Capítulo 1
El Verbo
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios” (v. 1-2).
Jesús es llamado “el Verbo”, la expresión perfecta del pensamiento de Dios. Este Verbo tomó forma: “fue hecho carne” (v. 14). Vino como hombre accesible a los demás mientras estuvo en la tierra, al cual veremos en la gloria por la eternidad. Los evangelios de Mateo y Lucas nos cuentan cómo ocurrió esto, misterio insondable para todos, excepto para Dios mismo. En vez de hablar del nacimiento de Jesús, Juan nos dice lo que era eternamente, antes de su venida a este mundo, antes de toda otra cosa que tuvo un principio, esto es, antes de los ángeles, de los cielos y la tierra. Cuando lo creado tuvo su principio, ya existía el Verbo. “En el principio era el Verbo”. Este Verbo “era con Dios”, por tanto, distinto de Dios; pero “era Dios”. Por estas declaraciones sabemos que, desde la eternidad, la persona del Señor Jesús, el Hijo de Dios, existía; no tuvo nunca un comienzo. Si bien era Dios en cuanto a su naturaleza, era distinto de Dios como persona. Si podemos hablar de un principio en cuanto a Jesús, ello tan solo concierne a su humanidad; no fue hombre sino desde su nacimiento, cuando se hizo carne. Al ver a aquel niñito en el pesebre de Belén, se veía a Aquel que, desde la eternidad, era con Dios, era Dios, y por medio de quien fueron creadas todas las cosas. Su humanidad no cambió para nada las glorias de su persona; ninguna de estas sufrió pérdida alguna; todo lo contrario, en Jesús las glorias de Dios fueron manifestadas en su perfección y puestas al alcance de los hombres. Las glorias son las perfecciones de Dios manifestadas en la persona de su Hijo: el amor, la luz, la gracia, la bondad, la misericordia, la paciencia, la justicia, la santidad, la verdad, la fidelidad, y así sucesivamente. No se puede concebir nada más maravilloso que esta manifestación de Dios en gracia en la persona de Aquel que, después de haberse anonadado como Dios, se hizo semejante a los hombres para salvar al pecador. Jesucristo vino entre los hombres sin que estos fuesen aniquilados por la presencia de Aquel a quien nadie puede contemplar y quedar con vida (Éxodo 33:20). En todo tiempo los incrédulos se han esforzado en negar la inspiración del evangelio según Juan porque se caracteriza por la manifestación de la divinidad de Jesús. El creyente, por el contrario, queda admirado cuando considera las glorias maravillosas de Aquel que vino a este mundo para salvarlo. Estas glorias superan todo lo que podría concebir el corazón del hombre y lo llenan de alabanzas y adoración, aquí mismo, en la tierra. ¡Qué gozo nos espera cuando veamos cara a cara la gloriosa persona del Hijo de Dios! Lo alabaremos y lo adoraremos disfrutando plenamente de su perfecto amor en la luz celestial.
“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (v. 3). En Génesis 1 leemos: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Allí fue Dios quien creó. Aquí, en Juan, la creación se atribuye al Verbo, ya que el Verbo era Dios, aunque era distinto de Dios, lo que prueba también Génesis 1:26, cuando Dios dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. En el capítulo 11:7 también leemos: “Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua”. Dios habla en plural, pues se trata de dos personas que, si bien son una, son distintas. El Antiguo Testamento solo habla de Dios o de Jehová como tratándose de la Divinidad. Las personas de la Trinidad, aunque existían, solo se distinguieron con la venida Jesús, cuando fue sellado por el Espíritu Santo, al recibir el bautismo de Juan. Una voz procedente del cielo dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Hasta entonces, todo lo que se dice de Dios puede decirse del Hijo; es el Jehová (el Eterno) del Antiguo Testamento.
El versículo 4 nos revela otro hecho maravilloso:
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Los hombres, en su estado de pecado, se hallan privados de la vida y de la luz. Se mueven en las tinieblas y están muertos moralmente en cuanto a Dios. No obstante, según sus eternos designios de gracia, Dios tenía previsto darles la vida que estaba en su Hijo, vida y luz por las cuales ellos estarían en relación vital con él, que es luz, hechos capaces de apreciar todas las cosas según Su pensamiento. En él, en este Verbo, estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, o la vida de los hombres, a favor de los hombres y no de los ángeles. Esta vida, al mismo tiempo luz, brilló con toda su belleza en Cristo, aquí en la tierra: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (o “no la comprendieron”) (v. 5). La presencia de Jesús traía la luz en medio del caos moral en el cual se encontraba el hombre natural. Como en el capítulo 1 del Génesis, la luz brilló en las tinieblas y trajo la vida; la naturaleza no puede desarrollarse en las tinieblas. Lo mismo ocurre espiritualmente. Pero, contrariamente a lo que sucede en la naturaleza, la aparición de la luz, en la persona del Hijo de Dios, no hizo desaparecer las tinieblas morales en las que se mueve el hombre natural; su naturaleza corrompida encuentra en las tinieblas el elemento que le conviene, ya que ella misma es tinieblas. La luz sigue siendo luz, y las tinieblas, tinieblas. Se trata de una cuestión de naturaleza inmutable. El hombre no solo no puede cambiar, sino que no quiere cambiar. Ha visto la luz, y ha preferido las tinieblas: “Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (cap. 3:19). El hombre rechazó a Jesús, porque este le traía el pensamiento de Dios, la luz sobre su estado de pecado. El hombre se cree bueno; Dios dice que es malo. Se cree capaz de hacer el bien; Dios dice lo contrario. Dios lo llama al arrepentimiento, pero él se niega. Llama bueno lo que Dios llama malo. El Santo y Justo vino en la persona de Cristo; pero el hombre lo trató de pecador, de samaritano, de loco. No vio nada en Jesús para inclinar su corazón hacia él; a pesar de esto, él hacía las delicias de Dios Padre, quien hallaba en él todo su placer. Hay incompatibilidad de naturalezas entre el hombre y Dios, igual que entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte. En el curso de este evangelio veremos que el que recibía a Jesús y creía en él, se beneficiaba con todo lo que traía: vida, luz, amor y poder. Nuestro pasaje dice sencillamente que las tinieblas no fueron cambiadas por el resplandor perfecto de la luz divina.
El testimonio de Juan el Bautista
En este evangelio no vemos a Juan anunciar que el reino de Dios se hubiera acercado, ya que Jesús no es presentado al pueblo como Mesías; da testimonio acerca de Jesús bajo diversos caracteres que detallaremos más adelante, después de haberlos considerado. Tampoco se dice nada del nacimiento del profeta, sino sencillamente: “Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él” (v. 6-7). Juan es “el enviado de Dios”, calificativo aplicado a Jesús unas cuarenta veces en este evangelio. Como en los demás evangelios, Dios tuvo cuidado en hacer que un testimonio precediera la llegada de su Hijo para preparar el camino del Señor en los corazones, a fin de que los hombres no tuviesen excusa en caso de que no recibiesen a Jesús. En el versículo 7 se ve claramente que Jesús era la luz, puesto que, después de haber hablado de la luz, Juan dice: “a fin de que todos creyesen por él” (v. 7).
En el carácter de Juan había tanta similitud con Cristo, llevaba con tanta fidelidad sus caracteres divinos, que se dice de él: “No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz. Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (v. 8-9). La luz divina, que brillaba en la persona de Jesús, resplandeció sobre los hombres como el sol cuando alumbra el universo. Eso no quiere decir que todos la aprovecharan; hemos visto –y lo veremos todavía– todo lo contrario; pero todos la vieron y todos podían ser iluminados, tanto gentiles como judíos. En el capítulo 8 vemos a los hombres bajo el efecto de esta luz, cuando Jesús dice a aquellos que le habían traído una mujer adúltera: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (v. 7). La luz les muestra que todos ellos son pecadores; pero, en vez de sacar provecho de la presencia de Jesús, venido precisamente para ellos, se retiran “uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros” (v. 9). Después de haber comprobado eso, Jesús dice:
Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (v. 12).
Los que venían a Jesús con fe, fuesen quienes fuesen, poseían esa vida y esa luz.
“En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (v. 10-11). Desde la creación, el mundo cayó en un estado moral tal que no pudo reconocer a su Creador cuando este vino a él. Además, después de la caída del hombre, Dios se había formado un pueblo, al cual había anunciado la venida de su Hijo. Este pueblo era como su familia: ¿Lo recibiría esta? ¡Tampoco! Si el mundo no le conoció, los judíos, llamados “los suyos”, también lo rechazaron. A veces, cuando uno llama a la puerta de una casa, los que se hallan dentro, antes de abrir, comprueban por una mirilla quién es la persona que llama; después de haberla visto, deciden si abren o no, según les convenga. En el caso de Jesús ocurrió lo mismo: le vieron, pero no quisieron recibirle. “… han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre”, dice el Señor en el capítulo 15:24. Dijeron: “Este es el heredero; venid, matémosle” (Mateo 21:38). ¡Terrible culpabilidad la suya!
Sin embargo, frente a semejante estado de cosas, Dios no se queda sin recursos; obra activamente en gracia y en poder en medio de una escena de rebeldía y muerte: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (v. 12-13). ¡Maravillosa gracia divina! Basta con recibir a Jesús, creer, para convertirse en hijo de Dios y salir de una condición de tinieblas y de muerte en la que el hombre no podría relacionarse con Dios. ¡Y pensar que el hombre, aun cuando discierne a Dios en su Hijo, no quiere saber nada de él! El que cree en Jesús le posee como vida: “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:12). Se vincula a Dios como hijo muy amado. La naturaleza humana y la voluntad del hombre no tienen nada que ver en esto; todo procede de Dios. Ha nacido de Dios; participa de su naturaleza. En adelante está en la luz; puede gozar de la comunión con Dios; tiene los pensamientos de Dios; es apto para el cielo, dominio glorioso de la vida, de la luz y del amor.
Querido lector: ¿es usted un hijo de Dios? Si no lo es, está en las tinieblas y en la muerte, sin otra perspectiva que la de las tinieblas de afuera por la eternidad, lejos de la presencia de Dios. Para que usted pueda salir de este estado de cosas y vivir la vida divina ahora, aquí en la tierra, y en la bienaventurada eternidad, el Hijo de Dios vino a este mundo para traerle la vida. Recíbalo y, a pesar de toda su culpabilidad, tendrá el derecho de ser un hijo de Dios. «¿Qué debo hacer para recibirle?», dirá usted. Crea en él, crea que Jesús vino a este mundo para traerle, de parte de Dios, lo que usted jamás hubiera podido obtener por sus propios recursos, pero que poseerá al creer.
El Verbo se hizo carne
Es imposible dejarnos penetrar por la grandeza de Dios –en la medida que nuestra mente pueda hacerlo– sin quedar llenos de admiración y adoración ante el hecho de que este Dios haya venido como Hombre –aunque al mismo tiempo siguiera siendo Dios– para traer, él mismo, la gracia que precisaba un mundo culpable y rebelado contra él. Cuando Adán estaba en el estado de inocencia, Dios descendía y podía tener contacto con él; pero, cuando el Verbo se hizo carne y habitó en medio de los hombres, el pecado ya había entrado en el mundo y había privado al hombre de los contactos que podía tener con Dios en el estado de inocencia; además, habían transcurrido cuatro mil años, durante los cuales Dios había mostrado su paciencia al dar a los hombres la oportunidad de probar si eran capaces de hacer algún bien. Estos demostraron, por el contrario, la corrupción de su naturaleza y su incapacidad de cambiar. Cualquiera que no fuera un Dios de amor hubiese destruido semejante mundo. Fue aquel, sin embargo, el momento que Dios escogió para venir, bajo forma humana, a ponerse en contacto con los hombres y traerles la gracia y la verdad. Hizo esto con tal humildad, que se le vio sentado junto a un pozo, fatigado por el camino, pidiendo de beber a una pecadora samaritana, para presentarle el agua viva de la vida eterna. ¡Qué motivo de adoración y alabanza nos brinda el hecho maravilloso del versículo 14, desde ahora y para siempre, a todos los que hemos aprovechado esta manifestación del Dios de gracia!
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (v. 14). Antiguamente Jehová había morado en medio del pueblo de Israel en el tabernáculo o en el templo, y nadie podía entrar en el lugar santísimo, pues moría. En su Hijo, Dios vino a habitar en medio de los hombres; se le podía ver, hablar, tocar y, sobre todo, escuchar; era el Hombre más accesible de todos, caracterizado por la gracia y la verdad.
En primer lugar encontramos la gracia: esta atrae el corazón del pecador y le conduce al arrepentimiento. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). Esta gracia permitió a la pecadora del capítulo 7 de Lucas acercarse a Jesús en casa de Simón. Luego viene la verdad. Si la verdad de lo que es el hombre pecador en presencia del Dios santo hubiese venido en primer lugar, todos habrían huido; pero cuando su corazón es ganado por la gracia, el pecador toma confianza y puede recibir la verdad en cuanto a su estado y en cuanto a Dios, para comprender cada vez mejor la belleza y la grandeza de la gracia de que es objeto.
El apóstol Juan y los que con él recibieron a Jesús pudieron ver qué gloria caracterizaba a este Hombre divino, mientras otros no vieron en él hermosura alguna: “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre”. La gloria, como hemos dicho, es el conjunto de las perfecciones de Dios, tales como Jesús las manifestó aquí en la tierra y tales como las manifestará durante la eternidad. Aquí se trata de la gloria de un Hijo único que viene de parte del Padre; lo que caracteriza esta relación del Padre con su Hijo unigénito es el amor, del cual Jesús fue tanto el objeto como la expresión perfecta. El amor era especialmente visto por quienes lo rodeaban, y sobre todo por Juan, el autor de este evangelio, lo que le permitió reclinarse sobre el pecho de Jesús la noche de la última cena. Aquella noche, esta actitud simbolizaba la que el bienaventurado apóstol siempre había tenido frente a su divino Maestro.
¡Ojalá todos viviésemos en la proximidad y el disfrute de semejante amor, para que también podamos reproducirlo!
En el versículo 15 Juan el Bautista da testimonio respecto a la manifestación de Dios en carne en la persona de Jesús, y a lo eterno de su ser, así como en el versículo 7 había dado testimonio respecto a su naturaleza, que es luz. “Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo”. En cuanto a su nacimiento, Jesús venía después de Juan; pero debía ser citado antes que él, porque su existencia era eterna. Más adelante dirá: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (cap. 3:30), aludiendo a la gloria del ministerio de Jesús que llenaría toda la escena, mientras que el de Juan iba a terminar.
En los versículos 16-18, relacionados con el 14, Juan el evangelista vuelve a tomar la palabra. En este Verbo que se hizo carne, lleno de gracia y de verdad, cuya gloria brillaba para los creyentes como la de un Hijo único recibida de parte del Padre, había tal plenitud en cuanto a lo que Dios es en gracia, que los que en él creían recibían gracia sobre gracia. En efecto, la gracia que cubría los labios del Señor, según el Salmo 45:2, preparaba el corazón para recibir la verdad en cuanto a su triste estado y hacía frente a toda la miseria que la verdad ponía al descubierto. La respuesta a todas las debilidades, inconsecuencias, infidelidades y penas de los suyos, así como todas las bendiciones que recibían de Jesús, eran continuas manifestaciones de gracia. Cada creyente es objeto de esta gracia cuya plenitud estaba en Cristo aquí en la tierra. ¡Qué favor, para pecadores tales como lo somos todos por naturaleza, poder ir sacando tal plenitud de bendiciones que están siempre a disposición de todos! ¡Dios permita que lo hagamos con más abundancia cada día!
En el versículo 17 el evangelista pone en contraste el servicio de Moisés, quien dio la ley, con lo que Jesús ha traído. “La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”. Moisés había dado la ley a Israel, de parte de Dios; no era él la expresión de ella, sino solo su mediador; en cambio, Dios no dio la gracia y la verdad por medio de Jesucristo, sino que estas llegaron en él; Jesús era su expresión; dimanaban de su plenitud. Pero aun hay otra diferencia: la ley no presentaba la verdad en su conjunto; simplemente expresaba lo que Dios exigía del hombre para que este pudiese vivir; no era la expresión de lo que Dios es, ni de lo que es el hombre, ni del pecado, ni del mundo, ni de todas las cosas, como lo era la verdad venida por medio de Cristo.
A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer (v. 18).
Ni la ley, ni los profetas habían dado a conocer a Dios. Él solo pudo darse a conocer por medio de su Hijo unigénito, quien, por naturaleza, estaba siempre en el seno del Padre y disfrutaba sin interrupción de la comunión que siempre había existido entre el Padre y el Hijo. En quien “agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Colosenses 1:19), expresión perfecta de Aquel a quien el hombre no puede ver sin perecer en el intento, “el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 6:16). Pero Dios tuvo a bien hacerse visible, en gracia, a todos los hombres en la persona de su propio Hijo, “siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3). El que quería contemplar a Jesús veía a Dios en gracia; por eso pudo decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (cap. 14:9).
Qué hecho tan maravilloso e insondable es la humanidad de Cristo, visto aquí, en la tierra, como un hombre real, siendo Dios al mismo tiempo, desde siempre en el seno del Padre, “el Hijo del Hombre, que está en el cielo”. Si bien la encarnación permanece como un misterio, podemos creer y adorar a Aquel que tuvo a bien hacerse hombre para traernos la gracia y la verdad, y sufrir en la cruz el juicio que nosotros merecíamos, a fin de ponernos en la misma relación que él con su Dios y Padre. Y cuán insondable es el amor de Dios, quien se reveló al dar a su Hijo unigénito a favor de unos seres perdidos y culpables, sin ningún derecho a la felicidad en su presencia, puesto que habíamos pecado y eso nos separaba eternamente de él. Se comprende que el evangelio según Juan, al exponer semejante tema, atraiga el corazón hacia aquel que se halla revelado en él.
Respuesta de Juan a los judíos
El ministerio de Juan el Bautista llamaba la atención de los judíos, porque durante los últimos cuatro siglos ningún profeta se había levantado entre ellos. La perfección de la vida de Juan, su testimonio divino que respondía plenamente a los pensamientos de Dios, su separación absoluta del pueblo a causa del estado moral de este, todo eso podría indicar que él era el Cristo, lo que desde luego se muestra en Lucas 3:15: “Como el pueblo estaba en expectativa, preguntándose todos en sus corazones si acaso Juan sería el Cristo…”. Los judíos enviaron desde Jerusalén unos sacerdotes y levitas para preguntarle quién era (v. 19). Este pedido de información brinda a Juan la oportunidad de dar testimonio de la gloria de la persona de Cristo, aún desconocido por él mismo y por el pueblo en medio del cual vivía desde hacía treinta años. Les respondió: “Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Qué pues? ¿Eres tú Elías? Dijo: No soy. ¿Eres tú el profeta? Y respondió: No. Le dijeron: ¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?” (v. 20-22). En su gran humildad, consciente de la grandeza de Aquel de quien era el precursor y testigo, Juan dice lo que él no es. Solo quiere testimoniar acerca de Jesús. Él no es el Cristo. Tampoco es Elías, prometido en Malaquías 4:5, que debe venir antes del “día de Jehová, grande y terrible”, día de juicio. Tampoco es “el profeta” del cual Moisés había hablado en Deuteronomio 18:18: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare”. Este profeta era el Cristo. Pero, ante la petición de sus interlocutores, Juan les responde que él es una voz. Él se anonada a sí mismo por completo, tal como deberíamos hacerlo todos, y más aun aquellos a los que el Señor emplea para un servicio cualquiera en público, contentándose con no ser más que una voz. Isaías (cap. 40:3) había anunciado el ministerio de Juan en los términos empleados por él mismo:
Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor (v. 23).
Era la voz de Dios que anunciaba la inminente llegada del Señor y predicaba lo que convenía al pueblo para que pudiera disfrutar del reinado del Mesías; de ese modo iba preparando su camino. Pero esta voz se hacía oír “en el desierto”. Efectivamente, Juan el Bautista vivía en el desierto (Lucas 1:80), figura del estado del pueblo judío –del mundo– donde Dios no podía cosechar nada y donde nadie respondía a esta voz. En cuanto a Dios, el hombre está sordo. ¡Triste cuadro el de este mundo! Sin la intervención de Dios en gracia por la venida de su Hijo, no había ningún remedio para este estado.
Los enviados de los fariseos (v. 24), al no comprender la respuesta de Juan, le preguntan otra vez: “¿Por qué, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?” (v. 25). Estos hombres reconocían que, para bautizar1 , uno necesitaba estar revestido de una autoridad divina.
Si los judíos no hubiesen quedado sordos a la voz de Juan –a quien Jesús llamaba “el mayor de los profetas”–, hubieran comprendido su dignidad y sabido que su bautismo tenía autoridad divina. Hubieran entendido que su Mesías por fin iba a llegar. La pregunta de ellos da lugar al testimonio rendido a la gloria de la persona del Señor. “Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí… del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado” (v. 26-27).
¿Qué habrá significado para el corazón de Juan pensar en la manifestación inminente de la persona del Señor, al estar tan profundamente compenetrado de su gloria? Como resultado, cuando le vio, pudo decir que su gozo estaba cumplido (cap. 3:29).
- 1Bautizar (palabra que significa sumergir o bañar) es el acto de introducir de modo general en un estado de cosas nuevo, o en un servicio nuevo.
Los días siguientes
Desde el capítulo 1, versículo 28, hasta el versículo 22 del segundo capítulo, los hechos relatados forman una historia simbólica de todo lo que transcurre desde el momento en que Juan el Bautista ve aparecer a Jesús hasta el establecimiento del reinado milenario. Este tiempo se divide en tres partes, representadas por tres días que son introducidos en el versículo 29 por la expresión: “El siguiente día”, el que constituye el primero, al cual pertenece también “El siguiente día otra vez…” (v. 35). Este primer “siguiente día” se divide, pues, en dos partes, porque contiene dos testimonios distintos rendidos acerca de Jesús. La primera parte nos presenta el tiempo en que Jesús aparece en público (v. 29-31); la segunda (v. 32-42), el de su ausencia desde su muerte, el tiempo de la Iglesia en la tierra, durante el cual los creyentes le siguen y son reunidos en torno suyo.
El segundo “siguiente día”, o segundo día (v. 43-51), simboliza el tiempo en el cual Jesús será reconocido por el remanente de los judíos, representado por Natanael.
El “tercer día” (cap. 2) representa el milenio, cuando el vino bueno, símbolo de gozo, será traído al pueblo por Jesús en virtud de su muerte. El capítulo 2 termina con la purificación del templo, acto que también pertenece al período del tercer día.
Primer día siguiente o primer día, primera parte
Este “siguiente día” es el posterior a un día que no se nombra, en el cual Juan el Bautista anunciaba la venida del Cristo, como lo vimos en los versículos 19-28. A este hecho le sigue, naturalmente, este “siguiente día” en el que Jesús aparece en público. “El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29). Qué momento más solemne y glorioso cuando el Cordero de Dios, “ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos” (1 Pedro 1:20), aparece a Juan y al mundo. Tenía por figura el cordero que el israelita, en Egipto, guardaba hasta el día catorce para ofrecerlo en sacrificio (Éxodo 12:6). Jesús era el Cordero de Dios, el que Dios había escogido, en el cual descansaban sus ojos desde la eternidad para cumplir sus consejos eternos. Él establecería un mundo nuevo, después de haber resuelto en la cruz, por sus sufrimientos, la cuestión del pecado y de la culpabilidad del hombre arruinado y corrompido, y ello según las exigencias de la majestad de Dios. La expresión “Cordero” implica la idea de rechazo y de sufrimientos a manos del mundo; es el emblema de la inocencia sin protección, expuesta al odio de los hombres.
Lo que caracteriza la obra del Cordero de Dios es que él quita el pecado del mundo; y no solo su obra en la cruz, sino todo lo que Cristo cumplirá en virtud de su muerte, ya sea la reconciliación de todas las cosas con Dios para el milenio, o el establecimiento de los nuevos cielos y de la nueva tierra en donde habitará la justicia. En efecto, una vez que el pecado es quitado, ya no aparecerá nunca más. Es la razón por la cual el Apocalipsis, en el que se trata el cumplimiento de los consejos de Dios para con la tierra, presenta al Señor como Cordero.
Juan añade:
Este es aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo. Y yo no le conocía; mas para que fuese manifestado a Israel, por esto vine yo bautizando con agua (v. 30-31).
Aquí Juan le llama “un varón”, un hombre que no era ni más ni menos que el Hijo de Dios, poseedor de todas las glorias divinas, venido desde el cielo para quitar del mundo, por medio de su sacrificio expiatorio, toda traza de la actividad del primer hombre. Este Varón glorioso, el hombre de los consejos de Dios, emprendió y llevó a cabo perfectamente esta maravillosa obra.
Aunque había llegado después de Juan por su nacimiento como hombre, Jesús era antes que él (v. 30) en virtud de su existencia eterna. Juan no le conocía, pero administraba el bautismo con vistas a su manifestación “a Israel”, y no “a los judíos”, como tampoco “a Judá”. Reconocía al pueblo en su conjunto según los pensamientos de Dios, porque el pueblo entero, las doce tribus, se beneficiará con su venida.
Juan sigue con el testimonio que rinde a favor de Jesús, y dice: “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquel me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ese es el que bautiza con el Espíritu Santo” (v. 32-33). Tal como lo hemos hecho constar en los demás evangelios, el Espíritu Santo podía venir sobre Jesús hombre en virtud de sus propias perfecciones, mientras solo puede ser recibido por el creyente en virtud de la obra de Cristo que le purifica de todos sus pecados. Desciende sobre Jesús en forma de una paloma, símbolo de la dulzura, gracia y mansedumbre con las cuales cumplió todo su servicio. Cuando descendió sobre los discípulos (Hechos 2), lo hizo bajo forma de lenguas repartidas, como de fuego, dándoles el Espíritu la capacidad de anunciar el Evangelio en diversas lenguas, y este era el poder de la Palabra que juzga todo lo que no es según Dios. El fuego siempre simboliza el juicio. En Cristo no había nada que juzgar; todo era perfecto.
Juan vincula el descenso del Espíritu Santo sobre Jesús con el hecho de que este bautizaría con el Espíritu Santo. Esta es la segunda parte de su obra; pero primero debía cumplir la obra de la purificación de los pecadores, para poder bautizarlos con el Espíritu Santo. Este bautismo se efectuó el día de pentecostés (Hechos 2:1-4), cuando el Espíritu Santo, como persona, vino a la tierra para morar en los creyentes. Desde entonces, cuando un pecador cree en el Evangelio, recibe el Espíritu Santo, el único que le hace apto para comprender las cosas de Dios (véase 1 Corintios 2:10-16). Cuando el Espíritu Santo vino, después de la partida del Señor, reemplazó, pues, a este en sus relaciones con los suyos, como lo vemos en los capítulos 14, 15 y 16. El mundo que ha rechazado a Cristo no lo puede recibir. Solo vino para los creyentes.
En el versículo 34, Juan da testimonio de que este hombre que existía antes que él, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ciertamente era el Hijo de Dios.
Primer día siguiente o primer día, segunda parte
Con el versículo 35 comienza la segunda parte del primer “siguiente día”, en el que todavía tenemos otro testimonio de lo que era Jesús y de lo que haría aquí en la tierra. “El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús” (v. 35-37). Aquí Juan no dice lo que Jesús hace, como en los versículos 29 y 33; le ve andar por allí. Una vez presentado al público, Jesús atrae las miradas del corazón renovado, capacitadas para ver, en su marcha terrenal, las perfecciones divinas y humanas del Hijo de Dios hecho hombre. Al considerarle en su actividad maravillosa, la fe no puede menos que reconocer en él al Cordero de Dios, a Aquel que Dios escogió para cumplir la obra de la redención. Todas las perfecciones de su andar le designaban como el Cordero de Dios sin defecto y sin mancha. Al contemplarle así, se puede hablar de ellas de manera capaz de atraer a otros corazones hacia él. Así sucede en el caso de Juan y sus dos discípulos: “Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús”. Cada creyente debe ser capaz de ver toda la hermosura de Cristo y hablar de ella de manera que pueda atraer hacia Él a aquellos que le rodean. Como David, en el Salmo 45, debería poder decir lo que ha dirigido al rey con la “pluma de escribiente muy ligero”. Juan no retiene a sus discípulos; se halla demasiado imbuido de las glorias de su objeto para no desear que ellos las disfruten y le sigan. En Juan se ven los verdaderos caracteres del ministerio conforme al pensamiento de Dios, que tiene por propósito llevar las almas a Cristo, en contraste con el espíritu clerical que las atrae en pos del hombre (véase Hechos 20:30). Ya vimos uno de sus caracteres en los versículos 19-28, donde Juan solo es una voz que pone de relieve a Aquel de quien es testigo, al que luego le cede el paso. Si el verdadero ministerio conduce las almas a Cristo, vemos a Cristo mismo cuidar de quienes le siguen.
Volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron dónde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima (v. 38-39).
Tan pronto como uno conoce a Jesús cual objeto de su corazón, se siente impulsado a seguirle. Esta es la enseñanza simbólica que nos ofrece la conducta de los discípulos de Juan: mientras Jesús no había sido manifestado, ellos permanecían con su maestro; pero, una vez manifestado, Jesús tiene en sí un atractivo que obra sobre los afectos renovados de ellos y los atrae hacia sí. Es anormal que un creyente conozca al Señor y no le siga. Seguirle implica separarse de todo lo que Dios desaprueba para obrar según el modelo que tenemos en Jesús. Para conocerle es necesario mirar a Jesús como el “que andaba por allí”, como lo hacía Juan. Siguiéndole, uno permanece en su cercanía: “Se quedaron con él aquel día”. “Aquel día” representa todo el período que transcurre desde la manifestación de Jesús sobre la tierra hasta su retorno para arrebatar a los suyos. Este día comienza a la décima hora, siendo la novena hora la de su muerte (Lucas 23:44). Es el tiempo de su rechazo. Por la fe, el creyente permanece en su cercanía.
En los versículos 40-42 vemos que uno de los que habían seguido a Jesús, Andrés, se dedica a darlo a conocer a su hermano Simón, diciéndole: “Hemos hallado al Mesías”, y lo conduce a Jesús. Andrés representa a aquellos que, después de haber encontrado a Jesús por su cuenta, sienten la necesidad de revelarlo a otros. En el capítulo 11 de los Hechos, los judíos anunciaban al Señor únicamente a los suyos (v. 19); pero los chipriotas y los cireneos también hablaron de Jesús a los suyos, “y gran número creyó y se convirtió al Señor”. Cuando Jesús vio a Simón, le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)” (v. 42). Jesús hace uso de la autoridad que posee sobre los suyos para dar a Pedro lo que sabía que le convenía en relación con la posición que ocuparía como piedra del edificio del que formaría parte.
Los versículos 37 a 42 nos presentan, pues, de manera simbólica, lo que caracteriza la vida del creyente durante la dispensación de la gracia, desde el rechazo de Jesús hasta su regreso. Debe contemplar al Señor en su marcha para comprender sus perfecciones, seguirle, permanecer con él y presentarlo a aquellos que le rodean. Tal es la porción del creyente mientras espera el momento de estar con el Señor en la gloria. ¡Ojalá realizásemos semejante vida!
Segundo “siguiente día” o segundo día
La escena simbólica relatada en estos versículos nos traslada al período que sigue al de la historia de la Iglesia, tal como lo acabamos de ver en los versículos precedentes. Una vez terminado este tiempo, Jesús reanuda sus relaciones con su pueblo terrenal, representado por un débil remanente que le reconoce. Esto es lo que el Espíritu de Dios nos muestra en el relato que caracteriza el segundo “siguiente día”.
“El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme. Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (v. 43-45).
Sabemos que después del arrebatamiento de los santos Dios suscitará, entre los judíos que estén de regreso en su país, siervos para predicar el evangelio del reino y anunciarles que el Cristo rechazado por sus padres ha de venir para establecer su reinado. En el relato que tenemos ante nuestros ojos, Felipe es figura de los mensajeros que el Señor llamará a su servicio. Se dirige a Natanael, quien representa el remanente judío encontrado debajo de la higuera, figura bien conocida de Israel, y le habla de Cristo bajo el aspecto del Despreciado de Nazaret. Del mismo modo, en el día futuro, el remanente judío se enterará de que Aquel a quien despreció era su Mesías. En vez de ver en Cristo primeramente al personaje glorioso que ha de aparecer, tendrá que reconocerle como Aquel que llegó a los suyos y fue despreciado y rechazado. “Mirarán a mí, a quien traspasaron” (Zacarías 12:10). Estos mensajeros encontrarán al principio, en este remanente, la incredulidad de la ignorancia, igual que la de Natanael:
¿De Nazaret puede salir algo de bueno? Le dijo Felipe: Ven y ve.
Como Natanael, tendrán que aprender todo acerca de Cristo, ya que hasta entonces no habrán creído en Aquel al que traspasaron. Cuando Jesús vio que Natanael iba hacia él, dijo: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño. Le dijo Natanael: ¿De dónde me conoces? Respondió Jesús y le dijo: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (v. 47-49). Al dirigirse a Jesús, Natanael aprende a conocerle; ve que, bajo la forma del Rechazado de Israel, tiene ante sí a Dios, quien todo lo sabe. Efectivamente, mucho antes de cumplirse la obra en el remanente judío, el Señor ya lo conoce. Aunque ignorante, Natanael lleva el carácter de sinceridad del remanente: “Un verdadero israelita, en quien no hay engaño”. Recto de corazón, se deja enseñar, e inmediatamente, convencido de la gloria de Jesús, no discute sobre su origen; la palabra del Señor le ha colocado ante Dios: “Tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel”. Así es como el remanente aprenderá a conocer a su Rey, cual Tomás (capítulo 20), siendo también figura del remanente cuando, al reconocer a Jesús resucitado, dice: “¡Señor mío, y Dios mío!”. Pero Jesús tiene otros títulos y glorias además del de Mesías, y dice a Natanael: “¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que estas verás. Y le dijo: De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (v. 50-51). Cristo será visto y conocido no solamente como Rey de Israel, sino también en su gloria de Hijo del Hombre, título bajo el cual dominará sobre todo el universo durante el milenio. Por su intermedio se esparcirán las bendiciones divinas sobre la tierra, mientras que por medio de él habrá una relación entre los cielos y la tierra purificados. Como Hijo del Hombre, será objeto del servicio angelical, subiendo y bajando los ángeles sobre él, igual que en el capítulo 28 del Génesis, cuando Dios hizo ver a Jacob los agentes que le protegerían en su peregrinaje. Aquí el Señor mismo es objeto del servicio de los ángeles durante el día milenario. En el capítulo 2 de la epístola a los Hebreos (v. 5 y sig.), está escrito que “no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando”; se trata del mundo del milenio. El autor de la epístola quiere mostrar a los hebreos que, por gloriosos que sean los ángeles, para con quienes los judíos tenían una consideración tan grande, es al Hijo del Hombre –hecho inferior a ellos, los cuales no podían morir– a quien pertenece el gobierno del reinado milenario y a quien desde ahora, en espera de reinar en gloria, la fe le ve coronado de gloria y de honra (v. 6-9).
En este maravilloso capítulo, del cual apenas hemos tocado muy ligeramente sus insondables temas, el Señor nos es presentado con todos los títulos que le pertenecen, a excepción de aquellos relacionados con la Iglesia. Le vemos como el Verbo, como Dios, como Creador, vida, luz, Hijo unigénito, Cordero de Dios, Hijo de Dios, Rey de Israel e Hijo del Hombre. Se comprende que un capítulo que presenta un objeto tan glorioso sea inagotable: toma al Hijo de Dios en lo infinito del pasado y presenta su manifestación en un hombre, hasta el final del servicio que le ha sido confiado, a saber, su obra y todas sus consecuencias hasta el gobierno del mundo entero como Hijo del Hombre, “cuando entregue el reino al Dios y Padre” (1 Corintios 15:24). Este capítulo también nos ha mostrado los diversos testimonios dados por Juan el Bautista a favor de Jesús, respecto a su naturaleza, como luz (v. 7), a su manifestación en la carne (v. 12-15), a su persona (v. 19-28), a su obra (v. 29-33), a lo que él es, a saber, el Hijo de Dios (v. 34).
Quiera Dios que todos hayamos aprendido algo de esta persona maravillosa del Hijo de Dios y que lo poco que hayamos podido entender produzca en todos el deseo de conocerle mejor y de seguirle más fielmente mientras esperamos el momento –muy próximo– cuando estemos con él, semejantes a él, para contemplarle eternamente en todas sus glorias.