Capítulo 5
Junto al estanque de Betesda
“Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén” (v. 1). Los capítulos 5, 6 y 7 comienzan con estas palabras: “Después de esto”, o “después de estas cosas”, refiriéndose a cosas que son revelaciones importantes de los pensamientos de Dios traídos por el Señor. Estas verdades, siempre presentadas en contraste con la ley y el estado del hombre bajo esta ley, forman el tema particular de los capítulos 4 a 10.
En el capítulo 4 vimos a Jesús dando a conocer a Dios como Aquel que da y que busca adoradores. Estos, a su vez, le conocen como el Padre que se manifiesta en Cristo, el Salvador del mundo, y no solamente de los judíos. En el capítulo 5 se ve a Jesús como el Hijo de Dios que vivifica al hombre muerto en cuanto a Dios. En el capítulo 6 tenemos a Jesús, el Hijo del Hombre, el pan de Dios venido del cielo para dar vida al mundo, lo cual requería su muerte. Por eso es necesario alimentarse de su carne y beber su sangre para tener vida eterna, esto es, creer en un Cristo muerto. Todas estas verdades fundamentales del cristianismo constituyen “estas cosas”, reveladas en orden en este evangelio.
Jesús subió a Jerusalén. No sabemos qué fiesta celebraban. Pero el Señor encontró un triste cuadro del estado del pueblo. Había “cerca de la puerta de las ovejas (para esta puerta, véase Nehemías 3:1; 12:39), un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos. En estos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua” (v. 2-3). Dicha multitud expresaba bien el estado del pueblo judío, semejante al de todo hombre ante Dios. Ya hemos mostrado que cada una de las enfermedades que el Señor sanaba era figura de un aspecto del estado del hombre caído: la incapacidad de andar, de ver, de hablar, de oír, según el pensamiento de Dios. Sabiendo que su pueblo estaba sujeto a todas estas enfermedades, Dios se había presentado a él como el que sana (Éxodo 15:26; Salmo 103:3). Fiel a lo que él es y pese a toda la infidelidad del pueblo desde el principio, Dios todavía obraba en misericordia respecto a este (Betesda significa “casa de misericordia”) enviando, en ciertas épocas, un ángel para mover el agua de este estanque. “Y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese” (v. 4). Dios se sirve de los ángeles como agentes a favor de su pueblo terrenal bajo el régimen de la ley. Son “espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” (Hebreos 1:14). Actualmente Dios también los emplea a favor de los suyos. Si todos estos lisiados representaban el estado en el cual el pecado ha colocado al hombre, había uno, entre todos, que tipificaba de modo particular el estado del hombre bajo la ley. Era un desgraciado, lisiado desde hacía treinta y ocho años. ¿Por qué, pues, pese a hallarse tan cerca de un medio de curación tan seguro, permanecía en el mismo estado sin aprovecharlo? Porque el remedio que la bondad de Dios ofrecía exigía fuerza por parte de aquel que quería valerse de ese recurso. Ahora bien, lo que precisamente caracterizaba la enfermedad de ese desdichado era la ausencia de fuerza. Así como su estado es el de todo hombre bajo la ley, el medio de curación de Betesda ilustra esta ley. Por medio de ella Dios exigía del hombre: “Haz esto, y vivirás”, pero nadie ha podido cumplirlo. El pecado quitó a todo hombre la capacidad de hacer el bien, a pesar de todas sus pretensiones, e incluso sus buenos deseos. Dejar al hombre al lado de este medio sin intervenir de otra manera a su favor significaba su perdición eterna. Para sacarlo de allí se necesitaba un poder que operase fuera de él. Esto hizo Dios al enviar a su Hijo a este mundo. Viendo a este hombre acostado allí, y sabiendo “que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano? Señor, le respondió el enfermo, no tengo quién me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo” (v. 6-7). Esta respuesta resume con exactitud su triste condición. No solo él mismo era incapaz, sino que tampoco encontraba ayuda en los que lo rodeaban, porque todos tenían bastante que hacer por su cuenta. Del mismo modo, el hombre natural no puede cumplir la ley (Romanos 8:7) y no encuentra a nadie para ayudarle, pues todos carecen de esa capacidad; por tanto en la tierra no hay recurso alguno. Esta demostración fue hecha por Dios durante los cuatro mil años de prueba que precedieron la venida de Cristo a este mundo, la cual tuvo lugar, como dice el apóstol en Romanos 5:6, “a su tiempo”, “cuando aún éramos débiles”. El terreno estaba dispuesto para el despliegue del poder de Dios en gracia.
Jesús dijo al enfermo:
Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo (v. 8-9).
Uno podía esperar que Jesús ofreciera su ayuda a este hombre. Dios había favorecido a su pueblo de todas las formas posibles; lo había puesto en condiciones materiales excepcionales, le había dado su ley, había habitado en medio de él, le había enviado sus profetas, pero ninguna de estas circunstancias favorables había dado resultado alguno; así quedaba demostrada la incapacidad del hombre. En cuanto está colocado bajo una responsabilidad, fracasa en todo. Por eso vino Jesús, para cumplir todo a favor del hombre incapaz. Para este paralítico no bastaba solo la ayuda del Salvador; por eso no le «ayudó», como tampoco quiso enseñar a Nicodemo bajo la ley (cap. 3). Dios no puede servirse del hombre natural, porque en él no hay nada servible. Todo movimiento, todo poder, debe venir de Dios. Su palabra, por ser la Palabra de Dios, basta para comunicar la fuerza de la cual carece totalmente todo pecador. “Al instante aquel hombre fue sanado”. Lo mismo se aplica respecto a la conversión de un alma. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. ¿Por qué? Porque es Dios quien lo dice. Tiene fuerza, como la tuvo el paralítico para levantarse, andar y llevar su cama.
¡Qué gracia más maravillosa, de parte de Dios, es el don de su Hijo! Sin su venida todos pereceríamos lejos de él. ¡Esto debería inducir a aquellos que aún buscan en sí mismos alguna fuerza o bien, a apartar sus pensamientos de ellos mismos para fijarlos en Jesús! Aún hoy Dios dice a cada uno: “¿Quieres ser sano?”. Él mismo trae, por medio de su Palabra, lo necesario para sanar la terrible mordedura del pecado y para vivificar, como lo vemos a lo largo de este capítulo.
Los judíos y el sábado
Jesús había obrado esta sanidad un día de reposo; por tanto los judíos, viendo al paralítico llevar su cama, le dijeron: “No te es lícito llevar tu lecho”. El sábado, como lo hemos dicho varias veces en nuestras meditaciones precedentes sobre los evangelios, era la señal del pacto de Dios con su pueblo terrenal (Éxodo 31:13). Por ese medio Dios mostraba su deseo de hacer participar al pueblo de Su descanso. Pero este descanso implicaba la obediencia a los mandamientos de Dios; nadie podía disfrutar de él de otra manera. Se podía observar el sábado, pero no su verdadero significado. Mientras el pecado estaba allí, quitaba al hombre el verdadero descanso, aunque este quería descansar con el pecado. El hombre todavía busca este reposo, pero no puede obtenerlo sin Cristo, sin la actividad del amor del Padre y del Hijo, como lo veremos más adelante. Dios es amor y quiere la felicidad de su criatura; encuentra su satisfacción en hacerla feliz, y en esto trabaja ahora.
El hombre sanado respondió a los judíos: “El que me sanó, él mismo me dijo: Toma tu lecho y anda”. Los judíos querían saber quién le había dado esa orden. No le preguntaron: ¿Quién te ha sanado? Como eran duros de corazón, poco les importaba que ese hombre hubiera sido sanado o no, con tal que se observase el sábado. Estos judíos orgullosos comprendían bien que, si se hacía a un lado el sábado, así como todo el sistema al que pertenecía, también lo serían ellos. Era, pues, su condenación; por eso se aferraban tanto al sábado y a las ordenanzas legales que les daban alguna importancia.
El paralítico no sabía a quién debía su curación. Jesús se había retirado en el acto, por causa de la muchedumbre. Pero lo volvió a encontrar en el templo, y le dijo: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (v. 14). Sabemos que los judíos, estando bajo el gobierno directo de Dios, llevaban como castigo la paga de sus pecados; Jesús deja, pues, a este hombre bajo tal gobierno. Esta curación no incluía el perdón eterno de sus pecados; pero podemos pensar que lo obtuvo más tarde, después de haberse relacionado con Jesús de manera tan maravillosa.
Cuando supo quién lo había sanado, fue a decirlo a los judíos, quienes persiguieron a Jesús y procuraron matarle. Este hombre probablemente no había imaginado las consecuencias de ese acto; a causa de su miserable y aislada existencia, sin duda ignoraba con qué odio los judíos perseguían a Jesús.
El trabajo del Padre y del Hijo
Jesús respondió a los judíos: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (v. 17). ¡Preciosa declaración! Dimana del amor infinito de Dios, quien se revela como Padre en su Hijo muy amado. Puesto que todo el trabajo del hombre es vano, si no es para llevarle al juicio, Dios obra para sacarle de su estado de pecado.
Después de los seis días de la creación, Dios vio que todo lo que había hecho “era bueno en gran manera”, y descansó el día séptimo. Pero cuando el pecado entró, todo se estropeó. El hombre, obra maestra de la creación, cayó en el sufrimiento y la muerte; por consiguiente no hubo reposo ni felicidad. Dios hubiese podido aniquilar todo lo que había creado, para quitar de delante de sí al hombre y la creación manchada; pero esta primera creación era provisional; Dios tenía en vista unos cielos nuevos, una tierra nueva y hombres perfectos para habitarla eternamente. Por eso tuvo que volver a obrar. No podía descansar viendo sufrir al hombre, incapaz de salir de la terrible condición en la cual el pecado lo había colocado. Su amor quería hacerle feliz. He ahí la obra que el Hijo efectuaba en comunión con su Padre, quien no le permitía permanecer inactivo el día sábado. No podía disfrutar del descanso en medio de una escena de pecado y sufrimiento. Una vez cumplida la obra de Dios, cuando todos los santos sean introducidos en su “reposo” (Hebreos 4:3, 9-11), Dios “descansará en su amor” (Sofonías 3:17, V. M.). Todos cuantos se hayan beneficiado con ello se encontrarán en el estado definitivo y eterno, introducidos en el reposo de Dios.
En vez de alegrar a los judíos, la respuesta de Jesús creó un motivo nuevo para tratar de matarlo, porque “no solo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios” (v. 18). Ellos habían llegado, con razón, a la conclusión de que, si Jesús llamaba a Dios su Padre, era o pretendía ser una sola cosa con él. Como respuesta a su indignación, Jesús expone toda la verdad en cuanto a su unión con su Padre y respecto al trabajo que cumplía. Si por un lado Jesús era verdaderamente Dios manifestado en carne, por otro también obraba en la dependencia de Dios. El Padre y el Hijo, aunque distintos, no eran dos personas independientes. El Hijo, expresión del amor del Padre, hacía, en perfecta obediencia, lo que el Padre le prescribía. Les dice: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente” (v. 19). De esta manera las obras del Hijo, igual que sus palabras, son las del Padre; ello agravaba la culpabilidad de los judíos, quienes no recibían a Jesús. Muchos pasajes presentan esta unidad de acción del Padre y del Hijo (entre otros: v. 36, cap. 7:17; 8:26-29; 10:25, 37-38; 14:10-11, etc.). Jesús prosigue en estos términos:
El Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace; y mayores obras que estas le mostrará, de modo que vosotros os maravilléis (v. 20).
Jesús acababa de sanar al lisiado de Betesda; pero aún estaba lejos de ser todo lo que el Padre quería que fuera, porque este hombre sanado permanecía sujeto a la ley y bajo las consecuencias del pecado. Se necesitaba una liberación mayor que esa a favor del hombre perdido, una obra que asombraría a los judíos: la resurrección de Lázaro la manifestó. “Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida. Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió” (v. 21-23). Los judíos no podían negar que Dios tenía poder para dar vida a los muertos, puesto que creían en la resurrección en el día postrero. Por tanto el Hijo, siendo uno con el Padre, también vivificaba a quien quería. Además los judíos sabían que habría un juicio; pero debían aprender que este sería ejercido por el Hijo, a quien ellos despreciaban, porque el Padre le había entregado todo el juicio, para que todos honrasen al Hijo como al Padre. Los judíos pretendían honrar a Dios rechazando a su Hijo, quien era uno con el Padre. Dijeron al ciego que había recuperado la vista: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es pecador” (cap. 9:24). Antes de la venida de Jesús, los judíos honraban a Dios, objeto de su culto; lo conocían como el único Dios verdadero, pero solo de labios y con corazones muy alejados de él, como lo dice en Isaías 29:13. Desde que Jesús manifestó en la tierra a Dios Padre, no se podía honrar al Padre sin honrar al Hijo, puesto que el Padre y el Hijo son uno. Hoy todavía se concede a Dios la divinidad, la omnipotencia, la infinita sabiduría, pero se niegan estas cosas al Hijo, aunque se le pone a la cabeza de los hombres destacados. Esa clase de honra muestra un desprecio tanto al Padre como al Hijo. Todos tendrán que doblar las rodillas ante él: “… para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla” (Filipenses 2).
Hay dos maneras de honrar al Hijo. Se puede creer en él durante la época de la gracia. Los judíos de aquel entonces, al igual que los hombres de hoy, ponían como excusa la humillación en la cual el Hijo de Dios vino a este mundo, para negarle el título y la honra que se le debía. Pero los que creen en él durante este tiempo reciben la vida y la paz; como tienen el corazón lleno de amor hacia el Hijo, le honran, se someten a él, le adoran, le atribuyen todas las glorias que posee y de las cuales es digno en este tiempo y por la eternidad. Pero los que no creen en él y discuten la divinidad de su persona, permanecen en sus pecados y serán obligados a honrarle un día. Doblarán las rodillas delante de él en el día del juicio (Filipenses 2:10-11).
Lector, ¿cómo desea usted honrar a Jesús? El versículo 24 nos dice cómo formar parte de aquellos que honran al Hijo como Salvador desde ahora:
De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.
Es necesario, pues, oír la palabra de Jesús, la de Dios Padre, y creer, no simplemente en Dios, sino en Aquel que envió a su Hijo al mundo, cuando vio que el hombre era incapaz de ser salvo por cualquier otro medio. Es necesario creer en el Dios que amó de tal manera “al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. Fíjese bien que no se trata de creer en él, sino de creer a Dios: creer lo que él dice y lo que hace. Creer en Dios es creer que existe; todos los judíos lo creían, pero esto no es lo que salva. El que oye y cree entra en posesión de tres cosas: tiene vida eterna, en contraste con la vida perecedera del hombre caído; en consecuencia, no entra en juicio, porque posee la vida con la cual no se puede vincular ningún pecado, ya que Jesús soportó el juicio en su lugar; y en tercer lugar, ha pasado de muerte a vida. Porque el hombre culpable no solo debe ser juzgado, sino que moralmente está muerto para Dios, muerto en sus delitos y pecados. La gracia de Dios ha respondido plenamente a todas las necesidades de nuestro miserable estado.
¿Cómo no creer, ya que esta sencilla fe nos asegura semejantes títulos para la eternidad?
La hora actual
Acabamos de ver que la tercera cosa que obtiene la fe es pasar de la muerte a la vida. En el versículo 25 el Señor dice cuándo puede tener lugar este cambio:
De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán.
Esta hora, la del tiempo de la gracia, empezó cuando Jesús estuvo en la tierra, y se extiende hasta su próxima venida. Durante este tiempo, los que para Dios están moralmente muertos –situación de todo hombre no convertido– y oyen la voz del Hijo de Dios, son vivificados y pasan de muerte a vida. “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (v. 26). Esta obra del Hijo se cumple todavía hoy, gracias a Dios, con perspectivas de conversión para todo el que oye la voz del Salvador. Uno puede razonar y decir: «¿Cómo puede el hombre ser responsable para creer, ya que está muerto?». Si solo fueran palabras humanas, ciertamente quedarían sin efecto; pero la palabra del Hijo de Dios puede ser oída por los muertos y darles vida, porque es palabra divina. Por eso Pablo dice a Timoteo: “Te encarezco… que prediques la Palabra” (2 Timoteo 4:2). Toda persona puesta en contacto con la Palabra de Dios puede ser salva. De ahí la importancia de predicar la Palabra de Dios, de hacer oír la voz del Hijo de Dios y no palabras de sabiduría humana, lo cual resalta la importancia que tiene escuchar y creer.
Si Dios ha dado a su Hijo potestad en la tierra, también le ha dado autoridad para juzgar, porque es el Hijo del Hombre. Tiene derecho sobre todos los hombres; vivifica a los que oyen y creen y, por consiguiente, juzgará a los que no quieren creer. Jesús juzgará como Hijo del Hombre porque se humilló y sufrió el desprecio en su naturaleza humana. Los hombres sacaron partido de su humildad, de su dulzura, de su mansedumbre, de su gracia, para humillarle más que a ninguna otra persona. Su Padre quiere que sea glorificado en la naturaleza en la cual conoció la humillación. Ejercerá juicios cuando haya acabado la actual obra de vivificación de los muertos; aparecerá en su gloria como Rey de reyes y Señor de señores para el juicio de los vivos y, después del reinado milenario, se sentará sobre el gran trono blanco para juzgar a los muertos.
La hora venidera
Después de la hora actual de la gracia, en la cual los que oyen la voz del Hijo de Dios están vivos, viene otra hora: la de la resurrección de todos los que están en los sepulcros. “No os maravilléis de esto” –dice Jesús–, “porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”. Era asombroso ver a Jesús resucitar a Lázaro y vivificar a los muertos; pero se acerca la hora cuando el mismo poder hará salir de los sepulcros a todos los muertos. Fijémonos en que no dice, como en el versículo 25, que los que hayan oído la voz vivirán, sino que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo del Hombre y saldrán. Hoy, cuando se predica el Evangelio, los que lo oyen y creen viven una nueva vida; los que no creen permanecen en su estado de muerte para Dios; continúan su vida “siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire” (Efesios 2:2); siguen ocupándose en sus cosas como si Dios jamás les hubiera hablado, incluso como si no existiese, y finalmente su vida en la tierra terminará con la muerte del cuerpo. En la hora que viene nadie podrá evitar los efectos de la voz del Hijo del Hombre. Todos los que estén en los sepulcros saldrán. Será día de gloria para los que hayan muerto en Cristo; semejantes a su Salvador, ellos entrarán en la gloria eterna. Pero será día espantoso para los que no hayan querido escuchar la voz del Hijo de Dios y hayan despreciado la gracia, prefiriendo los placeres efímeros de este mundo, por los cuales habrán cambiado una eterna felicidad. Una vez entrados en la muerte, convencidos de que todo se acaba con la vida actual, en el hades ya no se hacen ilusiones; saben que su suerte está fijada para la eternidad, en las tinieblas de afuera, esperando salir tan pronto se oiga la voz poderosa del Hombre Jesús, a quien despreciaron, para ser juzgados por él.
Los resucitados se dividen en dos clases: los que han practicado el bien y los que han hecho el mal. Los primeros saldrán para resurrección de vida, los otros para resurrección de juicio. Para practicar el bien, es preciso tener la vida de Dios, que se obtiene al oír y creer la Palabra vivificadora del Hijo de Dios. Sin esta vida es imposible hacer lo que es llamado “lo bueno” en el día de la condenación. Uno puede hacer muchas cosas buenas sin tener la vida de Dios; pero solamente se puede hacer “lo bueno”, lo que cuenta en el día del juicio, si se posee la vida divina; solamente ella lo produce. Los que han hecho lo malo son aquellos que no poseen esta vida; la rechazaron porque se consideraban buenos tales como eran. Han olvidado que la medida del bien y del mal está en Dios, quien es luz. La Palabra de Dios trae esta luz al alma, a fin de que cada uno comprenda su estado de pecado y se beneficie con la gracia que da la vida. Lo malo es todo el fruto de la vieja naturaleza, así como lo bueno es el fruto de la nueva.
Si, de la resurrección, uno solo conociera lo que dicen los versículos 28 y 29, podría creer, como muchos lo hacen, que todos resucitarán en el mismo momento, y que entonces se hará una selección de los justos y de los injustos ante el tribunal. Así sucederá en el juicio del cual habla Mateo 25:31-46. El Señor juzgará a aquellos a quienes encuentre vivos cuando venga para reinar.
No obstante, la resurrección de vida está separada de la del juicio por un período de por lo menos mil años. Los justos salen de sus tumbas en primer lugar; por eso se dice, respecto a su resurrección, que es de entre los muertos, hecho absolutamente nuevo aun para los discípulos, quienes, como buenos judíos, creían en una resurrección general en el día postrero.
Por los escritos del apóstol Pablo sabemos que la primera resurrección se efectuará en varias etapas. En 1 Corintios 15, que solo trata de la primera resurrección, está escrito: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (v. 22-23). Cristo, el primero, ha resucitado de entre los muertos. Él obtuvo la victoria sobre la muerte después de haber sufrido el juicio en lugar de todos los que tomarán parte en la primera resurrección. Él se ha sentado a la diestra de la majestad en el cielo, esperando levantarse para resucitar a los santos dormidos y transformar a los vivientes (1 Tesalonicenses 4:15-18). A partir de ese momento y hasta la aparición de Cristo en gloria para establecer su reinado, todavía morirán creyentes de entre los judíos y los gentiles, fieles en medio de esos tiempos terribles de persecuciones para el remanente creyente. En la venida gloriosa de Cristo serán resucitados para reinar con él. Por eso el apóstol Pablo dice: “los que son de Cristo en su venida”, la cual será con la Iglesia y los santos dormidos, o sea, su venida en gloria. En relación con esta última fase de la resurrección de entre los muertos es llamada la primera:
Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre estos
(Apocalipsis 20:6).
Notemos, además, que la primera resurrección termina al principio del reinado de Cristo, porque durante el milenio ya no mueren los justos; en aquel momento “sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54). Los que mueran durante el reinado de Cristo serán los malvados: “De mañana destruiré a todos los impíos de la tierra” (Salmo 101:8).
Ese gran poder lo ejercerá el Hombre a quien los judíos querían matar porque no observaba el sábado y decía que Dios era su Padre. Y, efectivamente, lo mataron colgándole en el madero maldito de la cruz. Pero, ¡qué momento para todos esos miserables cuando deban comparecer en juicio ante Él! Después de haberle despreciado como Salvador, deberán honrarle como Juez igual a Dios y reconocer la justicia de su eterna condenación.
Dios quiera que todos los lectores de estas líneas le honren ahora creyendo en él, y le adoren ya como Salvador y Señor, esperando hacerlo en la gloria con todos los redimidos.
El cuádruple testimonio dado a Jesús
Jesús siguió afirmando que toda la realidad de su ministerio dimanaba de su absoluta dependencia de su Padre, cuya voluntad siempre hacía. De esta forma, rechazándole a él, se rechazaba al Padre quien le había enviado. Y como el conocimiento del Padre era el de Dios en gracia para dar la vida al pecador perdido, al rechazar a Jesús uno queda eternamente bajo las consecuencias de sus pecados.
Jesús dice a los judíos: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (v. 30-31). La dependencia del Señor, el Hombre perfecto, es presentada de manera conmovedora cuando dice: “No puedo yo hacer nada por mí mismo”. Sin embargo, él sabía que era uno con el Padre, el Hijo eterno de Dios, Creador de los cielos y de la tierra. Él quiso revestirse de humanidad para revelar a Dios como Padre y realizar la posición del hombre perfecto, la dependencia respecto de su Dios y Padre, para cumplir su voluntad:
He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad
(Hebreos 10:7).
Y lo hizo por obediencia, a fin de buscarnos en la muerte en la cual nuestra desobediencia nos había hundido.
Frente a la decisión de los judíos de no reconocerle como Hijo de Dios, no quiso dar testimonio de sí mismo (v. 31); pero invocó cuatro testimonios dados a su respecto. El primero (v. 32-35) es el de Juan el Bautista. No era que buscase el testimonio del hombre para su propia satisfacción, sino que se trataba de salvar a los hombres (v. 34). Les recuerda que habían enviado mensajeros a Juan (Juan 1:19-28) para preguntarle si él era el Cristo, y que Juan les había respondido negativamente, añadiendo que había uno en medio de ellos, desconocido por todos, cuya correa de la sandalia él no era digno de desatar. Aquel era el Cristo y, cuando fue manifestado, declaró que ese era “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, luego declaró que Jesús era “el Hijo de Dios”. A su vez Jesús dio testimonio respecto de Juan, diciendo: “Él era antorcha que ardía y alumbraba; y vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo en su luz” (v. 35). El pueblo se regocijaba al verse honrado por la presencia de un profeta, porque desde Malaquías –hacía unos cuatrocientos años– no había habido ninguno; pero aquel profeta anunciaba al Mesías y había sido enviado inmediatamente antes que él para presentarle al pueblo. Tal era el objeto de su ministerio, y no el de dar ocasión al pueblo de gloriarse a causa de él en medio de su estado de pecado. Así es que, para aprovechar el ministerio de Juan, era necesario recibir a Jesús, no solamente como Mesías, sino como Hijo de Dios. A pesar de este testimonio tan evidente, se negaban a recibirlo.
El segundo testimonio es el de las obras que Jesús cumplía: “Mas” –dice Jesús– “yo tengo mayor testimonio que el de Juan; porque las obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado” (v. 36). Lo que Jesús hacía, nadie más podía hacerlo; todas sus obras llevaban el sello divino de amor y de poder. Los dos milagros cumplidos en Caná (cap. 2 y 4), la curación del paralítico de Betesda y todos los demás testificaban que Jesús era el enviado del Padre, que dependía de él y era uno con él.
El tercer testimonio es el del Padre mismo: “También el Padre que me envió ha dado testimonio de mí” (v. 37). En el bautismo de Jesús se oyó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). En el capítulo 12:30, cuando en respuesta a la oración de Jesús la muchedumbre cree oír un trueno o la voz de un ángel, les dice: “No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros”. Hablando de su Padre, el Señor dice a los judíos: “Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto, ni tenéis su palabra morando en vosotros; porque a quien él envió, vosotros no creéis” (v. 37-38). Si hubiesen tenido su Palabra morando en ellos, sin ver a Dios, lo cual es imposible, le habrían reconocido en todo lo que Jesús era. “A Dios nadie le vio jamás”, había dicho en el capítulo 1:18; “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”. Al no creer a Jesús, ni el testimonio dado por el Padre, ellos quedaban fuera de los efectos de la venida de Jesús en gracia y, en consecuencia, bajo el juicio eterno de Dios.
Las Escrituras presentan el cuarto testimonio. Jesús les dice:
Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida (v. 39-40).
El gran tema de la Palabra es el Hijo de Dios. Pretender recurrir a esta Palabra y rechazar a Cristo como Hijo de Dios es absolutamente vano. Si el Señor no venía al mundo, todo lo que Dios quería respecto a la salvación del hombre no podía cumplirse: verdad importante que deben meditar los que hoy en día pretenden tener cierta fe en la Palabra de Dios, por lo menos en parte, y al mismo tiempo no creen en la divinidad de Cristo. Igualmente no se puede tener ningún verdadero conocimiento de la Palabra si no se ve que Cristo es el gran tema de ella (Lucas 24:25-27, 44-45). La Palabra conduce a Cristo, el Salvador, y es Salvador porque es Hijo de Dios. Aquel en quien no se produce este resultado permanece en su estado de perdición. Es necesario ir a Jesús para tener la vida; si alguien se niega a hacerlo, está perdido. Observemos que Jesús dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida”. Todos los que se pierdan se perderán por su propia voluntad, porque Dios ha hecho todo lo necesario para que cada uno pueda saber que el medio de salvación está en su Hijo Jesucristo, enviado por él al mundo. Frecuentemente se oye decir: «No puedo creer». Falaz pretexto para disculpar su determinada voluntad de no someterse a la Palabra de Dios. Los que emplean este lenguaje mostrarían mayor rectitud si dijeran: «No quiero creer». Nadie será juzgado por no haber podido creer, sino por no haber querido creer.
Las consecuencias que se derivan de negarse a recibir a Jesús
Jesús había venido de parte de su Padre y, como acabamos de ver, el pueblo no había carecido de testimonios para recibirle con plena confianza; pero los judíos no lo querían. Como juicio, Jesús les anuncia que vendrá otro en su propio nombre y que a ese sí recibirán (v. 43). Aquel hombre, el anticristo, se levantará de entre los judíos incrédulos que hayan vuelto a su país, y será rey. Responderá plenamente a los pensamientos de los judíos apóstatas. Les traerá cosas que satisfarán las necesidades de sus corazones naturales, llenos de tinieblas y errores, y que les convendrán más que la palabra de Jesús, la verdad que les juzgaba. Hará grandes milagros por el poder de Satanás; estos serán reconocidos; en cambio, los que Jesús hacía en Nombre de su Padre los atribuían a los demonios. ¡Qué terrible consecuencia negarse a recibir al Señor! A ello se expone el mundo cristianizado, el cual, en el mismo tiempo, después del arrebatamiento de la Iglesia, también será envuelto por este poder engañoso para creer la mentira:
Por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos… a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia
(2 Tesalonicenses 2:10-12).
Lo que impide creer
Jesús les dice todavía:
¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?
No pensamos, a primera vista, que lo que impide creer es la búsqueda de gloria o de aprobación ajena; pero cuán cierto resulta esto. Los hombres nunca podrán aprobar los pensamientos de Dios; les son extraños y, sobre todo, los condenan, lo cual ellos comprenden perfectamente. Al hombre le gusta que se diga lo bueno de él; Dios no lo hace en absoluto; le dice que está perdido, pero le envía un Salvador. Ahora bien, como esto le quita importancia a sus propios ojos y a los ojos de sus semejantes, cuyos elogios busca, no lo admite. Entonces no cree a Dios, porque al hacerlo atrae sobre sí la desaprobación de los hombres, pues sabemos que la conversión no es el medio para ser bien visto en este mundo. En cambio, si uno busca la gloria que viene solo de Dios, su aprobación, ¡con qué felicidad recibirá sus palabras! Si en primera instancia estas juzgan al pecador mostrándole su triste estado, ello es con el fin de llevarle al Salvador e introducirle en el favor de Dios, dándole vida eterna y paz.
En el versículo 41 Jesús dice: “Gloria de los hombres no recibo. Mas yo os conozco, que no tenéis amor de Dios en vosotros”. Jesús solo recibía gloria de su Padre, cuya voluntad hacía, buscando siempre la gloria del mismo. Debemos hacer igual en todo y permanecer al margen de la opinión ajena: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Si tenemos en nosotros el amor de Dios, podemos obrar de esta forma, porque el amor siempre conduce a hacer lo que agrada al que amamos. Los judíos no tenían el amor de Dios en ellos; para eso se requiere tener la vida de Dios. Cuando uno posee esta vida, aprecia lo que es de Dios, lo que le agrada, y puede rechazar lo que viene de los hombres. Unas disposiciones totalmente contrarias animaban a esos miserables judíos y a aquellos que no poseen la naturaleza divina.
La Palabra escrita
Los judíos se jactaban de Moisés; esperaban en él, les dice Jesús; pero en el día del juicio será Moisés quien los acusará: “Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él” (v. 46). Moisés había dicho, entre otras cosas: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare” (Deuteronomio 18:18). Los versículos que siguen pronuncian el juicio sobre aquellos que no le escuchen.
Jesús también les dice: “Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (v. 47). Ya que los judíos no creían la Palabra escrita, inspirada por Dios, Jesús no se asombra de su incredulidad respecto a él. No era que sus palabras, las de su Padre, no fuesen de fuente y de autoridad divinas; pero él estableció la diferencia entre lo que está escrito para aplicarse en todo tiempo y la palabra hablada que tiene su valor solamente en el instante en que es pronunciada. Todo lo que Dios ha dicho a los hombres, por el medio que sea, tiene un valor divino; nada de ello ha de ponerse de lado. Pero no todo nos ha sido relatado; lo que lo ha sido y está consignado en los diversos libros de la Biblia constituye las Escrituras divinamente inspiradas. A través de ellas Dios nos ha revelado su pensamiento respecto a todo y para todos los tiempos. Todas las palabras de Jesús, referidas en las Escrituras, forman parte de la revelación de Dios, como “los escritos” de Moisés y todo lo que estaba escrito en aquel momento:
Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre
(Juan 20:31).
Todas las palabras, todos los hechos de Jesús, eran perfectos, divinos, conformes a los pensamientos de Dios, y constituían el testimonio dado por él. Pero de eso no se nos refiere nada más que lo que sirve para la revelación de los pensamientos de Dios en todos los tiempos. Juan dice que si las cosas que Jesús hizo “se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (cap. 21:25).
Somos dichosos de poseer la Palabra escrita, palabra segura, divina, completa, a la cual no hay que añadir nuevas revelaciones, como algunos lo pretenden hoy. Ella es “la verdad”. La verdad, se ha dicho, «es toda la verdad y nada más que la verdad».
El apóstol Pablo recibió las revelaciones de Dios para completar su Palabra (Colosenses 1:25-26). El Antiguo Testamento nos revela los caminos de Dios para con los hombres, y anuncia a Cristo como único medio de bendición para la tierra y los cielos, puesto que toda la actividad del hombre solo conduce al juicio. Los Evangelios presentan la persona y la obra del Cristo prometido; Pablo recibió las revelaciones concernientes a la Iglesia, la Esposa de Cristo, tema no revelado en el Antiguo Testamento. Después de que Jesús subió al cielo, también dio a Juan la revelación de los juicios por los cuales entrará en su reinado, asimismo la del juicio final y de todo lo que sucederá hasta la introducción de los nuevos cielos y la nueva tierra.
Dios nos ha comunicado, pues, todo lo que necesitamos saber hasta el momento en que seamos introducidos en la gloria. No se puede alterar impunemente nada de su Palabra (Apocalipsis 22:18-19). Esta es “inspirada por Dios” (2 Timoteo 3:16). No fue escrita por voluntad de hombre, “sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21).
Toda pretensión de dar cabida a nuevas revelaciones viene de Satanás, el enemigo, el asesino y mentiroso, quien continúa la obra que comenzó cuando dijo al primer hombre: “¿Conque Dios os ha dicho…?” (Génesis 3:1), para poner su palabra en lugar de la de Dios, palabra que, por desgracia, se escuchó y sigue siendo escuchada por aquellos que no se ciñen a lo que está escrito en la Palabra de Dios. Bendigamos a Dios por habernos conservado su Palabra para nuestra bendición presente y eterna, a pesar de todos los esfuerzos del enemigo para destruirla. Y creamos todos en ella con la sencillez de un niño.