Juan

Juan 12

Capítulo 12

Jesús sentado a la mesa en Betania

"Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, el que había estado muerto, y a quien había resucitado de los muertos. Y le hicieron allí una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban sentados a la mesa con él" (v. 1-2).

Mientras en Jerusalén se urdía un complot para matar a Jesús, en Betania se le preparaba una comida. En este lugar bendecido, lejos del odio de los hombres, el Señor encontraba un refugio y el afecto de corazones que le eran muy queridos. Nos imaginamos cuánto se deleitaba en este ambiente, gozando del amor con que él mismo había llenado los corazones.

Juan hace de esta escena un relato algo diferente al de Mateo y Marcos (Mateo 26:6-13; Marcos 14:3-9). Esto obedece al carácter que el evangelio en cuestión tiene y a la enseñanza particular que el Espíritu de Dios presenta allí. En el capítulo precedente vimos que Dios glorificó a su Hijo en la resurrección de Lázaro. En nuestro capítulo también se rendirá testimonio a su gloria como Mesías (v. 12-19) y como Hijo del Hombre (v. 20-26). Antes de esto el Espíritu de Dios nos presenta, en esta comida en Betania, un pequeño cuadro simbólico de las bendiciones que resultarían de la victoria que Jesús iba a obtener sobre la muerte, de cuya victoria da las arras mediante la resurrección de Lázaro. Si se consideran estos resultados desde el punto de vista del pueblo judío, Lázaro, sacado de entre los muertos, representa al Israel futuro, también resucitado, y Marta a aquellos que habrán atravesado el tiempo de los juicios. Israel, en estas dos partes, gozará de las bendiciones del reinado que el Señor establecerá tras su muerte y su resurrección. Pero, mientras se espera el cumplimiento de lo que concierne al pueblo terrenal, transcurre, en la dispensación actual, una escena mucho más íntima entre el Señor y los que se hallan beneficiados por su obra. Estos le rinden culto y ponen en práctica los caracteres de la vida cristiana, de la cual cada uno de los tres convidados representa un aspecto distinto.

En los otros dos evangelios que mencionan este relato dice que Jesús se encontraba en casa de Simón el leproso; en Marcos dice que estaba “sentado a la mesa”. Aquí Simón no se nombra; simplemente dice: “Y le hicieron allí una cena”, muy especialmente para él. En la vida del creyente, todo debe hacerse para el Señor; así él disfruta desde ahora los resultados de su obra, cuando ve vivir para él a los que antes de conocerle vivían únicamente para ellos mismos.

Estar a la mesa es la expresión de la comunión. Lázaro, el que había estado muerto, estaba sentado a la mesa. Todos los creyentes deberían gozar de esa comunión, porque han sido vivificados para Dios y, por consiguiente, están muertos al mundo, al cual ya no pertenecen.

En Marta tenemos la figura del servicio, de todo lo que se hace para honrar al Señor en la vida diaria. Todos nosotros tenemos un servicio que cumplir para él. Ahora que ella conoce a Jesús como la resurrección y la vida, le sirve, lo tiene por único objeto; ya no se distrae con su servicio, como ocurre en Lucas 10:40.

En María tenemos la porción suprema de la vida cristiana: la adoración, el culto.

Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume (v. 3).

En Mateo y Marcos, María, que es llamada simplemente “una mujer”, derrama el perfume sobre la cabeza de Jesús. En Mateo, que presenta a Jesús como el Mesías, vemos a esta mujer reconocerle como tal, contrariamente al pueblo, al aproximarse su muerte: derrama sobre la cabeza del Mesías el aceite de la unción real, expresión del valor que la persona del Cristo rechazado tiene para su corazón. Como Cristo debía resucitar antes de que se tuviera tiempo para embalsamar su cuerpo, aceptó esta unción como si tuviera el valor de su embalsamamiento, servicio del cual fueron privadas las otras mujeres que también amaban al Señor, pero menos inteligentes que María. Cuando ellas fueron al sepulcro, Jesús ya había resucitado.

En Marcos, donde vemos a Jesús como profeta o siervo, es honrado y ungido con este carácter. Allí encontramos la misma apreciación de su persona, el mismo amor que, bajo el efecto del odio del hombre y la cercanía de la muerte, exhala su perfume.

En nuestro evangelio María se acerca a Jesús con todo el respeto y el honor que se debe al Hijo de Dios. Ha estado sentada a sus pies, donde ha aprendido a conocer la excelencia de su persona. La resurrección de su hermano le reveló todavía una gloria que ella ignoraba hasta entonces. Su corazón, rebosante del amor cuya expresión era el mismo Jesús, la lleva con toda humildad a sus pies, consciente de la grandeza y de la divinidad del Hijo de Dios. Este hecho nos muestra por qué María unge, no la cabeza, sino los pies del Hijo de Dios, de Aquel que, siendo Dios manifestado en carne, tuvo a bien traerle desde el cielo –como también a todos los creyentes– el amor divino e infinito manifestado en el don de sí mismo. El odio que los judíos le manifestaban y la cercanía de la muerte, cuyas sombras María ya percibía, hacían resaltar las glorias de su único objeto y, a la vez, su amor hacia él. Presentía que había llegado la última ocasión para testimoniarle el valor que él tenía para su alma. Este perfume de gran precio simboliza la adoración y la alabanza ofrecidas al Señor en el culto por aquellos que aprecian su gloriosa persona. Los que son indiferentes al amor de Jesús estiman este honor como una pérdida. Judas lo expresó en estos términos: “¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?” (v. 5). El mundo también piensa que en lugar de honrar al Señor manifestándole el respeto, el agradecimiento, el amor que se le deben, mediante el culto y una vida de entera obediencia, más valdría ocuparse de buenas obras que tienen más apariencia a los ojos de los hombres. Estas tienen su lugar; el Señor las aprecia cuando son hechas para él; pero él debe ocupar el primer lugar en todas las cosas y, en el culto, todo el lugar. ¡Ay! Judas, que perseguía su propósito tristemente interesado, no se preocupaba por los pobres; sus afectos estaban en otra parte; a él le gustaba el dinero, lo cual hizo de él un ladrón. En un corazón como el suyo, insensible al amor del cual había sido rodeado, endurecido por el amor al dinero, ya no había sitio para Jesús: seria advertencia para los que aman el dinero, porque el afecto por lo material endurece, quita los sentidos espirituales, hace egoísta, y a menudo conduce al robo y hasta al crimen.

Jesús respondió a Judas: “Déjala; para el día de mi sepultura ha guardado esto. Porque a los pobres siempre los tendréis con vosotros, mas a mí no siempre me tendréis” (v. 7-8). Se presentaba una ocasión única de hacer algo para el Señor, puesto que ocho días después sería crucificado; en cambio, constantemente se presenta la ocasión de hacer el bien a los pobres. Hay un tiempo para todo; es preciso saber discernirlo y no dejar escapar la oportunidad (Eclesiastés 3:1-8).

¡Qué emocionante contraste nos ofrece la actitud de Lázaro, de Marta y María, con la del mundo que odiaba a Jesús, sin hablar de Judas! El objeto amado y glorioso de unos era el blanco del odio de los otros. Este contraste aún existe hoy entre el creyente y el mundo, porque el mundo no ama a Jesús hoy más que entonces, y todo lo que Jesús era entonces para los suyos lo es todavía hoy. Los creyentes deben imitar a María, sentada a sus pies, escuchando su Palabra, para aprender a conocer las glorias del Señor y ser penetrados por su amor, para apreciarle y dirigirle el culto que se le debe; vivir para él, a fin de que el perfume de Cristo se esparza a su alrededor. El tiempo actual es el único en el cual podemos rendir testimonio de Jesús ante el mundo que no encuentra en Él ningún atractivo. Pronto no tendremos más la ocasión de hacerlo; aprovechémosla ahora, tal como lo hizo María.

Mientras Jesús estaba sentado a la mesa, una gran multitud de judíos acudió no solamente para verle, sino para ver a Lázaro resucitado. Este hecho causó gran molestia entre los principales sacerdotes, de manera que consultaban cómo podrían matar también a Lázaro; “porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús” (v. 11). ¡Vaya locura de incredulidad y ceguera a causa del odio! Jesús resucita a un muerto y los hombres quieren matarlo. ¿Acaso creían poder anular el poder divino? Su odio les impedía razonar con lógica. Odiaban a Lázaro, porque el milagro del cual había sido objeto había llevado a los judíos a creer en Jesús. Tal es el hombre natural en presencia de todo el despliegue de la gracia y del poder de Dios a su favor. Sin embargo, muchas personas creyeron en Jesús. Esto lo hemos visto varias veces (cap. 10:42; 11:45). A pesar de todo, Dios cumple su obra, aun hoy, en medio de la incredulidad general de la cristiandad.

Jesús aclamado como rey

Después de la conmovedora e íntima escena de Betania, donde Jesús recibió el homenaje de unos corazones que rebosaban de amor por él, emprendió el camino hacia Jerusalén, ciudad que mata a los profetas y donde él iba a morir, pero en la que Dios quería que hiciera su entrada como Rey, en cumplimiento de las Escrituras y para testimoniar ante los judíos que Él era su Mesías, el Hijo de David. “El siguiente día, grandes multitudes que habían venido a la fiesta, al oír que Jesús venía a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a recibirle, y clamaban: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel! Y halló Jesús un asnillo, y montó sobre él, como está escrito: No temas, hija de Sion; he aquí tu Rey viene, montado sobre un pollino de asna” (v. 12-15). Los demás evangelios muestran que la gente cubría la vía real con ramas y mantos; aquí simplemente dice que “tomaron ramas de palmera”; según Levítico 23:40, esto solía hacerse en la fiesta de los tabernáculos, figura del reinado milenario, del cual tenemos un anticipo momentáneo. Se aclama a Jesús, según el Salmo 118:25-26, como el Rey que viene en nombre de Jehová, y según la profecía de Zacarías 9:9, que debía cumplirse durante la presentación del Mesías venido en humildad. Cuando venga como Hijo del Hombre para reinar, aparecerá en gloria sobre las nubes del cielo y no sobre un pollino de asna. Si los judíos no hubiesen estado cegados por su odio y su incredulidad, habrían comprendido que las profecías se cumplían con la entrada de Jesús en Jerusalén, y entonces le habrían recibido. Los mismos discípulos no lo comprendieron hasta más tarde. “Pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas acerca de él, y de que se las habían hecho” (v. 16).

Los versículos 17 y 18 nos comunican que la gente había venido a recibirle y le daba testimonio a causa de la resurrección de Lázaro. Dios quiso que este milagro fuera conocido públicamente. Por su parte, frente a tal espectáculo, los fariseos dijeron: “Ya veis que no conseguís nada. Mirad, el mundo se va tras él” (v. 19). Estos desdichados fariseos veían ir a pique su influencia, su crédito y toda su gloria si el pueblo seguía a Aquel que resucitaba a los muertos, el Hijo de Dios, el Mesías, el Hijo de David, el Salvador del mundo. Ellos estaban dispuestos a recibir a cualquiera, incluso a un Barrabás, menos a Jesús. ¡Vaya cuadro de nuestro propio corazón!

Unos griegos desean ver a Jesús

Entre las muchedumbres que habían ido a la fiesta se encontraban unos griegos; aunque forasteros en Israel, participaban en la fiesta y anhelaban ver a Jesús. Con este fin se dirigieron a Felipe quien, probablemente asombrado de que unos griegos deseasen ver a Jesús, lo dijo a Andrés, y juntos lo comunicaron a Jesús (v. 20-22). Este deseo expresado por unos gentiles recuerda al Señor el momento en el cual las naciones serán admitidas para participar en los beneficios del reinado del Hijo del Hombre. Pero, al ser rechazado como Mesías, tenía que morir para tomar este título. Jesús podía darse el título de Hijo de Dios e Hijo de David sin pasar por la muerte. Pero para tomar su título de Hijo del Hombre y, como tal, reinar sobre el universo, asociarse con los hombres en el cielo, debía morir; por eso Jesús respondió a los dos discípulos: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (v. 23-24). Es la “hora” de la glorificación del Hijo del Hombre. Según los consejos de Dios, no debía estar solo en su gloria, sino tener compañeros, hombres y no ángeles. Pero como todos esos hombres eran pecadores que se hallaban lejos de Dios, merecían la muerte que Jesús iba a padecer. Por eso dice que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no puede llevar fruto. Él era este grano de trigo, el único hombre según los pensamientos y los consejos de Dios, el único que podía entrar en el cielo y gozar, cual hombre, de la gloria de la presencia de Dios. Si no moría, permanecería eternamente solo en el cielo, en donde podía entrar en virtud de sus propias perfecciones. Para cumplir los designios de Dios, aceptó llevar el juicio de aquellos que serán sus compañeros en el cielo; los libera de todo lo que les privaba del disfrute eterno de la presencia de Dios. Su muerte pone fin a todo lo que es el hombre natural y a todos sus pecados. Por su resurrección, pone al hombre delante de Dios en la misma posición que él, en él, en espera de que esté con él, semejante a él y glorificado. Así era como podían cumplirse los eternos consejos del amor divino. Dios Padre quería llevar hijos a la gloria, fruto de la muerte de su Hijo muy amado. Por lo cual bien podemos cantar:

Los anhelos de tu amor inmenso
No hubiesen sido satisfechos
Sin ver, en tu presencia, en el cielo,
Hombres salvos y perfectos.

En los versículos 25 y 26 el Señor habla de las consecuencias prácticas que su muerte tendría para los que participarán de su gloria con él:

El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.

Mientras llega la gloria, los que participarán de ella deben abandonar su vida de hombres naturales, puesto que Jesús murió para librarlos. Si alguien se apega a esa existencia, si satisface su voluntad y le concede los goces del mundo que ha rechazado a Jesús, ciertamente la perderá por la eternidad. No se puede tener, en el cielo, la vida adquirida por medio de la muerte de Cristo y conservar su vida de pecador en la tierra. Es preciso abandonarla de manera práctica, tan pronto como se posee la vida divina, realizando la muerte siempre, por todas partes, y andando en las pisadas de Jesús, fuera de todo lo que caracteriza al mundo en el cual la vieja naturaleza halla su satisfacción. De esta manera uno conservará la vida por la eternidad, disfrutando ya de todo lo que pertenece a la vida eterna. Como el creyente es propiedad de Aquel que murió para darle la vida, debe servirle a Él; por eso Jesús dice: “Si alguno me sirve, sígame”, y las consecuencias de ello son evidentes. No podríamos servir al Señor sin seguirle, a pesar de todo lo que profesemos acerca de él. No podemos servir a Cristo y permanecer atados al mundo que no quiere saber nada de él. El Señor ha trazado para los suyos un camino fuera del mundo, al cual él dice que no pertenecen. Pero nos ha dejado ejemplo, para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). Al seguir el mismo camino, llegamos adonde Jesús llegó. “Donde yo estuviere, allí también estará mi servidor”. Además, el Padre honrará al que haya servido a su Hijo, porque el Hijo es objeto de tanto amor por parte del Padre, que todo lo que se hace para él, el Padre lo aprecia y lo recompensa. Pero el gran motivo que debe incitar al creyente a seguir en pos del Señor en el camino de renuncia al yo y al mundo es el amor del Señor para con él, amor que le hizo dejar la gloria para venir a este mundo y salvarle, sufriendo el juicio de Dios que todos merecíamos. Si somos objeto de semejante amor, ¿desearíamos tener aquí en la tierra otra porción, otro lugar que no sea el de nuestro Salvador y Señor cuando vino para salvarnos? Si la marcha del creyente se inspira en el amor del Señor hacia él, todo le será fácil, y luego el Padre le honrará. Este honor no es el motivo que mueve a ser fiel, pero sí anima a serlo.

La hora de la muerte

Lo que acababa de suceder colocaba ante Jesús la terrible muerte que iba a padecer. Exclama:

Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre (v. 27-28).

No era la muerte a manos de los hombres lo que turbaba el alma de Jesús, por sensible que indudablemente fuese ante todos los sufrimientos que esta encerraba; era la muerte como juicio de Dios, muerte necesaria para quitar el pecado, con el fin de colocar ante Dios al hombre lavado de todas sus impurezas. Según todas las perfecciones de su naturaleza, el Señor experimentaba el horror del momento en que estaría separado de su Dios por el abominable pecado que iba a expiar. No podía, pues, desear tal momento. “Sálvame de esta hora”, dice; como en Getsemaní (Lucas 22:42): “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa”. “Mas” –dice inmediatamente, en una perfecta sumisión a la voluntad de su Padre– “para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. Por amor a su Padre vino a cumplir esta obra, para mantener su gloria, sus derechos, al llevar las consecuencias del pecado, de la deshonra que el hombre había echado sobre el Nombre de Dios, y para que el amor de su Dios y Padre pudiera ser conocido por culpables arrepentidos. Como respuesta a su deseo, una voz del cielo se hizo oír: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”. Glorificado por la resurrección de Lázaro, lo iba a ser de nuevo por la resurrección de Jesús mismo. “Resucitó… por la gloria del Padre” (Romanos 6:4). Si el Señor no fue liberado de la hora de la muerte, sí lo fue de la muerte misma después de haberla sufrido, cosa imposible para cualquier otro hombre. Las perfecciones divinas y humanas del segundo Hombre hacían posible que pasara por la muerte llevando el pecado con el cual se había cargado, sin que la misma lo retuviese. Después de haberla sufrido en lugar de otros, iba a salir de ella victorioso.

Al oír la voz venida del cielo, la muchedumbre dijo que se había producido un trueno; otros pretendían que un ángel le había hablado. Jesús respondió: “No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (v. 29-31). Siempre en comunión con su Padre, el Señor no tenía necesidad de que le respondiera públicamente; le respondía en la intimidad de esta comunión; pero era necesario que la multitud también tuviera este testimonio de parte del cielo, en esta hora suprema, solemne para todos. Si Jesús muere, todo se ha acabado entre Dios y el mundo, salvo para aquellos que crean en él como muerto y resucitado. Ya no queda ningún recurso para hacer valer en favor del mundo juzgado, a no ser la gracia que se dirige, no al mundo como tal, sino a los individuos que en él están, a “todo aquel”, como se complace Juan en repetir a menudo. Otra consecuencia de la muerte de Jesús: “Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera”. Es la liberación de la sujeción a Satanás, quien se ha constituido jefe de este mundo al llevar a todos los hombres a matar a Jesús. Hasta aquí Satanás todavía no había recibido este título. Será atado durante el reinado del Hijo del Hombre, y luego será echado al lago de fuego preparado para él y sus ángeles. Ahora el creyente se beneficia con la victoria que Jesús obtuvo sobre Satanás, al andar en la misma obediencia que Aquel que pudo decir, al acercarse la hora de la muerte: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30).

Sin embargo, Satanás siempre es el príncipe de este mundo en medio del cual nos hallamos; para resistirle, basta seguir el modelo que tenemos en Cristo. Pronto será echado fuera. “El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16:20).

Luego Jesús habla de su muerte en relación con la salvación de los hombres: porque si debía “destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”, era para liberar “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). “Y yo” –dice Jesús–, “si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir” (v. 32-33). Jesús, hombre perfecto, ya no tenía sitio en la tierra. Pero, como quería tomar el lugar del hombre pecador bajo el juicio de Dios, no podía entrar en el cielo sin pasar por la muerte; por lo tanto, rechazado en la tierra, tomó lugar entre la tierra y el cielo, en la cruz, para atraer a todos los hombres hacia él, el Salvador, a fin de introducir luego en el cielo a cuantos creyeran. La obra de la cruz se cumplía a favor de todos los hombres, no solamente judíos, de modo que todos pueden ir a Jesús y obtener la salvación.

El sitio que Jesús tomó en la cruz está representado por el altar de bronce donde se ofrecían los sacrificios en el desierto. No era en medio del pueblo ni en el tabernáculo, sino entre ambos, en el atrio; allí se hallaba el único lugar donde el pecador podía encontrarse con un Dios que tiene los ojos demasiado puros para ver el mal, y a quien nadie se atrevía a acercarse, pues moría.

Los judíos, al comprender que “levantado de la tierra” indicaba la crucifixión, dijeron a Jesús: “Nosotros hemos oído de la ley, que el Cristo permanece para siempre. ¿Cómo, pues, dices tú que es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del Hombre?” (v. 34). Esta pregunta nos permite ver que, en el fondo, ellos admitían que Jesús era el Cristo, el Mesías, porque entendían que él hablaba de sí mismo, y aplicaban al Hijo del Hombre lo que se dice de Cristo. Pero aún pensaban en un Cristo glorioso, pues aun los que le habían recibido no comprendían que él debía morir. Sin embargo, las Escrituras dicen: “Se quitará la vida al Mesías, mas no por sí” (Daniel 9:26). “Mesías” e “Hijo del Hombre” son dos títulos de la misma persona, pero con atribuciones distintas, como a menudo lo hemos hecho constar. Hablar del Hijo del Hombre es hablar del Mesías rechazado y, en ese momento, ese rechazo iba a consumarse. Sin embargo, los que lo rodeaban aún podían beneficiarse con la presencia de Jesús como luz, para salir de la condición tenebrosa en la que Jesús iba a dejarlos. Fue lo que les dijo, en vez de explicar quién era el Hijo del Hombre: “Aún por un poco está la luz entre vosotros; andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda en tinieblas, no sabe a dónde va. Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz. Estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de ellos” (v. 35-36). Lo que ellos necesitaban no era saber quién era el Hijo del Hombre, sino más bien aprovechar a Aquel a quien tenían ante sus propios ojos, beneficiarse de la luz, como el que nació ciego, al creer en Jesús, el Enviado de Dios, “aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (cap. 1:9). Las tinieblas iban a apoderarse de ellos. Hacia el final de ese día, ellos aún podían aprovechar los últimos rayos del sol a punto de ponerse, en lugar de discutir sobre su persona, porque “estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de ellos”.

En los tiempos parecidos en que vivimos, la luz del Evangelio todavía brilla en este mundo. Pero, en lugar de creer simplemente la Palabra de Dios, se discute su valor; no se cree en su inspiración divina; se quiere explicar lo que se debe creer y lo que se debe rechazar de ella. También se razona sobre la persona de Jesús; se duda de su resurrección, aun de la de Lázaro, y más aún. Mientras tanto, los días transcurren y el límite de la paciencia de Dios se acerca rápidamente. En aquel día la voz de la gracia se callará, y los que no hayan aprovechado la gracia, por haber escogido las tinieblas, serán dejados en ellas. A esas tinieblas, a las que llaman progreso y luz, se las quiere utilizar para aclarar lo que Dios dice por medio de su Palabra. Aunque nos hallamos al final del día en el que la luz del Evangelio de la gracia de Dios brilla, todavía estamos a tiempo para creer, como Jesús dice a los judíos: “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz”. Uno no se salva por su inteligencia, como tampoco por el razonamiento, sino por la fe semejante a la de un niño, la fe en el Salvador, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.

El endurecimiento del pueblo

El versículo 37 dice:

A pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él.

Los milagros que el Señor había hecho tenían el propósito de llevar al pueblo a creer en Él. En el capítulo 15:24 dice: “Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado” (pecado que consistía en rechazar a Cristo). En el capítulo 2:11 está escrito: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él”. Luego siguió haciendo todos los milagros que demostraban al pueblo que ciertamente él era enviado por Dios para su liberación. Algunos creyeron en él a lo largo de su ministerio; pero la nación como tal permaneció en la incredulidad, en la que todavía se encuentra, juicio de Dios pronunciado por Isaías: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?”. No podían creer, porque Isaías dice todavía respecto al pueblo de Israel: “Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón; para que no vean con los ojos, y entiendan con el corazón, y se conviertan, y yo los sane” (véase Isaías 53:1; 6:9-10).

Se objetará que los judíos no podían creer, pues Dios los había endurecido y cegado para que no se convirtiesen. Las profecías que anunciaban esta ceguera, pronunciadas casi ochocientos años antes, no se cumplieron hasta que Dios hubo hecho todo lo que era posible para evitar su ejecución. Había sido muy paciente con este pueblo a través de toda su historia; los profetas, sin cesar, lo habían instado a volverse a Dios. Después de que Isaías pronunció su profecía, el pueblo fue llevado cautivo a Babilonia, luego fue devuelto para recibir al Mesías quien, por fin, apareció tal como había sido anunciado y, como acabamos de ver, hizo todo lo necesario para ser recibido y cumplir las bendiciones prometidas. Mas todo esto fue inútil. “Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él”: he ahí el resultado que Dios obtuvo. Aun cuando el Señor hubiera continuado su ministerio durante un siglo, el resultado hubiera sido el mismo; lo que debía hacerse se había hecho según la medida de Dios, perfecta como todo lo que Dios es y hace, y que no podría ser superada sin menoscabar sus perfecciones. La incredulidad, en adelante, es la porción de este pueblo que permanece sin excusa alguna. Otro vendrá en su propio nombre, dice el Señor en el capítulo 5:43, a ese recibirán, esto es, al anticristo, el cual hará milagros y señales y prodigios mentirosos (2 Tesalonicenses 2:9); incluso, como Elías, hará caer fuego del cielo (Apocalipsis 13:13); le recibirán para su juicio final, porción también de la cristiandad apóstata, cuando el tiempo de la paciencia de Dios haya pasado, lo cual ocurrirá pronto.

El versículo 41 recuerda las circunstancias en que había sido pronunciada la profecía que anunciaba la ceguera judicial del pueblo: “Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él”. En el capítulo 6:1-5 de esta profecía leemos: “En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”. Tal era, pues, Aquel a quien el profeta veía en su majestad, su santidad, Aquel de quien está escrito que los mismos cielos no son puros a sus ojos. El Espíritu de Dios declara, por medio de Juan, que este era el Señor Jesús. “Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él”. Este Jesús rechazado, despreciado, que unos días más tarde sería condenado, azotado, coronado de espinas, crucificado, este Jesús cuya divinidad se niega hoy en día y a quien se cree estimar mucho al llamarle el mejor de los hombres, un modelo, o a quien, por el contrario, se rechaza abiertamente, es el Rey de gloria, Jehová. Así lo presenta el Antiguo Testamento, el Creador de los cielos y la tierra, pero quien revestido de humanidad vino a este mundo, en medio de hombres pecadores y perdidos –tal como Isaías se veía en su presencia gloriosa–, para traer vida, luz y amor. Hombre, pero Dios manifestado en carne, él vino con la más profunda humildad para ser accesible a todos; “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7). Dejó la gloria que hubiera fulminado a quienquiera que hubiera osado acercarse a ella, la luz inaccesible que ningún ojo ha visto ni puede ver. Es Aquel a quien los hombres han rechazado y rechazan todavía, después de haber visto todo lo que podía ser visto para reconocerle en su poder, en su amor; Aquel que se interesaba en todas sus penas y dolores. Por su presentación, la prueba del hombre natural era perfecta; hubiera sido inútil seguir esperando, puesto que su corazón no se dejaba tocar por semejante gracia y no tenía ojos para ver la hermosura del Señor. No era digno de Dios prolongar más esta prueba; por lo tanto, no le quedaba más que aplicar su juicio. Pero, amor supremo, insondable y divino es este Jesús glorioso, maravilloso, rechazado, odiado, quien sufrió el castigo para salvar a este hombre tan odioso a los ojos de Dios a causa de sus pecados.

Oh Jesús, tu amor y tu gracia inefables,
¿Quiénes los exaltarán, si no estos culpables?

Sin embargo, en este último momento, varios de los jefes creyeron en él; “pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (v. 42-43). ¿Cómo era la fe de estos hombres? Aunque era insuficiente para seguir al Cristo rechazado, ¿bastaba ella para ser salvado? Dios lo sabe. Es preciso elegir: Cristo o el mundo; no se puede tener las dos cosas. Moisés había estimado “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:26). Este tendrá lugar el día en que el andar de cada uno sea manifestado, cuando los que buscan la gloria de Dios, que no tiene valor alguno a los ojos de los hombres, reciban su recompensa. Pero, ¡qué día para los que se hayan avergonzado del Señor, prefiriendo la gloria de los hombres que le rechazaron cuando vino a este mundo y para quienes todavía hoy no tiene atractivo alguno! Para los que permanecen aún indecisos en cuanto a seguir a Jesús, hoy es el momento de vencer los obstáculos que se encuentran en su camino, porque pronto será demasiado tarde.

El último llamado del Señor

Antes de terminar su ministerio público, Jesús hizo todavía un llamado que resume todo el evangelio tal como Juan lo presenta.

Jesús clamó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió; y el que me ve, ve al que me envió (v. 44-45).

En tres circunstancias importantes oímos a Jesús clamar en este evangelio:

1)  En el capítulo 7:37: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”.
  Solo a Jesús se debe ir, porque no hay recurso en ninguna otra
  parte.

2)  Junto al sepulcro de Lázaro (cap. 11:43). Jesús clamó, y su
  poderosa voz penetró en el dominio de la muerte.

3)  Y aquí afirma por última vez lo que vino a hacer en el mundo
  y cuáles serán las consecuencias para los que le rechacen.

Afirma otra vez su identificación con Dios, su Padre. Al creer en Jesús y verle, uno cree y ve a Aquel que le envió, esto es, a Dios mismo. En el versículo 46 Jesús recuerda que él es la luz venida a este mundo, para que todo el que crea no permanezca en las tinieblas. En el versículo 47 dice que ha venido, no para juzgar, sino para salvar al mundo. En los versículos 48 a 50 muestra la gravedad de rechazarle y no recibir sus palabras, porque en el último día la palabra que Jesús ha hablado juzgará al que no haya creído. El motivo de condenación será la palabra que hubiese dado la salvación, la del Padre, porque el Señor no había hablado por sí mismo. Su Padre, quien le había enviado, le había mandado lo que debía decir y cómo debía decirlo, de modo que todo lo que él había dicho y hecho era la expresión de Dios mismo en gracia; porque el propósito de Dios en todo lo que el Hijo había dicho y hecho de su parte era “la vida eterna”. Jesús termina diciendo: “Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho” (v. 50). ¡Qué terrible responsabilidad para todo el que no cree la Palabra que trae a los hombres la vida eterna! En el día del juicio será terrible encontrarse en presencia del Salvador con el recuerdo de haberle visto y oído, o de haber conocido, por la Palabra de Dios, sus palabras y hechos que instaban a creer en él para no ser condenado.

El servicio del Señor para el mundo termina con este capítulo 12. En los capítulos 13 a 17 tenemos sus enseñanzas a los discípulos en vista de su partida; no queda nada para el mundo, sino solo su condenación.