Los extranjeros
Los tres extranjeros usaban trajes chinos, pero ellos no eran chinos.
Jade Preciosa los miraba asombrada y con cierto temor. Ella nunca había pensado, jamás había oído decir que el mundo se extendiera más allá de su patria. Para ella, China era el universo entero. Sus ojos no podían apartarse de la mujer que iba adelante. Era el ser más extraordinario, el más raro que jamás hubiera visto. Sus ojos eran azules. La niña los comparaba con el color del cielo en un hermoso día; sus cabellos tenían un color más extraño aún… eran como un rayo de sol… un rayo de sol ondulante, ligero… ¡cabellos como oro puro…! Y esta mujer era grande, mucho más grande y fuerte que una mujer china…
Luego la mirada de la niña se detuvo sobre el segundo personaje. Este indudablemente era un hombre… Era grande y fuerte, tenía hombros amplios, sus cabellos eran oscuros, pero ni negros ni lacios; sus ojos color castaño la miraban fijamente y le sonreían. Ella no hubiera podido decir por qué, pero esa sonrisa eliminaba todo temor de su corazón. Solo le quedaba una gran curiosidad. Después de echar un vistazo a la tercera persona, otra mujer, miró nuevamente al hombre. Él le habló en chino. Pero aunque la saludó con las palabras habituales, su voz no tenía el timbre de una voz china.
En ese momento el obrero que los había acompañado entró cargado de paquetes. Jade Preciosa aprovechó la oportunidad para huir tan rápido como sus piernas se lo permitieron.
Cuando llegó a cierta distancia de la casa encantada, vio a Sinn-Tek salir de un matorral. Él le agarró fuertemente el brazo, diciéndole:
–¿Por qué no me seguiste? ¿Te hablaron? ¿Quiénes son? ¿Qué hacen?
Jade Preciosa respondió sin aliento:
–Me quedé un momento para observarlos. Sí, el hombre me habló. Me saludó, pero yo no respondí. No sé quiénes son… pero no creo que sean espíritus.
–Vienen a vivir en la casa encantada, ¡estoy seguro!, dijo Sinn-Tek. ¡Debe ser mala gente!
Jade recordó la sonrisa del hombre y dijo:
–No creo que sean malos.
–¡Oh, sí, lo son ciertamente!, repuso Sinn-Tek.
–No, yo creo que son solamente extraordinarios. Hermano mío, no contemos a nadie lo que hemos visto, y mañana regresaremos a escondidas para espiarlos.
Sinn-Tek no respondió. Su curiosidad se despertaba, pero tenía mucho miedo. Estuvo de acuerdo en que era mejor no hablar de esta aventura a nadie. Los dos niños regresaron a su casa, silenciosos y preocupados.
El honorable padre acababa de llegar. Muy agitado, hablaba al honorable abuelo.
–Sí… sí, decía él, chasqueando sus dedos nerviosamente, ¡sí, yo los vi con mis propios ojos! Son tres. ¡Son los diablos extranjeros! Un hombre y dos mujeres. Están vestidos como chinos. Una de las mujeres es verdaderamente terrible: tiene los ojos pálidos y el cabello claro; ella caminaba atrevidamente al lado del hombre y le hablaba. La otra mujer caminaba al lado de ellos…
–¡Los diablos extranjeros!, gimió el honorable abuelo. ¡Es terrible! ¡Qué horrible desgracia para nuestra pequeña ciudad! Hijo mío, vas a ver lo que sucederá: grandes catástrofes nos sobrevendrán… ¡No, no!
Sinn-Tek y Jade Preciosa intercambiaron una mirada inquietante.
Ese día los tres viajeros, cansados y desanimados, habían ido a la oficina del viejo Sinn-Wong, dueño de la casa encantada.
–Hemos buscado un alojamiento en toda la ciudad, explicaron ellos, pero no hemos encontrado nada. Parece que usted posee una casa desocupada. ¿Podría arrendárnosla? ¡Estamos dispuestos a pagar el alquiler que usted nos exija!
Los pequeños ojos negros y sagaces de Sinn-Wong escrutaron el rostro de su interlocutor. Él era un hombre muy rico y malo. Había adquirido su fortuna vendiendo opio, una terrible droga que muchos chinos fuman o mascan. Ese veneno es vendido muy caro, porque los que se habitúan a consumirlo están dispuestos a pagar cualquier precio para obtenerlo. Fue así como Sinn-Wong hizo su fortuna. Tenía muchas casas, y sabía muy bien que la casa encantada era un lugar horrible. «Pero para los diablos extranjeros eso era suficiente», pensaba él. Y fijó una suma bastante elevada para el alquiler.
–Tomaremos la casa, honorable hermano, dijo el diablo extranjero.
Sinn-Wong lo miró con curiosidad. Para él las palabras «honorable hermano» eran una fórmula de cortesía, y esta cortesía lo asombraba mucho. «¿Quién es, pues, este diablo extranjero?», se preguntaba él.
El joven inglés se llamaba Charles Studd. Muchos años antes, cuando era un alegre estudiante, había escuchado el llamado de Dios. Desde ese día había decidido servirle y darle su joven vida. Hubiera podido hacer una brillante carrera, porque era campeón de críquet en la universidad, pero había preferido renunciar al éxito y a un hermoso porvenir. El corazón del joven Charles Studd se hallaba muy lejos, en China, donde vivían chicas como Jade Preciosa, chicos como Sinn-Tek y hombres depravados como Sinn-Wong.
Su esposa, inglesa también, se consagró al servicio misionero desde muy joven. Se encontraron en China y se casaron. La señorita Burroughs, su amiga, los acompañaba. Fue así como llegaron a esta ciudad inhospitalaria.
Mientras los recién llegados se instalaban en su miserable morada, el pueblo se agitaba, lleno de desconfianza. La expresión «diablos extranjeros» estaba en todas las bocas. Incluso los niños no paraban de hablar del asunto. Solo Jade Preciosa y Sinn-Tek permanecían silenciosos, guardando preciosamente su secreto. Largos días pasaron antes de que pudieran poner su proyecto en ejecución. Se regocijaban de volver a la casa encantada para observar de nuevo a sus extraños ocupantes. Pero, a decir verdad, Sinn-Tek no estaba muy tranquilo.
–¿Qué nos sucederá si nos descubren?, murmuraba al oído de Jade Preciosa cuando se encontraban solos. ¿Escuchaste lo que el honorable abuelo dijo ayer en la tarde al honorable tío? Parece que los diablos extranjeros atraen a los niños para arrancarles los ojos y cortarles los dedos. Hermana mayor… ¡es muy peligroso ir allá!
–¡No nos atraparán!, aseguró Jade Preciosa. Luego, vacilando un poco, agregó: el hombre parece bueno…
–¿Tuviste el coraje de mirarlo?, observó el jovencito.
–¡Fue él quien me miró! Jade Preciosa recordaba perfectamente la sonrisa bondadosa que la había acogido.
–¡Oh, oh!, gimió Sinn-Tek, y examinó a su hermana con ansiedad, temiendo descubrir en ella alguna señal de magia o de mala suerte.
En el fondo, Jade Preciosa también estaba bastante preocupada, pero se esforzaba por sonreír: «él no me hizo ningún mal», recordaba ella. Así, varias veces al día, los dos niños encontraban la ocasión para compartir lo que llenaba su corazón de curiosidad e inquietud. Pero, antes de que se les presentara la oportunidad de regresar a la casa encantada, una banda de jóvenes de la ciudad fue allí. Apostados cerca de la reja, vociferaban injurias y maldiciones a los habitantes de la casa, pidiendo a grandes gritos su salida.
Sin embargo los diablos extranjeros no manifestaban ninguna intención de marcharse.
Un día, por fin, Jade Preciosa encontró la ocasión deseada. La honorable madre se había ido a casa de una amiga y se había llevado a Alegre Mañana. Sus pequeños hermanos jugaban tranquilamente en el patio. Jade Preciosa buscó a Sinn-Tek, quien estaba muy entretenido en la elaboración de una nueva cometa.
–Hermano mío, voy a la casa encantada, ¿vienes conmigo?
¡Pregunta difícil! Sinn-Tek, tan curioso como su hermana, no era muy valiente, aunque fuera un chico. Pero no deseaba, de ninguna manera, que su hermana lo notara. Desafortunadamente ella siempre descubría esa clase de cosas…
–¡Es demasiado peligroso para ti!, argumentó el niño.
Jade Preciosa siempre obedecía a su hermano, al igual que a todos sus parientes masculinos. Sin embargo, en ese preciso momento, estaba muy decidida a obrar a su manera. Le gustaba mucho la compañía de Sinn-Tek, pero no confiaba en su valentía. Además, no debía contar con él como protector. Porque si algún peligro amenazara, ciertamente él se salvaría corriendo.
–Está bien, ¡voy sola!, dijo ella.
Con estas palabras Sinn-Tek se sintió tocado en su honor.
–¡Yo voy contigo!, exclamó él sin más vacilación.
Los dos niños se pusieron en camino. Cuando divisaron la casa encantada, redujeron el paso y se acercaron prudentemente. Para su gran sorpresa, descubrieron una casa muy diferente de la que habían visitado la última vez. El patio estaba barrido, el portal reparado, una cuerda nueva se balanceaba por encima del pozo, y el humo salía por el orificio de la chimenea…
–Hay una segunda puerta por detrás de la casa, susurró Jade Preciosa.
Los dos chicos caminaron a lo largo del muro del patio, Jade Preciosa a la cabeza y Sinn-Tek seguía prudentemente sus pasos.
Era la hora de la siesta. El silencio reinaba, no había nadie en el patio. Animándose completamente, Jade Preciosa atravesó el muro en ruinas por una brecha que había visto anteriormente.
–¡Mira, susurró ella, volviéndose hacia su hermano, la pequeña puerta de atrás está abierta!
–¡Hermana mayor, no vayas! ¡Es muy peligroso!, suplicó Sinn-Tek.
–¡No necesitas venir si tienes miedo!
Y antes de que Sinn-Tek pudiera retenerla, Jade había recorrido los pocos metros que la separaban de la casa. Mientras tanto, sus últimas palabras habían hecho que Sinn-Tek decidiera atravesar el muro a su vez… y se uniera a ella a paso sigiloso. Los dos se acuclillaron sobre el umbral de la puerta y echaron una mirada al interior.
La señora Studd descansaba en la cama de ladrillos, y la señorita Burroughs, sentada en tierra sobre una estera, estudiaba un libro chino. El señor Studd no se encontraba, porque había ido a la ciudad a comprar algunas provisiones.
La señora Studd descubrió en el suelo la sombra de los pequeños visitantes. Levantó los ojos y vio a dos niños turbados, uno de los cuales desapareció tan rápido como sus piernas se lo permitieron. En cuanto a la chica, movida por una curiosidad invencible, se inclinó hacia adelante para ver mejor, y tropezó con el umbral de la puerta.
La señorita Burroughs se lanzó en su ayuda, y del otro extremo de la habitación la dulce voz de la señora Studd la llamó en chino:
–¡Adelante pequeña! ¡Entra en nuestra nueva casa! Nosotros somos tus amigos, ¡no tienes nada que temer con nosotros!
Jade Preciosa entró. Nunca pudo explicar a Sinn-Tek por qué lo hizo, pero lo hizo. Incluso deslizó su pequeña mano en la gran mano de la señorita Borroughs que la conducía hasta la cama. Allí se presentaron… Durante ese tiempo Sinn-Tek, escondido en un matorral y mirando fijamente la puerta de la casa, rogaba a su dios que protegiera a su hermana.