Juan

Juan 9

Capítulo 9

La curación de un ciego

En este capítulo el Señor ya no presenta su Palabra como medio para obtener la vida. Tal Palabra fue rechazada. Efectúa la obra por la que el hombre, moralmente ciego, puede beneficiarse con la luz venida en Su persona, a fin de poder ver. Pero esta obra también fue rechazada.

Cuando Jesús iba pasando, después de haber salido del templo donde los hombres querían arrojarle piedras (cap. 8:59), vio a un hombre ciego de nacimiento. Siempre activo en su amor, Jesús mismo lo vio; no fue llevado a él como vemos en otros casos. El ciego estaba sentado y mendigaba (v. 8). Jesús, la luz del mundo, se gozó de beneficiar a un pobre ciego con lo que él traía a los hombres, de lo cual todos tenían necesidad, moralmente hablando. Sus discípulos le preguntaron respecto a este hombre: “Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?” (v. 1-2). Ellos pensaban en el gobierno de Dios en medio de su pueblo, bajo el cual el culpable soportaba en este mundo las consecuencias de sus faltas. Pero en este caso no se trataba de pecados que hubiesen atraído el juicio divino sobre este hombre. Era figura del estado de ceguera moral en el cual se halla el hombre desde su nacimiento. Nadie puede ver como Dios ve. El hombre –que trajo una separación entre él y Dios, quien es luz– se halla en las tinieblas, e incluso es tinieblas. Jesús respondió: “No es que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (v. 3). El Señor quiere decir que el estado de ceguera del hombre existe desde su nacimiento; no es producto de tal o cual pecado; el hombre nace así. Todos son hijos de Adán, nacidos en el estado en el cual su primer padre los puso con su caída. El Señor estaba allí precisamente para cumplir la obra de Dios que les liberaría de esta ceguera moral. Solo Dios puede dar la vista al que nunca ha visto, o hacer de un pecador manchado un santo, o de un muerto un viviente, tal como lo veremos en el capítulo 11.

Jesús les dijo: “Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar. Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo” (v. 4-5). La luz resplandecía en este mundo por la presencia de Jesús, la cual permitía aprovecharla a quienes la querían recibir. Pero la luz debía desaparecer porque los hombres, en general, no la deseaban. Cuando Jesús ya no estuviera en la tierra, nadie podría cumplir semejante obra. Esto no quiere decir que desde entonces Dios no haya obrado, pues el Espíritu Santo vino para hacer valer con poder las consecuencias benditas de la obra de Cristo en la cruz. Los Hechos de los apóstoles nos dan un maravilloso relato de esto. Pero el tiempo en el cual el Señor se encontraba en la tierra era un día único en su género, en el cual brillaba la luz en este mundo. Después de su partida, el mundo quedaría en las tinieblas, por preferirlas a la luz; noche moral en la cual nada podrá cambiarse hasta que el Señor aparezca como Sol de Justicia para ejercer el juicio contra los malos y la liberación de los justos (véase Malaquías 4).

En el capítulo precedente Jesús presenta su Palabra, como ya dijimos. Aquí cumple una obra, la obra de Dios, así como su Palabra era la Palabra de Dios. “Dicho esto” –lo de los versículos 4 y 5– “escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego, y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé (que traducido es, Enviado). Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (v. 6-7). Para cumplir esta obra, Dios no habló desde el cielo, sino que envió a la tierra a su Hijo, Hombre parecido a los demás, pero sin pecado. Era hombre despreciado, “como que escondimos de él el rostro”, dice Isaías; de tal modo que su humanidad resultaba ser un obstáculo para el hombre natural; era como si tuviera lodo sobre sus ojos cerrados, aumentando, si se puede decir así, su ceguera. Este lodo formado con la saliva –la cual procedía de él, virtud divina mezclada con la tierra, que es lo humano– representaba la humanidad de Jesús. Pero, para aquel que reconocía que Jesús, bajo esta forma humana, era el Enviado de Dios, toda dificultad desaparecía; el barro no solamente caía, sino que la ceguera, las tinieblas, cedían el lugar a la luz. Los que habían podido decir: “No hay parecer en él, ni hermosura… para que le deseemos” (Isaías 53:2), también pueden decir:

Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios
(Salmo 45:2).

El ciego de nacimiento es, pues, el ejemplo de alguien en quien esta obra se ha cumplido. Se lavó y volvió viendo.

¡Cuán maravillosa es la gracia de Dios! Ha hecho sencillo, para cada uno, el único medio eficaz para hacer pasar de las tinieblas a la luz a los miserables ciegos de nacimiento que somos todos nosotros, por nuestra naturaleza pecaminosa. Para Dios, es el don de su propio Hijo unigénito, don que nadie sabrá apreciar como él, pero que será tema de adoración y alabanzas para todos los redimidos.

Semejante cambio, producido en el ciego de nacimiento, hace hablar a sus vecinos y conocidos. Lo que los sorprende es que antes había estado sentado y mendigaba. El hombre en su estado natural es inactivo respecto a Dios, y, sin el conocimiento de Dios, debe recurrir a sus semejantes para todas sus necesidades. Unos decían que era él; otros decían que se parecía a él. Y él mismo decía: “Yo soy”. Era en él en quien se había operado tal cambio. Ya no estaría sentado, sería activo para el Señor, ya no mendigaría; había bebido en la fuente de todo bien. Veía claro; por eso fue a dar testimonio, como deben hacerlo todos aquellos en quienes la obra de Dios se ha cumplido.

La gente asombrada le preguntó: “¿Cómo te fueron abiertos los ojos? Respondió él y dijo: Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos, y me dijo: Ve al Siloé, y lávate; y fui, y me lavé, y recibí la vista. Entonces le dijeron: ¿Dónde está él? Él dijo: No sé” (v. 10-12). El ciego solo conocía a Jesús de nombre; pero, para él, un hecho era cierto: por haber hecho lo que Jesús le había dicho, veía.

El ciego sanado comparece ante los fariseos

Llevaron al hombre sanado a los fariseos. ¿Con qué propósito? Lo ignoramos, pero sí sabemos el motivo por el cual Dios lo permitió. Era para manifestar el estado de estos jefes religiosos en presencia de las obras de Dios, tal como había sido manifestado en presencia de las palabras de Jesús en el capítulo precedente.

Este milagro había sido obrado un día sábado, hecho sumamente grave y muy importante a los ojos de los fariseos, ya que podía servir para hallar a Jesús en falta. A los fariseos, que le volvieron a preguntar cómo había recibido la vista, el hombre repitió lo que ya había dicho: “Me puso lodo sobre los ojos, y me lavé, y veo”. ¿Qué podían decir al oír una declaración tan sencilla? Unos exclamaron: “Ese hombre no procede de Dios, porque no guarda el día de reposo. Otros decían: ¿Cómo puede un hombre pecador hacer estas señales? Y había disensión entre ellos” (v. 15-16).

No sabiendo a qué conclusión llegar, todavía querían saber qué pensaba él de Jesús. Le dijeron: “¿Qué dices tú del que te abrió los ojos? Y él dijo: Que es profeta” (v. 17). Recibieron, pues, una confesión de lo que era Jesús, porque eso era precisamente lo que buscaban. Para echar de la sinagoga al hombre, querían hacerle confesar que Jesús era el Cristo. Un profeta es un hombre enviado de Dios y que habla de Su parte. En lugar de admitir que Jesús lo era, los fariseos prefirieron creer que este hombre nunca había sido ciego, hasta oír el testimonio de sus padres. Si él hubiese disfrutado anteriormente de la vista, sería una mentira, una farsa hablar de su curación. En tal caso, tendrían motivos para levantarse contra de Jesús. Los padres, al ser interrogados, respondieron: “Sabemos que este es nuestro hijo, y que nació ciego; pero cómo vea ahora, no lo sabemos; o quién le haya abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos; edad tiene, preguntadle a él; él hablará por sí mismo” (v. 19-21). ¡Nueva confusión para los fariseos! ¿Cómo sacar de esto algo en contra de Jesús y quitar de este hombre la confianza que tenía en su bienhechor? Los padres temían a los judíos, porque sabían que si alguno confesaba a Jesús como el Cristo, sería excluido de la sinagoga. Por ello no querían ir más lejos en su declaración, y pasaron la pregunta a su hijo, diciendo: “Edad tiene, preguntadle a él” (v. 22-23).

El temor a los judíos, el miedo a no tener más parte en la religión del mundo tuvo más efecto en los padres que la gracia y el poder de Jesús desplegados a favor de su hijo. Lejos de actuar como Moisés, quien había tenido “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:26), prefirieron permanecer al lado de los enemigos del Señor, más bien que confesarle. Echaron sobre su hijo las consecuencias de su confesión. Poco les importaba que él fuese expulsado de la sinagoga, con tal de no serlo ellos. Lo dejaron en manos de los fariseos. Por tanto él comparecería otra vez ante esta especie de tribunal inquisitorio.

¡Cuántas personas habrán escogido la desdicha eterna por haber temido el oprobio, como los padres del ciego! El Señor dice: “No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a este temed” (Lucas 12:4-5). Aquel que debe ser temido es el Dios que prodiga su gracia hoy, pero que será el Juez de quienes hayan despreciado esta gracia para complacer a los hombres y ahorrarse el oprobio de Cristo durante los pocos días que pasamos en la tierra.

El hermoso testimonio del ciego sanado

Los fariseos volvieron a llamar al ciego de nacimiento. Seguros de su curación, estaban dispuestos a atribuir el hecho a Dios, pero procuraban obligar a este hombre a pensar de Jesús como ellos. Él les había dicho: “Es profeta”. Esto ya era demasiado para ellos; querían que Jesús fuese considerado pecador. Como prueba alegaban que había quebrantado el día de reposo, porque había hecho barro (v. 16). Le dijeron, pues: “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es pecador” (v. 24). ¿Cómo conciliar estos dos hechos: creer en Dios y decir de su Hijo, enviado por él a este mundo, que es pecador? ¿Qué valor puede tener esta fe para Dios? ¡Ay!, esta es la fe de un gran número de personas en nuestros días, incluso la de los que no dicen abiertamente que Jesús es pecador, pero que tampoco creen en su divinidad… En el capítulo 3 vimos que el Padre, habiendo entregado todas las cosas en manos de su Hijo, es con tal Hijo con quien el hombre tiene que ver respecto a su salvación. Consecuentemente:

El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él
(Juan 3:36).

El que había sido ciego no sabía si Jesús era pecador, pero sí sabía una cosa, que también sabían los fariseos; esto es, que antes había sido ciego y que ahora veía (v. 25-26). No satisfechos todavía, estos desgraciados judíos querían hacer que el hombre hablara para sacar de él un testimonio desfavorable para Jesús. “Le volvieron a decir: ¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?”. Preguntas superfluas, por lo cual él les respondió: “Ya os lo he dicho, y no habéis querido oír; ¿por qué lo queréis oír otra vez? ¿Queréis también vosotros haceros sus discípulos?” (v. 27). Este hombre, sencillo y recto, comprendió que los fariseos tenían un motivo oculto al presionarlo para que hablara, pero que no querían hacerse discípulos de Jesús. Como no lograron sacar de él el beneficio pretendido, y comprendiendo que se sumaba al número de discípulos de aquel que le había abierto los ojos, los fariseos le injuriaron y le dijeron: “Tú eres su discípulo; pero nosotros, discípulos de Moisés somos… pero respecto a ese, no sabemos de dónde sea” (v. 28-29). Ciertamente Dios había hablado a Moisés; pero, ¿qué hacían de esto, ya que Moisés había hablado de Jesús? (cap. 5:46). Y, ¿qué hacían ellos de todo lo que Jesús les había dicho en el capítulo anterior, donde no solamente Dios había hablado a Jesús, sino donde hablaba en él? No se puede obligar a aquellos que rehúsan creer, puesto que el único medio para tener la fe es escuchar la Palabra de Dios.

El que había sido ciego se vio entonces contado por los fariseos entre los discípulos de Cristo. Y no se equivocaron; se dieron cuenta de que sus injurias tendrían por efecto hacerle dar aun mayor testimonio, el cual no podrían soportar. “Respondió el hombre, y les dijo: Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ese oye. Desde el principio no se ha oído decir que alguno abriese los ojos a uno que nació ciego. Si este no viniera de Dios, nada podría hacer” (v. 30-33). Antes el hombre sanado había dicho a los fariseos que no sabía si Jesús era pecador; pero aquí les da las pruebas de que no lo era, pues había obrado un milagro con el poder de Dios, quien no está a disposición de un pecador, porque Dios no escucha a los pecadores. Se presenta, pues, como prueba de que Jesús hacía la voluntad de Dios y que venía de Dios. Pronto aprendería que es el Hijo de Dios.

Menospreciado y odiado por los judíos, su fe y conocimiento se desarrollan de manera característica, como siendo discípulo de Jesús. Por eso no pudieron soportarlo más y le dijeron: “Tú naciste del todo en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros? Y le expulsaron” (v. 34). Jesús había dicho a sus discípulos acerca del ciego: “No es que pecó este, ni sus padres”. En cambio, los fariseos atribuyeron la ceguera a sus pecados para despreciar el testimonio que rendía acerca de Jesús. La fe ponía a este hombre muy por encima de los fariseos y lo capacitaba para enseñarles. Sus palabras, como las de Jesús, alcanzaban sus conciencias; y para tratar de aliviarlas, “le expulsaron” hacia donde se hallaba Jesús, como resultado también de su fiel testimonio.

El ciego sanado se encuentra con el Hijo de Dios

Oyó Jesús que le habían expulsado; y hallándole, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró (v. 35-38).

Parece que Jesús no había vuelto a ver al ciego después que le hubo mandado lavarse a Siloé. Lo dejó dar su testimonio, el cual se hizo cada vez más claro a medida que la oposición de los judíos aumentaba, y el que también hizo que lo lanzaran allí a donde el Señor lo esperaba, donde él estaba, fuera del sistema religioso de ellos. Jesús no lo había perdido de vista, pero esperaba el momento oportuno para revelársele como su corazón lo necesitaba. Para tener una vista nueva, también se necesitaba un objeto nuevo, porque tal vista no encontraba nada que la satisficiera en el ambiente del cual su Señor estaba excluido. Con la luz que disfrutaba no podía tener otro objeto que no fuera Cristo. Jesús lo encontró, pues lo había buscado. Este es un hecho alentador para los recién convertidos que sufren el oprobio en el medio donde se encuentran. El Señor se ocupa de ellos; les quiere revelar cada vez más lo que él es, para que, en sus dificultades, su conocimiento llene sus corazones de gozo y paz y les ayude a soportar las consecuencias de su nueva posición. Solo él puede satisfacer los deseos de la nueva naturaleza; pero solo se puede gozar de ella fuera del mundo religioso del cual el creyente ya no forma parte.

A todo lo que el ciego sanado conocía de Jesús, y de lo cual daba testimonio a los fariseos, el Señor quiere añadir un conocimiento mayor de sí mismo. Se presenta a él como el Hijo de Dios, objeto de la fe que da la victoria sobre el mundo al cual el creyente ya no pertenece. “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”, dice el mismo apóstol en su primera epístola (1 Juan 5:5). Este conocimiento es necesario para hacer perfectamente feliz a todo el que no tiene más su lugar en el campamento religioso, de donde Jesús ha sido echado. El corazón de este hombre estaba preparado para aprender todo lo que Jesús quería enseñarle de Sí mismo. Por eso, cuando Jesús le dijo: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”, se dio prisa y respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en él?”. En cuanto supo que era el mismo Jesús, creyó y le adoró. Para el redimido, el Salvador también pasa a ser el Señor; su amor divino ha adquirido sobre él todos los derechos. Este señorío no se le impone; el corazón es quien lo reconoce. Este Señor es el Hijo de Dios; llega a ser el objeto infinito, insondable, del corazón renovado; basta para atravesar este mundo como extranjero, para tener la victoria sobre todo lo que le caracteriza, porque el corazón está ocupado con un objeto que tiene infinitamente más valor que todo lo que hay en el mundo. Las glorias y las perfecciones de semejante persona lo llenan, excluyendo todo lo que no es de Cristo. De él se ocuparán los creyentes en el cielo, cuando todo lo que es de este mundo haya desaparecido; por ello Jesús quiere apartar las miradas de estas cosas, incluso antes de que desaparezcan.

En la respuesta del ciego al Hijo de Dios (“Creo, Señor; y le adoró”) encontramos todo lo que caracteriza la vida divina en el creyente; en primer lugar la fe; luego la libre y gozosa aceptación de la autoridad del Señor, bajo la cual él se coloca y, por último, la adoración y el homenaje que se le debe al Hijo de Dios.

“Dijo Jesús: Para juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados” (v. 39). Aquí Jesús no habla de la ejecución del juicio; dice, por el contrario, que no ha venido para juzgar (cap. 3:17; 12:47); pero la consecuencia de su venida como luz manifiesta el estado de ceguera del hombre que rechaza esta luz, de los que son –moralmente hablando– ciegos. Este juicio nunca cayó sobre ellos antes de que tuviesen la ocasión de rechazar la luz. Pero los que reconocen su estado de ceguera moral –de lo cual era figura el ciego de nacimiento– reciben a Jesús y ven.

Algunos de los fariseos que oyeron estas palabras y comprendieron su sentido figurado, dijeron a Jesús: “¿Acaso nosotros somos también ciegos? Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece” (v. 40-41). Esos jefes religiosos pretendían ver y conducir a los demás, aunque ellos mismos eran ciegos. Ofrecen un cuadro de su estado en su discusión con el ciego que había recibido la vista. Pero, mientras pretendían ver, permanecían ciegos; su pecado, al rechazar la luz venida en la persona del Señor, permanecía. Sin embargo, por la gracia de Dios, si hubiesen reconocido su estado y hubiesen aprovechado la venida de Jesús, verían y su pecado no les sería imputado, ya que Jesús había venido para liberarles de su miserable estado.

La historia del ciego de nacimiento introduce el tema del siguiente capítulo, que nos habla del Pastor. El verdadero Pastor de Israel es Jesús. Él cuida sus ovejas que no pueden hallar lo que les conviene en el redil judío, como lo acabamos de ver en el caso del ciego que llegó a ser una oveja del buen Pastor. Jesús vino para sacar a los suyos de ese lugar y para darles la libertad que les trae la gracia.