Capítulo 2
Las bodas de Caná
En el primer capítulo vimos dos días simbólicos: el primero representa el tiempo actual, en el cual los creyentes siguen a Cristo después de su rechazo, desde que Juan el Bautista lo presentó hasta que reanude sus relaciones con Israel; en el segundo vemos el llamado al remanente judío en la persona de Natanael que reconoce a Jesús como el Hijo de Dios, el Rey de Israel. Para completar el cuadro simbólico de lo que sucede desde Juan el Bautista hasta el establecimiento del reinado de Cristo, hacía falta un tercer día, el cual nuestro capítulo presenta por medio de las bodas de Caná, símbolo del establecimiento del reinado de Cristo desde el punto de vista del gozo que caracteriza al reinado milenario.
“Al tercer día se hicieron unas bodas en Caná de Galilea; y estaba allí la madre de Jesús. Y fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos. Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora. Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que os dijere” (v. 1-5).
Este relato nos muestra cómo el Espíritu Santo se sirve de un hecho histórico para expresar el pensamiento de Dios. Cuando se habla de bodas, uno espera una descripción de los novios, del menú y de la alegría que reinaba en la fiesta. Aquí no aparece nada de eso. Dos hechos capitales caracterizan este relato: el vino se acabó y el Señor dio uno mejor. La enseñanza divina no es difícil de encontrar si se recuerda que, en la Palabra, el vino es símbolo de lo que produce alegría, ya sea para Dios o para los hombres (véase Jueces 9:13).
El Señor y sus discípulos fueron invitados a estas bodas. Su madre también estaba allí, simbolizando a Israel, de quien vino el Cristo (Romanos 9:5). El conjunto de estas personas representa a aquellos que, estando en medio de los judíos y habiendo recibido al Señor como Mesías, esperaban verle establecer su reinado. En el estado en el cual se encontraba el pueblo, el vino faltaba; no había gozo en Israel. Para que el gozo se produzca, es necesario que todo esté en relación con el pensamiento de Dios; así él podrá hacer gozar de su presencia y de sus beneficios. El gozo reinó antiguamente en Israel, cuando hubo ciertas liberaciones y manifestaciones de la gracia de Dios, muy particularmente durante el hermoso reinado de Salomón. Pero pronto todo se estropeó debido a la infidelidad del pueblo, y el gozo desapareció, es decir, el vino faltó. Este gozo no podía subsistir ni para Dios ni para los hombres, porque dependía de la obediencia del primer hombre.
Para que Israel gozara de una plena bendición, era necesario que el Mesías prometido viniese. Precisamente estaba allí, y los que le rodeaban, los que le habían recibido, pensaban que iba a dar la bendición y el gozo de los cuales el pueblo carecía totalmente. Por eso la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”. En lugar de disponerse a darlo, Jesús le responde: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora” (v. 4). Para que las bendiciones traídas por Cristo pudieran cumplirse respecto a su pueblo terrenal –lo que tendrá lugar en el reinado milenario– era necesario que él muriera. Es lo que Jesús dice a su madre: “Aún no ha venido mi hora”. La expresión: “mi hora”, que se encuentra a menudo en este evangelio, designa su muerte (cap. 7:30; 8:20; 12:23, 27; 13:1). Es como si Jesús dijera a su madre: ¿Por qué me pides que dé gozo al pueblo cuando aún no he cumplido la obra en virtud de la cual podré hacerlo? En el estado de pecado en que se hallaba el pueblo, esto no era posible. Era necesaria la muerte de Cristo para poner fin al hombre en Adán y arreglar la cuestión del pecado según las exigencias de la justicia de Dios, para que Dios pudiese cumplir sus designios sobre la base de la gracia, fuese para con los judíos, fuese para con todos los hombres. La madre de Jesús, teniendo confianza en él, dice a los siervos: “Haced todo lo que os dijere”. Hacer lo que el Señor dice es el único principio de bendición en todas las circunstancias, aun cuando, como su madre, no se comprenda el alcance de sus palabras.
“Y estaban allí seis tinajas de piedra para agua, conforme al rito de la purificación de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres cántaros. Jesús les dijo: Llenad estas tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: Sacad ahora, y llevadlo al maestresala” (v. 6-8).
Para disfrutar de las bendiciones prometidas, la muerte de Cristo no basta. Una obra profunda de arrepentimiento y purificación se cumplirá en el pueblo gracias a un trabajo de conciencia, producido por las circunstancias terribles por las que atravesará en los últimos días. Entonces mirarán al que traspasaron, “y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito” (Zacarías 12:10-14). Habrán de juzgar toda su idolatría pasada, como también el haber rechazado a su Mesías. Después de eso se realizará lo que dice Sofonías (cap. 3:14-17) y muchas otras profecías. “Canta, oh hija de Sion; da voces de júbilo, oh Israel; gózate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén… Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos”. Lo que los profetas habían anunciado, lo que la madre de Jesús y sus discípulos también deseaban, no podía tener lugar sin un profundo trabajo de arrepentimiento. Y este trabajo estaba muy lejos de cumplirse en los orgullosos judíos, llenos de su propia justicia y de odio hacia el Señor. Semejantes a receptáculos de piedra en su endurecimiento, estaban vacíos de esta agua moral de la purificación y del arrepentimiento. Era preciso que, por la aflicción y el sufrimiento, llegasen a estar llenos de ella hasta arriba. Cuando ello ocurra, entonces su miseria se cambiará en gozo por la venida del Señor. El agua se convertirá en vino, un vino mucho mejor que el primero.
El mayordomo se asombra al saber que este buen vino no había sido servido al principio. Como muchos, no comprende que, en sus caminos perfectamente sabios, Dios comienza por dejar al hombre ante su propia responsabilidad para que experimente su incapacidad de producir lo que atraería sobre él la bendición de Dios. Hecha esta experiencia, Dios aparece y, sobre la base de la gracia, en virtud de la muerte de Cristo, da lo que es mejor y lo que permanece por la eternidad.
El hombre obra de otra manera; sirve el buen vino al comienzo. Procura disfrutar en primer lugar de todo lo que la naturaleza o el mundo le ofrece: juventud, salud, familia; pero nada se mantiene en esta creación en la que el pecado ha estropeado todo. Lo que es de menor categoría viene luego y, por último, la muerte. Solo lo que es de Dios, una nueva creación, puede mantenerse en su eterno frescor.
Gracias a Dios que ha guardado el buen vino para el final, figura del gozo ofrecido a cada uno por el Evangelio hoy día. Israel gozará de ello en el reinado de Cristo.
Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él (v. 11).
La gloria del Señor consiste en que, aquí, él es el autor de la bendición y del gozo milenario. Cuando le vieron, sus discípulos creyeron en él, como también lo hará el remanente judío cuando vea al Señor.
Este tercer día nos presenta, pues, la introducción del gozo que será la porción del pueblo judío en el milenio, en virtud de la muerte y, por consiguiente, de la resurrección de Cristo. Es llamado el “tercer día” en lugar de “siguiente día” como los días precedentes, estando en ello implícita la resurrección del Señor. El término “tercer día” a menudo designa este día tan importante (v. 19; Marcos 9:31; Lucas 9:22; 24:21).
Después de esta escena el Señor descendió a Capernaum con su madre, sus hermanos y sus discípulos, figura del pueblo reunido en torno a él tras la manifestación de su gloria.
La purificación del Templo
“Estaba cerca la pascua de los judíos; y subió Jesús a Jerusalén” (v. 13). Aquí haremos constar, para no volver sobre ello, que en este evangelio las fiestas son llamadas “fiestas de los judíos” (cap. 5:1; 6:4; 7:2), salvo la última pascua (cap. 13:1), porque esta coincide con la muerte de Jesús, antitipo1 de esta fiesta. Originalmente, tales fiestas eran “solemnidades” a Jehová, pero habían perdido su carácter porque Jehová, presente en medio del pueblo en la persona de Jesús, había sido rechazado. Se celebraba, pues, simplemente una fiesta de los judíos.
Jesús halló el templo obstruido por los animales y por aquellos que los vendían a los judíos venidos de lejos para celebrar la fiesta. Volcó las mesas de los que cambiaban las monedas y ordenó a los vendedores de palomas retirar esos pájaros: “No hagáis” –dijo– “de la casa de mi Padre casa de mercado” (v. 14-16). Esta purificación del templo es figura de la que el Señor efectuará en su venida en gloria. Por ello en este evangelio tienen lugar después de las bodas de Caná, las que prefiguran el establecimiento del milenio. En su venida gloriosa, cuando traiga el gozo al remanente que padece, el Señor encontrará el templo manchado por la idolatría de los apóstatas, y lo purificará para que llegue a ser, no solo el santo lugar del culto ofrecido a Jehová, sino, como dice Isaías 56:6-7: “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos”.
Los otros evangelios relatan la purificación del templo después de la entrada triunfal del Señor en Jerusalén (Mateo 21; Marcos 11; Lucas 19). En Juan, el Espíritu de Dios no presenta a Jesús al pueblo para ser recibido como Mesías, sino que muestra, en los dos primeros capítulos, un cuadro simbólico de lo que él cumplirá en la tierra desde su presentación por Juan el Bautista hasta el establecimiento de su reinado. Por lo tanto, este cuadro termina con toda naturalidad con la purificación del templo, la cual tendrá lugar al comienzo del reinado. Malaquías (cap. 3:1-2) muestra al Señor cuando llega repentinamente a su templo, donde cumple sus juicios. Una vez más podemos admirar la belleza y la precisión de los escritos inspirados allí donde la razón humana no ve más que contradicciones.
Los discípulos, testigos de lo que Jesús hacía, se acordaron de las palabras del Salmo 69:9:
El celo de tu casa me consume (v. 17).
Se comprende el efecto que producía en el Señor, tan ardorosamente dedicado a los intereses de su Padre, la profanación de este templo –al que reconocía como la casa de su Padre– por parte del pueblo que le honraba de labios, pero cuyo corazón estaba muy alejado de él (Isaías 29:13).
Atónitos por la autoridad del Señor, los judíos le dicen: “¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto? Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado –por Herodes– este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo” (v. 18-20). Jesús les da su muerte y su resurrección como señal para establecer con qué autoridad obraba de esa manera. Él, el verdadero templo de Dios, Aquel en quien Dios habitaba en medio de su pueblo, aunque llamara al templo “la casa de su Padre”. En este evangelio todo está en relación con la gloria de la persona divina de Jesús. Es él quien vuelve a levantar el templo, su cuerpo –al que los judíos creen haber destruido– pues resucita al tercer día. En el capítulo 10:17-18 deja su vida y la vuelve a tomar; tiene el poder de dejarla y el poder de volverla a tomar. Visto bajo la dependencia de Dios, es Dios quien lo resucita. Pedro dice en Hechos 2:32: “A este Jesús resucitó Dios”. Pero, visto en la gloria de su persona divina, es él quien resucita.
Esta escena, como la de las bodas de Caná, se funda en la muerte y la resurrección del Señor. “Por tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que había dicho esto; y creyeron la Escritura y la palabra que Jesús había dicho” (v. 22). Lo que el Señor decía tenía el mismo valor que las Escrituras que ellos poseían entonces. Los discípulos tienen plena fe en la persona de Jesús cuando ven su gloria manifestada en las dos escenas de este capítulo (v. 11, 22), las cuales presentan los dos lados del ejercicio de su poder, en bendición y en juicio, cuando venga a establecer su reino.
Los versículos 23-25 van más bien con el capítulo 3. Durante la fiesta, Jesús hizo milagros que no nos son relatados; al verlos, muchos creyeron en su Nombre, pero Jesús no se fiaba de ellos “porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre”. Por estas palabras queda afirmada la divinidad de Jesús. Él sabía lo que pasaba en los corazones de todos los que le rodeaban.
Estos milagros produjeron, en aquellos que habían sido testigos de ellos, cierta convicción, mas no la fe. El poder que Jesús manifestaba les daba la prueba de lo que él era, pero ellos se detuvieron en esta comprobación. Para tener la vida es necesario creer la Palabra. Los milagros, los acontecimientos sensacionales y las desgracias pueden producir impresiones, disponer el corazón para escuchar la Palabra de Dios. Pero si uno no cree, estos efectos son pasajeros y sin vida, cual simiente caída en lugares pedregosos y entre los espinos. Es probable que volvamos a encontrar esa clase de gente entre los discípulos del Señor que se apartaron de él, porque no podían recibir su palabra (cap. 6:66). El capítulo 6 de la epístola a los Hebreos menciona unas personas de esta categoría: habían estado bajo la acción del Espíritu, de la Palabra y de los milagros, sin tener fe. Uno puede engañar a los hombres, pero no a Dios.
- 1En la Palabra de Dios un tipo (o una figura) es una persona o un hecho que representa, en su totalidad o en parte, los caracteres de la persona o de la obra de Cristo muy particularmente, o de otras cosas que debían ser manifestadas más tarde. El antitipo es la persona o la cosa representada por el tipo. El Pentateuco provee el mayor número de ellos. La pascua y todos los sacrificios son tipos (o figuras) de Cristo y de su obra. Adán es un tipo de Cristo y Eva lo es de la Iglesia.