Jade preciosa

La pequeña china

La historia de Si-Hiang

Si-Hiang tenía una larga historia que contar. Su padre era muy pobre y tenía muchos hijos de los cuales la mayor parte, para su gran satisfacción, eran varones.

Ella apenas tenía siete años de edad cuando su padre decidió que ya era tiempo de que «se ganara su arroz», es decir, que trabajara. Él era empleado en una fábrica de cerámicas. Allí moldeaba teteras, pocillos, toda clase de tazas chinas, tazones y cucharas. En esa industria fácilmente encontraría un trabajo para la pequeña.

Pero Si-Hiang era incapaz de desempeñar bien ese oficio. Sus pequeñas manos eran torpes para moldear, y ella estaba muy frágil, pues la mayor parte del tiempo debía trabajar sin alimentarse. Cuando, debido al hambre, caía desvanecida de su asiento, su padre y sus compañeros decían: «Un mal espíritu la tocó». Muchas veces debió permanecer postrada en la cama familiar. Sin embargo debía trabajar. Su pequeño salario era necesario para subvenir a las necesidades de la familia, y también para constituir una dote en vista de su futuro matrimonio.

Entonces a su padre se le ocurrió otra idea: si la niña no servía para trabajar en la cerámica, por lo menos podría cocinar, lavar los platos y cuidar niños. Decidió «arrendarla» por algún tiempo a una familia que necesitara una pequeña ayuda. Él cobraría una buena suma de dinero, parte de la cual guardaría. Así, cuando ella regresara, podría encontrarle un marido.

La vida para estas pequeñas sirvientas a menudo era muy triste, y a veces trágica. Pero Si-Hiang tuvo una suerte menos desgraciada. Fue llevada muy lejos a una ciudad desconocida. La familia que la «alquiló» era amable. Debía trabajar mucho, pero amaba a los niños que le habían confiado, y su patrona era buena.

Cierto día, cuando paseaba con los niños, se encontró con los «diablos extranjeros». Un grupo de personas se había reunido en la calle, alrededor de uno de esos «diablos». Este hombre estaba vestido como los chinos, era alto, su rostro y sus ojos no se parecían a los de los chinos, sin embargo hablaba su idioma. Contaba una historia a la multitud que escuchaba silenciosa. A Si-Hiang le gustaban mucho las historias y se detuvo para escuchar. El extranjero hablaba de un Hombre que amaba tanto a la gente, que había dejado una morada magnífica para venir a vivir en su mundo. Él había visto que los hombres eran malos, y que era necesario ofrecer un sacrifico por sus pecados. Entonces había decidido ser él mismo ese sacrificio. Había aceptado ser clavado en una cruz, porque la mayoría de esos hombres quería matarlo.

Si-Hiang escuchaba ansiosa. ¡Era una historia maravillosa!

El Hombre murió y fue sepultado. Su cuerpo fue depositado en una cueva en la roca. Sí, estaba bien muerto… pero tres días más tarde salió vivo de esa tumba, y volvió a ese mundo que lo había maltratado.

Si-Hiang comprendió que ese Hombre había hecho esto por el pueblo de China. Sus almas estaban manchadas por el pecado, pero la sangre que fue derramada por ellos los emblanquecía, los purificaba.

Entre la multitud que escuchaba al «diablo extranjero», las reacciones habían sido variadas. Unos se burlaban, otros no creían, algunos le lanzaban piedras, otros además temían la ira de su dios si se contaba esta historia; por último algunos escuchaban y deseaban saber más sobre el tema.

Si-Hiang permaneció allí el mayor tiempo posible, con los ojos fijos en el «diablo extranjero». Este, de pie sobre una caja, observaba a sus auditores. Vio el pequeño rostro pálido y delgado de Si-Hiang y le sonrió con una sonrisa tan amigable que ella se preguntó si él la conocía. Ella se sintió confusa y feliz a la vez, pero ya era hora de regresar a casa, y salió corriendo. En la tarde le contó su encuentro a su patrona.

–Debe ser uno de los predicadores de Jesús, dijo esta última.

–Sí, sí, ¡ese es el nombre! Él habló del Hombre Jesús, ¡y dijo que vive todavía! Señora, ¿usted ya vio a ese Hombre maravilloso?

La china suspiró.

–No, pero he escuchado hablar de él. Diciendo esto, echó una mirada hacia el rincón de la habitación donde su marido había colocado un pequeño altar con el dios de la familia y las lápidas sobre las cuales estaban grabados los nombres de sus ancestros.

–Cuando yo tenía su edad, había agregado la china, cuidé al hijo de una «Mem» blanca. Ella era cristiana. Amaba a Jesús como si él hubiera sido su Amigo más querido. Sabe usted, Si-Hiang, Jesús es el Hijo del Dios de ellos.

–Ese Dios debe ser bueno y misericordioso para haber dado a su Hijo, subrayó Si-Hiang.

–Sin duda, porque envió a su Hijo a morir por los hombres pecadores y también por las mujeres. ¡Parece que ama tanto a los unos como a los otros!

En ese momento se escuchó la voz del jefe de la casa, y la conversación se detuvo bruscamente. La patrona echó a su pequeña sirvienta una mirada de advertencia, cosa que la niña comprendió. El patrón odiaba a los «diablos extranjeros» y al Dios que ellos predicaban. Por lo tanto no debía saber que en su casa se hablaba de ellos. Sin embargo su mujer nunca olvidó lo que había aprendido. Ella había, por así decirlo, «tocado el borde del manto de Jesús», como lo hizo la mujer en medio de la multitud que apremiaba a Jesús, según leemos en los evangelios. ¡Esto ya era maravilloso!

Si-Hiang tampoco lo olvidó. Pero no sabía que el señor Charles Studd (porque era él mismo quien había evangelizado entonces en aquella lejana ciudad) oraría ardientemente por ella, por esa pequeña desconocida, a quien solo había visto un instante.

Poco tiempo después de ese encuentro, Si-Hiang cayó enferma y no volvió a ver más al misionero. Su patrón, contrariado por tener una sirvienta inútil, la devolvió a sus padres. Su patrona siempre la había protegido, pero ahora era necesario que se fuera.

Sus padres no se enojaron al verla de nuevo, porque un pretendiente se había presentado para casarse con ella. No era rico, pero sí, se contentaba con una pequeña dote. Fue así como Si-Hiang se casó con Sinn-Hap, el hermano mayor de Jade Preciosa.

Sinn-Hap tenía buen corazón y no maltrataba a su joven esposa. Cuando su primer hijo, un niño, murió al momento de nacer, ellos experimentaron una gran tristeza. Si-Hiang, muy turbada, se excusó ante su marido. Él mismo temía que eso fuera un castigo de los dioses. Multiplicó las oraciones, quemaba incienso en los templos y ofrecía sacrificios a los ídolos. Poco tiempo después, Si-Hiang quedó embarazada nuevamente. Sinn-Hap creyó que los dioses los habían escuchado, porque dos varoncitos gemelos vinieron al mundo. Sin embargo uno de ellos solo respiró algunos minutos, y el otro, después de haber reposado dulcemente en los brazos de su madre todo un día, se fue a unirse a sus pequeños hermanos. ¡Qué desgracia para los jóvenes padres! Toda la familia echó la culpa a Si-Hiang. Sus padres se volvieron malos con ella. Decían que estaba hechizada, que los dioses la detestaban, y solo había una cosa que hacer: golpearla, golpearla y golpearla… Si-Hiang, desesperada, se acordaba del «diablo extranjero» en la ciudad lejana. Él había hablado de un Dios de amor que ama a los hombres y a las mujeres de la misma manera. Mirando con miedo el terrible ídolo erigido en un rincón de su habitación, pensaba en el Hombre Jesús que había dado su vida para salvar a los pecadores.

Cuando por tercera vez la joven mujer esperaba un hijo, se sintió feliz y aterrorizada a la vez. ¿Qué le harían si este bebé también moría? Sinn-Hap no quería a su suegra; sospechaba que ella era la responsable de todas sus desgracias. Entonces decidió regresar con su esposa a la casa de su propia familia. Si-Hiang quería a su suegra y se alegró de conocer a Jade Preciosa.

El afecto de la niña le devolvió la confianza; fue así como, muy feliz de tener una nueva amiga, le contó su historia.