Juan

Juan 15

Capítulo15

La vid verdadera

“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (v. 1-3). Por medio de esta imagen de la vid, el Señor enseña a sus discípulos su nueva posición en la tierra. Hasta ahora habían formado parte del pueblo de Israel, a menudo comparado con una viña de la que Dios esperaba fruto. En el Salmo 80:8 está escrito: “Hiciste venir una vid de Egipto; echaste las naciones, y la plantaste” (véase también Isaías 5:1-4). Cuando Dios puso de lado a los gentiles, a causa de su idolatría, formó un pueblo al cual llamó fuera de Egipto y lo plantó en Canaán, en las circunstancias más favorables, para que produjera el fruto que él esperaba, el cual consistía en obedecer la ley dada por Moisés. Pero esta viña solo produjo uvas silvestres, frutos de la mala naturaleza del hombre pecador. Después de comprobar este resultado, los profetas anunciaron los juicios de Dios sobre el pueblo, los que finalmente fueron ejecutados cuarenta años después de la muerte del Señor. En la muerte de Cristo también fue realizado el juicio del hombre natural; allí Dios acabó con él en lo concerniente a su responsabilidad, y también con Israel según la carne. Desde entonces, Cristo lo reemplaza como vid de Dios en la tierra. Esto es lo que el Señor enseña a los discípulos cuando les dice que él es la verdadera vid y que, en lugar de ser vides plantadas en la tierra, ellos son pámpanos vinculados con la nueva vid, con Cristo mismo. Ellos están en él y podrán llevar fruto si permanecen vinculados a él de modo vital y práctico. El labrador, el Padre, se ocupará de los pámpanos, los limpiará para que lleven más fruto; en cuanto a los pámpanos que no lleven fruto, los quitará.

En todos estos pasajes se trata de la profesión cristiana. El que profesa el cristianismo, sea quien sea, es un pámpano; pero el que hace profesión de ello sin tener la vida de Dios, no puede llevar fruto, puesto que sin esta vida el hombre no produce nada bueno para Dios; será un pámpano que el labrador quitará. Si, por el contrario, lleva fruto –prueba de que tiene la vida– el Padre lo podará; lo hará pasar por la disciplina para liberarlo de lo que puede impedir que lleve aun más fruto. En el versículo 3, dirigiéndose a los discípulos, el Señor les dice: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”. No son de aquellos pámpanos que el Padre quitará, sino de los que cuidará, por cuanto están limpios. Por su Palabra, Jesús les había revelado al Padre; ellos lo habían recibido, y la Palabra les había colocado en una relación vital con Jesús.

Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer (v. 4-5).

Estas son las condiciones para que el pámpano lleve fruto. No basta ser un pámpano, es decir, tener el nombre de cristiano; es necesario llevar fruto. Para ello es preciso permanecer adheridos a la vid, a Cristo, vital y prácticamente: “Permaneced en mí, y yo en vosotros”, dice el Señor. Si el creyente permanece en Cristo, Cristo permanecerá en él, y el fruto se producirá con toda naturalidad. En el versículo 20 del capítulo 14, el Señor dice a los discípulos que, cuando haya venido el Espíritu Santo, ellos conocerán que están en él y él en ellos. Esto es lo que define su nueva posición; pero aquí se trata de la práctica, de la responsabilidad. Primeramente se trata de: “Permaneced en mí, y yo en vosotros”, será la consecuencia de ello. Para permanecer de modo práctico en Cristo, es necesario ocuparse en él, disfrutar de él, vivir de su vida, depender de él, imitarle; entonces lo que Cristo es será visto en nosotros; se producirán frutos que probarán la realidad de su vida en nosotros. Con el creyente sucede lo mismo que con el pámpano; por sí mismo no puede hacer nada; es una madera de poco valor; ligera, muy porosa, que arde rápidamente, sin tener otra propiedad que la de dejar pasar mucha savia, para producir mucho fruto. Ezequiel habla de ella en estos términos: “¿Tomarán de ella madera para hacer alguna obra? ¿Tomarán de ella una estaca para colgar en ella alguna cosa? He aquí, es puesta en el fuego para ser consumida; sus dos extremos consumió el fuego, y la parte de en medio se quemó” (cap. 15:3-4). ¡Fiel imagen de lo que vale el cristiano por sí mismo! Si no permanece adherido a la vid divina, no tiene ningún valor, no puede producir nada. Cuando el apóstol Pablo dice: “He trabajado más que todos ellos”, se apresura a agregar: “Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios 15:10). Por la gracia de Dios se mantenía firmemente adherido a Cristo, y el fruto se había producido. A menudo se encuentran personas deseosas de servir al Señor, que buscan y escogen primeramente qué obras podrían cumplir. Aunque bien intencionadas, invierten el orden establecido por Dios. Es preciso, ante todo, permanecer adherido a Cristo; como María, permanecer a sus pies, escuchar su palabra, e indefectiblemente el fruto se producirá, quizá no el que uno mismo escogería, sino el fruto que dimana de la vida de la vid, esto es, de Cristo. “Separados de mí nada podéis hacer”, dice el Señor.

Las exhortaciones de los versículos 4 y 5 se dirigen a los discípulos y a todos los que poseen la vida de Cristo. El versículo 6 habla de los que no la tienen: “El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden”. El Señor no dice: «si vosotros», sino: “el que”, es decir, cualquier persona que, haciendo profesión de cristiana, no permanezca adherida a Cristo y por lo tanto no lleve fruto, será tratada como el sarmiento seco y se quemará, como dice Ezequiel. Esto sucederá a todos los que sean dejados en la tierra, a pesar de haber profesado el cristianismo, cuando el Señor venga por su Iglesia. ¡He aquí una solemne verdad para los que no tienen la vida de Dios!

La oración

En estos versículos el Señor se dirige nuevamente a los discípulos: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos”. Los discípulos del Señor –y cada creyente es uno– no permanecen en él de modo inconsciente; gozan de él, se alimentan de su Palabra y realizan su dependencia mediante la oración. Como el creyente no tiene fuerza ni valor en sí mismo, debe depender continuamente de Aquel en quien se encuentran todos los recursos que necesita para llevar fruto. Nuestras peticiones solo pueden ser respondidas si conocemos los pensamientos del Señor respecto a lo que pedimos. Solo su Palabra, morando en nosotros, puede formar nuestros deseos. Si ella los inspira, podemos pedir lo que queramos, porque solo deseamos lo que es según la voluntad de Dios, con miras a su gloria y al cumplimiento de su servicio. Así obtendremos lo que hayamos pedido. Es importante retener esta enseñanza, porque en nuestros días muy a menudo se hace un uso completamente inadecuado de la oración. En vez de valerse de ella para la gloria de Dios, con la mira puesta en su testimonio y para servirle fielmente, se quiere, por medio de ella, obligar a Dios a conceder deseos que no están acordes con su Palabra. Ahora bien, Dios no puede ser siervo de nuestra voluntad. Es preciso conocer la suya para obtener lo que pedimos, lo cual solo es posible si vivimos muy cerca del Señor, alimentándonos de su Palabra. En este estado realizamos el juicio de nosotros mismos, examinamos nuestros deseos a su luz; nuestros motivos son depurados y pedimos lo que queremos, porque solo deseamos lo que Dios quiere.

En esta enseñanza del Señor se trata de peticiones con miras a llevar fruto para la gloria de Dios, como verdaderos discípulos de Aquel que llevó mucho fruto. En las circunstancias de la vida, a menudo es difícil conocer el pensamiento de Dios. ¿Se trata de una curación, o de una necesidad relacionada con nuestros asuntos materiales? Si no conocemos el pensamiento de Dios acerca de estos asuntos, los podemos poner ante él con completa sumisión a su voluntad, tal como lo leemos en Filipenses 4:6:

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.

Así dejamos a Dios el cuidado de obrar como bien le parezca. La certidumbre de su amor siempre activo a nuestro favor nos dará reposo, sabiendo que él hace trabajar todas las cosas para el bien de los que le aman. Nuestros corazones serán guardados en paz, en vez de la agitación que producen las circunstancias contrarias a nuestra voluntad, y esperaremos pacientemente que Dios intervenga cuando quiera y como le plazca. No olvidemos que la oración expresa la dependencia y no nuestra propia voluntad.

“Permaneced en mi amor”

“Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (v. 9-10). En los versículos anteriores el Señor exhorta a permanecer en él. Aquí exhorta a permanecer en su amor. Jesús había amado a los discípulos con el amor con que el Padre le había amado a él mismo, Hombre obediente que hacía siempre lo que agradaba al Padre. Para seguir gozando de este amor es necesario, como el Señor lo hacía, guardar los mandamientos de su Padre. Nada, ni por un instante, pudo interrumpir el goce de este amor entre el Padre y el Hijo obediente. Lo mismo ocurrirá entre nosotros y el Señor, mientras le obedezcamos. Toda su vida y sus palabras son para nosotros la expresión de su voluntad; es lo que constituye sus mandamientos. Jesús añade: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (v. 11). Si nada impedía al Señor permanecer en el amor del Padre, igualmente nada impedía que su gozo fuera perfecto. Este gozo también será nuestra porción; será perfecto, cumplido, en el disfrute de las mismas relaciones con Cristo que las que él tuvo con su Padre, como Hombre obediente. La porción del creyente en la tierra es maravillosa e infinita, puesto que es idéntica a la de Jesús cuando estaba en el mundo. Permaneciendo en él llevaremos fruto, tal como lo hizo él, para gloria de su Padre. Obedeciéndole gozaremos del amor del que él mismo gozaba al guardar los mandamientos de su Padre, y un gozo semejante al suyo tendrá lugar en nosotros. ¡Ojalá todos pudiéramos disfrutar constantemente de una porción tan rica, tan elevada! Así seríamos guardados de buscar cualquier satisfacción en el mundo que ha rechazado a Aquel en quien poseemos todo para nuestra felicidad presente y eterna.

El disfrute del amor no se realiza solamente entre el Señor y nosotros; también se debe manifestar en los unos para con los otros. “Este es mi mandamiento” –dice Jesús– “que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (v. 12-14). El amor mutuo no puede tener otro modelo y otra medida que el Señor mismo. La medida es grande. Puede llegar hasta la muerte. El mismo apóstol dice: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Juan 3:16). ¿Existe acaso testimonio de mayor amor, de renunciamiento más absoluto? ¡Tal es nuestro Modelo!

En medio del mundo, enemigo del Padre y del Hijo, el Señor había encontrado en algunos un oído atento; sus discípulos lo habían escuchado; los llama “sus amigos”. Por eso ellos debían responder a este título obrando con exacta conformidad a todos sus mandamientos. Jesús había mostrado que los tenía por amigos y no por esclavos, porque les había dicho en la intimidad todo lo que había oído de su Padre.

Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer (v. 15).

Los judíos estaban bajo la servidumbre de la ley. En cuanto a los discípulos, puesto que habían recibido la revelación del Padre, Jesús les daba el título de amigos. A un esclavo se le ordena lo que debe hacer; pero, si se hace amigo del hijo de la casa, este le revela todos sus pensamientos, le hace partícipe de sus proyectos, le inicia en todo lo que le produce gozo, le hace participar de sus riquezas, le pone al tanto de lo que su padre le dice. Fue lo que el Señor hizo de modo maravilloso. Dio a conocer lo que hasta entonces solo había sido conocido por él, y que era solo para él. Reveló que lo que el Padre era para él, como hombre en la tierra, lo era para ellos; les comunicó lo que había oído de parte del Padre. “Porque” –dice– “las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron” (cap. 17:8).

En todos estos discursos del Señor vemos que solo la obediencia permite gozar de todas las bendiciones propias de la posición en la que la gracia nos ha colocado. Amar al Señor es guardar sus mandamientos, es la vida. En consecuencia, él se manifestará a aquel que le ama, y este será amado por el Padre. Si guarda la Palabra, el Padre y el Hijo harán su morada con él (cap. 14). El que guarda sus mandamientos permanece en su amor, participa de su gozo, como también de su paz. El que le obedece es su amigo. Y si se añade a eso todo lo que el Espíritu Santo ha venido a revelar de la persona del Señor glorificado y de nuestra porción celestial, ¿qué más puede uno tener? Si disfrutásemos de todo eso, ello ya sería el cielo en la tierra, y el mundo no podría tentarnos con nada.

Los discípulos odiados por el mundo

El Señor también había escogido a sus discípulos para que cumplieran una obra de parte suya en el mundo, cuando él hubiera vuelto a su Padre. Les dice:

No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé. Esto os mando: Que os améis unos a otros (v. 16-17).

Los discípulos tenían una obra que cumplir en este mundo, en el cual encontrarían muchas dificultades y el odio de los hombres. Pero la certidumbre de que el Señor les había escogido, establecido y enviado les daría una preciosa y poderosa seguridad. Ellos no lo habían escogido para que les revelase al Padre, sino que la libre gracia de Dios en Cristo los había escogido a ellos para enviarles a buscar hombres en un medio hostil a Dios, dándoles a conocer la gracia que ellos habían recibido. Estos hombres salvados serían el fruto que permanecerá eternamente. Para cumplir este servicio, necesitarían recursos divinos. Los encontrarían dirigiéndose al Padre en el nombre del Hijo, ya que era el Hijo quien los había escogido y enviado a fin de llevar fruto para gloria del Padre. No podrían contar con la amistad del mundo; por eso debían amarse mutuamente, como el Señor les manda hacerlo en el versículo 17. En la tierra no se puede encontrar el verdadero amor, salvo el de los creyentes, porque este amor viene de Dios. El disfrute del amor del Padre y del Hijo y del amor de los unos para con los otros constituye un privilegio inapreciable en medio de un mundo enemigo de Dios y de todo lo que viene de él. Ojalá disfrutásemos de ello más abundantemente, para no buscar la amistad del mundo, opuesto al Padre. “La amistad del mundo es enemistad contra Dios” (Santiago 4:4).

La medida del amor del mundo hacia los creyentes es dada por los sentimientos de aquel hacia Cristo: el odio. “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado” (v. 18-21). Es motivo de ánimo y un honor ser, como Cristo, objetos del odio del mundo. Uno puede entonces, como Moisés, tener “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:26). Ser odiado por el mundo a causa del nombre de Cristo prueba que uno no es del mundo; esto también es una gloria. ¿Quién quisiera ser del mundo, enemigo de Cristo, sobre el cual los juicios van a caer, cuando se tiene como porción al Señor y todos los goces de su comunión? La oposición del mundo y su odio hacia los hijos de Dios vienen porque ellos conocen que el Padre ha enviado al Hijo, conocimiento que les pone en un lugar aparte. El mundo todavía quiere oír hablar de Dios, pero solo si no se insiste demasiado en su justicia y su santidad; sin embargo se opone a que se mencione a Dios manifestado en Cristo, el Padre, Dios de gracia, porque la gracia humilla al hombre natural; lo juzga. El hombre pretende tener una relación con Dios y puede servirse de ella; es la relación de una criatura que ha fallado en su responsabilidad; pero esto no le preocupa mucho, y cuando Dios le ofrece su gracia, esta le produce mucho desagrado y le hace poner de manifiesto su enemistad. La relación de Dios como Padre no existe más que con sus hijos; por eso el mundo no los conoce ni los ama.

Los discípulos y otros creyentes han sentido el odio del mundo más que nosotros hoy en día. Si presentásemos más fielmente los caracteres del Señor, sentiríamos el odio del mundo en mayor medida. Sabemos que el mundo odia a Dios el Padre y a Cristo; eso debe bastarnos para apartarnos de todo lo que lleva los caracteres del mundo.

El porqué del pecado del mundo

Hasta la venida de Jesús a la tierra, sabemos que Dios había procurado obtener, por todos los medios posibles, algún bien del hombre antes de ponerle de lado como irremediablemente malo. Esperó cuatro mil años. La presentación de Jesús al pueblo judío constituía la última prueba a la que el mundo fue sometido; al rechazarle, establecía plenamente su irremediable estado de pecado. Desde entonces todo terminó entre Dios y el hombre natural junto al mundo culpable de la muerte de su Hijo. El Señor puede decir: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado. El que me aborrece a mí, también a mi Padre aborrece. Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre. Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley: Sin causa me aborrecieron” (v. 22-25). “No tendrían pecado”, esto no quiere decir que no había habido pecado entre los judíos y en el mundo hasta entonces, sino que el estado de pecado irremediable no hubiera sido comprobado y consumado si el Señor no hubiese venido para cumplir todo lo que hubiera podido hacer vibrar aún la menor huella de bondad en el corazón del hombre, si hubiese habido alguna. En lugar de eso, Jesús fue rechazado y ajusticiado como cualquier malhechor. El Señor no exigía el cumplimiento de la ley, como lo hacían los profetas; al presentar a Dios como Padre, al Dios que perdona, traía la gracia. Pablo dice que “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo mismo al mundo, no imputando a los hombres sus transgresiones” (2 Corintios 5:19, V. M.). Ya que la presentación de Dios en gracia, después de la prueba de la ley, no pudo tocar el corazón del hombre, sino que, al contrario, hizo que su odio contra Dios se manifestase más, ya no había nada más que esperar ni nada más que hacer. Ya no tenían pretexto para su pecado, dice el Señor. No podían alegar que Dios traía sobre ellos un juicio precipitado sin haber agotado todos los medios para obtener lo que deseaba. Las obras que ningún otro había hecho, el Señor las hizo. Los hombres las vieron, pero no produjeron otro efecto que el odio mortal. Se cumplió lo dicho de ellos en el Salmo 35:19: “Los que me aborrecen sin causa”. Su carácter propio es, pues, el odio, el que les ha hecho insoportables. No queda más que someterlos a juicio.

Lo que Jesús llama “el mundo”, eran los judíos; por medio de ellos Dios hizo la prueba de lo que es el hombre. Cuando el paganismo se hubo introducido en el mundo, Dios tomó a Israel como muestra de la raza humana, para hacer la prueba de lo que valía. Como principio, el mundo es un sistema en el cual Dios, revelado en Cristo, ha sido y sigue siendo rechazado, aun cuando en él se practica exteriormente una determinada religión de Dios, como es el caso de los judíos y de la gran masa de la cristiandad. Hoy en día el mundo lleva el nombre de cristiano, con las formas de la piedad, pero ha negado su eficacia, como nos lo dice Pablo en 2 Timoteo 3:5.

Doble testimonio rendido a Cristo

“Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio”. El mundo, habiendo rechazado al Hijo de Dios, podía creer que había acabado con él. Ni pensarlo, porque Jesús, al subir al cielo y ser coronado de gloria y honra por su Dios y Padre, iba a enviar al Espíritu Santo, el cual daría testimonio de él, hombre glorificado. Luego los discípulos también darían testimonio de Cristo; primero, tal como le habían visto en la tierra, como la perfecta manifestación de Dios Padre, que el mundo no ha querido reconocer. También darían testimonio de su resurrección y afirmarían que Aquel a quien los hombres habían crucificado, Dios le había resucitado de entre los muertos y le había hecho sentar a su diestra. El libro de los Hechos de los apóstoles relata este doble testimonio. Cuando los apóstoles escogieron al remplazo de Judas, quisieron que este fuera alguien que hubiese estado con ellos durante todo el tiempo en que Jesús entraba y salía en medio de ellos, y que hubiese sido testigo de su resurrección (Hechos 1:21-22). En el capítulo 5 del mismo libro (v. 32), Pedro dice en presencia del sanedrín: “Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen”.

En los versículos que nos ocupan, es el Señor quien envía al Espíritu Santo. Le llama “el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre”; por cuanto Jesús había venido del Padre, vendría un testimonio caracterizado por la verdad de lo que es el Hijo glorificado. En el capítulo 16:7, también es Jesús quien envía al Espíritu Santo, el Consolador, para bendición de los suyos. En el capítulo 14 es el Padre quien le envía en respuesta a la oración de Jesús, para que consuele a los suyos y les haga conocer su relación con él (v. 20).