La Mesa del Señor
Queridos amigos:
En mi carta anterior vimos lo que la Palabra de Dios dice en los evangelios y en 1 Corintios 11 acerca de la Cena del Señor. Vimos que es una comida para recordar la muerte del Señor Jesús. Ahora quisiera hablar sobre otro aspecto de la Cena del Señor: la comunión (1 Corintios 10).
El apóstol Pablo en 1 Corintios da respuesta a varias preguntas que le habían formulado. Le habían preguntado si un hombre podía comer carne, en particular aquella que había sido ofrendada a los ídolos. La respuesta a esta pregunta se halla en el capítulo 8 y la continuación en el capítulo 10.
En Corinto había creyentes que razonaban de la siguiente manera: «Un ídolo no es más que un pedazo de madera o de piedra, por lo tanto podemos comer con toda tranquilidad de las ofrendas hechas a los ídolos e igualmente podemos entrar en el templo del ídolo y comer allí. Puesto que solo hay un Dios, no puede haber ídolos. Es pura formalidad, sin ninguna importancia, por lo tanto podemos comer para no causar escándalo entre los paganos».
El apóstol sabía que un ídolo no es nada. Sin embargo, hizo constar que detrás del ídolo los demonios andan ocultos. Así lo dice Dios en Deuteronomio 32:17. En realidad es a los demonios a quienes se ofrendan los sacrificios. Tanto entre los paganos como entre los israelitas, mediante los sacrificios un hombre tiene comunión con el altar en el que sacrifica o del cual proviene lo que está comiendo. Esto nos enseña que se puede participar en algún mal que uno mismo no practica. En tales casos, la verdadera sabiduría estriba en mantenerse alejado. Tomar parte en cosas que son falsas en el ámbito del culto, e incluso solo dar la impresión de que se participa en ellas, es hacer mal uso del conocimiento. Que no se alegue que el corazón no participa en lo que el hombre hace exteriormente; esto no solo sería falta de rectitud, sino también menospreciar a Cristo y no tomar en serio las astucias de Satanás. El cristiano ha sido libertado del poder de Satanás a fin de que sirva al Dios vivo y verdadero. Ha sido comprado por un precio alto para glorificar a Dios.
El Espíritu Santo se sirve del ejemplo de Israel y los paganos como introducción para hablarnos de la Cena del Señor y presentarnos un aspecto no dado en los evangelios. Este lado no podía presentarse, porque todavía no existía la Iglesia ni había sido revelada la enseñanza sobre esta.
La importancia de este tema es comprobada por el hecho de que la Palabra lo trata primero y solamente después (cap. 11) habla de la celebración de la Cena del Señor.
El orden de sucesión en que las Escrituras presentan los temas es de suma importancia. Si uno desconoce la doctrina de 1 Corintios 10:15-22 le es imposible celebrar verdaderamente la Cena del Señor.
La comunión de la sangre y del cuerpo de Cristo
Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo. La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?
(1 Corintios 10:15-16).
Las Escrituras apelan primeramente a nuestro entendimiento espiritual. Hemos recibido una vida nueva y la unción del Santo (1 Juan 2:20), es decir, el Espíritu Santo que nos conducirá a toda verdad (Juan 16:13; 1 Corintios 2:9-15). La Palabra de Dios supone que cada creyente actúa con discernimiento, que sabe lo que hace. El cristiano que hace lo que no entiende u obra por impulsos ciegos está en completa contradicción con el espíritu del cristianismo.
Ahora bien, todo el que participa en la Cena del Señor declara, al hacerlo, que tiene parte en el cuerpo y en la sangre del Señor Jesús, de lo cual el pan y el vino son símbolos. Pero no es solo eso, sino que al mismo tiempo atestigua que está vinculado con todos los que poseen la misma parte. En estos versículos, comunión significa participación, coparticipación en todos los derechos y deberes de los asuntos correspondientes.
La sangre y el cuerpo están separados el uno del otro. Se nos presenta, pues, al Salvador muerto. En esta cita se menciona primero la sangre, desviándose del orden de secuencia en que se celebra la Cena del Señor, porque la sangre del Señor Jesús es la base de todo.
Así, pues, hay una comunión entre las personas que tienen parte en el Señor muerto. Ellas tienen parte en su sangre. ¡Qué privilegio! Hemos sido lavados en su sangre (Apocalipsis 1:5), rescatados (Efesios 1:7; 1 Pedro 1:18), justificados (Romanos 5:9), santificados (Hebreos 13:12), redimidos para Dios (Apocalipsis 5:9) y hechos cercanos (Efesios 2:13). Su sangre nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7) y por su sangre tenemos libertad para entrar en el Lugar Santísimo (Hebreos 10:19); con su sangre el Señor adquirió la Iglesia (Hechos 20:28).
La expresión “cuerpo de Cristo” aparece en 1 Corintios 10:16; 12:27 y Efesios 4:12 como distintivo de la Iglesia. También se usa en Romanos 7:4 y Hebreos 10:10. En estas últimas citas parece estar relacionado con el hecho de que estamos muertos con Cristo y señala que el hombre según la carne encontró su fin en la cruz. Todo lo que éramos, en nuestra condición de pecadores, terminó en la muerte de Cristo. Colosenses 1:21-22 dice: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte”.
Se trata, pues, de una comunión entre personas que tienen parte en las gloriosas consecuencias de la obra del Señor Jesús, que también han muerto con Cristo y que, ahora como hombres nuevos, están ligados los unos a los otros. Aunque esta comunión se realiza en la tierra, en ella el “viejo hombre”, lo que somos por naturaleza, no tiene absolutamente ningún sitio.
El cuerpo de Cristo, la Iglesia
Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan
(1 Corintios 10:17).
Aquí se expresa enfáticamente lo que ya encontramos en el versículo 16. Todos los que tienen parte en la sangre del Señor Jesús y en su cuerpo dado por nosotros están ligados por una comunión, forman un cuerpo. En esta parte no continúa la enseñanza de un solo cuerpo, porque aquí el tema es la comunión y su carácter exclusivo. En el capítulo 12, al igual que en la epístola a los Efesios y en otras porciones, se habla extensamente de ello.
1 Corintios 12:13 nos muestra cómo llegó a establecerse esta comunión. La base, el fundamento, es la obra cumplida por el Señor Jesús en la cruz, pero es realizada por medio del bautismo del Espíritu Santo. Las Escrituras nos dicen claramente cuándo tuvo lugar este hecho. Juan el Bautista anunció que el Señor Jesús bautizaría con el Espíritu Santo. Y en Hechos 1:4-5 el Señor Jesús dijo a los apóstoles que dentro de no muchos días recibirían el derramamiento del Espíritu Santo.
Las Escrituras hablan de dos maneras respecto a la Iglesia como cuerpo de Cristo. A veces muestran su existencia según el consejo de Dios, a saber, cómo será en el cielo (Efesios 1:22-23). Está compuesta por todos los creyentes que en el día de Pentecostés fueron bautizados en un solo cuerpo (Hechos 2) y por todos los que más tarde han sido y serán añadidos a ella (Hechos 2:47), hasta que sea arrebatada hacia la gloria. En ese momento, durante un instante, el conjunto de la Iglesia estará numéricamente completo en la tierra. Los muertos en Cristo serán resucitados, y nosotros, los que aún estemos vivos, seremos transformados “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos” (ver 1 Tesalonicenses 4:15-17; 1 Corintios 15:51-54).
En general –y siempre que se trata de nuestra responsabilidad, de nuestra marcha en la tierra– las Escrituras muestran a la Iglesia como el conjunto de creyentes que en un momento dado viven en la tierra. Los que fallecieron y duermen en el Señor ya no están en la tierra, por lo tanto no precisan exhortaciones respecto a su andar.
En 1 Corintios 12:27 encontramos el carácter del cuerpo de Cristo desde este punto de vista, presentado con toda claridad. A los corintios les fue dicho: “Sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular”. Sin embargo, debemos rechazar la idea de que los creyentes de un determinado lugar constituyan el cuerpo de Cristo. Si así fuese, habría tantos cuerpos de Cristo como localidades en las que viven creyentes. Por lo que hemos visto en 1 Corintios 10:16-17 es evidente que esto no puede ser verdad. En el versículo 28 del capítulo 12 también se aclara eso. Allí, cuando se dice qué dones ha dado Dios a la Asamblea, en primer lugar se nombra a los apóstoles, y sabemos que estos no estaban en Corinto. La asamblea de Dios en Corinto no era más que la expresión local de aquel único cuerpo, el cuerpo universal de Cristo. Pero volvamos a 1 Corintios 10:16.
La Cena del Señor es la expresión de la unidad del cuerpo de Cristo
Hemos visto que la unidad del cuerpo de Cristo se forma mediante el bautismo del Espíritu Santo (1 Corintios 12:13), así que no es por la participación en la Cena del Señor. Si así fuera, la Asamblea solo estaría formada por los que participan en la Cena del Señor, lo cual estaría en total contradicción con la enseñanza general de la Palabra. El versículo que acabamos de citar tampoco habla de eso. Así como el Señor Jesús cuando dio el pan a los discípulos les dijo: “Esto es mi cuerpo”, y con eso dio una señal visible, una representación visible de su cuerpo dado por nosotros, aquí las Escrituras añaden que el pan y la copa, señales visibles, son la expresión del cuerpo de Cristo, de la Asamblea. Todo el que bebe de la copa y come del pan implícitamente expresa que pertenece a la categoría de aquellos que tienen parte en todas las maravillosas consecuencias del derramamiento de la sangre del Señor Jesús y del sacrificio de su cuerpo en la cruz. Es miembro del cuerpo de Cristo. En el capítulo 10, en relación con la Cena del Señor, las Escrituras nos enseñan lo que somos, mientras que en el capítulo 11 y en los evangelios encontramos lo que hacemos.
Así, no celebramos la Cena del Señor de manera individual, sino juntos, como miembros del único cuerpo. Siempre se dice “nosotros”. Precisamente por el partimiento del pan expresamos nuestra unidad con todos los miembros del cuerpo de Cristo. Resulta claro que todos los miembros pueden tomar la Cena, pero únicamente ellos, los miembros. Si se admite a incrédulos, esto es, cuando por principio se admite a personas sin tener la seguridad de que sean miembros del cuerpo de Cristo, entonces no se trata de la Cena del Señor, sino de la cena del grupo de personas que la ha organizado. Lo mismo ocurre si se niega la participación a creyentes que verdaderamente pertenecen al cuerpo de Cristo, y a quienes no se puede acusar de ninguna cosa que Dios mismo llame un impedimento, por ejemplo una marcha caracterizada por su maldad, una enseñanza errónea o la relación con cosas impuras. En cuanto se ponen otras condiciones (por ejemplo, estar conforme con ciertas verdades que no son básicas), se hace de la Cena del Señor la cena de uno mismo y se la priva de su carácter de Cena del Señor, como las Escrituras lo enseñan.
En oposición a ello, la Palabra indica muy claramente el carácter de la Cena del Señor, la que, como lo hemos visto, es la comida de comunión del Señor con los suyos. Todos los participantes en esta comunión han muerto con Cristo. Son hombres nuevos que han recibido una vida nueva, a la que las Escrituras llaman “espíritu” (Juan 3:6), y en ellos mora el Espíritu Santo. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
La Cena del Señor, pues, no se celebra según el viejo hombre. Es la Cena del Señor, quien murió y resucitó, y a quien Dios ha hecho Señor y Cristo (Hechos 2:36). El Señor resucitado invita a los suyos, como sus huéspedes, a que celebren su Cena. Él es quien convida y asimismo el único que ha de disponer las cosas. Una cena en la que no se le reconociese como Señor, donde los hombres arreglasen todas las cosas siguiendo sus propios criterios, no puede ser la Cena del Señor.
El carácter exclusivo de la Cena del Señor
Hemos visto que solo los verdaderos creyentes pueden participar en la Cena del Señor. En otras citas, como en 1 Corintios 5 y en la segunda epístola de Juan, se mencionan algunas cosas por las cuales ciertas personas, reconocidas como verdaderos creyentes, están impedidas para tomar parte en dicho acto. En 1 Corintios 10:18-22 el Espíritu Santo hace énfasis sobre el hecho de que las relaciones que no agradan a Dios representan un impedimento absoluto, aun cuando uno no participe personalmente en el mal.
Ya hemos visto que algunos hermanos en Corinto opinaban que los ídolos no eran más que trozos de madera o de metal, pues tan solo existe un Dios. De modo que, según ellos, no importaba si se comía de las ofrendas dadas a los ídolos o si se tomaba una comida en el templo del ídolo.
Las Escrituras, sin embargo, señalan que tales conclusiones son completamente falsas. Por lo general, los adoradores participan en algo que los distingue de los demás hombres. Para la Iglesia es la sangre y el cuerpo de Cristo. Por consiguiente, los creyentes no pueden tener comunión con algo que sería incompatible con estos símbolos de la muerte de Cristo. Las Escrituras lo dicen muy claramente; la única ofrenda, de la cual el israelita común podía comer, era la de paz (o de acción de gracias) de Levítico 3 y 7. Este relato se refiere a tal sacrificio y es de notar que precisamente este sacrificio representa la figura más perfecta de la Cena del Señor y la adoración de la Asamblea ligada con ella.
Era una ofrenda voluntaria, es decir, nadie tenía la obligación de presentarla. Pero cuando un israelita deseaba alabar y agradecer a Dios (Levítico 7:11 y siguientes) y quería traer una ofrenda, entonces valían las instrucciones divinas tocantes a lo que se debía presentar para agradar a Dios. Estaba prescrito dónde lo debía presentar: ante el rostro del Señor, a la entrada del tabernáculo de reunión, donde Dios moraba y el pueblo podía acercársele: junto al altar. Vemos que el servicio es inseparable del altar, es uno con él. La sangre se rociaba alrededor del altar (cap. 3:2). La grosura con los riñones eran ofrecidos en el altar después de que el israelita había ofrendado el pecho ante Dios como ofrenda mecida; Dios llama a eso “mi pan” o “mi vianda” (Números 28:2; Levítico 3:3-5, 11, 16). El sacerdote que ejecutaba el servicio junto al altar recibía la espaldilla derecha. Aarón y sus hijos recibían el pecho. El que había aportado la ofrenda podía comer la carne restante junto con todos los del pueblo que estuviesen limpios.
En Levítico 7:18-21 encontramos instrucciones importantes sobre el estado de impureza. La carne que había entrado en contacto con algo impuro debía quemarse. En el lugar al que traemos nuestra ofrenda también puede haber algo impuro, por lo cual incluso la ofrenda limpia en sí viene a contaminarse y ya no puede ser comida. Asimismo, si la persona tocaba cualquier cosa inmunda, le quedaba terminantemente prohibido comer de la ofrenda (tomar parte en ella). Eso también valía para los que personalmente no tenían ninguna impureza, pero que, a sabiendas o no, habían tocado la impureza ajena (Números 19; Levítico 5:17). El juicio era el mismo en los dos casos: “Tal persona será cortada de entre la congregación”. Cuán aplastante es el juicio de Dios en contra de la afirmación humana: «El contacto con una enseñanza falsa o con lo moralmente injusto no contamina, siempre que uno mismo no participe activamente en tal enseñanza o en el mal».
Todavía encontramos más sobre la unión con el altar. En Levítico 7:15-18 leemos que la carne de la ofrenda de acción de gracias solo podía comerse el día en que era ofrecida a Dios (sobre el altar). La unión con el altar no debía interrumpirse; si esto sucedía, perdía el carácter de ofrenda. La ofrenda voluntaria o la ofrenda de voto se podía comer incluso un día después de ser ofrendada, porque se trataba de una mayor energía y entrega del corazón, de modo que la unión con el altar perduraba más tiempo. En Levítico 17 encontramos la prohibición expresa de sacrificar una ofrenda de acción de gracias excepto a la puerta del tabernáculo de reunión, pues la sangre se debía rociar en el altar y allí mismo se quemaba la grosura. Alguien que no obedeciera debía ser eliminado de la congregación de Israel.
En el Nuevo Testamento encontramos un lenguaje aun más claro. El Señor Jesús dice que el altar santifica la ofrenda (Mateo 23:19), de modo que el altar es más importante que la ofrenda, y la ofrenda recibe su carácter por el hecho de que entra en contacto con el altar.
La Mesa del Señor
En Malaquías 1:7, como también en Ezequiel 41:22, el altar donde se colocaba el sacrificio de acción de gracias se llamaba la “Mesa de Jehová”. Por ambas citas vemos que “mesa” y “altar” indican la misma cosa. La expresión “altar” alude más bien a la ofrenda que se colocaba en él, mientras que la palabra “mesa” se relaciona con la comida y con la comunión ligada a ella. La ofrenda de acción de gracias era una comida de comunión entre Dios y su pueblo. Dios recibía su parte, Aarón y su casa (figura de Cristo y la Iglesia) también recibían la suya e igualmente todo aquel que se hallaba limpio entre el pueblo.
Así lo encontramos en el Nuevo Testamento. Hebreos 13:10 dice:
Tenemos un altar, del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo (los que pertenecen al judaísmo).
En 1 Corintios 10:18-21 también se utilizan alternativamente las palabras “mesa” y “altar”.
El Espíritu Santo usa la expresión que él mismo dio al altar de acción de gracias en el Antiguo Testamento y la relaciona con la Cena del Señor y con el carácter de comunión de esta comida.
¡Qué expresiones: “Mesa del Señor”, “Cena del Señor”! Invita los suyos a su Mesa para celebrar con ellos su Cena. Naturalmente, aquí no es cuestión de la mesa de madera sobre la cual se encuentra el pan y el vino. Es la Mesa del Señor muerto y resucitado. A esta Mesa él invita a los suyos, a los que han muerto con él para que coman con él. Es una mesa espiritual, el sitio en su casa espiritual, a donde convida a los suyos para que acudan y estén con él. Allí está su Cena.
¿Podría alguien dudar todavía de que en “la Mesa del Señor” solo hay Uno que dispone de autoridad? ¿Es difícil comprender que solo Uno tiene facultad para determinar quién puede tener parte en esta mesa, cómo ha de ejecutarse el servicio y quién ha de ser utilizado para el servicio? Solo el Señor tiene derecho de decidirlo todo, y Él quiere dirigirlo por medio de su Espíritu. Ningún hombre tiene algo que decidir, nadie tiene que hacer algo, a menos que el Señor quiera utilizarlo.
Precisamente aquí el Espíritu Santo hace énfasis sobre el carácter exclusivo de la Cena del Señor. Uno no puede participar en la Mesa del Señor y en la mesa de los demonios. El amor es celoso. El Señor ama tanto a los suyos que por ellos entró en la muerte; sí, en la muerte de cruz, en el juicio de Dios. Los ama tanto que ahora vive por ellos para interceder a su favor (Hebreos 7:25). Los ama tanto que les tiene preparado un lugar, su Mesa, a la que los invita para que acudan a él y celebren su Cena. Cristo no puede tolerar ninguna negligencia en contra de sí mismo, en contra de los derechos de su amor y de su santa comunión. Él libertó a los suyos del poder de Satanás y del mundo. Por ellos fue hecho pecado para que el hombre según la carne fuese destruido bajo el juicio de un Dios santo y justo. ¿Cómo podría tolerar que los suyos se asociasen a Satanás o al mundo, a los principios del hombre natural? Y menos aún en este sitio, donde ellos están con él para recordar su maravilloso acto de amor, su entrega de sí mismo en la cruz, donde todo esto está colocado delante de ellos, mientras les da el pan partido y el vino, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí… Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lucas 22:19-20).
Un corazón que ama al Señor Jesús, ¿podría ser indiferente en este lugar con respecto a sus derechos? ¿Querría actuar sin preguntar en oración: «Señor, qué quieres que yo haga, dónde está el sitio al cual me invitas, dónde está tu Mesa, dónde puedo celebrar tu Cena? Aunque un hijo de Dios se muestre indiferente, el Señor sigue siendo el mismo. Se niega a tener comunión en su Mesa con los que muestran indiferencia respecto a sus derechos. “El que no es conmigo, contra mí es” (Mateo 12:30). “¿O provocaremos a celos al Señor? ¿Somos más fuertes que él?” (1 Corintios 10:22).
¿Ya toman parte ustedes en la Mesa del Señor, el único lugar donde él acepta que se le celebre su Cena?
Con un fraternal saludo.