Juan

Juan 16

Capítulo 16

La religión sin Cristo

En los versículos 18-25 del capítulo precedente, el Señor advierte a sus discípulos sobre el odio del cual serían objeto por parte del mundo que le odiaba, para que no se escandalizaran. Aquí les dice cómo los trataría el mundo, creyendo agradar así a Dios: “Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí” (v. 1-3). Después del destierro de Judá a Babilonia, Dios había hecho volver al país un remanente para que recibiera allí al Mesías. Pero en lugar de reconocer la bondad de Dios hacia ellos, los judíos seguían enorgulleciéndose debido al privilegio de ser el pueblo elegido, pero sin tener en cuenta los caracteres de Dios ni lo que a él debían. Inconscientes de su estado de pecado, rechazaban el ministerio de Juan el Bautista, quien les llamaba al arrepentimiento para que recibiesen al Mesías; y cuando este vino, no lo recibieron. A pesar de eso, conducido por sus jefes religiosos, el pueblo permanecía aferrado a su orgullo nacional con la pretensión de servir al verdadero Dios, después de haberle rechazado en la persona de su Hijo. Se habían atrevido a decir al que había nacido ciego: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es pecador”. Ellos iban a persistir en su oposición a Cristo, rehusando creer en el testimonio del Espíritu Santo y de los apóstoles, rendido en cuanto a su resurrección y su exaltación a la diestra de Dios. Manifestaron su odio hacia Cristo al perseguir y matar a los cristianos. Fue lo que hizo Saulo, creyendo servir a Dios, hasta que fue detenido en el camino a Damasco.

Hoy día sucede lo mismo en la cristiandad. El hombre, en su estado natural, admite del cristianismo lo que le distingue de los pueblos no civilizados, y de esto se enorgullece; pero no quiere saber nada de Jesús, presentado como Salvador y como el Señor a quien debe obediencia. Su orgullo no admite que él haya merecido la muerte que Cristo sufrió en la cruz llevando en su lugar el juicio que le correspondía. Si bien los cristianos fueron perseguidos y asesinados por los judíos y luego por los paganos, otros, en igual número, lo fueron por los cristianos nominales y en nombre de la religión cristiana, porque confesaban a Jesús como su Salvador y mantenían la verdad en medio de un cristianismo corrompido, en el cual se pretendía servir a Dios. Hablan de guardar la religión de sus padres, sin remontarse hasta la verdadera religión de los padres, a “lo que era desde el principio” del cristianismo (1 Juan 1:1; 2:7, 24). Quieren tener un Dios, el verdadero, pero no a aquel a quien Cristo ha revelado como Padre.

“Y harán esto” –dice el Señor– “porque no conocen al Padre ni a mí. Mas os he dicho estas cosas, para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho. Esto no os lo dije al principio, porque yo estaba con vosotros” (v. 3-4). Mientras el Señor estuvo con los discípulos, los guardó y los protegió; y el mundo aún no había asumido definitivamente su carácter de enemigo de Cristo y de Dios. Mas ahora que iban a ser dejados solos, el Señor les previene para que no se sorprendan ante el proceder de un mundo que se enorgullecerá de servir a Dios, pero que odia a Aquel por medio de quien Dios se ha revelado en gracia, de lo cual los discípulos serán testigos.

Ventajas para los discípulos

“Pero ahora voy al que me envió; y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas? Antes, porque os he dicho estas cosas, tristeza ha llenado vuestro corazón” (v. 5-6). Se comprende que, con la perspectiva de la partida de Jesús y de las cosas que les esperaban, los discípulos estuviesen tristes. Sin embargo, según lo que el Señor les había dicho acerca de su partida, ellos tendrían que haber comprendido que todo no estaba perdido para ellos, porque él no se iba como una persona que ha fracasado en su empresa. Si momentáneamente todo estaba perdido para Israel, había, sin embargo, consecuencias benditas, incalculables, para los que habían recibido a Jesús. Los discípulos tendrían que haber preguntado al Señor a dónde iba y, sabiendo cuánto les amaba, deberían haber comprendido que de su partida dimanarían grandes ventajas para ellos. Se ve, por el contrario, cómo pensaban que todo había acabado, puesto que el Señor los dejaba. Los dos discípulos, en el camino a Emaús, iban diciendo: “Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21). Asimismo, después de la resurrección del Señor, ellos retomarían su vida de pescadores (cap. 21:3).

Ellos se preocupaban por lo que perdían –y no por las ventajas que resultarían del hecho de que su muy amado Señor se fuera a la presencia del Padre– aunque les había dicho que no los dejaría huérfanos.

Yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré (v. 7).

En efecto, el Espíritu Santo vendría a introducirles en las consecuencias celestiales y eternas de la obra cumplida por la venida de Jesús a la tierra. Los llenaría de un gozo y una paz que no habían conocido nunca mientras seguían al Señor, puesto que esperaban verle establecer su reinado sobre Israel. Les revelaría a un Cristo celestial, glorioso, y su porción con él en el presente y por la eternidad. Todo sería ventajoso para ellos, a pesar de sus tribulaciones. Eso les anuncia el Señor en lo que sigue del capítulo, pero antes les dice lo que la presencia del Espíritu Santo será para el mundo.

De la presencia del Espíritu Santo en cuanto al mundo

“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”. Jesús había dicho en el capítulo 15:22:

Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado.

En el capítulo 8:21, dice a los judíos: “Yo me voy, y me buscaréis, pero en vuestro pecado moriréis” (el pecado de no haberle recibido). A pesar de estas declaraciones, el mundo no habría sido convencido de su estado irremediable de pecado si el Señor se hubiese quedado en la tierra. Pero, una vez subido al cielo, enviaría al Espíritu Santo, cuya presencia en el mundo sería la demostración de su pecado. Si el Espíritu Santo no estuviese en la tierra, habría alguna esperanza para el mundo. Su presencia prueba que Jesús está en el cielo, rechazado por el mundo, cuyo pecado queda en evidencia. Ello no significa que el mundo posea en sí mismo esta convicción de pecado que le deja sin esperanza; no se trata de una convicción interior, sino de la demostración de un hecho irrebatible. Admitido o no, la prueba de ello queda establecida. Cuando un alma comprende su culpabilidad y su estado de perdición, y es convencida de pecado, se siente feliz de recibir al Señor Jesús como su Salvador; es salva. Esto es algo muy distinto, aunque sea la obra del Espíritu Santo por medio de la Palabra de Dios. En cambio, la convicción de pecado en cuanto al mundo lo deja en el estado en que su pecado le colocó. Hay salvación para el pecador que recibe a Jesús como Salvador, pero no hay absolutamente ninguna para el mundo como sistema que ha rechazado a Cristo.

En segundo lugar, el Espíritu Santo convence al mundo de justicia, porque Jesús va a su Padre y no se le ve más en la tierra. La justicia no se encuentra en el mundo. Lo que prueba esto no son las injusticias que se cometen diariamente, sino precisamente la presencia del Espíritu Santo. ¿Cómo puede ser esto? Porque cuando Jesús estaba en la tierra, cumpliendo su obra de amor a favor de cada uno, fue condenado a morir como un malhechor. Los jefes, quienes deberían haber enseñado al pueblo a recibirle, incitaron a la muchedumbre a pedir su muerte. ¿Era esto justo? Cuando Dios retiró su trono de Jerusalén, confió el gobierno del mundo a los gentiles. Pilato representaba este poder que pertenecía entonces a Roma, el cuarto imperio de las naciones. Pilato reconoció que Jesús había sido entregado por envidia; tres veces declaró que no encontraba delito alguno en él y procuró liberarlo. Pero, para evitar el descontento de los judíos, lo condenó a muerte, después de hacerle azotar. ¿Dónde está la justicia? Dios, quien había sido glorificado por la perfecta obediencia de su Hijo, su unigénito, no solamente no intervino para liberarle, sino que, en la cruz, le abandonó e hizo caer sobre él el juicio que el hombre, culpable y rebelde contra Dios, merecía. ¿Dónde está, pues, la justicia? En ninguna parte en este mundo; ella está en el cielo. Habiendo sido perfectamente glorificado en cuanto al pecado por la muerte de su Hijo, Dios, quien hizo posible que sus consejos de amor para con los hombres se pudiesen cumplir, manifestó su justicia respecto a su muy amado Hijo resucitándole y exaltándole hasta su diestra, coronado de gloria y de honra. De este modo la justicia de Dios fue demostrada. Era justo recompensar a Jesús sacándole de la muerte en la que había entrado por amor a su Dios y Padre y por amor al pecador; era justo elevarle a la gloria. ¿Cómo será demostrada esta justicia ante el mundo? Este no cree en la resurrección de Cristo; pagó a los guardas para que dijeran que sus discípulos habían robado su cuerpo en la noche; el mundo no le ve. Como en el caso del pecado, la demostración o convicción de justicia tiene lugar por medio de la presencia del Espíritu Santo en la tierra, a continuación de la glorificación de Cristo. Porque si se hubiese encontrado justicia en el mundo, Jesús no hubiera sido ajusticiado; tampoco hubiera ido entonces al cielo, desde donde envió al Espíritu Santo a favor de aquellos que creyeron en él.

En tercer lugar, el Espíritu Santo convence al mundo de juicio, porque el jefe de este mundo es juzgado. Al final del capítulo 14 vimos que a Satanás le es dado el título de príncipe de este mundo, porque todos los hombres formaron una coalición bajo su poder, con el fin de dar muerte al Hijo de Dios. El pueblo, los jefes de los judíos, el gobernador gentil, los soldados romanos, todos tenían su parte de responsabilidad para hacer valer la justicia, la bondad, el reconocimiento hacia Jesús en ese momento en que Satanás les incitaba a rechazarle. Pero todos la abdicaron en favor de Satanás y estrecharon filas bajo su mando para matar al Santo y al Justo. A partir de entonces el diablo llegó a ser el jefe de este mundo. Tenía pensado reducir a silencio a Jesús, la simiente de la mujer, quien debía aplastarle la cabeza, según el juicio pronunciado sobre él en ocasión de la caída, pero precisamente con la muerte del Señor perdió su poder; así fue juzgado. Jesús logró una esplendorosa victoria sobre él; redujo a la impotencia a aquel que tenía el poder sobre la muerte, al sufrirla Él mismo. Satanás será atado durante el reinado de Cristo y, al final, será arrojado en el lago de fuego y azufre, juntamente con todos los que le hayan escuchado y se hayan dejado extraviar por él. Actualmente está bajo juicio, así como el mundo que le ha escuchado al colocarse voluntariamente bajo su mando para rechazar a Cristo. Esto es lo que afirma la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo por el Señor después de haber cumplido la obra por medio de la cual quebrantó la cabeza de la “serpiente antigua”.

El mundo casi ni se da cuenta de las solemnes consecuencias que resultan de la presencia del Espíritu Santo. Por eso Satanás todavía trata de hacer que se menosprecie dicha presencia y aun hasta la misma existencia del Espíritu de Dios; pero ello no cambia en nada el hecho real. El Espíritu Santo está en la tierra y convence al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Este se ejecutará cuando el tiempo de la paciencia de Dios haya llegado a su fin mediante la venida del Señor para arrebatar a los suyos. Hasta entonces, todo el que cree en el Hijo tiene vida eterna. El Evangelio invita a los hombres a dejar este mundo perdido y juzgado, para que se acerquen al Salvador y reciban la salvación gratuita ofrecida en este día de gracia.

Lo que el Espíritu Santo hace por los creyentes

Contrariamente a lo que ocurre con el mundo, el Espíritu Santo obrará en los creyentes haciéndoles gozar de todo lo que les pertenece en su nueva posición ligada a la de Cristo resucitado y glorificado; ya no son, pues, del mundo. Los discípulos no podían soportar todo lo que el Señor tenía que decirles, pero el Espíritu Santo se los comunicaría y los haría capaces de entender todo lo que dimanaría de la obra de Cristo a favor de ellos. Jesús les dijo: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (v. 12-13). Aunque los discípulos perdían todo en cuanto a la tierra –aun a Cristo como Mesías– tendrían, sin embargo, una porción celestial que el Espíritu Santo les daría a conocer. Les conducirá a toda la verdad. El mundo yace en el error; no puede conocer las cosas tal como son a los ojos de Dios; pero los discípulos serán dirigidos en toda la verdad procedente de la obra de Cristo, conocerán mejor su gloriosa persona y lo que poseen los creyentes, en el presente y por la eternidad. Así como el Señor no habló por su propia cuenta, el Espíritu tampoco lo hará; dirá lo que ha oído, puesto que fue testigo de la glorificación de Cristo, y anunciará las cosas que van a suceder, siempre en relación con la gloria del Señor, quien vendrá un día a establecer su reinado. ¡Porción bendita la de los creyentes, conducidos a toda la verdad por el Espíritu Santo y la Palabra, en medio de un mundo hundido en las tinieblas y el error! Pueden andar a la luz de las cosas escondidas para el mundo, mientras esperan la gloria.

El Señor dice :

Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber (v. 14-15).

El mundo ha despreciado a Jesús; el Espíritu Santo le glorificará al tomar lo que constituyen sus glorias, su nueva posición, para dárnoslas a conocer. El mundo no ha querido nada de lo que Cristo le trajo, pero los que le han recibido tienen una plena porción de todo lo que Él posee como hombre, objeto del amor del Padre, centro glorioso de un estado de cosas celestial. Allí todo lo que es del Padre es suyo, resultado de los consejos eternos de Dios Padre en los cuales el Señor ha introducido a los suyos.

Dejémonos instruir más profundamente en estas cosas divinas y celestiales por el Espíritu Santo, quien sigue estando en la tierra, para ocuparnos de Aquel que es el centro y la gloria de esas cosas, a fin de comprender mejor que no tenemos ninguna porción en este mundo juzgado.

La importancia de la presencia del Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, es muy desconocida hoy en la iglesia profesante, e incluso lo es por muchos creyentes. No se sabe apreciar bastante las ventajas de su presencia ni aprovecharlas. Para ello es preciso permanecer en la enseñanza de la Palabra a este respecto, porque muchos menosprecian el verdadero propósito de la venida del Espíritu Santo y de su verdadera actividad, limitando su papel al cumplimiento de milagros o al don de hablar en lenguas desconocidas. Se pide a Dios que envíe el Espíritu Santo para ser llenos de él, pero se ignora –o se quiere ignorar– que él vino una vez para siempre en pentecostés, diez días después de la ascensión del Señor. Se le quiere ver obrar como en los primeros tiempos de la Iglesia, e incluso se pretende que lo hace. No se tiene en cuenta que el estado actual en que se encuentra la Iglesia le contrista, y que un despliegue de gran poder sería su visto bueno sobre un estado de cosas que deshonra al Señor. Pero, además de estas nociones erróneas, se olvida que el Señor no envió al Espíritu Santo solo para cumplir actos milagrosos, sino como Consolador de los suyos, para enseñarles, para recordarles las cosas que les había dicho y, como lo acabamos de ver, para conducirles a toda la verdad y anunciarles las cosas que han de suceder. En pocas palabras, es el Eliezer divino que acompaña a la esposa a través del desierto, ocupando su atención con las glorias de su Esposo a lo largo de su viaje, hasta el momento en que ella le encuentre en la gloria. Por supuesto, no quiere apartar su atención de su Amado, distrayéndola con milagros y otras manifestaciones de poder que, lejos de ocupar el corazón con Cristo, lo ocupan de sí mismo y de los demás en una clase de misticismo. Es cierto que en el principio el Espíritu de Dios desplegó un gran poder; dio a los creyentes la capacidad de predicar el Evangelio en lenguas que les eran desconocidas. Milagros notables se cumplieron para confirmar la Palabra del Señor y para dar testimonio ante los incrédulos, judíos y gentiles, pero no era por esos medios que la Iglesia, en ese entonces como hoy, se ocupaba de las bellezas del Señor a fin de reflejar sus caracteres ante el mundo.

El gozo del mundo y el gozo de los discípulos

Para que los discípulos pudieran gozar del ministerio del Espíritu Santo era necesario que el Señor los dejara y volviera a la presencia de su Padre. Sin embargo, lo volverían a ver poco después. “Todavía un poco” –dice– “y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre” (v. 16). Pero los discípulos, que no comprendían, razonaron y dijeron: “¿Qué es esto que nos dice?” (v. 17-19). Se iría, lo volverían a ver, iría al Padre, eran verdades que estaban tan fuera del alcance de los pensamientos que ellos se habían forjado respecto a Jesús y a las consecuencias de su venida, que bien se precisaba el socorro del Espíritu Santo para hacerles entender. Mientras tanto el Señor les muestra el sentido de sus palabras:

De cierto, de cierto os digo, que vosotros lloraréis y lamentaréis, y el mundo se alegrará; pero aunque vosotros estéis tristes, vuestra tristeza se convertirá en gozo (v. 20).

El mundo se regocijaría por haberse deshecho del Señor que derramaba sobre él una luz insoportable, mientras los discípulos experimentarían tristeza; pero la resurrección del Señor los llenaría de felicidad, puesto que lo verían a él mismo, más allá de la muerte, en una nueva posición, en la cual él los asociaría consigo mismo. En efecto, ¡qué gozo sintieron los discípulos y las mujeres cuando volvieron a ver al Señor! De todos modos, el tema de este gozo superaba infinitamente todo lo que los discípulos podían comprender entonces: esto era aun más profundo que el simple hecho de volver a ver al Señor resucitado, porque a este hecho se vinculan todas las gloriosas consecuencias de su muerte. El gozo de los discípulos es comparado con el de la mujer que, después de dar a luz un hijo, olvida su angustia y se regocija porque ha “nacido un hombre en el mundo”. En Cristo resucitado, el nuevo hombre –el hombre de los consejos de Dios– surgía de la muerte con todas las consecuencias de la victoria que él acababa de lograr; porque sin la muerte y la resurrección del Señor, todos los hombres permanecerían en la muerte en la cual el pecado les había colocado por la eternidad, y no habría nueva creación, ni hombres nuevos.

“También vosotros” –dice el Señor– “ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (v. 22). Este gozo permanente está relacionado con la vida que ha triunfado sobre la muerte por la eternidad. Pertenece a un estado de cosas nuevas. Llenó el corazón de los discípulos cuando volvieron a ver al Señor. Solo ellos lo vieron, el mundo no lo ha vuelto a ver más, porque no tenía ninguna participación en las bendiciones en las cuales Jesús resucitado introducía a los suyos. ¡Qué gozo cuando el Señor sea visto en su gloria por los suyos resucitados y glorificados, introducidos en la casa del Padre! Mientras tanto, por el Espíritu Santo, tenemos el gozo de verle por la fe, como dice en el capítulo 14:19. En aquel día (el día en que el Espíritu Santo viniera) “me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis”.

Los discípulos en relación con el Padre

El Señor iba a poner a los discípulos en relación con su Padre; esto fue lo que se apresuró a comunicarles por medio de María Magdalena el día de su resurrección (cap. 20:17). Por eso les dice: “En aquel día no me preguntaréis nada. De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (v. 23-24). Ese día, inaugurado con la resurrección de Jesús, cuando fueran puestos en relación con el Padre, los discípulos no tendrían necesidad de dirigirse a él para obtener lo que desearan. Disfrutarían del mismo privilegio que el Señor cuando estuvo sobre la tierra; como él, se dirigirían directamente al Padre, serían amados por el Padre como este amaba a su Hijo. Todo cuanto ellos pidiesen en su nombre les sería otorgado. Teniendo la misma vida que el Hijo, ellos tendrían los mismos pensamientos, los mismos deseos, y pedirían las mismas cosas que él. Así, la respuesta sería segura y, al disfrutar de esta relación que aseguraba las respuestas por parte del Padre, el gozo de ellos se vería cumplido. ¡Privilegio inmenso poder dirigirse a Dios como Padre, presentándose en el nombre de su Hijo! Si poseemos tal privilegio es porque este Hijo, objeto del amor del Padre, hizo posible que seamos amados con el mismo amor con que lo fue él, recibidos por el Padre como a él mismo, en virtud de la obra perfecta que nos colocó en semejante relación.

El Señor dice luego a los discípulos que les había hablado en alegorías, pero que la hora llegaría cuando les hablaría abiertamente del Padre. Siempre alude al momento en que, al triunfar sobre la muerte, los colocaría en un estado nuevo en el cual serían enseñados abiertamente y comprenderían todo lo que les estaba oculto antes de su muerte. “En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios” (v. 26-27). El Señor no será intermediario entre el Padre y sus discípulos; siendo amados por el Padre, como lo es el Hijo, y habiendo amado al Hijo, se dirigirán directamente al Padre en su nombre. Los creyentes no tienen necesidad de un mediador entre Dios y ellos, puesto que han sido llevados a él merced al valor que tiene la obra del Hijo para su Padre. En la cruz, el Señor fue mediador entre Dios y los hombres, porque nadie puede, en sus pecados, acercarse a Dios y vivir. El Salvador se colocó entre Dios y el pecador; cargó con los pecados de este y los expió; desde entonces, el pecador creyente puede acercarse a Dios, a quien conoce como Padre.

El Señor dijo a sus discípulos que ellos habían creído que él había venido de Dios. Ello es verdad, y en el versículo precedente vemos que Dios les confirma este hecho. Pero tendrían que haber sabido que él había venido del Padre, y que le revelaba. Reconocer que Jesús había venido de Dios era recibirle como Mesías, porque el Mesías no venía de Dios como Padre, sino de él como Dios. El Señor también les dice la verdad que caracterizaba su posición: “Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre” (v. 28). Había venido del Padre, a quien había revelado, y después de haber cumplido la obra por la cual colocaba en su misma relación a los que le habían recibido, volvía al Padre. Aquellos que le habían recibido saldrían ganando con su partida, pues serían instruidos, dirigidos y regocijados por la presencia y la acción del Espíritu Santo.

Los discípulos creían comprender lo que Jesús les decía, pero no lo podían hacer entonces. Ellos dicen: “Ahora entendemos que sabes todas las cosas, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios” (v. 29-30). Uno hubiera podido esperar que dijesen: «Creemos que has venido del Padre», pero para eso tendrían que haber sido trasladados al terreno de la resurrección, con una capacidad nueva. “Jesús les respondió: ¿Ahora creéis? He aquí la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (v. 31-32). La fe que los discípulos creían tener no les daría la fuerza para seguir al Señor en la hora que se acercaba. Esa misma noche iban a ser dispersados; iban a dejar al Señor solo, el único capaz de sostener el combate que permitiría colocar a los suyos al otro lado de la muerte, en el terreno de la redención, consigo mismo ya resucitado. Pero el Padre estaría con él.

En el último versículo el Señor, por así decirlo, se despide de sus discípulos:

Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo (v. 33).

Jesús dejaba a los suyos en este mundo enemigo, hostil a Dios, turbado, agitado, donde ellos solo podían tener la paz en el Señor recordando todo lo que él les había dicho. En todas estas enseñanzas del Señor, previas a su partida, se ve con qué solicitud les advirtió sobre lo que sucedería, para que no se sorprendiesen de nada. En el capítulo 13:19, lo hizo para que creyeran que era en realidad la persona del Hijo de Dios la que había estado con ellos. En el capítulo 15:11, es para que el gozo de ellos fuera cumplido. En el versículo 1 de nuestro capítulo, para que no fueran escandalizados. En el versículo 4, para que recordaran que les había dicho estas cosas. Por último, en el versículo 33, para que tuvieran la paz. De parte del mundo solo podrían esperar tribulación y cosas propias para hacerles retroceder; pero este mundo, por espantoso que parezca, está vencido. “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. Solo se puede tener paz en Aquel que venció al mundo al atravesarlo como hombre del cielo. Él permaneció apartado de todo lo que caracterizaba a ese mundo, sin dejarse influenciar nunca por ninguno de sus principios. Pudo decir: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí”. El cristiano obtiene la victoria, no al combatir al mundo, sino al huir del mal. Solo Jesús podía andar cual vencedor de este mundo, al manifestar siempre sus propios caracteres de hombre celestial, obediente. Como estamos colocados en la misma posición que él, con la misma vida, podemos seguirle en el camino que nos ha trazado y, como él, conseguir la victoria. ¿Acaso no dijo: “Confiad, yo he vencido al mundo”? El apóstol Juan dice en su primera epístola (cap. 5:4-5): “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. El mundo ha quedado tal como era cuando el Señor lo dejó; no ha cambiado para nosotros. Tengámoslo presente, a fin de apreciar los recursos puestos a nuestra disposición para atravesarlo como él lo hizo.

Los discursos dirigidos por el Señor a sus discípulos en vista de su partida terminan en este capítulo. Les dijo todo lo que ellos podían sobrellevar antes de recibir el Espíritu Santo. El capítulo 17 nos presenta la sublime oración que el Señor dirige a su Padre, para encomendarle a aquellos que habían recibido sus palabras y creído que él le había enviado.