Juan

Juan 19

Capítulo 19

Pilato hace azotar a Jesús

Pilato, pese a reconocer plenamente la inocencia de Jesús, le hizo azotar. Entregado a la brutalidad de los soldados romanos, el Señor llegó a ser el objeto de sus burlas. Entretejieron una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza y lo vistieron, en son de mofa, con un manto de púrpura, insignia de la realeza. Jesús recibió el homenaje irónico de los soldados, acompañado de bofetadas. ¿Acaso Pilato creía satisfacer el odio de los judíos entregando a Jesús a semejantes ultrajes? Es una suposición plausible, pero el intento fracasó. Este acto también era necesario para que los gentiles tuvieran su parte de culpabilidad en la muerte de Cristo.

En ese momento este adorable Salvador soportaba muy particularmente lo que el autor de la epístola a los Hebreos llama “tal contradicción de pecadores contra sí mismo” (Hebreos 12:3). Todo estaba en contradicción con la naturaleza y los atributos de esta gloriosa persona. Consagrado Rey de Sion por Dios mismo, fue coronado de espinas y vestido con un manto de púrpura por unos paganos. Aquel delante de quien toda rodilla se doblará recibió bofetadas y el homenaje burlón de seres creados por él, ignorantes y envilecidos. El juez de vivos y muertos era el acusado que comparecía ante pecadores que le condenarían. En efecto, como dice el apóstol, podemos considerar “a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo”, para no desanimarnos cuando experimentemos alguna pena en el camino que el Salvador rechazado nos ha trazado.

Entonces Pilato salió otra vez, y les dijo: Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él. Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre! (v. 4-5).

El aspecto de Jesús, que había sufrido el suplicio del látigo, cuya frente sangraba bajo la corona de espinas, no conmovió el corazón de los judíos más que la declaración de Pilato cuando, por tercera vez, les dijo que no encontraba ningún delito en él. Pilato se los presentó diciendo: “¡He aquí el hombre!”. En el versículo 29 del capítulo precedente les había preguntado qué acusación formulaban contra este hombre. Ellos contestaron: “Si este (hombre) no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado”. Este adorable Salvador estaba en manos de ellos como hombre, pero odiado por todos, cargado de desprecio. Por gracia era hombre, hecho inferior a los ángeles a causa de la pasión de la muerte, hombre según los consejos de Dios, quien iba a representar, ante el juicio divino, al hombre perdido, culpable, manchado; iba a morir en la cruz para poner fin al hombre en Adán y colocarle nuevamente en la presencia de Dios mediante su resurrección y su exaltación. Ahora vemos en el cielo al Hijo del Hombre coronado de gloria y de honra, en respuesta a la pregunta: “¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites?” (Hebreos 2:5-9). “Cuando le vieron los principales sacerdotes y los alguaciles, dieron voces, diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilato les dijo: Tomadle vosotros, y crucificadle; porque yo no hallo delito en él. Los judíos le respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios” (v. 6-7). Por un momento, Pilato retrocede ante la responsabilidad de condenar a Jesús. Les ofrece, pues, que lo hagan ellos mismos, ya que él no encontraba crimen alguno en el Señor. Los judíos no aceptaron esta oferta, no porque temiesen matar a alguien, sino porque Dios quería que las naciones y los hijos de Israel cumpliesen cuanto su mano y su “consejo habían antes determinado que sucediera”, como Pedro lo dice a los judíos en Hechos 4:27-28.

La condenación de Jesús por Pilato

Los judíos hacen valer un nuevo argumento para matar a Jesús, a saber, que él se ha hecho Hijo de Dios. “Cuando Pilato oyó decir esto, tuvo más miedo. Y entró otra vez en el pretorio, y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Mas Jesús no le dio respuesta” (v. 8-9). La confusión de Pilato creció al oír esta nueva acusación, porque para él ya no se trataba solamente de pretensión a la realeza, sino a la divinidad. Sea porque su conciencia se conmovía por lo que veía y oía de Jesús, o debido a su superstición de pagano si en verdad se encontrase ante una divinidad, lo cierto es que Pilato sintió terror. ¿Se atrevería a levantarse contra semejante persona? Para obtener claridad al respecto, interrogó a Jesús sobre su origen. ¿De dónde viene un hombre semejante que se dice Hijo de Dios? Jesús no le contesta. Ya había declarado que no era culpable; ello bastaba. Pilato le dice:

¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte? Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene (v. 10-11).

Ante el silencio de Jesús, Pilato se siente alcanzado en su dignidad de magistrado y cree hacer valer su autoridad. La noble respuesta del Señor hizo vacilar, como parece, la seguridad que Pilato tenía en sí mismo, ya que ella revelaba la superioridad del acusado. Pilato debió preguntarse si no tenía ante sí un personaje relacionado con el poder divino, sin el cual él mismo no tendría ningún poder. Como era un representante inconsciente de la autoridad que Dios había confiado a los gentiles, Pilato creía poder emplearla a su antojo. En este caso en particular, aquel sobre quien se imaginaba tener poder, estaba ante él voluntariamente, y Pilato iba a servirse de su supuesta autoridad para condenarle, porque en el pensamiento de Dios tenía que ser él, y no los judíos, quien decretase en último término su sentencia de muerte, sentencia inicua, incalificable. Sin embargo Judas, quien había entregado a Jesús, había pecado más gravemente que el juez pagano. Su responsabilidad estaba en relación con los privilegios de los cuales había gozado, puesto que acababa de pasar unos cuatro años junto al Señor.

Bajo la impresión de la calma respuesta de Jesús, Pilato procura soltarle; pero, en cuanto los judíos se dan cuenta de ello, interponen un argumento que seguramente debía obrar en el representante de César: “Si a este sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone”. Oyendo estas palabras, Pilato hizo salir a Jesús, subió a su tribunal y dijo a los judíos: “¡He aquí vuestro Rey! Pero ellos gritaron: ¡Fuera, fuera, crucifícale! Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César. Así que entonces lo entregó a ellos para que fuese crucificado” (v. 12-16). La verdad no había hecho la suficiente mella en Pilato, y sin querer este llegó a ser el agente del odio de los judíos. No quería desagradarles y aun menos parecer infiel a César. En cuanto a su responsabilidad delante de Dios, no le preocupaba en lo más mínimo; la ignoraba. Sin embargo, sabía que los romanos no condenaban a un hombre que fuese reconocido inocente. Al ceder ante los judíos, cumplió el acto más horrible y más injusto de la historia de la humanidad.

Se ve cómo el odio de los judíos les hizo aumentar sus esfuerzos de hora en hora. Cada vez que Pilato intentaba liberar a Jesús, ellos se alzaban con mayor violencia contra él. En el capítulo 18:40 dice que todos ellos dieron voces. En el versículo 6 de nuestro capítulo, dicen: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”, y en el versículo 15: “¡Fuera, fuera, crucifícale!”. Para ellos el desenlace tardaba demasiado; tenían prisa, porque era la preparación del sábado, llamado grande en el versículo 31. En su ceguera, ellos deseaban celebrarlo a sus anchas. La vacilación de Pilato en cuanto a crucificar a Jesús provocó, de parte de los jefes religiosos, la ruptura final entre Dios y el pueblo, pues gritaron: “No tenemos más rey que César”. Desde esta hora la apostasía estaba consumada. Jesús sería crucificado y el pueblo rechazado por Dios. Cuarenta años más tarde, el rey que habían escogido destruyó a Jerusalén, exterminó una parte del pueblo y llevó el resto al cautiverio.

La crucifixión

“Y él (Jesús), cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, y en hebreo, Gólgota; y allí le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (v. 17-18). Esta parte de la dolorosa escena colocada ante nosotros, apropiada para hacer vibrar las fibras más profundas de nuestros corazones, es presentada por el Espíritu Santo de una manera digna del Hijo de Dios. Ninguna señal de debilidad; ninguna necesidad de obligar a un hombre para que lleve su cruz. Aquel ante cuya voz la asesina tropa cayó en tierra y se volvió a levantar, aquel que se dejó llevar por ella, cumpliría hasta el fin la obra que había emprendido con una fuerza y una serenidad divinas, aunque sintiendo profundamente todos los dolores de semejante hora. El Hijo de Dios fue crucificado entre “otros dos”. Aquí no se dice que eran salteadores o malhechores. En presencia del inaudito crimen cometido por los judíos y la humanidad entera, todos los hombres, ante el Hijo de Dios, quedan a un mismo nivel. Son “otros dos”, dos de esos hombres que forman parte de un mundo juzgado. Su crimen, aunque juzgado con justicia, palidece ante el que cometían sus jueces. Para los hombres, Jesús estaba colocado en el mismo rango. Era “el hombre” que Pilato les había presentado. Estaba en medio de pecadores que merecían la muerte. Vino a tomar este sitio en gracia para que, una vez cumplida su obra, se encuentre en medio de hombres salvados a quienes no se avergonzará de llamar sus hermanos. Esto fue precisamente lo que Jesús resucitado hizo tres días después: “Vino Jesús, y puesto en medio…” (cap. 20:19).

La causa de la condenación de los crucificados estaba inscrita sobre su cruz. Pilato no dejó de hacerlo con Jesús; pero, guiado por una mano invisible, lo hizo dando testimonio de lo que Jesús era y, al mismo tiempo, de la culpabilidad de los judíos. “Escribió también Pilato un título, que puso sobre la cruz, el cual decía: Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Y muchos de los judíos leyeron este título; porque el lugar donde Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad, y el título estaba escrito en hebreo, en griego y en latín” (v. 19-20). Descontento, sin duda, por haber cedido a la voluntad de los judíos, Pilato procuró humillarles publicando en las tres lenguas importantes de la época que ellos habían puesto a su rey en el rango de los malhechores. Los jefes de los judíos protestaron y pidieron a Pilato que modificara la inscripción:

No escribas: Rey de los judíos; sino, que él dijo: Soy Rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo que he escrito, he escrito (v. 21-22).

La poca conciencia que podía subsistir en los judíos, pero a la que habían ahogado con su odio, quedaba cegada por el letrero que testificaba acerca de su culpabilidad. Por eso querían hacerlo desaparecer; pero tropezaron con la voluntad de Pilato, quien, si bien había cedido en cuanto a crucificar a Jesús, lo había hecho para cumplir, inconscientemente sin duda, los designios de Dios. En este caso no se preocupó más por el deseo de ellos.

Un día el remanente judío, después de pasar por terribles sufrimientos, reconocerá lo que significaba la inscripción de Pilato. Como Natanael, dirá: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?”. Deberá reconocer que aquel que les trae la liberación fue el despreciado y el rechazado de los hombres; que fue el nazareo, aquel que fue “apartado de entre sus hermanos” (Génesis 49:26). Así como todos pudieron leer en el letrero lo que Jesús era, igualmente todos le verán cuando venga en las nubes: “Todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él” (Apocalipsis 1:7). “Los reyes cerrarán ante él la boca” (Isaías 52:15).

Cada protagonista de esta escena cumple, sin saberlo, lo que las Escrituras habían dicho. “Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, e hicieron cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí: No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será. Esto fue para que se cumpliese la Escritura, que dice: Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes (Salmo 22:18). Y así lo hicieron los soldados” (v. 23-24). Un rasgo característico de nuestro evangelio es que es el único que relata estos detalles sobre la túnica de Jesús. No había ninguna división, ningún defecto en la manifestación de las perfecciones de Jesús, en todo su andar y en todo su servicio. En las Escrituras, la túnica es emblema de la profesión.

En todo este relato vemos a Jesús ofreciéndose a Dios sin mancha, con todas las perfecciones que solo Dios puede apreciar; nosotros solo discernimos de ellas lo exterior. Se ofrece a sí mismo, no opone ninguna resistencia. Es la oveja muda, el cordero que va al matadero. Se le da bofetadas, se le hace salir, se le hace entrar; se le viste, se le desviste, se le corona de espinas; así aparece ante sus criaturas y lleva su cruz; deja que le hagan todo esto por amor a su Dios y Padre; se ofrece a él, mientras nosotros, miserables pecadores que formamos parte de esos otros que habían merecido la muerte, disfrutamos los resultados eternos y gloriosos de todo ello. “Cristo… se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2).

Jesús y su madre

Después de haber visto desfilar en esta escena todos los rasgos del odio y de la injusticia de los hombres, la traición de Judas, el abandono de todos, el poder de la maldad de los judíos para obligar a Pilato a ceder ante su voluntad rencorosa, la indiferencia y la injusticia de Pilato mismo, uno encuentra alivio al hallar cerca de la cruz a algunas mujeres con corazones destrozados por el sufrimiento, en el silencio del aislamiento en medio de esta escena a la cual eran extrañas, pero con una perfecta simpatía y ferviente amor por aquel que era objeto del odio del mundo. “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena” (v. 25). Hay algo de íntimo y humano en la manera en que el apóstol habla de María. Se refiere a ella como: “su madre”. El Hijo de Dios tenía una madre; ella asistía, impotente, al suplicio de su divino Hijo. ¿Qué pasaba en su corazón? Jesús lo sabía. Las otras mujeres también amaban al Señor y perseveraban en su amor; se mantenían firmes en medio de la tempestad impotente para separarlas de Jesús, al igual que el discípulo al que Jesús amaba. Solo el Señor podía apreciar el valor de esas presencias en un momento como ese. Las horas de tinieblas han pasado. Juan no las menciona. El rostro de Dios brilla nuevamente sobre la santa víctima, su Hijo amado; pero ni la grandeza de la obra que acababa de cumplir, ni la conciencia de su perfecta divinidad podían atenuar los sentimientos humanos del Señor. “Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (v. 26-27). El Hijo de Dios, hombre, iba a dejar este mundo; pensó en su madre, sin duda viuda, porque ya no se oye hablar de José; sabía lo que precisaría el corazón de esta madre, en su dolor y soledad en medio de un mundo enemigo de su hijo y del cual ella nada podía esperar. Jesús también conocía el corazón del discípulo a quien amaba. Juan, por su parte, muestra su amor hacia su Señor al seguirle y unirse a estas santas mujeres en torno a la cruz. Jesús encomendó su madre a él; el común objeto de ambos les uniría en santo afecto.

Si bien Jesús dijo un día a su madre: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora” (cap. 2:4), no fue por falta de amor hacia ella, sino por fidelidad a su Dios. Los lazos naturales humanos no debían intervenir en el cumplimiento de su servicio. Pero había llegado la hora, e incluso había pasado. Jesús podía dar libre curso, de manera conmovedora, a sus perfectos sentimientos humanos. Fue él mismo quien los creó y, al revestirse de su humanidad, los manifestó de manera perfecta y ejemplar; dejó cada cosa en su lugar y en su tiempo. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”.

Juan se designa como “el discípulo a quien Jesús amaba”. A aquellos que pudieran encontrar esta actitud como una presunción de su parte, les respondemos que lo contrario lo sería. El apóstol reconoce este hecho con toda humildad. Sería presuntuoso si se designara: «aquel que amaba a Jesús». No quiere aludir a su amor por Jesús, por grande que fuese. Pedro habló de su amor por el Señor y eso le condujo a su caída. No hay nada que desarrolle mejor nuestro amor por el Señor que pensar en su amor por nosotros.

Para Jesús, el fin se acercaba, el fin de esta vida en la cual había sufrido y llevado nuestros pecados en la cruz.

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed. Y estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca. Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu (v. 28-30).

Jesús sabía que todo lo que tenía que hacer en la cruz estaba cumplido. También había glorificado plenamente a Dios en su ministerio entre los hombres. Había satisfecho todas las exigencias de la justicia y de la majestad de Dios en cuanto al pecado, pero aún quedaba por cumplir una palabra de las Escrituras. La sed ardiente que devoraba a los crucificados no le fue perdonada al Señor, sino que dio lugar al cumplimiento de una profecía: “En mi sed me dieron a beber vinagre” (Salmo 69:21). Ahora Jesús puede decir: “Consumado es”, declaración apropiada para disipar los temores de un débil creyente que aún tuviera alguna duda con respecto a su salvación. Después de esto ya no era necesario que Jesús permaneciese en la cruz. Solo él podía cumplir el último acto de obediencia, esto es: la muerte (cap. 10:18). “Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”. Jesús no murió como mueren los hombres, sino por obediencia. Alguien dijo que él mismo desprendió su espíritu de su cuerpo para entregarlo por sí mismo a Dios su Padre, acto que solo podía efectuarlo un ser divino, pero hecho hombre para tener un cuerpo del cual se pudiese desprender el espíritu. En este evangelio uno ve los caracteres de “Dios manifestado en carne”. En Lucas, donde el Señor es presentado con los caracteres del Hijo del Hombre, está escrito: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (cap. 23:46). Es el hombre que confía en su Padre y le entrega su espíritu. Ahora que Jesús ha sido obediente hasta la muerte, para gloria de Dios su Padre, Dios interviene para sacarle de la muerte. Le resucita y le hace sentarse a su diestra, coronado de gloria y de honra. Como la justicia de Dios ha sido satisfecha respecto al pecado, Dios, en su justicia para con su Hijo, le da el sitio glorioso que Este ha adquirido con su obediencia. En nuestro evangelio, en el que tenemos el aspecto divino de Jesús, se resucitó a sí mismo, tal como lo dijo a los judíos: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré… Hablaba del templo de su cuerpo” (cap. 2:19, 21; como también cap. 10:18).

Los evangelios relatan siete expresiones que Jesús pronunció en la cruz. En Mateo 27:46 y Marcos 15:34: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. En Lucas 23:34: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En el versículo 43: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. En el versículo 46: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. En Juan 19:26-27: “Mujer, he ahí tu hijo”, y al discípulo: “He ahí tu madre”; en el versículo 28: “Tengo sed”, y en el versículo 30: “Consumado es”.

El último ultraje hecho a Jesús

“Entonces los judíos, por cuanto era la preparación de la pascua, a fin de que los cuerpos no quedasen en la cruz en el día de reposo (pues aquel día de reposo era de gran solemnidad), rogaron a Pilato que se les quebrasen las piernas, y fuesen quitados de allí” (v. 31). Los judíos siguieron con sus prácticas rituales, puro formalismo, porque su religión tendría que haberles conducido a aceptar a Jesús, pero como le habían rechazado, esta perdía todo valor. Actuaron como si todo estuviera bien para ellos ante Dios después de haber crucificado a su Hijo. La religión, separada de aquel que es su fuente y su objeto, endurece el corazón y se practica sin conciencia. Un día sábado tan grande no debía ver a los ajusticiados en sus cruces. Para satisfacer este escrúpulo, era necesario precipitar su muerte. Pero, para los judíos, la muerte del Hijo de Dios no perjudicaba la solemnidad de su fiesta. Este sábado era grande porque ese año tenía lugar el día posterior a aquel en que se sacrificaba el cordero pascual; era el primer día de la semana de los panes sin levadura.

La expresión “la pascua” en el versículo 14, como también en el versículo 28 del capítulo anterior, comprende toda la fiesta de los panes sin levadura (véase Lucas 22:1, donde la fiesta de los panes sin levadura es llamada “la pascua”; lo mismo que en Lucas 2:41-43). En el momento en que Jesús estaba en la cruz, el sacrificio de la pascua ya había tenido lugar la tarde del viernes judío, que comenzaba a las seis de nuestro jueves (véase Éxodo 12:6; Levítico 23:5; Deuteronomio 16:6). El Señor fue crucificado el viernes, siendo así la expresión real de la pascua, y pasó todo el sábado en el sepulcro. Aquel día era grande, en efecto, y Jesús resucitó el primer día de la semana, el primer domingo. Este gran sábado era el último. Hasta la conversión del residuo futuro, todos los sábados que se celebran no tienen ningún valor para Dios.

Accediendo Pilato al deseo de los judíos, los soldados quebraron las piernas de los crucificados para apresurar su muerte.

Cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (v. 33-34).

El lanzazo del soldado romano, último ultraje del que Jesús fue objeto, solamente probó que Jesús estaba bien muerto, pero muerto para salvación de los pecadores. En esta muerte, el hombre en Adán y sus pecados tuvieron fin. La sangre expía los pecados y el agua purifica al pecador. En 1 Juan 5:6 leemos que Jesús, el Cristo, vino “no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre”. El agua es un símbolo de la Palabra de Dios. El Señor la había hecho valer constantemente en su servicio; pero para la salvación del pecador se requería no solamente la purificación por el agua (pues Jesús había dicho a los discípulos: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”, porque ellos creían), sino también la muerte, la sangre, la cual purifica de todo pecado.

El autor del evangelio, testigo de esta escena, da su testimonio: “Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice verdad, para que vosotros también creáis. Porque estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo” (v. 35-36; ver Éxodo 12:46; Salmo 34:20). Y también otra escritura dice: “Mirarán a mí, a quien traspasaron” (Zacarías 12:10). Fuera por medio de los judíos, de Pilato o de los soldados, todo se cumplió conforme a las Escrituras.

Juan dice que su testimonio es verdadero; y es para la fe: “para que creáis”. El que cree participa de los resultados perfectos de esta muerte; posee la vida eterna, la cual solo se encuentra al creer en un Salvador muerto. Esta es la enseñanza del capítulo 6:51 y siguientes. Jesús dice: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (v. 53). La sangre separada de la carne es la muerte. Comer la carne y beber la sangre es nutrirse, por la fe, de un Cristo muerto; es apropiarse esa muerte para uno mismo. En 1 Juan 5:6, ya citado, se encuentra un triple testimonio de esta gran verdad:

1)  El Espíritu de Dios venido, a continuación de la glorificación
de Cristo, cuando Dios hubo sido perfectamente glorificado
por la muerte de su Hijo.

2)  El agua que purifica.

3)  La sangre que expía el pecado.

Estos tres testimonios están de acuerdo para atestiguar que la vida eterna solo se encuentra en el Hijo de Dios muerto. El que tiene al Hijo tiene la vida.

Jesús está con el rico en su muerte

El entierro de Jesús también debía efectuarse conforme a las Escrituras. El profeta Isaías había dicho:

Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte (cap. 53:9).

Jesús, colocado en el rango de los malhechores, tendría que haber sido, como ellos, privado de su sepultura. Dios no lo permitió. Dos discípulos de Jesús –quienes lo eran secretamente– no pudieron permanecer mudos ante el desenlace final del odio del cual Jesús fue objeto a lo largo de su estancia en medio de los hombres. “Después de todo esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos, rogó a Pilato que le permitiese llevarse el cuerpo de Jesús; y Pilato se lo concedió. Entonces vino, y se llevó el cuerpo de Jesús. También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre sepultar entre los judíos” (v. 38-40). Dios escoge los instrumentos para cumplir su voluntad y les hace salir al escenario en el momento preciso. Se sirve de circunstancias naturales para hacer lo que le place. José de Arimatea, consejero honorable –dice Marcos–, pero que no se había unido a las decisiones del sanedrín (Lucas 23:51), fue el instrumento preparado para intervenir ante Pilato, cosa que un pobre galileo no hubiera osado hacer. También era necesario que fuera rico (Mateo 27:57-60) para tener un sepulcro nuevo cerca al Gólgota, a fin de que Jesús estuviese con el rico en su muerte. Dios se sirve de las personas y de las circunstancias a favor de los suyos, cuando estos se han entregado totalmente a sus cuidados y cumplen su voluntad. Pero, cuando queremos arreglar las cosas nosotros mismos, sin depender enteramente de Dios, nada tiene éxito, porque, si nuestra voluntad obra, nos hallamos en conflicto con Dios y, en lugar de tenerle a nuestro favor, le tenemos en contra. Nos llena de felicidad ver a Nicodemo salir de su silencio y testificar su respeto por Jesús muerto, mientras que no había hecho nada durante su vida, excepto ir a Jesús de noche. Tanto el uno como el otro de estos discípulos secretos estaban preparados para hacer una obra digna de aquel que era el objeto de la misma.

“Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno. Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús” (v. 41-42). Todo estaba preparado para una sepultura honorable; Dios vigilaba la santidad del cuerpo muerto de su amado Hijo. Si su santo (Hijo) no debía ver la corrupción, según el Salmo 16:10, tampoco debía estar en contacto con un lugar contaminado por un cadáver (Números 19:16). Un sepulcro nuevo, en el cual nunca se había puesto a nadie, había sido tallado en la roca con este fin, siviéndose Dios de José de Arimatea. Apresuradamente y de forma honrosa pusieron este cuerpo santo, aunque muerto, en el sepulcro, en vista de la pronta llegada del gran día sábado, a la espera no de su embalsamamiento, sino de su resurrección.