La adoración
Queridos hermanos:
Después de haber hablado sobre la Cena del Señor en la carta anterior, quisiera escribir algo acerca de la adoración, la cual está muy estrechamente ligada a la Cena del Señor, aunque no es lo mismo. Celebrar la Cena del Señor, como las Escrituras nos indican, nos conduce a la adoración; pero ella no es la adoración.
¿Qué es la adoración? Quizá la podríamos definir como un homenaje que se presenta a Dios en virtud de lo que él es en sí mismo y de lo que significa para quienes le adoran. La palabra hebrea que más se utiliza en el Antiguo Testamento para expresar “adoración” quiere decir literalmente «postrarse». Así se utiliza, por ejemplo, en Génesis 18:2. La palabra griega “proskuneo”, que a menudo se encuentra en el Nuevo Testamento, significa «prueba de honor», tanto hacia Dios como hacia los hombres.
Obviamente es el deber de cada criatura que tiene entendimiento adorar a Dios. Los ángeles lo adoran (Nehemías 9:6) y sus santos también. En el Evangelio eterno los hombres son invitados a dar honra a Dios y a adorarlo (Apocalipsis 14:7). Pronto, todo lo que hay en la tierra lo adorará (Sofonías 2:11; Zacarías 14:16; Salmo 86:9; etc.).
Pero si los ángeles adoran a Dios en verdad, porque saben quién es, los inconversos, por otra parte, pronto se postrarán delante de él porque habrán experimentado su poder en los juicios o porque querrán disfrutar de la vida bajo el señorío del Señor Jesús. Pero semejante adoración exterior no es todo lo que Dios requiere de los hombres. Él quiere la adoración del corazón, la honra que procede del amor de los hombres hacia Dios.
Ahora bien, de eso él nos ha hablado, y su Palabra nos instruye acerca del carácter, la fuerza y el verdadero lugar de la adoración. En Juan 4, por ejemplo, el Señor habla sobre ello con palabras claras y sencillas.
El verdadero lugar de adoración
La mujer samaritana dijo al Señor: “Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”.
Como tantas personas lo hacen hoy día, esta mujer buscaba solo las opiniones de los hombres: “Vosotros decís”. No habla de la voluntad de Dios en este asunto, ni siquiera se le ocurre preguntar si el Señor ha revelado su voluntad o ha escogido uno u otro sitio. Dios había señalado expresamente a Jerusalén como el lugar de su morada. David lo supo cuando Dios aceptó su ofrenda en la era de Ornán (1 Crónicas 21:28). Cuando Salomón empezó a edificar el templo, conocía la elección hecha por Dios respecto a ese lugar (2 Crónicas 3:1). Después que hubo terminado la construcción, Dios le aseguró que había obrado acertadamente y que su nombre permanecería allí para siempre (2 Crónicas 7:16).
Es obvio que la mujer ignoraba completamente las declaraciones de las Escrituras. Pero, ¿quién tenía la culpa de eso? Quizá su ignorancia se debía a su posición de samaritana, que había recibido por su nacimiento. Sin embargo, eso no era ninguna disculpa. Ella pretendía tener contacto con el Dios de Jacob, pero no conocía ni buscaba la revelación de sus pensamientos sobre estas cosas.
Ella se refirió a lo que sus antepasados habían hecho. Durante siglos el templo en el monte Gerizim había sido el centro de adoración de los samaritanos, pero este hecho no podía justificar la pretensión de que ese templo fuese el verdadero lugar de adoración. Era cierto que la mujer seguía las pisadas de sus antepasados al adorar de igual manera que ellos, pero así y todo quedaba la pregunta: «¿Este lugar ha sido escogido por Dios para que su pueblo se le acerque y le adore?». Una sola declaración de la Palabra de Dios: “Así dice el Señor”, destruyó todas sus ideas, sus argumentos y sentimientos. Y aún más: supongamos que verdaderamente ella ignoraba la revelación con respecto a Jerusalén; mas ¿tenía Dios la obligación de aceptar su adoración en ignorancia que traía al monte Gerizim? Sin duda alguna había muchos samaritanos que sinceramente estaban convencidos de que adoraban de manera correcta. Pero, ¿por eso se haría aceptable a Dios tal adoración? ¿Acaso la conciencia del hombre se halla por encima de las declaraciones de la Palabra de Dios? ¡De ningún modo! Por eso también el Señor Jesús rechazó rotundamente la pretensión de los samaritanos: “Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos”.
En esta conversación se nos presentan tres cosas:
1. Es peligroso y malo que el hombre imponga sus pensamientos con respecto a un tema sobre el cual Dios ya ha expresado su mandato.
2. Adorar a Dios como lo hicieron nuestros padres no nos da ni la más mínima seguridad de que lo hacemos acertadamente, como Dios mismo lo dispuso.
3. El hecho de que hagamos algo con buena conciencia no es razón para que Dios lo acepte. Lo único importante en caso de surgir una pregunta es lo que Dios ha dicho al respecto. El deber del pueblo de Dios consiste simplemente en ajustar sus pensamientos a los de Dios. “Si una persona pecare, o hiciere alguna de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado” (Levítico 5:17).
El Señor no sigue hablando de Jerusalén. Presenta la verdad muy claramente para luego anunciar algo nuevo. Bajo la ley Jerusalén era, en virtud de la autoridad divina, el lugar donde se debía adorar. Pero luego el Hijo de Dios vino a la tierra. “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27). Esto debe influir en nuestra adoración a Dios, puesto que la adoración se basa en el conocimiento de Dios.
Lo esencial del cristianismo
En Juan 4:10 el Señor Jesús da a conocer brevemente las señales de la nueva época, es decir, el período de la Iglesia.
Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.
“El don de Dios”. Aquí encontramos la plena revelación de Dios. Bajo la ley, Dios no fue revelado como el que da; era el que exigía. Requería que los hombres le sirvieran y otorgaba su bendición en virtud de la obediencia a sus mandamientos. Él moraba en espesas tinieblas (Deuteronomio 4:11; 5:22-23; Salmo 18:11-12). Dios no se revelaba sino que escondía su verdadero Ser. No que la ley fuese mala, pues es santa, justa y buena (Romanos 7:12); pero el hombre era pecador y cuanto más hincapié se hacía sobre las exigencias de la ley, más visibles eran los pecados de los hombres. Si fuera verdad lo que algunos afirman, que la ley es la imagen de Dios, entonces el hombre estaría perdido, abandonado y sin remedio. Pero eso no es verdad. La ley –aunque procede de Dios– no es el mismo Dios ni la imagen de Dios. Es solo la medida moral que indica cómo un hombre pecador debe comportarse ante su Creador.
Dios es luz y amor. Cuando el hombre se halla en la profundidad de su miseria, Dios da libre y perfectamente. El Señor Jesús, quien reveló plenamente a Dios en la tierra, dijo en una ocasión: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). ¿Faltaría Dios a lo que él mismo llama “más bienaventurado”? Bajo la ley, Dios hubiera sido el que recibe, en tanto no quedara transgredida la ley; pero en el Evangelio siempre es el que da. Y mucho más: dio a su Hijo, lo mejor que tenía, a personas que solo merecían la condenación eterna.
En la epístola a los Hebreos, la posición de un israelita bajo la ley se opone a la de un cristiano. Para el israelita, “aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo” (Hebreos 9:8). Los sacrificios que eran presentados no podían quitar ningún pecado (Hebreos 9:9; 10:4, 11). El sumo sacerdote estaba rodeado de flaquezas y también tenía que hacer sacrificio por sus propios pecados (Hebreos 5:3).
En cambio, el cristiano ha sido hecho perfecto para siempre (Hebreos 10:14); tiene una conciencia purificada (Hebreos 9:14). Posee, pues, libertad para entrar en el Lugar Santísimo, porque el velo ha sido rasgado y el camino hacia Dios está abierto. Tiene un gran sacerdote sobre la Casa de Dios, hecho perfecto para siempre (Hebreos 10:19-22; 7:28). ¡Qué dador es Dios! Pero esto solo fue posible por la bondad y la humillación del Hijo de Dios, quien vino a la tierra y sufrió hasta lo extremo por pecadores enemigos. La mujer samaritana no lo conocía; como mucho vio en él a un judío amable, pero en ningún caso pensó que él era el Señor mismo, el Dios del cielo y de la tierra, el Unigénito que está en el seno del Padre. Si tan solo hubiese captado algo de esto, le habría rogado y él le hubiera dado agua viva. Según Juan 7:39, el agua viva es figura del Espíritu Santo que mora en el creyente.
Aquí tenemos, pues, la gracia de Dios como fuente, de la que emana todo, luego la gloria de la Persona del Hijo y su presencia en humildad entre los hombres. Y, para terminar, tenemos al mismo Hijo de Dios, revestido de su propia gloria, quien da agua viva al alma sedienta: el Espíritu Santo. Estas cosas forman el fundamento necesario para la adoración cristiana.
El Padre busca adoradores
“Adorarán al Padre”. Eso tiene que haber llamado la atención de la mujer; debió ser algo completamente nuevo para ella. El pueblo de Israel era hijo de Dios, era su primogénito (Éxodo 4:22); los israelitas eran hijos de Jehová su Dios (Deuteronomio 14:1). Dios era el Padre de Israel y Efraín era su primogénito (Jeremías 31:9). Pero este pueblo nunca había adorado a Dios como Padre, pues “ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27). Esta es una parte esencial de la adoración cristiana: conocer a Dios en su relación de Padre con su pueblo, el que le adora como tal. Pero esta revelación es un asunto personal: “aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”.
El que tenga este conocimiento lo ha recibido del Hijo. “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Después del cumplimiento de su obra, Cristo introdujo a los suyos en su propia relación con el Padre: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre” (Juan 20:17). Esa es la porción del creyente, incluso del más joven. A los hijitos en la fe, el apóstol escribe: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre” (1 Juan 2:13; comparar con Juan 17:2-3).
El Padre busca adoradores. ¡Qué inmensa gracia! En Israel cada hombre debía subir a Jerusalén tres veces al año para adorar (Deuteronomio 16:16). En el milenio, todas las naciones de la tierra tendrán que subir año tras año a Jerusalén para adorar allí. Quien no lo haga será castigado (Zacarías 14:16-19). Pero el Padre busca verdaderos adoradores, aquellos para quienes esto no representa una forma exterior, sino un asunto del corazón. Para nosotros, ¿qué valor tiene lo que el Padre busca?
Adoración en espíritu y en verdad
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:23-24).
Aquí encontramos el carácter de la adoración cristiana. La verdadera adoración no es un culto formal, terrenal, sino que concuerda con lo que Dios es y con su completa revelación. Ningún incrédulo puede adorar de esta manera, pues solo a través del nuevo nacimiento hemos recibido la nueva vida, a la que las Escrituras llaman “espíritu”. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6; Romanos 8:16). Es una adoración espiritual, según el nuevo hombre, en armonía con lo que Dios es. Pero hay creyentes que son poco espirituales. El apóstol Pablo no podía tratar a los corintios como hombres espirituales, pues eran carnales (1 Corintios 3:1-3). No estaban “en la carne”, como antes de su conversión, pero aunque habían nacido de nuevo –esto es, poseían la nueva vida, que es “espíritu”– andaban y obraban de modo carnal, como piensa el hombre natural.
El culto de Israel era terrenal, natural. Se practicaba en un lugar determinado geográficamente, en un magnífico templo. Este servicio era planeado hasta en el más mínimo detalle. El hombre, vestido con un ropaje costoso y acompañado por una música maravillosa, podía ofrecer lo más elevado y lo mejor que la tierra tenía para dar. En ello no había nada de espiritual. A un sacerdote, a un cantor o a quien traía una ofrenda ni siquiera se le exigía haber nacido de nuevo. Pero todo esto había sido instituido por Dios mismo, pues se trataba del culto de un pueblo terrenal para un Dios que no se había revelado a ellos plenamente, sino que permanecía oculto a sus ojos (véase Salmo 18:11; Isaías 45:15).
En la cruz, sin embargo, Dios acabó con el hombre natural. Nosotros, que hemos nacido de nuevo, que hemos creído en el Señor Jesús, hemos muerto con Cristo (Romanos 6:8). Hemos de andar según la nueva vida que el Espíritu Santo ha obrado en nosotros por el nuevo nacimiento. El Espíritu Santo, que mora en nosotros, es la fuerza divina que nos capacita para llevarlo a cabo.
Nuestra adoración tiene que ser espiritual. Es una necesidad moral de la que no podemos librarnos. Como claramente lo dijo el Señor Jesús en el versículo 24, el Espíritu Santo es la fuerza de toda adoración cristiana.
En completo acuerdo con ello, no se nos prescribió ninguna forma o ceremonia para nuestra adoración. Eso es mucho más notable si consideramos que entre los israelitas todo estaba ordenado, hasta los más mínimos detalles. Ni siquiera conocemos las palabras con las que el Señor oró al instituir su Cena. No tenemos ninguna descripción de algún apóstol partiendo el pan; ningún cántico del cual sepamos que se cantaba en tiempo de los apóstoles. Tampoco hay en el Nuevo Testamento un libro con salmos cristianos. Porque únicamente hemos de adorar por medio del Espíritu Santo (Filipenses 3:3). Si volvemos a las formas del Antiguo Testamento, imitándolas para hacer de ellas la adoración cristiana, perdemos la marca del cristianismo, a saber, la adoración por medio del Espíritu de Dios.
No obstante, la adoración no debe ser solamente en espíritu, sino también “en verdad”. “¿Qué es la verdad?”, preguntó Pilato. Él no sabía que Aquel a quien tenía en frente, coronado de espinas, era la Verdad. La verdad es lo que Dios ha revelado de sí mismo, y lo ha hecho a través del Hijo. En cierto sentido Israel también adoró en verdad, ya que su culto concordaba con la revelación de Dios en aquel entonces. Pero ahora está perfectamente revelado, pues “Dios… manifestado en carne” estuvo en la tierra y, por ilimitada gracia podemos conocerle.
Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero
(1 Juan 5:20).
Desde luego, hay crecimiento en el conocimiento de la verdad. El Espíritu de Dios obra en nosotros para conducirnos a toda verdad; pero la diferencia que por eso existe entre los creyentes es infinitamente pequeña comparada con la que hay entre un hombre no nacido de nuevo y el creyente más joven. El hombre, antes de su conversión, está absolutamente incapacitado para conocer a Dios. No está más habilitado para ello que lo que está una vaca para entender una ciencia o filosofía.
Por medio del nuevo nacimiento hemos recibido una vida espiritual, y a través de ella nos encontramos en condiciones para conocer a Dios. Es la “naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). En esta nueva vida obra el Espíritu Santo que mora en nosotros, quien también es la fuerza divina que pone esta nueva vida en contacto con Dios mismo (Juan 4:14). A los hijitos en Cristo se les dice: “Vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas. No os he escrito como si ignoraseis la verdad, sino porque la conocéis” (1 Juan 2:20-21).
Así, pues, podemos acercarnos a Dios nuestro Padre. Lo vemos y disfrutamos de él por el poder del Espíritu Santo, quien pone nuestra nueva vida en contacto con Dios mismo. Al contemplar a Dios tal como es, quedamos admirados y sentimos la necesidad de expresarlo. Cada hijo de Dios que no ha quedado estacionado ante las bendiciones recibidas, sino que ha levantado los ojos al Dador mismo, sabe por experiencia lo que esto significa. La gloria del Padre y del Hijo son tan grandes que nuestros corazones son demasiado pequeños para comprender perfectamente lo que vemos. Además, tampoco estamos en condiciones de expresar estas glorias en palabras. Pero adoramos “en espíritu”, de modo que nuestra adoración no está en nuestras palabras, sino en los sentimientos espirituales que suben de nuestros corazones. Todavía queda la pregunta:
¿Dónde debemos adorar?
Sin duda alguna, cada creyente debe adorar personalmente. ¿Cómo podemos contemplar la obra del Señor Jesús, el amor y la bondad del Padre, sin dar gracias y alabar? Pero estas cosas las tenemos juntamente con todos los hijos de Dios, lo que nos conduce espontáneamente a la adoración en común.
Somos más guiados a la adoración cuando estamos reunidos para anunciar la muerte del Señor Jesús. Tomamos de su mano el pan partido y la copa. Entonces lo vemos en la perfección de su obra y de su amor. Nuestra mirada hacia el Cordero inmolado, en el cielo, nos conducirá a cantarle y adorarle (Apocalipsis 5).
Sí, nos reunimos para anunciar su muerte. En sí, la celebración de la Cena del Señor no es la adoración. Pero si los que la celebran son espirituales, no pueden sino dar gracias y adorar. Entonces la celebración de la Cena del Señor viene a tomar su justo lugar en la reunión de adoración.
¿Puede una persona sola ofrecer a Dios una adoración digna de él? Cuando Adán todavía no había caído, podía dar gracias a Dios por su bondad. Pero ahora Dios está plenamente revelado en el Señor Jesús. Si una adoración que llega a esa altura fuese presentada por una sola persona, esto supondría en esta persona un nivel espiritual que la colocaría casi a la altura de Aquel a quien ella adora.
En 1 Corintios 14 encontramos la adoración relacionada con la Iglesia. Allí vemos según qué principio y a través de quién Dios permite que ahora lo adoremos. Es un complemento importante de nuestro conocimiento de la voluntad de Dios. Desde el principio, el canto, las acciones de gracias y la alabanza han sido partes integrantes de la adoración. También vemos que esto no dependía de una sola persona, sino del orden y la actuación de Dios en la Iglesia (ver sobre todo los v. 12-17). El Señor valora la adoración inteligente de su pueblo. Los suyos se reúnen con la conciencia de que el Señor es el único que tiene autoridad en medio de ellos y de que solo él puede determinar a quién quiere utilizar. El Señor ejerce esta autoridad por medio del Espíritu Santo que mora en la Asamblea. No importa que un hombre, diez o veinte efectúen el servicio, sino que sea el Espíritu Santo quien guíe o escoja a quien él quiere.
¿Conocen ustedes, personalmente y por experiencia, esta adoración? No es ningún asunto del intelecto. Como hemos visto, es la respuesta de corazones que se ocupan en el Padre –quien entregó a su Hijo unigénito para que sufriera la muerte de la cruz– y meditan en el Salvador, el Hijo de Dios, quien los amó y se dio a sí mismo por ellos.
Con saludos afectuosos, su amigo.