Jade preciosa

La pequeña china

Un descubrimiento en la pagoda

Días más tarde el llanto de un recién nacido se escuchó en la habitación de Si-Hiang. Ella acababa de dar a luz una niña. Pero cuando las parteras la vieron, dieron un grito de espanto. Sobre un ojo y la mejilla de la niña se extendía una mancha roja, marca de nacimiento que no se borraría jamás. Para los chinos supersticiosos, era una terrible señal de desgracia. Entonces la envolvieron con trapos, la pusieron en un rincón de la habitación y huyeron, dejando a la mamá sola en su cama.

Si-Hiang no comprendía lo que estaba pasando. Llamó débilmente a Jade Preciosa quien esperaba cerca de la puerta.

–Mi hijo, ¡dame a mi hijo!

Las lágrimas rodaban por el rostro de la jovencita. Ella recogió el pequeño paquete y lo puso en los brazos de su cuñada.

–¡Si-Hiang, murmuró Jade con voz temblorosa, es una niña y ha sido marcada por un mal espíritu!

Si-Hiang estrechó a su bebé contra su corazón, y durante algunas horas estuvo feliz teniéndola en sus brazos. Luego se durmió, vencida por la angustia y la debilidad, porque nadie le daba comida.

Al día siguiente, cuando despertó, Jade Preciosa, que estaba de pie al lado de su cama, le extendió una taza de té humeante mirándola con compasión.

–¡Mi hija!, ¿dónde está mi hija?, preguntó Si-Hiang. ¡Estaba conmigo cuando me quedé dormida!

–Se la llevaron… explicó Jade Preciosa.

–¿A dónde? ¿Dime a dónde? ¿Al río?

–No, ¡al río no!

–¿A dónde, entonces? ¡Dímelo ya!

Jade Preciosa murmuró: –¡A la pagoda!

Entonces Si-Hiang, desesperada, cayó hacia atrás y cerró los ojos.

Esa misma tarde Charles Studd había ido a hacer una visita en la ciudad y volvía a su casa bajo un hermoso claro de luna. Su camino bordeaba el río, a cuya orilla se levantaba la pagoda sagrada. La alta torre de siete pisos se recortaba en el cielo oscuro. Charles Studd se detuvo un instante para admirar ese espectáculo. Cada piso estaba recubierto de un techo cuyos cuatro ángulos se levantaban en una curva graciosa. Las campanillas suspendidas en las cuatro esquinas sonaban suavemente con la brisa de la noche; la luna iluminaba las maravillosas esculturas que decoraban los muros exteriores.

«¡Qué belleza!, pensó el misionero. ¡Cuán exquisita es esta música! Sin embargo, este pobre país solo conoce el miedo y la superstición». De repente, cuando iba a continuar su camino, escuchó un frágil ruido, como un gemido, proveniente de la planta baja del pequeño templo. Se inclinó para entrar. Estaba oscuro, y el olor era nauseabundo. Avanzó con precaución, no viendo claramente por dónde andaba. Su pie tropezó con un obstáculo. Se agachó y descubrió, a la luz de un rayo de luna, el cuerpo desnudo de una niña recien nacida. La tomó tiernamente en sus brazos y salió de la pagoda. Al observarla, notó que una mancha roja marcaba su rostro. En ese momento un largo aullido se hizo oír. Charles Studd vio un lobo huyendo hacia el río, y se estremeció, estrechando un poco más fuerte a la pequeña expósita.

El corazón de Charles Studd se llenó de piedad y horror a la vez. Enseguida comprendió lo que había sucedido: ¡la pobre niña había sido abandonada allí para que una bestia salvaje la devorara! El cuarto bajo de la pagoda tenía libre entraba y estaba destinado a esa lúgubre función. ¡Y era utilizado muy a menudo!

Envolviendo la bebé en su abrigo, Charles Studd corrió hasta su casa, a donde llegó sin aliento.

–¡Scilla!, llamó a su mujer, ¡Dios nos envió un regalo… una pequeña china!

Durante ese tiempo la joven madre esperaba con angustia la llegada de su marido, quien decidiría su suerte. ¡Qué gozo hubiera sentido si hubiese visto el recibimiento que le daban a su pequeña! Esta fue bañada, alimentada, vestida y tiernamente acostada en la cuna que la señora Studd había preparado para el bebé que ellos mismos estaban esperando.

–Sobra decir que nos quedaremos con ella, aseguró Scilla cuando su marido le entregó la niña en sus brazos.

–Naturalmente, afirmó él.

Si-Hiang se sentía muy débil y enferma. Día tras día permanecía acostada en su cama esperando a su esposo. Su suegra no había ido a visitarla en su habitación. En el fondo, la honorable madre era más dulce que la propia madre de Si-Hiang. Sin embargo pensaba que una nuera cuyos tres niños no habían sobrevivido, y cuya hija estaba marcada por los malos espíritus, merecía un justo castigo. Ella misma había llevado la bebé a la pagoda, escondiéndola para que nadie viera la maldición sobre su pequeño rostro… «Sin duda era culpa de los diablos extranjeros», pensaba ella. Pero tampoco se le ocurría compadecerse de su nuera. Pronto Sinn-Hap estaría de regreso. Entonces decidirían qué hacer con su miserable esposa.

Jade Preciosa lograba sacar diariamente, a escondidas de sus padres, una taza de arroz para llevarle a su cuñada.

–Si-Hiang, le anunció un día, mi hermano mayor volverá pronto.

Si-Hiang no respondió. Su corazón latía violentamente. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que le pudiera suceder…