Juan

Juan 20

Capítulo 20

El Señor resucitado, pero invisible

Este evangelio solo menciona la presencia de María Magdalena junto al sepulcro, lo cual no significa que las mujeres mencionadas en los otros evangelios no hayan ido allí también. El Espíritu de Dios no se propuso darnos un relato completo de los hechos que tuvieron lugar, sino presentar aquellos apropiados para hacer resaltar la verdad que Dios quiere comunicarnos. Así, para captar el pensamiento de Dios, no se debe mezclarlos, ni tampoco tratar de hacerlos concordar entre sí. Basta la fe en la Palabra de Dios. Lo que se dice del papel de las mujeres en la resurrección del Señor se relaciona con el carácter de cada evangelio.

En Mateo el Señor resucitado reanuda, en figura, sus relaciones con el residuo judío en Galilea, donde había comenzado su ministerio en medio de los pobres del rebaño (Mateo 4:12 y sig.). Desde allí el Mesías rechazado, pero Señor que ha recibido toda autoridad, envía a sus discípulos a predicar el Evangelio a todas las naciones. Marcos, aunque se parece mucho a Mateo, menciona hechos que tienen relación con Lucas y con Juan; el Señor envía a sus discípulos al mundo para que anuncien el Evangelio; él mismo coopera con ellos desde el cielo y confirma la Palabra por medio de señales que la acompañan, lo que se relaciona con el evangelio que presenta la actividad del Siervo perfecto. Lucas no habla de Galilea; muestra a Jesús dando a los discípulos la inteligencia para comprender lo concerniente a él en la Palabra y les suministra todas las pruebas de su perfecta humanidad, no obstante haber resucitado; les abre la inteligencia para comprender las Escrituras y les envía a predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados, comenzando por Jerusalén. El libro de los Hechos continúa este relato. Los discípulos deben esperar al Espíritu Santo en Jerusalén. Marcos y Lucas son los únicos que hablan de la ascensión del Señor. Pero volvamos al relato de Juan.

El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro (v. 1).

De entrada nos encontramos en un terreno nuevo. Es el primer día de la semana. Para Israel, la institución de la pascua había puesto fin a la antigua manera de contar los años (Éxodo 12:2); ahora que lo que la pascua tipificaba está cumplido, empieza un tiempo nuevo, el de la era cristiana y, puede decirse, el de la era eterna, por la resurrección del Señor. Este capítulo menciona tres veces “el primer día”, pero María todavía no conocía su importancia. Ella comprobó la desaparición del cuerpo del Señor, pero no creía en su resurrección. “Entonces corrió, y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (v. 2). María no había estado, pues, sola junto al sepulcro, pero aquí solo se trata de ella, pues el Espíritu Santo solo precisa de ella para la enseñanza que quiere darnos. Pedro y el otro discípulo, Juan, corren juntos al sepulcro; Pedro se ve aventajado por su compañero, quien no entra, pero sí ve, al agacharse, los lienzos en el suelo. Pedro llega; con su ímpetu habitual, entra en el sepulcro y también ve los lienzos y el sudario que había cubierto la cabeza de Jesús, “enrollado en un lugar aparte” (v. 3-7). En Juan se ve ese temor respetuoso hacia la persona del Señor, lo cual le induce a mantenerse fuera del sepulcro; en Pedro, además de su impetuosidad habitual, se ve el legítimo deseo de saber qué ha sucedido a su querido Maestro, a quien él había negado. El sepulcro estaba vacío; pero el orden en que se encontraban los lienzos mostraba con qué calma y dignidad el Hijo de Dios había dejado la morada de los muertos. Así como había entregado su espíritu por sí mismo, salió por sí mismo de la muerte a la hora designada, dejando este lugar en un orden perfecto. Lázaro salió atado del sepulcro, obedeciendo a la poderosa voz de Jesús; fue necesario soltarlo para que pudiese andar. El Señor no precisaba ninguna intervención ajena. Como lo hemos hecho notar, en este evangelio Jesús atraviesa todas las fases de la obra que había emprendido –desde su arresto hasta su resurrección– con una obediencia absoluta, pero dominando esta escena con la dignidad y el poder del Hijo de Dios.

“Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó. Porque aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos” (v. 8-9). Los dos discípulos comprobaron la resurrección de Jesús; Juan vio y creyó. Su fe en Jesús como Mesías había limitado su inteligencia en cuanto a su persona y a su obra. Ella les había impedido creer en su resurrección, de la cual les había hablado a menudo. Ellos habían creído en un Cristo viviente; su muerte anulaba todo lo que ellos habían pensado de él. Y ahora que, después de haber visto, creen en la resurrección de Cristo de entre los muertos, les falta la fe en su persona viviente, resucitada. La fe necesita un objeto y no solamente hechos comprobados. No teniendo aún la fe en la persona de Cristo resucitado, ellos tienen en este mundo un «hogar» sin él: “Entonces partieron los discípulos otra vez a casa” (v. 10, V. M.). María no se contentó con una simple comprobación; su corazón permaneció ligado a la persona de Jesús, muerto o resucitado; ella no tenía un hogar sin él; lo buscaría y lo hallaría.

María y los ángeles

Pero María estaba fuera llorando junto al sepulcro; y mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro; y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto. Y le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto (v. 11-13).

María no tenía más inteligencia que los discípulos; ella tendría que haber sabido, tanto como ellos, que Jesús resucitaría. Pero les superaba en el hecho de que nada podía colmar el inmenso vacío que sentía a raíz de la ausencia de su objeto. Ninguno de los discípulos había aprovechado una liberación parecida a la de María: el Señor había echado de ella siete demonios. No tenía morada en el lugar donde su Señor había sido muerto. Este mundo, sin Cristo, era para ella lo que debería ser para todo creyente: un sepulcro vacío, porque todos nosotros estábamos, como ella, bajo el poder del enemigo y hemos sido liberados del mismo por el Señor. María también representa al residuo judío en los últimos días, liberado del poder de Satanás, a quien el pueblo incrédulo había aceptado al rechazar a Cristo y bajo el cual se volverán a encontrar, en mayor medida, los apóstatas de los cuales el residuo habrá sido separado (Lucas 11:26).

María, llorando, no pudo desviar su mirada del lugar donde había visto colocar el cuerpo de su Señor. Pero allí “vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto” (v. 12). Venidos desde el cielo con pureza inmaculada, no atrajeron la atención de María; ella tenía un objeto muy superior a esos seres celestiales. A su pregunta: “¿Por qué lloras?”, ella respondió como si hubiesen sido sus semejantes; su aspecto no la impresionó en absoluto. El valor de la persona de su Señor ausente y su amor por él, fuente de su dolor, eclipsaban enteramente esas glorias angélicas. Si nuestros corazones estuviesen más absorbidos por la persona del Señor, más apegados a él, ¡cuántas cosas en este mundo perderían su importancia y qué gozo experimentaríamos estando ocupados en él!

Los ángeles también estaban a sus anchas en este sepulcro –perfectamente santo– como en el cielo. Había estado ocupado por el cuerpo de aquel delante de quien ellos se cubrían el rostro cuando estaba en el cielo y a quien solo vieron cuando se hizo hombre. Ellos estaban allí por la misma razón que María: porque Jesús había estado allí. Pero María tenía motivos muy distintos que los de los seres celestiales. Ellos cumplían allí su servicio; María sabía que era un objeto de gracia, lo que no eran los ángeles. En Hebreos 2:16 está escrito: “Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham”. Jesús no tomó sobre sí la causa de los ángeles, sino la de los hombres. María quería poseer un objeto tan precioso para su corazón, tal como ella podría obtenerlo.

María encuentra al Señor

“Cuando había dicho esto, se volvió, y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré” (v. 14-15). María ya no mira hacia el sepulcro, morada de los muertos; se vuelve hacia donde se encuentran los vivos. A menudo nos acontece que fijamos la mirada del lado de la muerte. Cual lo hizo María, es preciso considerar a Cristo como viviente y ver juntamente con él a aquellos que ya no están con nosotros. Jesús había estado en el sepulcro, pero ya no estaba allí. Al darse vuelta, María lo vio; pero, teniendo ante sus ojos a su Señor, a quien ella creía muerto, no lo reconoció; creía hablar con el hortelano. Pensando que todos allí sabían a quién ella estaba buscando le dijo sin más explicación: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré”. Ella no quería dejar el cuerpo de su Señor en manos de ningún otro. “Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro)” (v. 16). Si María buscaba al Señor, él, el buen Pastor, buscaba su oveja, sabiendo todo lo que pasaba en su corazón. Era él quien había creado en ella este afecto tan ferviente hacia él. Sabía que ningún otro podía satisfacerla. Si buscamos al Señor, si nuestros corazones no pueden vivir sin él en el mundo que le rechazó, él se manifestará a nosotros con todo su amor. Es preciso desear que él llene el corazón. Nos ocurre que le deseamos sin dejar de conservar otros objetos; en este caso, nuestro disfrute, muy incompleto, se expone a desaparecer. No sucedía así con María; su corazón pertenecía completamente a su Señor. Cuando oyó al buen Pastor llamarla por su nombre, su corazón vibró de emoción. Ella respondió: “¡Raboni!” (el que enseña). Él estaba allí para facilitarle todo lo que ella necesitaba. Jesús le dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos las nuevas de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas” (v. 17-18). En su gozo, María se abalanza hacia su Señor; pero él detiene el gesto de un corazón que pensaba retomar las relaciones judías con él. Le dice: “No me toques”, para elevarla muy por encima de lo que ella esperaba y de lo que concernía al pueblo de Israel, y dirigir su fe hacia el cielo, en donde él iba a entrar. Le enseñará en qué relación nueva sus muy amados son introducidos por su muerte y su resurrección. En Mateo vimos que las mujeres abrazaron los pies de Jesús cuando lo encontraron, porque, en este evangelio, el Señor vuelve a ubicarse en medio del residuo judío, al cual promete su presencia hasta la consumación del siglo. Este acto corresponde al carácter del evangelio que presenta a Jesús como Mesías. En Juan, todo lo que concierne al hombre según Adán y a los judíos es puesto de lado. Su encuentro con su pueblo terrenal tendrá lugar en ocasión de su retorno. Mientras tanto los discípulos, en lugar de ser los súbditos del reino del Hijo de David, son introducidos en una posición nueva y celestial, en la misma relación que el Señor con su Dios y su Padre.

Antes de su muerte, el Señor había hablado de su Padre, a quien revelaba; pero nunca había dicho a ninguno de los suyos que Dios era Dios de ellos y Padre de ellos, porque Dios no puede estar en relación con el hombre según Adán. Era necesario que se cumpliera la obra de la redención, en la cual el juicio de Dios sobre el hombre natural fue ejecutado. Era necesario que Cristo resucitase para poner al creyente en la misma relación que él con su Dios y su Padre. Hasta entonces, el Señor era el único hombre en relación innata con Dios como Padre. Él había recibido el Espíritu Santo, porque era Hijo de Dios y al mismo tiempo hombre. Era preciso que este único hombre, único grano de trigo, cayese en tierra para llevar fruto; esto es, que hubiese hombres semejantes a él, colocados en la misma relación que él, como hombre, con su Dios, Dios de ellos también, y como hijo con su Padre, Padre de ellos. En el Salmo 22, después de haber sido liberado de los cuernos de los búfalos, dice:

Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré.

Fue lo que el Señor resucitado se apresuró a hacer. María tuvo el privilegio de anunciar este mensaje a los discípulos. Ella les informó que había visto al Señor y que él le había dicho “estas cosas”. Si nuestros corazones tuviesen una mayor necesidad de gozar de la comunión del Señor, él se revelaría a nosotros en una medida más amplia, y tendríamos algo de él para compartir. Esta fue la porción de María, como resultado de su perseverancia en buscar al Señor. Quiera él concedernos a todos el deseo de imitar a María, porque lo que recibimos de Jesús en este mundo seguirá siendo nuestra porción personal durante la eternidad.

La primera reunión en torno al Señor

La tarde del primer día de la semana los discípulos estaban reunidos. Como lo hemos visto, este primer día es el primero de un nuevo orden de cosas. El Señor pasó el último sábado en el sepulcro, lo que pone fin por completo a la economía en la cual Dios se ocupaba del hombre en Adán. Por la institución del sábado, Dios mostraba su deseo de introducir al hombre en Su reposo; pero ello no pudo efectuarse sobre la base de la responsabilidad del hombre. Lo introducirá, pues, no en virtud de las obras de este, sino en virtud de la obra de Cristo: “Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios” (Hebreos 4:9). El Hijo de Dios vino a este mundo, llevó las consecuencias del pecado del hombre; murió, pasó el día sábado en el sepulcro; resucitó el primer día de la semana e introdujo un hombre nuevo en una era nueva, celestial y eterna, sobre la base de la gracia. Así, restablecer el sábado es anular la obra de Cristo y sus resultados. En Levítico 23:11 ya se encuentra el primer día de la semana, se mecía la gavilla de las primicias el día siguiente al sábado, figura de Cristo resucitado, fuera del orden de las cosas presentado por los siete días.

María había llevado su mensaje a los discípulos; estos habían oído a dos de ellos que habían encontrado al Señor en el camino a Emaús; sabían que había aparecido a Simón (Lucas 24:33-35). Por eso se reunieron en la tarde, evidentemente para hablar de las cosas maravillosas que habían ocurrido aquel día.

Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros (v. 19).

Los discípulos se reunían a causa de Jesús; pero no olvidaban la escena de la crucifixión, donde los judíos habían dado rienda suelta a su odio; por eso habían cerrado las puertas del lugar donde se encontraban, por temor a que los judíos derivaran su furia hacia los pobres discípulos del crucificado. Pero el hombre y su odio carecían de poder contra los objetos de gracia a quienes la resurrección del Señor –y su victoria sobre la muerte, sobre el mundo y su jefe– colocaba en una posición enteramente nueva, la misma relación de él con su Dios y su Padre. La resurrección introducía un estado de cosas nuevas. La vida había triunfado sobre la muerte; todo lo precedente había pasado para Cristo y los suyos. El primer día de una era nueva y eterna había resplandecido en este mundo. El temor de los judíos pertenecía a ese pasado; pronto tal temor también sería desterrado. El odio de ellos subsistiría; pero, en los Hechos vemos que los discípulos cumplían su servicio, a pesar de la oposición de los judíos.

Cuando las puertas están cerradas al mundo y a todo lo que le caracteriza, el vencedor del mundo y de la muerte aparece en medio de los discípulos reunidos. Jesús les dice: “Paz a vosotros”. Les trae la paz sobre el terreno de la redención, la paz que acaba de obtener para ellos a tan alto precio. Afuera, el mundo con su agitación, su odio, su mala conciencia y su religión. Adentro, el Señor con los suyos y la paz que les trae. ¡Qué maravilloso cuadro ofrece esta primera reunión en torno al Señor! Por la gracia de Dios todavía podemos realizar esta reunión hoy en medio de las ruinas de la cristiandad. “Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor” (v. 20). Jesús les da las pruebas de que él es ciertamente aquel que estuvo en la cruz; es él mismo; pero esas señales en sus manos y en su costado también son el testimonio de su amor por ellos, del cumplimiento de una obra perfecta sobre la cual descansa en adelante la posición, la paz y la seguridad de ellos. En Lucas, donde los discípulos tuvieron miedo de él porque creyeron ver un espíritu ante sí, el Señor les suministra las pruebas de que es él mismo, verdaderamente un hombre: les muestra sus manos y sus pies solamente, y come delante de ellos. Eso bastaba para convencerles. Aquí Jesús muestra su costado, ese costado traspasado, de donde salieron el agua y la sangre, en virtud de las cuales queda hecha la paz que él les trae. Los discípulos podían sentir gozo viendo al Señor. Aquel día, el primer domingo, el Señor inaugura la primera reunión de asamblea; cumplía lo que había dicho en Mateo 18:20: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Hasta que estemos todos rodeando al Señor en el cielo, tenemos también el privilegio de sentir, por la fe, su presencia cuando estamos reunidos en su Nombre. Tal como lo hicieron los discípulos, nos regocijamos viendo al Señor. Él dice, en el capítulo 14:19, al hablar de la presencia del Espíritu Santo: “Y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis”. El mundo permanece al otro lado de la puerta y del sepulcro vacío; pero los que están en el interior, con el Señor resucitado, pueden experimentar su presencia con un gozo semejante al que los discípulos sintieron en la primera reunión.

“Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (v. 21-23). En los versículos 19 y 20 encontramos el privilegio de los santos reunidos en el nombre del Señor en espera de estar con él en el cielo. Pero, mientras estamos en este mundo, hay un servicio que cumplir para que otras personas también sean llevadas a disfrutar de los mismos privilegios que nosotros. El Padre envió al Hijo a este mundo para cumplir la obra que trae a hombres pecadores a la presencia de Dios, una vez quitados sus pecados. El Hijo puede volver a entrar en el cielo que había dejado y enviar a sus discípulos al mundo para hacer valer, en favor de los pecadores, la obra que él cumplió en la cruz. Ellos encontrarían el desprecio y el odio, pero el Señor les vuelve a decir: “Paz a vosotros”. Esta paz les acompañaría, incluso en medio de la guerra que suscitaría el mundo.

Luego Jesús sopló en ellos el Espíritu Santo, esta vida del Espíritu que le había caracterizado cuando era el único hombre sobre quien el Espíritu podía descender. Pero aún no era el Espíritu como persona; este solo vino después de la glorificación de Cristo. Es la vida de resurrección que, en virtud de la muerte de Jesús, viene a ser la vida de los creyentes. Cuando Dios hizo el primer hombre del polvo de la tierra, sopló en él un aliento de vida, y Adán vino a ser alma viviente. Es lo que ha hecho la diferencia entre el hombre y la bestia: la bestia vive, pero no del soplo de Dios. Con su alma viviente, cuya existencia no puede cesar, el hombre, cuando pecó, cayó bajo el imperio de la muerte. El Hijo de Dios, el Creador, se hizo hombre y llevó las consecuencias del pecado del primer hombre al morir en la cruz. En él, en su muerte, el hombre en Adán ha terminado. Resucita y llega a ser espíritu vivificante, o que hace vivir (1 Corintios 15:45). Aquí le vemos comunicar la vida del nuevo hombre a aquellos que habían creído en él. En el Génesis asistimos a la creación del primer hombre, y aquí a la del nuevo hombre. Desde entonces, poseyendo esta vida del Espíritu que pertenece al nuevo hombre, los discípulos, al anunciar el perdón de los pecados, reciben la capacidad de reconocer en quién se ha cumplido la obra de la salvación, cuáles son aquellos cuyos pecados son perdonados. Es lo que quiere decir: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos”. No se trata del poder de perdonar los pecados, que se ha atribuido cierto clero, sino de la capacidad de discernir quién se encuentra en uno u otro caso, afirmando al creyente que sus pecados son perdonados y certificando, a aquel que no cree, que sus pecados no lo son. Antes de la muerte y la resurrección de Cristo, eso no se podía hacer. Bajo el antiguo pacto solo se conocía el perdón gubernamental, aunque todos cuantos creían a Dios eran justificados en virtud de la obra que Cristo cumpliría. El perdón gubernamental consistía en liberar a alguien del juicio que tendría que haberle alcanzado por los pecados que había cometido. Existe un juicio gubernamental que alcanza a los creyentes y a los no creyentes, y un poder gubernamental que alcanza a estas dos categorías de personas, pero ello no tiene nada que ver con la salvación o la perdición eterna. Se ve un ejemplo del perdón gubernamental con respecto a un hombre que no era creyente, Acab, en 1 Reyes 21:29; y un ejemplo del juicio gubernamental sobre un hombre de Dios, en David (2 Samuel 12:10). A causa de su pecado, el niño de Betsabé murió y la espada no se alejó de la casa de David. En cambio, el juicio que debía caer sobre el impío Acab no se ejecutó hasta los días de su hijo.

Según el versículo 22 de nuestro capítulo, no es, pues, ninguna presunción decir que se puede saber quiénes tienen perdonados sus pecados o no, como lo pretenden ciertas personas. Es una consecuencia muy natural de la posesión de la vida del Espíritu –vida de resurrección, vida del nuevo hombre– la que capacita para discernir si otros la tienen o no la tienen.

El segundo domingo

Tomás no estaba con los otros discípulos la tarde del primer día de la semana. Cuando le dijeron que habían visto al Señor, Tomás contestó: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (v. 24-25). En el primer encuentro del Señor con los discípulos, el Espíritu de Dios nos presenta, simbólicamente, la economía actual con sus privilegios, como también está simbolizado en el primer capítulo (v. 35-43). El Señor, en medio de los suyos reunidos fuera del mundo, les trae la paz, el Espíritu Santo, y les envía al mundo así como su Padre le había enviado a él. El encuentro del Señor con Tomás, ocho días más tarde, simboliza el momento en que Jesús será reconocido por parte del residuo de Israel, el que tan solo creerá al ver. Y veremos, en el capítulo siguiente, una tercera manifestación (v. 14) que simboliza la introducción del reinado milenario y el Evangelio del reino anunciado a los gentiles.

“Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!” (v. 26-28). Vemos en primer lugar, en este relato, que los creyentes se reunieron, desde el principio, el primer día de la semana, llamado día del Señor o día dominical (Apocalipsis 1:10). Siguieron haciéndolo, como lo vemos en Hechos 20:7, para partir el pan. Simbólicamente, hemos dicho, Tomás representa al residuo judío cuando el Señor se dé a conocer por él. Se ve privado de los privilegios de la Iglesia por su incredulidad, puesto que no tuvo fe en un Cristo resucitado, así como Tomás estaba ausente mientras los cristianos gozaban de los privilegios que Cristo resucitado les había traído. Tomás creía en un Cristo muerto, tal como creerá el residuo al principio de su despertar, hasta que vea a aquel “a quien traspasaron”. Exclamarán, como lo hizo Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!”. Los que creen en él sin verle, le conocen como Señor suyo, Salvador suyo, en el cielo; saben que su posición está en él mientras esperan estar con él. Le conocen también como cabeza de su cuerpo, esposo de la Iglesia, de la cual forman parte. El residuo judío le conocerá como el Señor a quien rechazaron, y como Dios suyo, Jehová. Jesús dijo a Tomás: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (v. 29). Estos bienaventurados son los de la economía actual, la de la gracia, pero también la de la fe. Pedro, dirigiéndose a unos cristianos de origen judío, les dice:

A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas
(1 Pedro 1:8-9).

Estos bienaventurados esperan al Señor para ser introducidos, en un abrir y cerrar de ojos, en su gloriosa presencia, semejantes a él. No tendrán que pasar por la tribulación que llevará al residuo a reconocer a aquel “a quien traspasaron”, puesto que le han conocido por la fe, en el tiempo de su rechazamiento. Tienen su porción celestial con él en el cielo. Como las bendiciones del pueblo judío son terrenales, se necesitará una intervención todopoderosa por parte de Dios para introducirlo en ellas, porque actualmente su herencia está en manos de sus enemigos. Primero sufrirá la gran tribulación que lo preparará para recibir a su Libertador, en otro tiempo rechazado.

“Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (v. 30-31). Juan nos indica el propósito de Dios al dar este evangelio. No era contar todos los hechos del Señor –solo relata siete de sus milagros–, sino revelar, entre sus actos y sus palabras, qué era necesario para producir fe y dar vida. Es necesario creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. El mismo apóstol dice en su primera epístola (cap. 5:1): “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”. Se notará, leyendo este evangelio, que “muchos” creyeron después de haber visto los milagros relatados, y después de haber escuchado muchas de sus palabras (cap. 2:11, 22; 4:39, 41, 53; 8:30; 10:42; 11:45; 12:11). Hoy, cuando mucha gente niega la divinidad del Señor, es importante proclamar que él es el Cristo, el Hijo de Dios, para que aquellos que lo oyen crean y tengan la vida por medio de este nombre maravilloso.