Capítulo 6
La multiplicación de los panes
Lo que el capítulo precedente narra sucedió en Judea. Este capítulo nos traslada a Galilea, donde el Señor recorrió las orillas del lago de Genezaret, llamado aquí el mar de Galilea o de Tiberias.
Una gran muchedumbre seguía a Jesús a causa de los milagros que hacía con los enfermos; entonces él subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Después de relatar este hecho, y antes de continuar su narración, el evangelista nos dice: “Y estaba cerca la pascua, la fiesta de los judíos” (v. 4). El Espíritu de Dios intercala aquí la mención de esta fiesta. La razón de ello está en la segunda parte del capítulo, en la cual el Señor habla de su muerte en forma misteriosa (v. 51-57). Este capítulo habla de Jesús, el Hijo del Hombre, el pan de Dios enviado del cielo para dar la vida al mundo; pero para poder comunicar esta vida a otros, debía morir, muerte que es tipificada por la pascua.
El tema que viene a continuación presenta a Cristo y su muerte, antitipo1 del maná y de la pascua, a los cuales reemplaza definitivamente, ya que cada capítulo de nuestro evangelio pone de lado todo el orden de cosas establecido para el pueblo judío y lo reemplaza por Cristo.
A pesar de su rechazamiento y del odio del cual era objeto por parte de los judíos, Jesús cumplió, a favor de ellos, lo que las Escrituras habían dicho de él. En los versículos precedentes, al sanar a los enfermos respondía al carácter de Jehová en Éxodo 15, al final del versículo 26:
Yo soy Jehová tu sanador,
y en lo que sigue obra según el Salmo 132:15: “Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan”. Porque Jesús es el Jehová del Antiguo Testamento.
Al ver a la muchedumbre, Jesús dijo a Felipe: “¿De dónde compraremos pan para que coman estos?”. Felipe respondió: “Doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno de ellos tomase un poco” (v. 5-7). Jesús preguntó esto a Felipe para probarle, pues “él sabía lo que había de hacer”; quería ver si su discípulo contaría con el poder divino de Jesús o con los recursos humanos. Otro discípulo, Andrés, le dijo: “Aquí está un muchacho, que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; mas ¿qué es esto para tantos?” (v. 8-9). Felipe consideraba que no bastaría una gran suma, y Andrés veía la inutilidad de los recursos de que disponían. Hasta ese momento ni el uno ni el otro había comprendido que Jesús había venido a este mundo a causa de la incapacidad del hombre y la insuficiencia de sus recursos. Es lo que nos ha presentado el relato del paralítico de Betesda.
Tenemos una gran lección práctica que aprender de este relato. Cuando nos encontramos en presencia de una dificultad, ¿acaso no consideramos primeramente, como Felipe, que lo que necesitamos para hacer frente a ella está fuera de nuestro alcance? ¿O, como Andrés, vemos la insuficiencia de nuestros recursos, en lugar de decir al Señor, como Felipe tendría que haberlo hecho: «Nosotros nada podemos; pero Tú lo puedes todo»? Semejante confianza le honra, y el Señor no deja de responder a ella. Si bien Jesús no está personalmente con nosotros, no deja de estarlo en realidad, y con el mismo amor se ocupa de todo lo que concierne a sus muy amados. Así que, sea cual fuere la magnitud de las dificultades que encontremos diariamente en nuestro camino, contemos solo con él para enfrentarnos a ellas. Él dará al alumno la ayuda que este precisa para cumplir sus deberes, como también a una viuda el pan necesario para su numerosa familia. Él quiere que nuestra actitud sea la de personas que esperan confiada y apaciblemente su intervención, sin estar agitados, inquietos o dudando de él. Jesús dice: “Haced recostar la gente. Y había mucha hierba en aquel lugar; y se recostaron como en número de cinco mil varones”. ¿Comprendemos lo que representa semejante muchedumbre sentada cómodamente en la hierba, esperando el pan, pero sin ningún recurso aparente? Solo el Señor sabía lo que iba a hacer. Si nos basta saber que el Señor sabe lo que quiere hacer respecto a cada una de nuestras dificultades, podremos esperar su intervención con toda calma y confianza.
En quietud y en confianza será vuestra fortaleza,
le dice a Israel en Isaías 30:15. Además, “bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová” (Lamentaciones de Jeremías 3:26).
“Tomó entonces Jesús los panes, y habiendo dado gracias, repartió a los que estaban recostados: y asimismo les dio de los pececillos, cuanto querían” (v. 11, V. M.). El Señor mismo distribuye; en los otros evangelios lo hacen los discípulos, porque allí la enseñanza es diferente. Se trataba de hacerles comprender su responsabilidad al recibir ellos mismos del Señor lo que precisaban para cumplir su servicio, mientras que en el evangelio de Juan se ve al Señor obrar él mismo, divinamente, en medio de la ruina y la incapacidad del hombre. Por orden del Señor los discípulos solo intervienen para recoger los restos, con los cuales llenan doce cestos, infinitamente más de lo que los cinco panes podían proveer. Podemos notar que el Señor no creó los panes; hubiera podido hacerlo, pero se valió de lo que el muchacho tenía. Esto nos enseña que, para sobrellevar nuestras dificultades, no debemos esperar tener todo lo que estimamos necesario, sino que nos bastará servirnos de lo que tenemos, por poco que sea, y el Señor, hoy como entonces, sabrá multiplicar esos recursos. La viuda de Sarepta no esperó a que la tinaja estuviera llena de harina para obedecer al profeta; un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija se mantuvieron día tras día, sin otro aprovisionamiento (1 Reyes 17:8-16). Esto ejercita la fe; y aunque no sepamos cómo quiere hacerlo el Señor, debe bastarnos saber que él sí lo sabe. Fijémonos también en que la abundancia no autoriza el despilfarro; siempre debe aliarse con la economía y el orden. El Señor quiere que “no se pierda nada”. Por eso envía a sus discípulos a recoger las sobras. Él es el modelo perfecto colocado ante nosotros en los más pequeños detalles de la vida. Se debe ser económico y cuidadoso para parecerse a él y agradar a Dios, y no para amontonar dinero en vista de la satisfacción propia.
Los hombres, al ver el milagro que Jesús había hecho, dijeron: “Este verdaderamente es el profeta que había de venir al mundo” (v. 14). Ya hemos dicho que “el profeta” era aquel de quien Moisés había hablado en Deuteronomio 18:18 y quien, efectivamente, es el Cristo. Impresionados por la multiplicación de los panes, los hombres quieren apoderarse de él para hacerle rey, pero, sabiendo esto, Jesús se retira una vez más al monte, “él solo”, nos dice en el versículo 15. Jesús, verdadero profeta y rey, no podía serlo por la voluntad del hombre, ni reinar sobre un pueblo no regenerado. Dios dice de él: “Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte” (Salmo 2:6). Es Dios quien le hace Rey, y en el momento debido aparecerá como tal, no para ser sometido a la aceptación o al rechazo del hombre, sino para establecer su reinado por su poder.
Mientras tanto Jesús se retira solo al monte. Cambia de posición y de oficio, se separa del pueblo, e incluso de los discípulos. Fue lo que ocurrió después de su resurrección. Se fue al cielo, no para reinar actualmente, aunque es Rey, sino para ejercer el sacerdocio en favor de los suyos que atraviesan este mundo tempestuoso sin él, como los discípulos en los versículos que siguen. Está escrito que se retiró “él solo”, porque, hasta que venga a buscar a los suyos, es el único Hombre que está en el cielo. Luego vendrá con todos los suyos para reinar sobre la tierra.
- 1Ver nota del capítulo 2, título La purificación del Templo, versículos 13-15.
Los discípulos en la tempestad
“Al anochecer, descendieron sus discípulos al mar, y entrando en una barca, iban cruzando el mar hacia Capernaum”. Era simbólicamente la tarde del día en que Jesús estaba en la tierra. Dejaba al mundo en la noche moral, la cual los hombres habían preferido a la luz venida en su persona, y subía en figura al cielo para ocuparse de los suyos que estaban “en el mundo… porque no son del mundo” (cap. 17:13-14). “Estaba ya oscuro, y Jesús no había venido a ellos. Y se levantaba el mar con un gran viento que soplaba” (v. 17-18). Si la noche tipifica el estado en el cual el mundo se mueve sin Dios, el mar agitado por el viento representa el poder de Satanás levantando al mundo contra los discípulos; es lo que caracteriza al medio en el cual la Iglesia se halla desde que Jesús subió al cielo y, sobre todo, el estado de cosas por las que próximamente atravesará el remanente judío. Pero el Señor vigila sobre los unos y los otros hasta el momento de su regreso. Su tiempo está contado y, en el momento previsto aparecerá para liberar los suyos. “Cuando habían remado como veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba a la barca; y tuvieron miedo” (v. 19). Jesús está por encima de todo, y puede andar sobre las aguas. Él es Jehová, quien “en el diluvio… se sienta” (Salmo 29:10). Para él no hay dificultad alguna.
¡Asombroso! Cuando los suyos le ven, sienten temor. Es lo que tendrá lugar en el caso del remanente judío al que los discípulos en la barca representan. El que viene para liberarles los llena de temor en un principio, porque es Aquel a quien ellos humillaron y rechazaron cuando vino a este mundo; por causa de él estarán angustiados. Vemos que ese mismo efecto se produjo en el caso de los hermanos de José, quienes son figura del remanente judío. Ante la presencia de su hermano, se llenaron de temor, hasta que comprendieron y juzgaron la gravedad de su pecado. Cuando la obra de arrepentimiento se operó en su corazón, José pudo decirles: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50:20; 45:2-5). Jesús también dice a los suyos:
Yo soy; no temáis,
como si dijese: «Soy siempre el mismo en mi amor para con vosotros». “Ellos entonces con gusto le recibieron en la barca, la cual llegó en seguida a la tierra adonde iban” (v. 20-21). Tan pronto como el Señor se haya reunido de nuevo con el remanente judío, la tormenta se calmará; el estado de confusión –el mar– se cambiará en un estado estable y organizado: la tierra, pues allí estará el “Rey de toda la tierra” (Salmo 47:7). Por eso no se dice que los discípulos pudieron proseguir su viaje apaciblemente, sino que la barca llegó luego a la tierra adonde iban, sin que se indique el camino que aún debían recorrer. Como el Señor está allí, el fin de los sufrimientos se ha alcanzado; es la plena liberación. Una vez más nos asombramos ante el cuidado con el cual la Palabra de Dios ha sido escrita. En pocas palabras y con la misma figura, presenta escenas diversas con una exactitud maravillosa. No son los sabios y los inteligentes de este mundo quienes pueden ver esta belleza, sino los niños, esto es, los que creen a Dios.
Cómo hacer la obra de Dios
La muchedumbre, al ver que los discípulos se marcharon en una barca sin el Señor, también cruzó el mar para buscarle (v. 22-24). Cuando lo encontraron, le dijeron: “Rabí, ¿cuándo llegaste acá?”. Era bueno buscar a Jesús, pero el valor de esta búsqueda dependía de los motivos que inducían a obrar; fue esto lo que el Señor sacó a relucir. Todavía hoy, si Jesús llenase de pan a las muchedumbres, muchos le buscarían. Jesús les dice: “Me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis. Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a este señaló Dios el Padre” (v. 26-27). Los judíos tendrían que haber buscado a Jesús porque habían visto los milagros que les probaban que él era el enviado de Dios; pero apenas se preocupaban por ello; solo pensaban en satisfacer sus necesidades naturales. Los hombres no han cambiado desde entonces. Si pudiesen obtener esta satisfacción de Dios, estarían contentos con él, mientras que si les presenta un Salvador, no quieren saber nada de él. Trabajan por el presente sin preocuparse por su porvenir eterno. Pero si los hombres no se preocupaban por ese porvenir, Dios sí; en su gracia lo hizo. Envió a su Hijo al mundo para darles vida eterna. Ofreció el alimento que permanece hasta en la vida eterna que dará el Hijo del Hombre. Este alimento –o carne– es él mismo, como lo veremos a continuación. Hecho Hombre, Dios le selló con el Espíritu Santo a fin de cumplir toda la obra para la cual le envió.
Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado (v. 28-29).
La respuesta del Señor resume toda la diferencia que existe entre la ley y la gracia. Bajo la ley era preciso hacer. Bajo la gracia es necesario creer. Si el hombre hubiese podido hacer las “obras de Dios” al obedecer la ley, no habría sido necesario que Jesús viniera a este mundo para traer vida, puesto que el hombre habría podido vivir por sus propios medios. Su presencia en la tierra demostraba la incapacidad del hombre. Es, pues, a Jesús a quien se debe ir; se debe creer en él como enviado de Dios con el propósito expreso de dar vida. Pero no hay nada que desagrade tanto al corazón natural como creer y aceptar a Cristo como su Salvador. Esto lo humilla, lo pone a un lado, le hace sentir su impotencia, su nulidad. Por eso los que interrogaban a Jesús buscaron inmediatamente un pretexto para no creer. Le dijeron: “¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos, y te creamos? ¿Qué obra haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan del cielo les dio a comer” (v. 30-31). Esta pregunta manifiesta plenamente la voluntad de no creer. Al principio del capítulo, la muchedumbre iba en pos de Jesús para ver los milagros que hacía. Ellos mismos habían sido saciados de pan milagrosamente; le buscaban a causa de ello; pero, tan pronto como les habla de creer en él para tener la vida, todas estas manifestaciones de poder ya no les dicen nada; se ponen a razonar. Bien había dicho el Señor a los judíos: “No queréis venir a mí para que tengáis vida” (cap. 5:40). Al recordar que Moisés había dado el maná a sus padres, consideran a Jesús muy por debajo de este eminente siervo de Dios; pero el Señor aprovecha esto para establecer toda la verdad de lo que él es como pan de vida y, por consiguiente, Su superioridad.
El pan de Dios
“De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo. Le dijeron: Señor, danos siempre este pan” (v. 32-34).
Aunque venía del cielo, el maná no era el pan de Dios enviado para comunicar vida, ni a los judíos y menos aún al mundo. Los israelitas murieron después de haber comido el maná; en cambio, el pan de Dios da vida eterna. Los judíos no comprendieron el sentido de las palabras de Jesús; ellos hubiesen querido pan que no les costara nada. Solo pensaban en la vida material, igual que la samaritana, quien deseaba tener agua que la eximiese de ir a sacarla del pozo. Sin fe la mente del hombre no puede salir del círculo estrecho en el cual se mueve. Sin inteligencia en cuanto a las cosas de Dios, no las recibe.
Jesús añade:
Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás (v. 35).
Al dar vida, el pan de Dios capacita al creyente para disfrutar de las cosas divinas; estas llegan a ser el alimento de su alma, de manera que ya no tiene hambre ni sed de las cosas del mundo. Pedro dice que, al participar de la naturaleza divina, uno ha “huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4). El corazón, los sentimientos están en otra parte, siempre plenamente satisfechos; en cambio, el corazón natural nunca está satisfecho con las cosas de la tierra; su codicia es insaciable y, si obtiene lo que desea, ello excita en él la necesidad de tener más. Siempre tiene, pues, hambre y sed. Para no anhelar más las cosas de este mundo, se necesita no solamente tener la vida, sino nutrirse de la Palabra de Dios. “Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación” (1 Pedro 2:2). Si el creyente no se nutre de las cosas de Dios, los gustos naturales pronto vuelven a aparecer, y busca las cosas de este mundo bajo las diversas formas que el enemigo tiene a su disposición. Así pierde la felicidad que le pertenece, la comunión con el Señor y, sobre todo, le deshonra.
Jesús declara a los judíos: “Mas os he dicho, que aunque me habéis visto, no creéis” (v. 36). Ellos habían visto al Señor y los milagros que había hecho, los cuales tendrían que haberles convencido; pero no lo querían. En su estado natural el hombre se opone a Dios; rehúsa ir a Cristo. Si Dios no obrase en gracia para con el hombre, ninguno vendría a él. Esto es lo que Jesús dice luego: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (v. 37-38). Al ver a los hombres en su estado de perdición, incapaces de salir de él y sin voluntad para hacerlo, el Padre, Dios revelado en gracia, envió desde el cielo a su Hijo para salvarlos. Pero ellos no quieren ir a él; una vez más es Dios quien tiene que llevarlos a su Hijo, quien comparte los pensamientos de gracia y amor del Padre y recibe a todos aquellos que el Padre le envía, sean quienes sean: groseros pecadores, blasfemos, burladores. Todos cuantos vienen a él son bienvenidos. Él los salva y los hace felices desde ahora y por la eternidad. Tal es la voluntad de su Padre; para eso lo ha enviado; su felicidad es cumplirla.
“Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (v. 39). Jesús quiere cumplir de manera perfecta toda la obra que el Padre le ha dado que hacer. El que ha comido el pan de vida todavía puede morir en cuanto a su cuerpo y, aunque su espíritu esté en presencia del Señor, no es así como Dios quiere a sus muy amados redimidos, a saber: el cuerpo enterrado y el espíritu en el cielo. El Padre les ha dado al Hijo, cuerpo y alma, tal como había creado al hombre. El Hijo no quiere perder nada de lo que el Padre le ha dado; se ocupará, pues, tanto del cuerpo como del alma; por eso los resucitará en el día postrero para presentarlos a Dios en un estado de perfección.
Si el versículo 39 nos muestra la voluntad de Dios, la cual el Hijo debe cumplir, el versículo 40 nos dice cuál es esa voluntad con respecto a cada uno: “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero” (v. 40). Los judíos no veían en Jesús más que al hijo de José (v. 42); no discernían en él al Hijo de Dios. Lo mismo sucede hoy en día con todos cuantos no ven en Jesús más que un hombre perfecto, ejemplar, modelo de la humanidad; no disciernen al Hijo de Dios y, ya que no creen en él como tal, no pueden ser salvos. La fe que salva es la fe en el Hijo de Dios enviado desde el cielo para salvar al pecador, muriendo en su lugar. Toda otra creencia en Jesús deja al hombre en su estado de perdición eterna. Fijémonos también qué clase de gente el Padre ha dado al Hijo para salvar enteramente: se trata de cualquiera que discierne al Hijo y cree en él. Uno puede razonar y decir: «Si Dios no me ha dado a su Hijo, no puedo ir». Mas, ¿para quién lo dio si no para “todo aquel”? Todos, pues, tienen la responsabilidad de ir. Solo el que fuese a Jesús y se viese rechazado por él podría decir que el Padre no le ha dado al Hijo. Ahora bien, sabemos que nadie ha sido rechazado por Jesús y que nadie lo será jamás.
Una vez más los judíos empezaron a murmurar porque Jesús había dicho: “Yo soy el pan que descendió del cielo. Y decían: ¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, dice este: Del cielo he descendido?” (v. 41-42). Ver no sirve para nada; es preciso creer. Ellos veían en Jesús al hijo de José y María, mas no al Enviado de Dios. Tal como el ciego del capítulo 9, no veían con los ojos naturales si no se lavaban en el estanque de Siloé, que quiere decir “Enviado”. Para eso se necesita ser enseñado por Dios y creer. Jesús les respondió: “No murmuréis entre vosotros. Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí” (v. 43-45). Nuevamente vemos que se requiere la intervención de Dios para que un hombre pueda beneficiarse con el medio dado para la salvación. Oír de parte del Padre y aprender de él significa dejarse ganar por la gracia del Hijo venido a la tierra para revelar al Padre. Todo el que haya comprendido su estado de pecado no puede encontrarse en presencia de Aquel que ha revelado a Dios en gracia sin ser atraído hacia Él; entonces ya no razona sobre la humanidad de Cristo, sino que es feliz de asir la mano del Salvador que le atrae hacia Él. Isaías había anunciado que, para bendición de Israel en los últimos días, ellos serían enseñados por Dios. Esperando aquel momento, cada uno podía disfrutar el mismo privilegio y beneficiarse con la venida del Hijo del Hombre en gracia; aun cuando debía morir, Jesús le resucitaría en el día postrero. Jesús lo afirma cuatro veces (v. 39-40, 44, 54). Si el reinado de Cristo se hubiese podido establecer en seguida, los que creían en él no habrían pasado por la muerte. Mientras tanto, él volvería al cielo y, hasta su retorno, los creyentes que hayan de dormir no tendrán nada que temer. Él los resucitará para que disfruten de las cosas celestiales y gloriosas, infinitamente más preciosas que su reinado sobre la tierra, de lo cual ellos disfrutarán igualmente con él, asociados con él en su posición celestial.
Jesús afirma nuevamente que el que cree en él tiene vida eterna (v. 47). No es posible, pues, obtenerla por otro medio; para eso vino. No dice: «tendrá vida eterna», sino que “tiene”, desde el momento de creer, no porque sienta en sí que tiene la vida, sino porque cree.
La vida en la muerte de Cristo
Los padres habían comido el maná en el desierto, y luego habían muerto. Jesús es el pan descendido del cielo, “para que el que de él come, no muera”. El Señor ya no se sirve de las expresiones “el que a mí viene”, “el que cree en mí”, como en los versículos precedentes; aquí habla de comer. Él era el pan de vida que hacía falta comer. “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (v. 48-51). Después de haberse presentado vivo en la tierra como objeto de la fe, habla de su muerte, necesaria para que su venida fuese eficaz; porque si subía al cielo sin morir ni pasar por el juicio de Dios que el pecador merece, toda su vida en la tierra no podía salvar ni a un solo hombre. Por eso no dice solamente que es necesario creer en él tal como era en la tierra, sino que se debe comer su carne. Ahora bien, no se puede comer un ser viviente. Sin su muerte no podía ser comido, espiritualmente hablando, por supuesto. En esta muerte el hombre natural encontró su juicio y su fin, pero, por la gracia de Dios, también encontró la vida eterna que Dios no podía dar si el hombre pecador permanecía en sus pecados; era necesario que el juicio pronunciado por Dios se ejecutara. Si hubiese caído sobre el culpable, esto habría significado la muerte eterna; para salvarle de esta última, Jesús, el Hijo del Hombre, tomó sobre sí, en la cruz, la condición del hombre. Hecho pecado, llevó los pecados; sufrió el juicio que le estaba reservado; desde entonces la vida, la suya propia, es la porción de aquel que come su carne, la que dio no solo por la vida de Israel sino por la vida del mundo.
Contrariamente a lo que había ocurrido con el maná, que no había impedido morir a quienes lo habían comido, el que se alimente espiritualmente de un Cristo muerto por él, vivirá eternamente. Aun teniendo que «dormirse», ello no tocará en nada la vida eterna que posee: el Señor le resucitará en el día postrero.
“Entonces los judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Claro que era incomprensible y repugnante pensar en comer carne humana. El Señor no trató de sacarlos de su perplejidad; por el contrario, afirmó la gran verdad que enseñaba, de la cual depende la salvación de cada hombre. Les dice: “De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero” (v. 53-54). La sangre, separada de la carne, significa la muerte. Es necesario, pues, alimentarse de un Cristo muerto. Uno lo hace al comprender la necesidad de esta muerte, al apreciarla, al aceptar que era lo que nosotros habíamos merecido, que por ella hemos encontrado el fin de nuestro viejo hombre y de nuestros pecados, que a través de ella el Dios a quien habíamos deshonrado y ofendido ha sido glorificado, plenamente satisfecho. Jesús participó de nuestra naturaleza humana1 para poder morir; en esto fue hecho inferior a los ángeles, a causa de la pasión de la muerte (Hebreos 2:9). Dejó esta vida por nosotros, pecadores; vida perfecta, sin mancha, el único sacrificio que podía satisfacer las exigencias del Dios tres veces santo; vida que había de comunicársenos, pero que no podía serlo sin la muerte de Aquel que se ofrecía en sustitución, en lugar del pecador, bajo el juicio de Dios.
Dios nos prohíbe comer sangre, porque la sangre es la vida; esta pertenece solo a Dios; el hombre no puede disponer de ella. Como ha encontrado en la muerte de Cristo el fin de la miserable vida en Adán, el creyente puede comer la carne del Hijo del Hombre y beber su sangre, para apropiarse la vida de Cristo que Dios le da a cambio de su manchada vida de pecador perdido.
Es importante presentar la muerte de Cristo como medio para poseer la vida eterna. Mucho se habla de Cristo hombre y de su vida de amor y abnegación, presentándolo como ejemplo a personas inconversas, pero al intentar seguir a este Modelo –lo cual es imposible sin la vida divina– jamás poseerían la vida, la que tan solo se obtiene por la fe en un Cristo muerto. Querer imitar a Cristo sin poseerle como vida es menospreciar la ruina absoluta del hombre pecador y el juicio que este ha merecido.
A continuación el Señor enseña que no solamente es necesario comer su carne y beber su sangre para tener vida, sino que ese también es el alimento de los que ya poseen la vida, así como el israelita debía alimentarse del cordero pascual, cuya sangre le había puesto al abrigo del juicio. “Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (v. 55-57). El que se alimenta de Cristo posee la vida en común con él, puesto que él es su vida, así como la vida de Cristo es inseparable del Padre.
De ese modo la vida del cristiano es un don maravilloso que hace apreciar la gracia de Dios y su amor manifestado en Cristo, a cambio de su vida miserable de pecador perdido que finaliza en la muerte eterna.
Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que come de este pan, vivirá eternamente (v. 58).
Este capítulo nos presenta, pues, a Jesús como Hijo del Hombre, pan de Dios descendido del cielo para dar vida al mundo, en contraste con el maná que solo había sostenido la vida del pueblo durante algunos años. Luego nos revela la muerte del Hijo del Hombre, verdadera pascua de la que se alimenta el creyente para vivir eternamente. En el capítulo 5 Jesús es el Hijo de Dios que da vida a quien él quiere. Aquí él es el Hijo del Hombre que muere para dar vida eterna.
- 1Es preciso no confundir la naturaleza humana –aquella es obra de Dios–, con la naturaleza pecadora. Esta es resultado del pecado. Es la voluntad opuesta a la de Dios. Cristo fue perfectamente extraño a ella; fue hecho semejante a nosotros, salvo en lo que se refiere al pecado.
Los que se apartan de Jesús
En los siguientes versículos vemos que se puede seguir a Jesús, admirar sus palabras, impresionarse por sus milagros, en contraste con los que se oponen a Cristo, sin que por ello se crea en él con verdadera fe, sin que se acepte la única verdad que permite poseer la vida eterna. “Al oírlas, muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?” (v. 60). Hacían alusión al hecho de comer la carne y beber la sangre del Hijo del Hombre. Uno puede, pues, querer tener a un Cristo que enseña, que alimenta a las muchedumbres, que hace milagros, a un Hombre modelo a quien se propone imitar, pero en cuanto su enseñanza toca el estado del hombre en Adán y muestra que toda su vida termina en la muerte, por lo cual Jesús tuvo que ir a la cruz y morir en su lugar para que tuviera vida, esta es una palabra dura. Es duro aceptar que el hombre orgulloso, en su estado natural, solo es bueno para la muerte. De esa forma desprecia la gracia; no puede admitirla tal como Dios la presenta, hoy como entonces, a pesar de su profesión de discípulo de Cristo. Se aparta (v. 66), porque si por un momento escoge a Cristo como Maestro, no quiere saber nada de él como Salvador.
Al saber que sus discípulos murmuraban por causa de sus palabras, Jesús les dice: “¿Esto os ofende? ¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?” (v. 61-62). Había dicho que había bajado del cielo (v. 33, 42, 50). Luego habla de su muerte, pues daba su carne y su sangre como alimento. Todo eso los escandalizaba. Ahora les dice que volverá a subir adonde estaba anteriormente. ¿Qué pensarían de eso puesto que, rechazado, no podría establecer su reinado? Cuando la obra de redención fuese cumplida por su muerte, ya no tendría nada más que hacer en este mundo; volvería al cielo.
Luego Jesús explica que estas palabras no se debían tomar en sentido literal: “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen” (v. 63-64). La carne no sirve, en absoluto, para comprender las palabras de Dios; solo es buena para la muerte. Las palabras de Dios son espíritu y son vida, solo se pueden entender por el Espíritu, cuya acción produce la vida; pero para eso se necesita creer. Desde el principio el Señor conocía a aquellos que no creían y a aquel que lo entregaría. A todos los había soportado con paciencia y amor; no los despidió; fueron ellos mismos quienes se apartaron cuando Sus palabras no se adaptaron más a su mentalidad natural. No eran de aquellos que el Padre había atraído hacia él (v. 65); la gracia por medio de la cual revelaba al Padre nunca les había conmovido. Desde entonces, muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con él (v. 66). Jesús se dirige a los doce y les dice:
¿Queréis acaso iros también vosotros? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (v. 67-69).
Los discípulos que se apartaron no eran de los doce apóstoles. El discípulo de cualquier maestro admite sus enseñanzas y las pone en práctica; puede cambiar de maestro según le convenga. Para ser verdadero discípulo de Cristo se debe tener la vida. Pedro responde en nombre de los doce, seguro de que todos comparten su fe en Jesús. Se daban cuenta de que precisaban la vida eterna y que solo la podían encontrar en él. Ellos creían y, por consiguiente, sabían que Jesús era una persona divina, el Santo de Dios. Solo la fe da una certidumbre positiva. Sin ella uno puede formular opiniones que luego abandona bajo la influencia de otras consideraciones; eso fue lo que tuvo lugar en aquellos que se apartaron; pero cuando Jesús y sus palabras son el objeto de la fe, hay certidumbre y convicción absolutas, porque estas descansan sobre una base divina y, por consiguiente, invariable. Cuán importante es esto hoy en día, cuando tan a menudo se oye decir, respecto a las verdades de la Palabra: «No admito», «no veo», «esta es mi opinión», «es mi manera de ver», y así sucesivamente; en vez de inclinarse ante la Palabra de Dios y decir: «Yo creo, yo sé». Jesús respondió a Pedro: “¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo? Hablaba de Judas Iscariote, hijo de Simón; porque este era el que le iba a entregar, y era uno de los doce” (v. 70-71). Pedro había hablado en nombre de los discípulos, pero no sabía quién era Judas; solo Jesús lo sabía (v. 64). Pedro podía pensar que ellos valían más que los que se retiraban, pensamiento que el Señor corregía al ejercitar su conciencia por medio de estas terribles palabras: “Uno de vosotros es diablo”, aun cuando este, igual que los demás, había sido escogido por Jesús. Si el Señor nos concede la gracia de seguirle con certidumbre en el camino de la obediencia, siempre debemos desconfiar de nosotros mismos y mirar constantemente hacia él, a fin de ser guardados por él, sabiendo que nosotros mismos no tenemos fuerza alguna, siendo asimismo objetos de pura gracia. Solo a él le debemos lo que somos. Él nos guardará de deshonrarle si permanecemos confiados en su amor y su fidelidad.