Jade preciosa

La pequeña china

Días sombríos

Días sombríos vendrían para los habitantes de la casa encantada. Sin embargo, en sus corazones todo era luz.

Los hombres mayores del pueblo habían predicho que esos «diablos» extranjeros traerían desgracias. En apariencia, eso fue lo que sucedió. Hubo un brote de epidemia que dejó numerosas víctimas entre los niños. Las madres, desesperadas, rogaban a sus ídolos para que echasen a los extranjeros fuera de sus contornos.

Una casa grande fue incendiada, pero no se supo cómo se había iniciado el fuego. Dos vagabundos habían encendido algunos trozos de madera en un hangar para cocinar su comida. Sabían que ellos eran los culpables, pero no lo dijeron a nadie. Entonces los hombres del pueblo acusaron a los inquilinos de la casa encantada.

Al anochecer, algunos del pueblo se reunían silenciosamente alrededor de la casa en ruinas. Allí escuchaban los sonidos extraños que salían de la casa. Los misioneros estaban cantando en chino, pero no de la misma manera que en China. Las palabras también eran raras: se trataba de un Cordero y de su sangre que purifica…

«Preparan hechizos», murmuró un día alguien en la oscuridad. «O evocan a sus espíritus», susurró otro. «¡Van a matar a otro niño!», agregó un tercero. «¡El próximo bebé que nazca no será sino una miserable niña!», gritó un hombre con ira. Pero los misioneros continuaron valientemente su trabajo.

Cerca de su humilde morada se hallaba un terreno sobre el cual todavía existían los cimientos de una casa destruida. En ese lugar Charles Studd empezó a construir un gran salón. Algunos miserables peones que nadie empleaba vinieron a ayudarle, y poco a poco los muros se levantaron, provocando la curiosidad de la población. «¿Para qué serviría esta construcción? ¿Irían a vivir allí los diablos extranjeros? ¡Seguramente son muy ricos!», pensaba la gente.

Los jóvenes misioneros hicieron algunas amistades. El zapatero venía de tiempo en tiempo a repararles sus zapatos. Se sentaba sobre los peldaños de la escalinata y, mientras trabajaba, charlaba con Charles Studd. ¡Luego repetía a todo el mundo lo que había escuchado! Otro pequeño visitante se aventuraba cada vez con más frecuencia alrededor del nuevo edificio en construcción. Se mantenía prudentemente a distancia, por temor a ser azotado si su padre descubría el objetivo de sus paseos. Se trataba de Sinn-Tek.

Entre ellos también se hallaba una anciana, era la vendedora de esteras. Muy feliz de sentarse un momento para beber una taza de té, escuchaba lo que la «Mem» le contaba. Apreciaba mucho la historia del Salvador que había venido a morir por los hombres a quienes tanto amaba. Además, otras personas también hacían cortas visitas a los misioneros. ¡Qué gozo para Charles Studd! Todas estas personas representaban para él las «promesas de la mies».

Jade Preciosa estaba demasiado ocupada en la casa para poder acompañar a su hermano. Si-Hiang se había convertido en su mejor amiga. Su secreto las había acercado mucho. Cuando estaban solas, hablaban de los habitantes de la casa encantada a quienes ellas llamaban «los predicadores de Jesús».

–Es su verdadero nombre, afirmaba Si-Hiang.

Ella necesitaba mucho la amistad de Jade Preciosa, porque atravesaba días difíciles. ¿Si su bebé fuera un varón y muriera? Espantada, temblaba con solo pensar en los malos tratos que recibiría. Sin embargo, no oraba más ante el dios familiar.

–¿Para qué sirve eso?, decía a Jade Preciosa. ¡Ese dios, a pesar de mis súplicas y mis ofrendas, me dio tres hijos que están muertos!

Un pensamiento atravesó la mente de Jade Preciosa. Pensamiento temible, sorprendente, el cual ni siquiera se atrevía a compartir con su cuñada: ¿Por qué no orar al Dios de los predicadores de Jesús? Ese Dios que había enviado a su Hijo a morir por los pecadores tal vez podría ayudarles. Pero ella todavía no se atrevía a hablar de ello a su compañera.

El odio del pueblo contra los misioneros crecía cada día. Como era una época de gran sequía, el pueblo los acusaba:

–Yo dije que esos diablos extranjeros solo nos traerían desgracias, afirmó el honorable padre una tarde, durante la comida. Ya ven, el río está casi seco. ¡No llueve desde hace mucho tiempo! ¿Cómo podrá crecer el arroz? ¿Cómo hallaremos comida?

Nadie pudo responder a esto. De repente Sinn-Tek tuvo el coraje de levantar la nariz de su plato y preguntó:

–Honorable padre, ¿los diablos extranjeros son tan poderosos?

–Hijo mío, ¡el mal siempre es poderoso! ¡Es el poder más grande que existe!