánto gozo y agradecimiento subía de su corazón! Estaban muy felices de poder dar testimonio a su alrededor de que una niña era tan bien acogida en su hogar como un niño.
Años más tarde, cuando cuatro niñas alegraban el hogar, Charles Studd decía: «Si Dios solo me ha dado niñas, sin duda es para mostrar al pueblo de China que las niñas tienen tanto valor como los niños».
Algunos amigos misioneros se habían unido al señor y a la señora Studd. Así, poco a poco, una asamblea cristiana se había formado. Comenzaban incluso a entrever el momento en que el pequeño salón ubicado al lado de la casa encantada sería demasiado pequeño.
Ese día la señora Studd se encontraba sola en la casa. Charles y sus amigos misioneros habían ido a la ciudad para llevar a cabo una reunión de evangelización al aire libre. Gracia y la pequeña china salvada de la horrible pagoda dormían apaciblemente en sus cunas instaladas una al lado de la otra, bajo un árbol ubicado en el patio de la casa.
Si-Hiang continuaba avanzando por el camino que la conducía a la ciudad. Débil y agotada, se arrastraba más que caminar. Se disputó un trozo de carne con un perro vagabundo, y logró quitárselo. Más adelante, cuando al fin llegó a las inmediaciones de la ciudad, robó una fruta en una tienda. La vendedora la descubrió y la echó injuriándola. Más lejos aún, unos muchachos le lanzaron piedras. Cada vez retomaba su camino más tambaleante y débil. Entonces se dio cuenta de que jamás tendría la fuerza para trabajar. ¡Se sentía tan débil! ¿Quién podría contratarla? Sin embargo, continuó avanzando a lo largo de las calles, sin meta y sin esperanza.
De repente, cuando llegó al frente de una reja, echó una mirada entre los barrotes. Todo parecía tranquilo en ese patio. Se deslizó hasta allí para descansar un instante. Grandes árboles la invitaban a sentarse. Bajo uno de ellos se hallaban dos pequeñas cajas de madera. De una de ellas salían gritos…
Si-Hiang se acercó curiosa. La pequeña Gracia Studd, rosada y rubia, pataleando con brazos y piernas, daba voces pidiendo su comida. Si-Hiang se inclinó hacia ella para murmurarle algunas dulces palabras… la bebé se silenció y le sonrió. De la otra cuna salió un gemido quejumbroso. Si-Hiang volteó la cabeza, sorprendida. ¿Habría un segundo bebé? Entonces vio una pequeña figura de un amarillo marfil, marcada en la mejilla… ¡con una mancha roja! La joven madre dio un grito y cayó desvanecida al pie del árbol. La señora Studd, alertada por el ruido, salió de la casa y se precipitó hacia la mujer tendida en el suelo.
–Es una joven mujer, murmuró ella. No está muerta, ¡pero parece muy enferma!
Entonces se dio prisa a entrar en la casa en busca de una taza de leche y un cojín, en el cual puso la cabeza de Si-Hiang lo más cómodamente posible, pero la joven madre permanecía inconsciente. Afortunadamente los misioneros regresaron poco tiempo después.
–¿Quién vino a vernos?, preguntó Charles Studd cuando vio la mujer tendida al pie del árbol.
Entonces su esposa le contó lo que acababa de suceder. Luego trasladaron la enferma a una cama y le prodigaron todos los cuidados necesarios. Después de un largo rato lograron hacerle probar un poco de leche y abrir los ojos. Al descubrir los ansiosos rostros inclinados hacia ella, murmuró algunas palabras.
–Ella reclama su bebé, dijo la señora Studd. Sin duda está muerto, o se lo han quitado. Traigámosle a nuestra Pequeña Hija número Dos (era el nombre que habían dado a la pequeña desconocida, mientras esperaban qué habría de suceder).
Los misioneros esperaban que tal vez una china cristiana adoptara a la pequeña. Porque ¿quién, aparte de una cristiana, desearía encargarse de una niña? Y si nadie quería, ellos habían decidido criarla junto a su pequeña Gracia.
Un instante más tarde Si-Hiang, estrechando a su bebé contra su corazón, se durmió profundamente. Cuando despertó, el dulce y sonriente rostro de la señora Studd estaba inclinado hacia ella. No sintió ningún miedo, al contrario, se sentía al abrigo, al calor, en seguridad… ¡con su bebé en sus brazos!
Entonces sonrió tímidamente y contó su lamentable historia: sus bebés muertos uno después del otro, su niña abandonada a las bestias salvajes. En cuanto a su marido… Los ojos de Si-Hiang se llenaron de angustia.
–¡Oh, honorable señora!, suplicó ella, ¡no me echen de aquí! Yo trabajaré para ustedes. Sé cocinar, limpiar, cuidar los niños. ¡Déjenme aquí, por favor, se lo suplico!
La señora Studd apretó la mano que se tendía hacia ella.
–No tema. Usted puede quedarse en nuestra casa. Nosotros nos ocuparemos de usted y de su pequeña.
–¡Oh! ¿Verdaderamente? ¿Qué alegría! No sé cómo agradecerles… Pero, honorable señora, su bebé es una niña… ¿su marido no está muy enojado con usted?
–Tenemos una preciosa niña, es verdad, y mi marido está tan feliz como yo. Dios ama de la misma manera a las niñas que a los niños. ¡Y si él nos concede otras niñas, las recibiremos con mucha felicidad!
Si-Hiang miró a la misionera sin entender nada.
–Duerma ahora, descanse y disfrute de su hijita. Cuando haya recuperado sus fuerzas, le hablaremos de Aquel que tanto la ama, el Señor Jesús. ¡Fue él quien la condujo hasta aquí!
–Sí, honorable señora. Estoy segura de que fue él, porque yo no conocía el camino a su casa…
En la noche, cuando Si-Hiang se durmió, los misioneros se reunieron para hablar de ella y de su hija. Charles Studd dijo: ¡Cuán enferma y frágil parece! Y esa mancha en la mejilla de su bebé…
En una ferviente oración pidieron a Dios que la sangre de Cristo lavara a la niña de toda mancha, y que esa marca le recordara siempre que Jesús ha borrado todas las huellas de nuestros pecados.