El paso del dios
Ahora los misioneros tenían además otro amigo: el profesor. Era un anciano muy instruido. En la ciudad lo llamaban «el hombre de letras». Cada uno respetaba su sensatez y su saber. Charles Studd hubiera querido verlo con más frecuencia. Pero el anciano debía ser prudente. ¿Quién sabe qué podría suceder si un día toda la multitud se levantaba contra ellos?
Una hermosa mañana, recorriendo las calles, el profesor vio grandes afiches fijados en las paredes de la ciudad. El texto lo llenó de angustia por sus amigos.
Desde hacía mucho tiempo no llovía y la sequía era grande. Si no lloviese pronto, la situación sería catastrófica. Las cosechas estaban gravemente amenazadas.
«Es culpa de los diablos extranjeros. Ellos han acarreado esta desgracia sobre nosotros». Esta era la opinión de los hombres de la ciudad, por lo que decidieron hacer algo para alejar la plaga.
En una localidad lejana, a cinco días de camino, se encontraba un ídolo famoso al cual atribuían un poder extraordinario. Tenía un aspecto horrible, lo cual impresionaba a sus adoradores. Les inspiraba terror. Incluso la sonrisa esculpida en su rostro reflejaba algo siniestro y cruel. Se le atribuía la capacidad de traer la lluvia y aniquilar el poder de los extranjeros. Algunos hombres decidieron ir al templo donde el ídolo estaba guardado y traerlo a su distrito. Luego lo ubicarían de tal manera que el sol cayera con fuerza sobre su cabeza el mayor tiempo posible durante todo el día. ¡Esto, sin ninguna duda, traería el resultado deseado!
Los afiches fijados en las paredes de la ciudad decían en grandes letras: «¡Aviso oficial!». Se ordenaba a cada ciudadano que cerrase las rejas de los patios al paso del dios y quemase incienso delante de las puertas.
Charles Studd había leído uno de esos afiches. Cuando la vieja mendiga, temblorosa y angustiada, vino a advertirles sobre el peligro que los amenazaba, él comprendió la astucia de los malvados hombres de la ciudad. Él cerraría su reja, por supuesto, ¡pero ningún incienso ardería delante de su puerta! Incluso si esto debía servir de pretexto a la población para atacar su casa, para saquearla y hacerles mal.
Ese día Sinn-Tek regresó a su casa corriendo a toda velocidad. Casi sin aliento, contó lo que acababa de escuchar.
Si-Hiang se estremeció de terror. Desde hacía algún tiempo pensaba continuamente en los misioneros. Tal vez ellos podrían ayudarla, si el bebé que pronto nacería muriese como sus hermanos… O si fuese una niña… ¡Eso sería casi peor! Probablemente la echarían de la casa después de tantos fracasos reiterados. Entonces debería errar a la ventura, morir de hambre o ser devorada por los lobos que rondaban en la noche. La vida no había sido nada fácil para la joven mamá; sin embargo esas perspectivas espantosas la aterrorizaban. En su angustia había pensado que si lo peor le sucedía, si la echaban de la casa, tal vez… esos «predicadores de Jesús» tuvieran misericordia de ella y la recibieran en su casa. Ellos le hablarían de ese Dios de amor. Un Dios que había dado a su Hijo por personas que no se preocupaban por él debía ser bueno. Y los que lo adoraban también debían ser buenos.
Ella habló con Jade Preciosa sobre las noticias traídas por Sinn-Tek. La chica sabía que la llegada del ídolo formaba parte de un complot para matar a los misioneros, o por lo menos para expulsarlos de la ciudad. De repente, como un rayo, un pensamiento atravesó la mente de Si-Hiang.
–¡Su Dios los protegerá!, exclamó ella.
–¡Pero ellos no tienen la imagen de su dios!, dijo Jade Preciosa. ¿Cómo puede uno adorar u orar a un Dios que no ve?
–Ellos no tienen estatuas, explicó Si-Hiang. Mi patrona también me lo dijo. Ella lo sabía bien, pues vivió en la casa de un extranjero. Su Dios siempre está cerca de ellos, aunque no lo vean. Mi patrona también me decía que como una gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas para protegerlos, así el Dios de Jesús protege a los suyos hasta que el peligro haya pasado.
–¡Oh, mujer de mi hermano!, dijo Jade Preciosa emocionada con esta imagen. ¡Cuán maravilloso deber ser estar protegido así?
Charles Studd pasó parte de la noche orando ardientemente por el pueblo de China. Él no sospechaba que, en esa ciudad que le deseaba tanto mal, una pequeña china angustiada oraba al mismo tiempo por él.
–Señor, Dios de los predicadores de Jesús, murmuraba Si-Hiang, ¡protege a los misioneros!
Al día siguiente la procesión entró en la ciudad. Los patios de todas las casas estaban cerrados, y delante de las puertas el incienso ardía en los incensarios. A medida que el cortejo avanzaba por las calles, una multitud cada vez más numerosa se le unía. Pronto salió de la ciudad para dirigirse a la casa encantada.
Los misioneros escuchaban, como un murmullo lejano, los clamores y el son discordante de los instrumentos de música chinos. Minuto a minuto el ruido aumentaba al punto de convertirse en un alboroto ensordecedor. Charles Studd vio por la ventana una parte del populacho precipitarse hacia el pequeño local casi terminado y encarnizarse contra él lanzándole piedras. El cortejo se acercaba cada vez más a la casa. De repente una lluvia de piedras, ladrillos y vidrios cayó en el patio. El ídolo, repugnante y espantoso, continuaba su recorrido, llevado sobre los hombros de algunos hombres.
Charles y su esposa podían esperar cualquier cosa de esta multitud desenfrenada. Eran conscientes del peligro, pero también sabían que no estaban solos. Aquel en quien confiaban, aunque invisible, velaba sobre ellos. De repente los gritos cesaron y la multitud se calmó.
¿Qué había sucedido? Los ocupantes de la casa encantada se atrevieron a echar una mirada por la ventana. El profesor había seguido de lejos la procesión. Y mientras caminaba, reflexionaba:
¿Por qué un hombre instruido como el misionero había venido a ese rincón perdido de la China? Sin duda hubiera podido adquirir fortuna y una posición importante en su país. Si por lo menos hubiera ido a una ciudad importante de la China, tal vez allí hubiera podido tener amigos, aliados. ¡Pero aquí! ¡La gente es tan pobre e ignorante!
El viejo chino era un hombre bueno y justo, sin embargo no podía comprender que, para un cristiano, cada alma, sea rica o pobre, humilde o instruida, tiene el mismo valor. Así, para este anciano, la presencia de los misioneros era un misterio, y estaba decidido a hacer todo lo posible para salvarlos. Tomó valor y decidió hablar a sus compatriotas. Cuando éstos lo vieron llegar, se apartaron respetuosamente y dejaron de gritar, porque cada uno en la ciudad respetaba al viejo y lo escuchaba gustoso.
–¿Qué hacen aquí?, preguntó a los líderes de la banda.
Como éstos tardaron en darle una respuesta clara, él continuó:
–No pierdan su tiempo en este lugar. El día avanza y las horas pasan. Si no se apresuran, el sol no alcanzará a iluminar la cabeza del dios. ¡Llévenlo hacia un lugar más soleado! Pueden volver a pasar por aquí de regreso.
Al oír estas palabras, la muchedumbre se puso en marcha y se alejó en dirección al sol.
Otro asunto preocupaba ahora a los organizadores del cortejo: era necesario conseguir el dinero para pagar la visita del dios prestado, porque el desplazamiento de un ídolo era costoso. De regreso siguieron otro camino que pasaba por un barrio de gente rica. La noche siguiente, escenas de robo y vandalismo tuvieron lugar en varias casas de la ciudad.
Pero a los alrededores de la casa encantada todo estaba en calma, y al cabo de algunos días el orden fue restablecido. Charles Studd reparó los daños hechos en su pequeño local de reuniones y continuó su obra hablando del Salvador a los que deseaban oírlo, día tras día. Los chinos raramente resisten al placer de escuchar una historia. Para los que solo habían conocido la miseria, la maravillosa historia de Jesús era un mensaje de esperanza y felicidad.
Jade Preciosa y Sinn-Tek se escapaban frecuentemente para unirse a los auditores. Apenas regresaban a su casa, contaban a Si-Hiang lo que acababan de escuchar.
–En su templo, decía Sinn-Tek, se ponen de rodillas y el Tuan habla a alguien que no se ve…
«Él habla a su Dios, pensaba Si-Hiang, ellos no lo ven, pero él está ahí».
El ídolo viajero no volvió a hacer su aparición. Pero esta jornada atrajo más que nunca la atención de la población sobre los misioneros. Poco a poco, sentimientos opuestos dividieron a los ciudadanos. La mayoría de ellos permanecía hostil y atribuía a los misioneros todas las desgracias que les sobrevenían. Siempre había muchos accidentes y enfermedades, causadas generalmente por la ignorancia, la superstición y la suciedad.
Pero una pequeña minoría era atraída cada vez más por los misioneros. El profesor formaba parte de ella. Se daba cuenta de sus buenas intenciones. Cuando hablaba de ellos a sus amigos, daba testimonio: «No pueden ser diablos… cuando los golpean, no devuelven los golpes; cuando los colman de injurias, responden con una sonrisa o con una palabra amable».
Los más pobres de la ciudad también constituían esta minoría. Reconocían que los «diablos» eran buenos. Veían que eran pobres, sin embargo siempre estaban prestos a ayudar, a compartir su comida y a cuidar a los enfermos. Incluso los miserables leprosos, a quienes se expulsaba a punta de piedra, eran recibidos por ellos. Aceptaban que verdaderamente el Dios de esa gente debía ser muy poderoso. Los protegía, eso era evidente. No se veía, pero velaba sobre ellos.
Así, poco a poco, las promesas de la cosecha comenzaban a germinar. De ese suelo seco ya salían pequeños brotes que regocijaban el corazón de los misioneros.