Juan

Juan 8

Capítulo 8

Jesús y la mujer adúltera

Después de todas las disputas respecto a Jesús al final del capítulo precedente, cada uno vuelve a su casa. En este mundo cada uno tiene su domicilio; pero del Señor se nos dice, en el primer versículo de nuestro capítulo, que se fue al monte de los Olivos, a donde a menudo se había retirado con sus discípulos. Fue allí donde soportó las angustias de Getsemaní y donde, poco después, la turba conducida por Judas se apoderó de él. Desde allí subió al cielo, y allí posará los pies –según la profecía de Zacarías 14:4– cuando venga para reinar (véase también Hechos 1:11-12). Sin duda pasó la noche en esta montaña, porque, al despuntar el día, se dirigió al templo. El monte de los Olivos está cerca de Jerusalén y domina esta ciudad, de la cual le separa el valle de Cedrón.

A pesar de la controversia de la noche anterior y del odio de los judíos que procuraban matarlo, Jesús se presentó tranquilamente otra vez en el templo para continuar su obra. “Y sentado él, les enseñaba”. Su enseñanza, la presentación de la Palabra de parte de Dios, caracteriza este capítulo, para llegar a la terrible comprobación de que los judíos la rechazan, así como, en el capítulo siguiente, rechazan sus obras.

Mientras Jesús enseñaba, los escribas y los fariseos le trajeron una mujer que había cometido un pecado por el cual, según la ley, merecía ser apedreada. Según Números 15:30-31, cualquier persona que hubiere infringido uno de los diez mandamientos debía ser apedreada; era el pecado cometido por “soberbia”; solo había sacrificios para los pecados cometidos por error. Esos judíos religiosos, que siempre estaban buscando medios que les permitieran prender a Jesús en falta, pensaron ponerle en un grave apuro al traerle esta mujer; contaban con hacerle incurrir en contradicción, fuese con la ley o con la gracia que enseñaba. Le recuerdan que Moisés mandó apedrear a tales pecadoras, y le dicen: “Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto decían tentándole, para poder acusarle” (v. 5-6). La trampa parecía astutamente preparada; pero, quisieran creerlo o no, Aquel a quien estos desgraciados querían probar era Dios; aunque hecho Hombre, era Aquel “que prende a los sabios en la astucia de ellos, y frustra los designios de los perversos” (Job 5:13). Si Jesús aconsejaba apedrear a esa mujer, se oponía al carácter de gracia que él mismo manifestaba; pero si se pronunciaba a favor del perdón, entonces no reconocía la autoridad de la ley. Al principio no dijo nada. “Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo”, como un hombre preocupado por otra cosa y no por lo que pasaba a su alrededor. Silencio embarazoso para sus interlocutores quienes, impacientes por lograr su objetivo, continuaron interrogándole. Entonces él “se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra” (v. 7-8). Los judíos invocaban la ley que pretendían observar, siempre afanosos por aplicar sus castigos a los demás sin ponerse ellos mismos bajo su autoridad. La ley no solo condenaba los pecados groseros que avergüenzan a la mayoría de los hombres; también castigaba en un mismo grado la codicia y otros pecados a los que el hombre considera leves. Ahora bien, ellos querían aplicar la ley a esta mujer, y con razón, pero esta misma ley también valía para ellos. Jesús la aplica, pues, a la conciencia de ellos con toda su fuerza; tenía el derecho de hacerlo, puesto que él mismo la había dado en el Sinaí. Volviendo a escribir en tierra, permite que la luz de su Palabra tenga el tiempo necesario para penetrar en la conciencia de sus interlocutores. Al no poder sustraerse al efecto de esta “luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (cap. 1:9), los que la rechazan como los que la reciben salen “uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros” (v. 9). Ellos justificaban lo que Jesús había dicho en el capítulo 3:19: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. Todos ellos habían comprendido que, por no haber cumplido la ley, carecían de la fuerza necesaria para condenar a la acusada. Como temían ver sus pecados revelados en público, al igual que los de la culpable, se retiraron, primeramente los que se hallaban en falta por mayor número de años y cuya edad les hacía disfrutar de la consideración de cuantos les rodeaban. Pero ante Dios, “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Sin embargo, si su estado de pecado se descubría, era en presencia de Aquel que venía a traer la gracia, porque manifestaba la luz de la vida; pero, para beneficiarse con ello era necesario escuchar a Jesús y creer en él.

Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más (v. 10-11).

El único que estaba sin pecado, en vez de arrojar la piedra contra ella, no la condenó. ¡Qué cuadro maravilloso de la gracia! Allí estaba el Juez de todos, pero venido a este mundo como Salvador. Como ninguno de los hombres había podido cumplir la ley que él había dado, él mismo venía para salvarles llevando sobre su propia persona el juicio merecido por los culpables; por lo tanto, no condena.

Los acusadores, bajo el efecto de la luz que descubría su estado de pecado, tendrían que haberse quedado junto a Jesús y haberle confesado sus faltas. Entonces habrían comprendido que no solamente la verdad había venido por Jesucristo, sino también la gracia. La verdad manifiesta el pecado del hombre; la gracia lo quita de delante de Dios y libera de él al culpable. Una sola persona se benefició con esto: precisamente la más indigna de todos, según el parecer de sus semejantes. En lugar de huir, ella permaneció en la cercanía de Jesús para oír esta palabra: “Ni yo te condeno”. El Juez de vivos y muertos no la condenó. ¿Quién, pues, se atrevería a hacerlo? Desde entonces la gracia podía obrar en ella a fin de capacitarla para realizar lo que Jesús añadió: “Vete, y no peques más”. Ella, de ahí en adelante, podía tener un conocimiento más amplio de la persona de Jesús, para seguirle como una de las ovejas que el buen pastor liberó del yugo de las ordenanzas y del juicio que había merecido (tema que se trata en el capítulo 10).

Jesús la luz del mundo

Después de esta escena, Jesús siguió enseñando:

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (v. 12).

Como ya lo hicimos constar, en este evangelio el Señor hace que su enseñanza se desprenda de los hechos relatados en él. La luz que alumbra a todo hombre acababa de brillar ante varias personas. Ello significaba vida para cualquiera que quisiese beneficiarse con ella, pero no será ese el caso ante el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11-12) donde esta luz manifestará el estado de pecado de todos los que comparezcan allí para ser juzgados según sus obras. Los que querían probar a Jesús no aprovecharon esa luz, ya que se retiraron. El Señor entonces dice que el que le siga tendrá la luz de la vida, no solamente entre los judíos, sino en el mundo, hundido en las tinieblas de la muerte. Jesús vino por todos: esto es lo que caracteriza este evangelio. Aquí es “la luz del mundo”. No dice que si el mundo le sigue, tendrá la luz de la vida, sino: “el que me sigue”; la recepción de la vida, la salvación, es individual.

¡Qué privilegio más grande tener la luz de la vida para andar en medio de un mundo hundido en las tinieblas! ¡Cuán importante es poseerla hoy! Las tinieblas morales, en las cuales vive el mundo desde la caída de Adán, envuelven cada vez más en su oscuridad mortal a la cristiandad, la que hoy más que nunca rechaza al Cristo cuyo nombre lleva. Todavía se oye su invitación: “El que me sigue… tendrá la luz de la vida”. No se puede seguir a Jesús con un pie en el mundo y el otro con los que siguen al Señor. No se puede disfrutar por un momento los placeres mundanales, bajo la forma que sea, y por otro tratar de callar su conciencia incómoda al ocuparse un poco de cosas serias. Si uno va con este estado de ánimo a las reuniones en las cuales se habla del Señor, lo hará con el corazón lleno de las vanidades del mundo. De esta forma no se sigue al Señor, no hay paz ni gozo, como tampoco luz en este camino. Para tener la luz de la vida, para disfrutar de esta vida cuyo objeto es Cristo mismo –quien hace el corazón perfectamente feliz y capaz de ver todas las cosas tal como Dios las ve–, es preciso abandonar todo lo que se vincula con el mundo y seguir al Señor en el camino que ha trazado en la tierra. Esta verdad es fácil de comprender. El mundo yace en las tinieblas. El corazón del hombre es tinieblas, semejante al caos tenebroso en el cual se hallaba el mundo físico en el principio. Es imposible sacar de él un solo rayo de luz. Es necesario que la luz divina brille en él. Dios Dijo: “Sea la luz; y fue la luz”. Esta luz viene de Dios, como también la que, en la persona de Jesús, brilló en medio de las tinieblas morales del mundo. Solo se puede, pues, poseerla recibiéndola y siguiéndola. Esta luz es vida, como la luz física. Todo lo que en la tierra queda privado de la luz del sol se marchita y muere.

Al oír las palabras de Jesús, los fariseos le dijeron: “Tú das testimonio acerca de ti mismo; tu testimonio no es verdadero” (v. 13). Como hombre, el Señor no daba testimonio de sí mismo1 , pero aquí, como Hijo de Dios y luz del mundo, daba testimonio de lo que él era. No es necesario afirmar que el sol ilumina; en cuanto sale, todo el mundo queda convencido de ello. Jesús es la luz; los acusadores de la mujer bien lo habían visto. Él les responde: “Aunque yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo, ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie. Y si yo juzgo, mi juicio es verdadero; porque no soy yo solo, sino yo y el que me envió, el Padre. Y en vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí” (v. 14-18). Jesús tenía conciencia de dónde venía y a dónde iba. No podía quedarse en un mundo opuesto a Dios y que le rechazaba; iba a dejarlo en cuanto hubiese cumplido la obra que había emprendido. Al no recibir sus palabras, nadie sabía de dónde venía ni a dónde iba. Extraños respecto a Dios y a lo que de él procedía, los hombres juzgaban a Jesús solamente según la carne. Sin fe es imposible salir del círculo en el cual se mueve la mente natural. Jesús no había venido por voluntad propia; su Padre lo había enviado, como lo declara este evangelio unas cuarenta veces. Su Padre no solamente lo había enviado, sino que estaba con él, de manera que el testimonio exigido por la ley existía, testimonio divino que, en su ceguera, los hombres rechazaban.

Al oírle decir que su Padre le había enviado, le preguntan: “¿Dónde está tu Padre? Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (v. 19). ¡Qué prueba de la incapacidad en la cual el hombre se encuentra para conocer a Dios, aun cuando Este se revela en gracia en la persona de su Hijo! Todo el evangelio según Juan está bien resumido en estos versículos del primer capítulo: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (v. 5). “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (v. 10-11). Pero, gracias a Dios, la fe capta lo que el corazón natural rechaza y no puede conocer: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (v. 12). Disfrutan el beneficio de la venida de Jesús a este mundo.

Aunque Jesús pronunció estas palabras en el templo, en medio de un mundo religioso hostil, nadie puso las manos sobre él, “porque aún no había llegado su hora” (v. 20).

  • 1En el capítulo 5 vimos que se le daba un testimonio cuádruple.

Consecuencias de la incredulidad

Jesús repite a los judíos lo que ya les había dicho en el capítulo 7:33-34: “Yo me voy, y me buscaréis”; mas añade:

En vuestro pecado moriréis; a donde yo voy, vosotros no podéis venir (v. 21).

El propósito de su venida era salvar; pero, al ser despreciado y rechazado, se marcharía y dejaría a los que no lo recibían en el estado en el cual los había encontrado, empeorado con el pecado de no haberle recibido. Había venido de la presencia de Dios y allá volvía; ellos no le podían seguir; morirían en su pecado. Los judíos, cortos de vista –en lo concerniente a las cosas celestiales– como todos los que no creen, se preguntaban si iría a matarse, pues dijo: “A donde yo voy, vosotros no podéis venir”. Jesús les respondió: “Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo” (v. 22-23). Había un abismo entre Jesús y ellos, y entre ellos y el lugar de donde él venía. Pero Jesús había franqueado este abismo para traerles todo lo que ellos necesitaban, para que pudiesen salir de su miserable condición. Les había revelado al Padre, al Dios de gracia; ellos solo tenían que creer en él, pero se negaban a hacerlo. Por lo tanto, Jesús les repite: “Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados” (v. 24). No hay nada más claro, más concluyente: el Hijo de Dios, enviado por su Padre, vino a este mundo de tinieblas y de muerte para traerle la luz y la vida. Si aquellos por quienes vino no le reciben, morirán en sus pecados. Esta consecuencia, tan lógica y solemne para los judíos de aquel entonces, también es cierta para todos hoy en día. Pedro dice a estos mismos judíos, al hablarles de Jesús: “Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:11-12).

En el versículo 21, cuando Jesús dice: “En vuestro pecado moriréis”, habla del pecado cometido por la nación judía que rehúsa recibirle. El versículo 24 (“moriréis en vuestros pecados”) se aplica a todo hombre; se trata del que muere sin haber obtenido el perdón de sus pecados.

Cuando Jesús dice: “Porque si no creéis que yo soy”, los judíos le preguntan: “¿Tú quién eres?”. Antes le habían preguntado: “¿Dónde está tu Padre?”. El espíritu de incredulidad siempre tiene preguntas que formular para justificarse y permitirse no creer, mientras la fe acepta todo lo que Dios dice. Jesús les responde: “Lo que desde el principio os he dicho”. Toda su vida, sus obras, sus palabras manifestaban perfectamente lo que él era. ¿Quién hablaba como él? Eso había llamado la atención de los alguaciles enviados para prenderle (capítulo anterior): “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”. Lo que decía y hacía revelaba lo que él era y lo que era su Padre. Nadie podía ir al cielo para ver cómo era Dios; por eso, bajo forma humana, Jesús vino a traer a los hombres lo que ellos no podían ver ni poseer por ningún otro medio. Notemos también que Jesús dice: “Porque si no creéis que yo soy”, palabras para retener hoy más que nunca, porque de buen grado se habla de Jesús, pero al tiempo que se dicen cosas bonitas acerca de él, no se cree que él es en el sentido en que lo dice aquí: manifestación de Dios Padre, Hijo de Dios, Dios Hijo, la Palabra que era Dios, quien en el principio estaba con Dios, distinto de Dios, Dios manifestado en carne. El que no cree en él tal como este evangelio lo presenta, morirá en sus pecados.

Jesús añade que tendría muchas cosas que decir y juzgar sobre los judíos; pero tenía que comunicar al mundo la verdad que había oído de su Padre. Los judíos no comprendieron que les hablaba del Padre. Al no querer conocer a Jesús, no podían conocer al Padre (v. 26-27). Jesús les dice: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (v. 28-29). El Señor rechazado siempre toma el título de Hijo del Hombre, lo que también implica su muerte. Al usar la expresión “levantado”, Jesús revela que los judíos iban a crucificarle. Antes de su muerte, ellos rehusaron creer; pensaban acabar con él matándolo, pero él resucitaría y enviaría al Espíritu Santo, quien daría testimonio de él; ellos entonces conocerían que se trataba de él, pero ya sería demasiado tarde para recibirle tal como se presentaba en medio de ellos. Después de su muerte y glorificación, sabrían quién era y que les había hablado de parte del Padre.

Cuando el Señor se veía solo e incomprendido, solía decir:

Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada (v. 29).

Lo mismo sucede en el caso de los creyentes, tal vez menospreciados, incomprendidos por el mundo e incluso por otros creyentes, aislados; pero, si hacen la voluntad de Dios, gozan de su presencia. Estar solo con Dios, tener su aprobación, vale más que la compañía y los honores del mundo.

A pesar de la oposición y los razonamientos de los judíos, la palabra de Jesús halló cabida en algunos corazones: “Hablando él estas cosas, muchos creyeron en él” (v. 30). Nunca se debe tener temor de presentar la Palabra de Dios, porque ella es poderosa y activa; produce sus efectos en los corazones y las conciencias donde todo parece cerrado.

El privilegio de los que creen

Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (v. 31-32).

Después de haber creído es necesario llevar los caracteres de Aquel en quien se ha creído, actuar como él, reproducir en palabras y en hechos lo que él fue aquí en la tierra, cosa perfectamente factible, puesto que él es la vida del creyente. Para eso uno debe perseverar en su Palabra, la cual presentaba la verdad en medio de los judíos, tal como Jesús mismo lo es, expresión de lo que son todas las cosas según el pensamiento de Dios. Si uno quiere, pues, estar en lo cierto respecto a cualquier cosa –sea uno mismo, el bien, el mal, el mundo, el presente, el porvenir, el pasado– es preciso conocer el pensamiento de Dios tal como él lo ha mostrado en su Palabra. Al perseverar en él, uno lleva el carácter de discípulo de Cristo y la verdad le libera de todo lo que no es según Dios, del yugo de la ley, del pecado, del juicio y de los pensamientos peculiares del corazón natural; ella pone al creyente en plena libertad ante Dios, en la posición de la que Cristo es la expresión, lo que ha sido plenamente demostrado desde que el Espíritu Santo vino a la tierra después de la ascensión del Señor.

El hombre esclavo del pecado

Cuando oyeron hablar de ser hechos libres, los judíos respondieron a Jesús: “Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?” (v. 33). Estos desdichados, cegados por un odio implacable, afirmaban dos cosas insensatas para hombres que poseyesen un mínimo de inteligencia, pues decían que nunca habían sido esclavos de nadie.

1. Se hallaban bajo la servidumbre de los romanos, bajo el dominio gentil desde hacía más de seiscientos años. Eso lo sabía todo el mundo.

2. Se encontraban bajo otra servidumbre, de la cual era consecuencia la primera: la esclavitud de Satanás y del pecado, igual que todo hombre no libertado por el Señor. Los judíos sufrían el yugo de los gentiles por haber abandonado a Dios para ir tras los ídolos. Si desde su retorno del cautiverio en Babilonia no volvieron a caer en la idolatría y restablecieron las formas del culto de Jehová, su malvada oposición al Hijo de Dios, venido en medio de ellos para liberarles, demuestra la dureza de la esclavitud bajo la cual se encontraban. Jesús les contesta sin señalar lo absurdo de su error; presenta la verdad que caracteriza el estado moral de todo hombre:

De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado.

Terrible esclavitud de la cual, por la gracia de Dios, uno puede ser liberado al aceptar la verdad que Jesús trajo.

Luego el Señor compara la posición de esclavo con la de hijo. Aun cuando los judíos eran hijos de Abraham según la carne –lo que Jesús reconoce– eran esclavos del pecado; por consiguiente, no tenían más seguridad de permanecer en la casa que un esclavo; sin embargo, por la posición que Dios les había otorgado, ellos vivían de cierto modo en la casa de Jehová. Pero Dios quería una casa compuesta de hijos. Con este fin envió a su Hijo, para poner en libertad a estos esclavos del pecado; por eso les dice: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (v. 36). Entonces podrían formar parte de la verdadera casa de Dios.

El hombre hijo del diablo

Jesús dice a los judíos: “Sé que sois descendientes de Abraham; pero procuráis matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo hablo lo que he visto cerca del Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído cerca de vuestro padre” (v. 37-38). El origen de una naturaleza se revela por las acciones. El apóstol Juan habla desde este punto de vista, tanto en sus epístolas como en su evangelio. Solo hay dos fuentes: la del bien y la del mal. El bien solo puede proceder de Dios, y el mal de Satanás; los frutos lo manifiestan, tal como el Señor lo dirá en los versículos 42 y 44 (véase 1 Juan 3:8-9). Abraham es llamado el padre de los creyentes; después de haber creído, sus obras demostraron que era de Dios. Jesús, enviado por Dios, decía lo que había visto junto a su Padre, porque en este capítulo siempre se trata de la Palabra. Pero en el caso de los judíos, ¿acaso manifestaban los caracteres de Abraham? Ellos respondieron a Jesús: “Nuestro padre es Abraham. Jesús les dijo: Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais. Pero ahora procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios; no hizo esto Abraham” (v. 39-40). Moralmente, pues, no eran hijos de Abraham; sus obras lo probaban; ¿de quién, entonces, eran hijos? Porque Jesús les dijo: “Vosotros hacéis las obras de vuestro padre”. En lugar de juzgarse y aceptar la verdad concerniente a su estado, realzan sus pretensiones y responden: “Nosotros no somos nacidos de fornicación; un padre tenemos, que es Dios” (v. 41). La religión formal se jacta de privilegios sin tener efecto alguno sobre la conciencia; mantiene al hombre lejos de Dios, en la ignorancia y en las tinieblas, con pretensiones extravagantes. ¡Cuántas tonterías profirieron en este capítulo estos pobres judíos religiosos! Según ellos, nunca habían vivido bajo la servidumbre de nadie; eran hijos de Abraham, hijos de Dios, cosas de las cuales la carne puede vanagloriarse, pero que ante Dios no tienen ningún valor. ¡Y se encontraban ante Dios venido a ellos en gracia! Jesús les va a probar que no tenían a Dios por Padre, tal como ya les había demostrado que no eran hijos de Abraham. Les dice:

Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió (v. 42).

La prueba de la presencia de la naturaleza divina en alguien es el amor. “Todo aquel que ama, es nacido de Dios” (1 Juan 4:7). Si los judíos hubieran tenido realmente a Dios por Padre, debían haber amado a Jesús, pues él había venido del Padre. En este capítulo Jesús se presenta constantemente como enviado de Dios para hablar de parte de Dios. (Para “enviado”, véase los versículos 16, 18, 26, 29, 42; y, para la palabra dicha, los versículos 26, 28, 38, 40, 45). Un testimonio semejante crea una tremenda responsabilidad para el pueblo cegado por su odio; esta pesa sobre todo hombre, porque la experiencia hecha con el judío es la de todos los hijos de Adán.

Jesús prosigue diciendo: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra” (v. 43). Se necesita la naturaleza divina para comprender el lenguaje divino; si los judíos hubiesen querido escuchar las palabras de Jesús, le habrían comprendido. “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

A medida que los judíos ensalzan sus pretensiones en oposición a las palabras de Jesús, él también les dice más abiertamente quiénes son ellos: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira” (v. 44). En efecto, ¿acaso no han mostrado los judíos esos caracteres (el odio y la mentira) en todo lo que atañe a este capítulo? El mismo apóstol dice: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida” (1 Juan 3:15).

Cuando se habla de obras diabólicas, suele pensarse en cosas extraordinarias, cumplidas por poderes satánicos. Pero el odio y la mentira –cualquiera sea la medida de esta– forman parte de tales obras; estas delatan su origen, pero el hombre continúa siendo responsable de ellas. Satanás ha encontrado en él un instrumento dócil para reproducir sus propios caracteres. No pensamos lo suficiente en que, al hacer el mal, cumplimos obras que tienen la misma naturaleza que las del diablo.

El contraste con Jesús se establece en los siguientes versículos. “Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios” (v. 45-47). ¡Qué lenguaje más sencillo y claro! Sin embargo, en lugar de convencer a los que se oponen, estas verdades los llevan a blasfemar contra Jesús. Ellos le responden: “¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio?” (v. 48). La luz que brota de las palabras de Jesús no hace más que manifestar el espantoso estado en el cual se hallaban los judíos, sobre todo los judíos religiosos. Se comprende que el Señor diga en el capítulo 15:22-23: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado. El que me aborrece a mí, también a mi Padre aborrece”. Merced a la dulzura de su carácter de gracia, Jesús responde simplemente a semejante injuria: “Yo no tengo demonio; antes honro a mi Padre; y vosotros me deshonráis. Pero yo no busco mi gloria; hay quien la busca, y juzga” (v. 49-50). ¡Qué ejemplo de dulzura nos da el Señor en esta respuesta! No se levanta contra los que le deshonran con sus injurias; sencillamente mantiene la verdad. Es el ejemplo perfecto que Pedro coloca ante nosotros: “Porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:21-23). Dice simplemente a estos desdichados judíos: “No tengo demonio”; “honro a mi Padre”; “vosotros me deshonráis”; “no busco mi gloria”; “hay quien la busca, y juzga”. Los deja bajo la responsabilidad de lo que dicen y sigue presentándoles la verdad. Los que hayan perseverado en su incredulidad serán individualizados y juzgados por Aquel que indaga y juzga, a quien el Señor se remitía al continuar su obra de gracia para con todos.

Jesús revela la gloria de su persona

Si la oposición de los judíos obliga al Señor a decirles lo que son, como acabamos de verlo, ella también le conduce a decir lo que él es en cuanto a la eternidad de su ser: “Antes que Abraham fuese, yo soy”, esto es: “Jehová”. Antes de llegar hasta este punto les presenta las consecuencias eternas de la fidelidad hacia su palabra, lo que los hace blasfemar. “De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (v. 51). La muerte eterna era la porción del pecador; pero Dios, en su gracia, le ofrece la vida eterna por la Palabra venida desde el Cielo en la persona de Jesús. El Señor no podía expresarse con mayor claridad en cuanto a los efectos de su Palabra. La bienaventurada eternidad que disfrutarán aquellos que hayan creído será la prueba magnífica de la verdad de esta declaración. Pero los judíos respondieron al Señor: “Ahora conocemos que tienes demonio. Abraham murió, y los profetas; y tú dices: El que guarda mi palabra, nunca sufrirá muerte. ¿Eres tú acaso mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió? ¡Y los profetas murieron! ¿Quién te haces a ti mismo?” (v. 52-53). Es verdad que Abraham y los profetas murieron, pero ello no invalidaba en nada lo que Jesús les decía. Los judíos tenían ante sí a Aquel que efectivamente era más grande que todos ellos, a Aquel que había enviado a los profetas, cuyo ministerio permanece sin resultados a causa del estado del hombre, muerto en sus delitos y pecados. Jesús había venido precisamente para dar vida eterna a semejantes seres. Sus palabras comunicaban vida a quienes las recibían, y el Señor no pedía más de ellos.

Como respuesta a la pregunta de los judíos: “¿Quién te haces a ti mismo?”, Jesús dice: “Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios. Pero vosotros no le conocéis; mas yo le conozco, y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros; pero le conozco, y guardo su palabra. Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (v. 54-56). Consciente de su propia gloria, Jesús no tenía necesidad de glorificarse; no se vanagloriaba de ella; buscaba a pecadores que quisiesen recibir lo que él les traía. Su Padre le glorificaba, y nadie le conocía como él. Si querían recibir su Palabra, le conocerían al participar de su naturaleza; pero afirmar que le conocían sin esta, era mentir. Porque para tener la vida era necesario conocer a Dios de otra manera y no solo en contraste con los ídolos; hasta aquí llegaba generalmente la fe de los judíos; pero tal conocimiento les dejaba en su estado de perdición. Asimismo se jactaban de ser hijos de Abraham. Lo eran según la carne, pero lo que es de la carne no es de provecho alguno ante Dios. No eran hijos del padre de los creyentes, pues de otra manera hubiesen creído. Por el contrario, odiaban a Jesús, mientras que Abraham se había regocijado al ver su día. Dios había hecho unas promesas a Abraham, pero hacía falta alguien para cumplirlas. Abraham no tenía hijos; Dios le concedió uno, sobre el cual descansaban todas las promesas, porque Isaac es figura de Cristo, y de Cristo resucitado, después de que Abraham hubo obedecido a Dios al ofrecerle en sacrificio. Por eso Pablo dice a los Gálatas (cap. 3:16), al citar Génesis 22:18, que la simiente de Abraham era Cristo, de quien Isaac era figura. Por la fe Abraham captó el pensamiento de Dios. Sabía que, si bien era extranjero en la tierra prometida, su posteridad la heredaría cuatro siglos más tarde –cuando él mismo estaría muerto–, y miraba más allá, hacia el día en el cual Cristo reinará, día en el que tendrá su porción como resucitado. “Esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:10, 1). Así fue como este patriarca vio el día en que Cristo cumplirá las promesas que le fueron hechas y se regocijó en ellas.

Al no tener fe, los judíos no le comprendían, y para ellos era otra ocasión más para mofarse de Jesús y ridiculizar lo que él decía. Jesús tuvo entonces la ocasión de decirles lo que nunca les había dicho respecto de sí mismo. “Entonces le dijeron los judíos: Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham? Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (v. 57-58). En primer lugar, Jesús no les había dicho que había visto a Abraham, aunque esto fuese verdad, sino que Abraham sí había visto su día, el día glorioso de su reinado. Lo había visto por la fe y se había regocijado, lo que ellos por cierto no hacían, aunque viesen lo que “muchos profetas y reyes desearon ver”, y oyeron lo que estos hubieran querido oír (Lucas 10:24); por el contrario, ellos blasfemaban al verle y oírle. En su respuesta Jesús les muestra que no se trata ni de cincuenta años, ni de los dos mil que hubiesen sido necesarios para ver a Abraham sobre la tierra, sino de que él es Jehová, el que no tiene principio y que se llama: “Yo soy”. Jehová había dicho a Moisés, en Éxodo 3:14: “Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envió a vosotros”. “Yo soy” expresa la eternidad de la existencia de Dios, porque la eternidad es un presente continuo. Por eso Jesús bien podía decir: “Antes que Abraham fuese, yo soy”, no dice: yo era, sino soy Jehová. Como respuesta tomaron piedras para apedrear a Jesús, ejecutando así las obras de su padre el diablo. “Pero Jesús se escondió y salió del templo”. ¡Qué ceguera e insensatez procurar matar al que es Jehová! Lo matarían cuando se entregara a sí mismo; y en la cruz no moriría como mueren los hombres: entregaría su espíritu en manos de su Padre, cuando ya no le era necesario permanecer en su cuerpo, una vez cumplida toda la voluntad de su Padre.

Todo este capítulo nos presenta a Dios y al hombre en conflicto. Jesús, quien de parte de Dios traía la vida y la luz, fue rechazado, tratado de samaritano, de loco, de endemoniado, salvo por parte del pequeño número de aquellos que habían creído en él. Es imposible trazar un cuadro más triste de lo que es el hombre en presencia de la luz y la verdad divinas, venidas en gracia, resplandeciendo en la persona de Jesús en toda su belleza. Pero los judíos blasfeman; su odio se aviva al punto de querer matarlo. Por eso Jesús se oculta. La luz, que ha dado ya todo su resplandor, desaparece. Para quienes no quieren creer, solo queda esta terrible sentencia: “Moriréis en vuestros pecados”.

Los mismos hechos se reproducen actualmente. La Palabra de Dios está con nosotros con idéntico poder; pero, en vez de creer en ella, se la rechaza; la mayoría lo hace abiertamente; otros, que no querrían ser contados entre aquellos, la admiten parcialmente, en diversos grados. Muchos no reconocen a Jesús como el Hijo eterno de Dios, igual que los judíos que le decían: “¿Dónde está tu Padre?”. “¿Tú quién eres?”. “¿Quién te haces a ti mismo?”. Y entre aquellos que hablan todavía de su muerte, hay quienes creen que simplemente se trata de una muerte natural, punto culminante de una vida de sacrificio, eso sí, pero sin admitir en absoluto que haya tenido lugar para expiar el pecado al satisfacer la justicia de Dios a fin de salvar al pecador. De modo que, amados lectores, ojalá Dios se sirva de lo que acabamos de exponer en este importante capítulo para convencerlos de que es necesario creer en la Palabra de Dios, creer en Jesús, Hijo de Dios, muerto en la cruz para darnos vida; de lo contrario, “moriréis en vuestros pecados”. Si alguno de entre vosotros procurase razonar sobre lo que Dios dice –cosa que caracteriza los días en que vivimos–, recuerde que la razón no puede ir más allá del dominio que le ha sido asignado –el de la creación– y que, tan pronto como se trata de los pensamientos de Dios, del cumplimiento de sus consejos maravillosos para la gloria de su Hijo y la felicidad eterna del hombre, la razón no le sirve de nada: se necesita la fe. El hombre está perdido; Dios quiere salvarle; esta salvación se ha cumplido por la muerte de Cristo, la cual debe ser aceptada sencillamente, sin ninguna clase de razonamientos.