Jade preciosa

La pequeña china

Nuevos amigos

Después de un momento que pareció interminable a Sinn-Tek, Jade Preciosa reapareció. Entonces salió rápidamente de su escondite para reunirse con su hermana, quien llevaba algo en su mano:

–¡Mira, toma una!

El chico echó una mirada ansiosa sobre las golosinas chinas que su hermana le ofrecía. Los dulces lo enloquecían, y sus padres raramente tenían los medios para comprar… Sin embargo, vacilaba…

–La Mem me las dio. (Mem:  título dado a las extranjeras.

–¿El diablo extranjero? ¡Hermana mayor, no la comas, eso podría matarte!

Pero la chica pensó que valía la pena tomar el riesgo.

–Las dos Mems comieron. ¡Si tú no quieres, yo me las comeré sola!

Sinn-Tek cambió de opinión y tendió la mano para recibir un dulce.

–¡Tengo cosas extraordinarias que contarte!, dijo Jade Preciosa mientras regresaban lentamente a su casa chupando su caramelo.

–¡Cuéntamelo rápido!

Ella comenzó su relato. Las dos señoras habían hablado en chino, con un fuerte acento extranjero, pero la pequeña china, inteligente y muy despierta, había entendido lo esencial de la conversación.

Esos extranjeros venían de un país lejano, situado más allá de los mares, de Inglaterra. Habían hecho un largo viaje para llegar a China. Fue su Dios quien los llamó a venir a este país. Jade Preciosa contó seguidamente que su Dios tenía un Hijo llamado Jesús, quien también era un Dios. Dios el Padre amaba mucho a los habitantes de la China, pero sabía que ellos habían cometido grandes pecados. La chica explicó a su hermano que siempre es necesario un sacrificio para borrar los pecados. El Dios extranjero del que hablaban las dos señoras decidió entonces dar a su propio Hijo en sacrificio por los pecados del pueblo de la China. Él no les pedía sacrificarse a sí mismos u ofrecerle sus propios hijos en sacrificio. Quería que ellos aprendieran a conocerlo y amarlo…

–¡Amar a un dios!, exclamó Sinn-Tek.

Él pensaba en el pequeño y feo ídolo que su familia adoraba. Uno puede postrarse ante él, temerle, ofrecerle sacrificios, ¡pero amarlo!…

–Todo esto es muy extraño, concluyó Jade Preciosa. Pero, ¿y si es verdad? ¿Será que su Dios es mejor que los nuestros?

–¡Silencio!, dijo Sinn-Tek de repente, ¡ahí viene uno de los diablos!

A algunos metros de ellos, un hombre grande y fuerte caminaba rápidamente de una manera diferente a la de los chinos, que con frecuencia tienen los pies planos. Al verlos, el hombre vaciló un instante. Justo esa tarde unos niños le habían lanzado piedras; una de ellas lo había alcanzado y herido en la mejilla. Luego le habían gritado injurias y groserías.

Jade Preciosa levantó sus ojos hacia el rostro del hombre, y sus miradas se encontraron. La pequeña china saludó cortésmente esbozando una ligera sonrisa. Era la primera vez, desde su llegada a ese pequeño pueblo, que alguien sonreía al extranjero. Un poco más adelante, Sinn-Tek dijo a su hermana:

–Tiene un aspecto extraño, pero no malo.

Al llegar a casa, los dos jovencitos encontraron todo alborotado: su hermano mayor había llegado con su joven esposa.

–Ella vino para que su bebé nazca en la casa del padre de su marido, explicó la honorable madre.

La joven mujer se llamaba Si-Hiang. Era muy frágil y parecía triste. Ya había dado a luz tres bebés varones, los cuales habían muerto pocas horas después de su nacimiento. Si-Hiang y su marido temían que su dios estuviera enojado con ellos. Ahora esperaban su cuarto hijo. El padre había consultado a un adivino muy famoso. Para ello había pagado una gran suma de dinero. El hombre le había dicho que pronto sería padre de un hermoso niño. Después de eso, Si-Hiang era nuevamente bien recibida en la familia de su esposo. Pero esta noticia no había tranquilizado mucho a la joven mamá. Si el adivino se equivocaba… Ella miró con tristeza a Jade Preciosa, quien le devolvió una tímida sonrisa. Si-Hiang pensaba dentro de sí que esta hermosa jovencita pronto estaría en edad de ser casada.

Pero por el momento Jade Preciosa no pensaba absolutamente en el matrimonio. Su mente estaba ocupada en todas las cosas vistas y oídas esa tarde.

Como todas las niñas y niños chinos, ella no sabía nada de religión. Adoraba al «dios» de la familia, quemaba incienso delante de las lápidas sobre las cuales estaban grabados los nombres de sus ancestros. Sin embargo, las Mems habían hablado de un Dios de amor, de un Dios que ama a los hombres, y a quien los hombres pueden amar…

Cuando regresó a su casa, Charles Studd y su esposa hablaron sobre los encuentros ocurridos en la tarde. La corta visita de Jade Preciosa los había animado. Agradecieron a Dios por haber permitido ese encuentro y oraron por ella y por su hermano, ese jovencito tan miedoso al que solo habían alcanzado a ver.

Jade Preciosa y Sinn-Tek no cesaban de hablar entre ellos sobre la casa encantada. La jovencita se preguntaba por qué esos extranjeros habrían venido a su pequeña ciudad. Cuando toda la familia se reunió para la cena de la noche, los hombres hablaron de los misioneros.

–¡Son gente mala!, aseguraba el honorable padre; vinieron para llevarse a nuestros hijos y hacernos mal.

–Sí, afirmaba el honorable tío número Uno, es muy cierto. ¡Ya veremos las desgracias que nos van a sobrevenir!

–Sin embargo no ha sucedido nada, observó el honorable tío número Dos, quien era joven y más tolerante.

–Ah, ¡esperen solamente!, replicó el honorable abuelo. Solo hace algunas semanas que están aquí. ¡Pero si una desgracia nos llega, nosotros los echaremos del pueblo!

–¡Odio a los diablos extranjeros!, agregó el honorable padre con ira.

La honorable madre no musitaba palabra. Delante de los hombres de la familia ella debía callar. Pero su curiosidad se despertaba poco a poco. Si-Hiang también escuchaba en silencio. Ella venía de una provincia apartada, y hubiera podido hablar de los «diablos extranjeros», porque ya los había visto. Pero por el momento era mejor callar…

Una tarde, mientras Charles Studd estaba ocupado en el patio de la casa encantada construyendo un gallinero, vio detrás de la reja dos pequeñas cabezas con cabellos negros y dos pares de ojos que lo vigilaban. Entonces vaciló un momento. ¿Qué debía hacer? ¿Invitarlos a entrar? Tal vez lo acusarían de querer llevárselos o de echarles una maldición. Pero, por otra parte, si podía hacerse amigo de ellos, tal vez sería la puerta abierta para entrar en una casa china… Sonrió a los dos niños. Jade Preciosa le devolvió tímidamente su sonrisa. Charles Studd dejó su herramienta, avanzó hacia sus visitantes y los saludó amigablemente. A ellos este hombre les parecía muy extraño, a pesar de llevar vestimenta china.

–¿Quieren entrar y ver nuestra casa?, preguntó dirigiéndose a sus pequeños visitantes como a personas grandes.

Jade Preciosa respondió por los dos:

–Le agradecemos, honorable extranjero. Estaríamos contentos de ver su honorable casa.

Una oración de agradecimiento se elevó del corazón del misionero. El buen grano tal vez podría llevar fruto, si lograse sembrarlo. Entonces invitó a los dos pequeños chinos a entrar en la gran sala donde su mujer preparaba la comida. Estaba cocinando un trozo de cerdo con arroz y tallos tiernos de bambú. «Cocina exactamente como la honorable madre», pensaron los niños con sorpresa.

Así esos diablos extranjeros comían alimentos chinos. ¡Qué raro!

Las dos mujeres y sus jóvenes huéspedes se saludaron ceremoniosamente con las reverencias habituales.

Sinn-Tek miraba a su alrededor con asombro. El salón había sido acondicionado a la manera china. Esteras normales, semejantes a las que se encuentran en las tiendas, cubrían el suelo; un gran cobertor de algodón cubría la cama; sobre un armario estaban puestos los tazones y las cucharas, parecidos a los que ellos usaban todos los días. Solo algunos objetos les parecieron extraños: se trataba de unos libros ubicados en una mesa baja.

–¿Les gustaría ver las otras habitaciones?, preguntó la señora de extraordinarios ojos azules.

Por supuesto que lo deseaban. Los dos rincones contiguos a la sala grande estaban transformados en dormitorios.

–Unos amigos vendrán a vivir con nosotros un día, explicó Charles Studd.

–¿Diablos extranjeros?, inquirió Sinn-Tek. Pero inmediatamente su hermana, avergonzada por esta descortesía, le dio un codazo y se apresuró a corregir.

–¿Mems y Tuans (títulos dados a extranjeros) como ustedes, honorables extranjeros?

–¡Totalmente como nosotros!

Sinn-Tek notó que una cosa faltaba en casa de esos extranjeros: la estatua de su dios. No se veía por ninguna parte.

El misionero se dirigió a su esposa en inglés:

–Pienso que es mejor no invitar todavía a nuestros jóvenes amigos a comer. Sacudiendo la cabeza, ella respondió:

–En efecto, aún es un poco prematuro.

Los niños se asustaron al escuchar ese lenguaje desconocido. De repente tomaron conciencia del lugar dónde estaban. Jade Preciosa se inclinó, y haciendo su más hermosa reverencia, dijo:

–Debemos irnos ahora, honorable extranjero.

Sinn-Tek se inclinó a su vez.

Al despedirse de ellos, Charles Studd los invitó a volver.

–No parecen malos, constató Sinn-Tek en el camino de regreso.

–¡Son buenos! No hay que llamarlos más diablos extranjeros, ¡es una palabra muy fea y descortés! Además, no creo que sean diablos.

–Nuestros honorables padre y abuelo dicen que lo son, repitió Sinn-Tek. Pero él mismo parecía poco convencido.

Su madre los estaba esperando en la puerta y regañó a Jade Preciosa.

–¿Dónde estaban, perezosos? ¡Te necesito, Jade! El honorable tío número Tres está enfermo, Si-Hiang también. ¡Tienes que ayudarme!

Jade Preciosa se apresuró a obedecer. Su tío no le importaba mucho. Ella conocía bien la causa de su enfermedad: había fumado opio. En cambio, se preocupaba por Si-Hiang, quien siempre parecía infeliz y agobiada; pasaba su tiempo rogando ante el ídolo. Incluso lo había adornado con un hermoso collar que su marido le había dado. Por orden de su madre, Jade Preciosa llevó una taza de leche con azúcar a la habitación donde Si-Hiang estaba acostada.

Esta, al ver entrar a la jovencita, se sentó en su cama y preguntó:

–Hermana de mi marido, ¿ha visto a los diablos extranjeros?

Jade Preciosa se sorprendió mucho con esta pregunta.

–¿Qué quiere decir, mujer de mi hermano?

–Solamente eso… ¿los ha visto? ¿Les ha hablado?

Su voz era tan suplicante que la niña puso la taza de leche sobre la mesa y se acercó a la cama.

–¿Alguien puede escucharnos?, murmuró Si-Hiang temerosa.

–No, ¡si hablamos en voz baja!

Para animarla, Jade Preciosa puso su mano en la suya. Entonces la joven mujer le contó su vida.